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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Relato, #Humor

La vida exagerada de Martín Romaña (8 page)

BOOK: La vida exagerada de Martín Romaña
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—Que te cure un médico peruano, Martín. Yo no soy más que una mierda.

—Eso nunca —le dije—. Tú eres un médico peruano que ha triunfado en Francia. Qué más prueba quieres que la bandera.

Juancito Velázquez lloró, más
Pincel
que nunca para sus amigos, mientras me iba contando que ayer le acababan de entregar sus documentos de ciudadano francés. Justo ahora, compatriota! ¡Pero que se metan esa bandera al culo en el Perú y que me dejen solo porque estoy más solo que nunca! ¡Y vete a la mismísima mierda, Martín Romaña!

¡Se jodió la Francia!, exclamé, decidiendo llegar aunque sea en taxi al restaurant universitario, para contarle a los amigos las cosas que me tocaba ver en esta vida. Ver y sufrir, porque Juancito no tardaba en meter otra vez las cuatro, pero conmigo.

LAS CUATRO DE JUANCITO VELÁZQUEZ OTRA VEZ

Como sucede a menudo en París, llegó la primavera pero el invierno continuó como si nada. No sé de dónde han sacado tantas canciones sobre la primavera en París. Yo casi no la recuerdo sino en disco. Me dediqué a pensar en el verano, pero todavía faltaban un buen par de meses para que llegara y yo continuaba regresando a casa bañado en sudor todos los días, tras los disminuidos aplausos de la Sorbona. Pero la gente había decidido no creer que yo pudiese sentirme mal, y yo había decidido continuar viviendo entre la gente, y sintiéndome bien, a pesar de los consejos de Juancito Velázquez, a quien regresé a ver no bien supuse que había empezado a acostumbrarse a su nueva nacionalidad y a sus consecuencias un tanto parias. La vida continuaba para todo el mundo en París, y Juancito,
Pincel
para sus amigos, había decidido quedarse entre los vivos. Un día me recibió diciéndome que pensaba irse a pasar unos meses al Perú, pero sólo de turista, para mostrarle a la gente su nueva nacionalidad, le iban a besar los pies cuando se enteraran de que ahora era franchute. Comprendí que se estaba aclimatando. Ahora le tocaba ocuparse un poco más de mí. Me dijo que encantado, pero que yo no podía seguir viviendo sin radiografías. Abrí los ojos bien grandes, y nuevamente me negué a tomarme las radiografías que Juancito venía recomendándome desde tiempo atrás. No podía ser, a qué santos andarle temiendo tanto a los pulmones. Yo quería más vitaminas y que se acabara el año universitario. Necesitaba reposo y sol, eso era todo. Pero Juancito alegaba que esos dolores en la espalda no le gustaban nada e insistía en lo de las radiografías.

Decidí no hacerle caso, una vez más, y le pedí prestada su novia a un amigo norteamericano, todas las tardes de seis a siete, para que me masajeara fuerte la espalda y el cuello. La muchacha era de Berkeley con régimen macrobiótico, y detestaba la medicina occidental. Para ella toda enfermedad estaba en la mente enferma de los enfermos, y en mi caso tanto hablar de los pulmones había terminado por hacerme creer que los tenía llenos de tabaco negro entre negras cavernas, cuando en realidad lo que tenía era una grave contracción mental de los músculos de los hombros y del cuello. El día en que me relajara, me sanarían los pulmones y se acabarían los dolores. Estaba segurísima, y cuanto más me apretaba los músculos de toda esa zona, más segura estaba.

O sea que la tuve cabalgando riquísimo sobre mi espalda durante un mes, y el asunto casi siempre prometía, mientras yo me echaba boca abajo sobre la cama y ella se instalaba sobre mis riñones y se arrancaba a masajear. Pero la verdad es que no bien descabalgaba, todo se contraía de nuevo en mi mente, en el caso de tener ella ra2Ón, o era muy necesaria una radiografía, en el caso de tener razón Juancito. Insistí con la muchacha de Berkeley, pero un día peleó con mi amigo norteamericano y el asunto fue tan grave que no quiso ni siquiera continuar ocupándose de mi espalda. Le confesé a Juancito mis andanzas. Me dijo que las mujeres eran lo peor que podía existir para los pulmones, y me metió de cabeza a la sala de radiografías.

Terminamos la sesión radiográfica, como terminábamos toda sesión: tomando unos tragos en el café de enfrente. El radiólogo no estaba, y Juancito prefería esperar a que volviera para mayor seguridad, para que todo fuera como debía ser. Pero el tipo no volvía y yo empecé a cansarme. Por fin Juancito dijo que las iba a examinar él mismo, mientras el otro regresaba, y me llevó a una salita del hospital, para que esperara el resultado. Esperé horas. No podía explicarme por qué tardaba tanto. Estaba imaginando que su jefe se lo había llevado a alguna operación, o que lo había pescado nuevamente trabajando gratis para amigos peruanos, y le estaba pegando su café, cuando llegó un tipo y me preguntó si yo era Martín Romaