Read La vida exagerada de Martín Romaña Online

Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Relato, #Humor

La vida exagerada de Martín Romaña (49 page)

BOOK: La vida exagerada de Martín Romaña
2.7Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Total que exhalé la verdad: había estado por Pigalle con mi amigo queridísimo, el filosófico estudiante de Filosofía, Carlos Salaverry, tratando de irnos a la mierda de mentiras, ya que éramos incapaces de lo contrario, por asuntos que tenían mucho que ver con la verdad, la nuestra, por lo menos, ya te explicaré bien, Sandra, porque es complicadísimo, tengo que empezar prácticamente desde el descubrimiento de América (ahí me enteré de que tampoco Sandra tenía mucho sentido del humor), en fin, Inés me mandó a la mierda y a Carlos lo mandó a la mierda Teresa y nosotros decidimos irnos al Valparaíso, que es la mierda, pero según Carlos el sitio ya estaba copado por Piolín, una historia inmortal, Sandra…

Sandra empezó a llorar de incomprensión y yo vi un jebecito constante, el primero y tal como me lo había imaginado, la empujé para no observarlo estiradísimo y sin que nadie lo estuviera jalando por ninguna parte, y le dije, gritando
ma contenutissimo
, es
todo
lo que venía a contarte, Sandra, y ya nunca más te llamaré Sandra Anita María Owens porque estás llorando, demonios, vine para hablarte de estas cosas y terminas así, ¿por qué lloras, Sandra?, ven, te invito a comer un sándwich enorme y riquísimo, algo mucho mejor que el restaurant universitario, démonos un lujo, Sandra, no llorar, por favor, si no Martín Romaña el divertido llorar también…

Y aquí arranca el desenlace de esta parte de la historia que, a su vez, enlaza con esta otra parte: yo había imitado a Tarzán. Por qué, no lo sé, tal vez porque mi ternura necesitaba recurrir al humor más fácil (Tarzán llorando por Sandra en la jungla de París), por calmar las lágrimas de Sandra, sí, eso debió ser. Pero ella lloró más aún, quejándose además, ¡qué hacer, Lenin, por Dios santo!, de que yo me andaba burlando hasta de su inglés: sí, ella empleaba mal los verbos, sí, yo con toda mi cultura la estaba aplastando hasta en su propio idioma,
pero… pero&hellip
; Sorbió mocos mientras yo aflojaba mocos y continuó su frase, que era, por supuesto: Pero es con la imaginación que se toma el poder y no me voy a dejar corromper con un sándwich, y menos tuyo, Martín Romaña, porque te encuentro tan divertido y porque realmente me hiciste gracia cuando te asustaron tanto los amigos que encontraste en mi cuarto.

—Sandra,
por favor
, escúchame —inhalé, recogiendo de paso mocos—; no he querido,
no
quiero mentirte, Sandra —supliqué, casi, inhalando mucho más.

—Martín —dijo ella, llorando muchísimo más—, parecías tan asustado creyendo que me había olvidado de nuestra cita… Les tenías tanto miedo a mis amigos cuando hablaban y discutían y luchaban y…

Lloró a mares.

—Sandra —intervine, totalmente inhalado, un verdadero yoga, a no ser por los nervios—, ¿habrías preferido que te contara que anoche me trepé con una bandera peruana a la torre de la Sorbona?…

Ojalá, algún día, ante un altar, con muchas flores, y con todos mis amigos presentes, una mujer me suelte un sí tan rotundo, tan profundo, y tan arrojándose entre mis brazos como el que Sandra me soltó, mientras yo iba desinflándome rápida y poderosamente. Quedé hecho una pelota de trapo, y así, hecho una pelota de trapo, la invité a un café de la Contrescarpe y la fui observando comerse un hot dog, dos hot dogs, un milkshake, de postre pidió un banana split, todo mientras yo consumía dos austeras copas del vino más barato, en honor a Carlos Salaverry y a no sé qué. Capitalista, me dijo, cuando pagué la cuenta. A Sandra se le escapaba a menudo lo de capitalista, un poco como a mí lo de Octavia de Cádiz, había más de moda que de maldad en el asunto, en todo caso, pero qué tal concha, también, quién se había tragado a quién ahí, seamos justos.

Placita de la Contrescarpe con Sandra y Martín Romaña mucho más joven cruzándote amarraditos, ¡cómo te recuerdo! Te veo, me veo, nos veo: ella me había cogido la mano y yo se la había entregado prácticamente de regalo, quédate con ella si quieres, Sandra, tal vez logres arreglarla aunque creo que le faltan piezas, se las había entregado casi como algo que no servía para nada desde que Inés… Lo malo es que te cruzamos, placita de la Contrescarpe, rumbo a un hotel donde todo indicaba que la guerra no había terminado entre el cuarteto político. Miré hacia la ventana del tercer piso, no bien llegamos al pequeño patio interior: señales de humo y alaridos de bajísimo nivel teórico. Ésta es la mía, pensé, subo cogidito de la mano con Sandra, rememoro íntegra mi formación con el Grupo, me salto las partes que no entendí, qué diablos, ni cuenta se darán, y los hago papilla. Pobre Toño, pobre Juani, pobre Yoyo, pobre Pierrot: Martín Romaña vinividivinci, vuelta al ruedo, oreja, rabo y pata. Hola muchachos, dijo Sandra, al entrar, y no sé en qué momento me había devuelto la mano, pero lo cierto es que yo sentí como si no hubiera logrado arreglarla, o como si hubiera dejado para más tarde su compostura. Mientras tanto, los muchachos continuaban en profundo desacuerdo con respecto a las barricadas de la noche anterior, y cuando traté de intervenir con dialéctica implacable, el espíritu del 68 me tapó la boca diciéndome que no olvidara lo de Pigalle, no, Martín, tú no estás moralmente autorizado para participar en esta discusión, siéntate o échate en la cama o en el suelo como los demás, y limítate a escuchar. Quedé, pues, limitadísimo y con una mano de sobra.

Y lo peor de todo es que un par de horas más tarde, a pesar de mi olímpico, saturado y altivo desinterés, todo fingido, por supuesto, Toño, Yoyo, Pierrot y Juani habían logrado ponerme en un estado que se debatía entre el desasosiego, la angustia y los celos. No entendía nada, prácticamente nada, y tal vez lo único que lograba sacar en claro es que esos celos no eran por Sandra, sino por la manera en que esos cuatro alegres y furibundos optimistas de la ignorancia no importante parecían merecer oreja, rabo y pata, constantemente. No, no era el que a mí me sobrara una mano desde hace rato lo que me inquietaba tanto, ni tampoco el no poder intervenir coherentemente en su incoherencia, tampoco que Sandra les sirviera más y más café como quien se entretiene profundamente y desea mantenerlos eufóricos, no. Lo que me tenía realmente desgarrado era esa incapacidad mía para captar el estado de fiesta permanente en que vivían, y la manera tan fácil y gratuita en que asumían que aquello era un todo, y que si se acababa, pues lo regalaban, lo regalaban como yo andaba regalando mi mano pero sin tantas consideraciones cabizbajo-depresivas. Era como si ellos estuviesen viviendo las barricadas de anoche, más las de esta noche, por anticipación, mientras que yo andaba viviendo la historia de la humanidad, con mayúsculas, mezclada con la historia de mi vida en unas letras tan chiquitas que ni se veían. Y era, por último, como si de pronto yo me encontrara paralizado por una honestidad embrutecida ante el hecho de que ellos, ellos y decenas de miles como ellos, estuvieran a punto de poblar por primera vez el cielo de buenas intenciones. Sólo me salvaban mi desasosiego, mi honesta parálisis y un dolor muy hondo que yo trataba de conectar con el de mi compatriota, el poeta César Vallejo, que murió en París con aguacero, y un día del cual ya tenía el recuerdo, además, pero sin llegar francamente a saber si en esto no andaba haciendo uso ya de una cierta dosis de socarronería muy latinoamericana.

Total que ahí el único denominador común era que los cinco queríamos acostarnos con Sandra. Ellos, sin saberlo, y/o como consecuencia natural de la gran fiesta del 68. Yo, sabiéndolo, y/o porque desde que Inés me plantó, no encontraba nada mejor que hacer con la mano que Sandra ya había cogido para llevarme sabe Dios adonde, un poco lazarillo, un poco a través de las barricadas, un poco como a un ciego, pero cojones qué tal ciego tan clarividente, tan pesimistamente lúcido, tan tuerto en tierra de ciegos. Así ni el denominador común único duraba, porque yo sólo sabía que no sabía nada, o mejor dicho, que no entendía ni papa, mientras que ellos ignoraban por completo aquello de que el infierno está poblado de buenas intenciones, y eran felices y francamente macanudos y contagiosos y tan alegres si los comparábamos conmigo, tuerto de mierda.

Pero mi tuertera no era contagiosa, felizmente: bastaba con verlos matarse a los cuatro, con verlos reír, gritar, no cansarse nunca, para comprender que ahí a nadie se le podía pegar mi parálisis. No, mayo del 68 no se iba a acabar por culpa mía, aunque es verdad que con tipos como yo no habría empezado tampoco nunca. Y sin embargo… Y sin embargo, me dije, como quien descubre un gran secreto, como quien escucha una gran revelación y lo capta todo en un solo instante: soy un gran amante de mayo del 68, un gran amante despechado, sin duda, aunque absolutamente incapaz de llegar a aquella indiferencia de la que habla un valsecito criollo:

Ódiame, por favor, yo te lo pido.

Ódiame sin medida ni clemencia,

odio quiero más que indiferencia,

que tan sólo se odia lo querido.

Descartemos también el odio, por improcedente, y veremos que no podía ser más cierta mi revelación: era un amante despechado, más aún, desgarrado, pero ahí quedaba aquella mano que ya le había servido para algo a Sandra, y entonces, tirado en su cama, oyendo berrear a los cuatro gochistas, fui más allá, mucho más allá en mis descubrimientos: Sandra era el espíritu del 68, yo estaba actuando muy honestamente con ella, y si esta gringa ignorante no mete la pata de puro andar siguiendo slogans y no lo que son realmente sus sentimientos, con ella, por ella, ante ella, y a través de ella, sobre todo, podía reconciliarme con el presente, modernizarme y reconstruirme para caer de cabeza y feliz y poblado de buenas intenciones entre las celestiales antorchas de las barricadas. Sandra es mi vaso comunicante, se me escapó en voz alta, tan alta que interrumpí la guerra y todos me miraron asombrados, y entonces lo que se me escapó fue un Octavia de Cádiz, y para disimularla y arreglarla un poco, no se me ocurrió nada mejor que decir que sólo había querido comunicar mi sed de agua fresca, sed de agua fresca como la de las playas de Cádiz, pero felizmente a ellos les bastó con saber que tenía sed para abrir el caño y pasarme un vaso sin preguntar más.

—Y de paso, ¿puedo echar una meadita? —preguntó Juani.

—Sí, yo también me muero de ganas de mear —dijo Pierrot, tras lo cual Yoyo y Toño empezaron a seguir su ejemplo, que consistía en abrirse la bragueta ante el lavatorio del que acababan de sacar el agua para mí.

—¡Nones! —gritó Sandra—. Aquí la única que hace pipí en este lavatorio soy yo. Ya conocen las reglas, muchachos: y ahora, a bajar los tres pisos y al wáter común.

El wáter era común a todo el hotel, de hueco en el suelo, por supuesto, y quedaba en el patio interior. Los cuatro cerraron braguetas, salieron de la habitación obedientísimos, y en la escalera empezaron de nuevo a matarse teórica y envidiablemente. Comprendí que se querían mucho, y me sentí inferiorísimo ahí tirado en la cama de Sandra y sin nada realmente honesto que proponerle, aparte de matrimonio, no bien encontrara a Inés y lográsemos divorciarnos, Dios mío, qué pena. Por consiguiente, tampoco ése era un sentimiento honesto, y entonces como quien busca una razón para vivir, para amar y ser amado, descubrí honestamente que yo también tenía ganas de pegar una meadita.

—Ya vuelvo, Sandra —le dije, incorporándome para dirigirme a la puerta.

—Martín, espera un momento… Estoy muy confundida. No sé… Empezó mientras comía los hot dogs. No sé cómo explicártelo. Mira, hay muchos hombres que
vienen
aquí, ¿me entiendes? Tantos, que a veces me he preguntado si no soy ninfo…

Casi intervengo para opinar que yo más bien la consideraba el espíritu mismo del 68, pero en vista de que mi vida transcurría bastante exageradamente… Pues déjala transcurrir, Martín, me dije, decidiendo no interrumpirla, porque acabáramos, estaba llorando además mi vaso comunicante, por lo que de inmediato entré comunicadísimo en una impresionante sesión de lágrimas interiores, nudo en la garganta, y por qué no, de soga al cuello, también, dado el tema que estábamos a punto de abordar. Bueno, pues no la interrumpas, Martín Romaña, deja correr el agua que sí has de beber.

—…ninfómana —lloró a mares Sandra, acercándose a mis brazos tan virgen de cara y de mirada como un primer amor, de cara al pasado.

Imaginé una de Humphrey Bogart tomando entre sus brazos a una ninfómana, pero sólo logré reproducir con absoluta fidelidad a Martín Romaña, mocos y todo. A sus marcas, listos, ¡ya!, y les juro que salía disparado en busca de Inés y el divorcio, pero Sandra habló primero.

—No sé cómo explicarte, Martín.

—No sé cómo entenderte, Sandra.

—Se trata de eso que empezó con los hot dogs.

No soy freudiano, soy simplemente lo más Martín Romaña que darse pueda, o sea trasladé el asunto, en el fondo de mi alma, al siglo xix, primera mitad, donde no hubo simbología fálica alguna, sino más bien campiña inglesa muy verde y sembrada de finos arbustos, ni uno solo de forma fálica, lo juro. Luego, pensé: felizmente que los cuatro tardan tanto en su meada, porque esto va para largo, lo cual era profundo interés por la confesión de Sandra, y tampoco fálico, por consiguiente.

—Sigo sin saber cómo explicarte, Martín, pero creo que empezó cuando el segundo hot dog.

—Después vino el banana split; tal vez eso te ayude en algo, Sandra.

—Es tan difícil hablar llorando, Martín.

—Y debe ser tan doloroso pensar llorando, mi a a a…

Ahí me atraqué, pero creo que fue suficiente para que se acordara del resto, que era nuevamente no sé cómo explicártelo, Martín, y que todos los muchachos que venían a su cuarto habían querido orinar en su lavatorito, y que ella los despachaba siempre al wáter común, yo soy la única que hace pipí…

—Es lógico, Sandra; todos sabemos que París está plagada de wáters alejados y que medio mundo termina meando en su lavatorio. O en un bidet, con algo de suerte.

—Pero no las visitas, Martín, eso sería una inmundicia.

—Totalmente de acuerdo, mi a a a…, pero no llores más, por favor.

—Es que yo quiero que tú seas el primero que hace pipí en mi lavatorio, Martín.

Matrimonio, casi grito matrimonio, pero soplaban vientos del 68, y no tuve más remedio que reprimir una palabra tan burguesa. ¡Linda! exclamé, en cambio, porque era y estaba linda, a pesar de la ninfomanía y las lágrimas, porque con Sandra así, yo de cabeza a las barricadas, porque habían terminado mis dudas y temores, y también, qué se le va a hacer, siempre hay que confesar, porque ya subían los castigados del wáter común y Martín Romaña meando en el lavatorio privado de Sandra era algo así como el final de un proceso de modernización y reestructuración, y a partir de hoy se me portan bien mis anarcoprimaverales o lo que sea, aquí el dueño de este cariño soy yo y se acabaron las ninfomanías o cualquier otro tipo de plusvalía obtenido tan sólo porque la muchacha fue muy pobre en Nebraska. He sido un burro, si quieren, ante los actuales acontecimientos, pero de hoy en adelante en este burro mando yo.

BOOK: La vida exagerada de Martín Romaña
2.7Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Kill or Die by William W. Johnstone
The Authentic Life by Ezra Bayda
Ladies' Man by Richard Price
BOOK I by Genevieve Roland
The Winged Histories by Sofia Samatar
Put a Lid on It by Donald E. Westlake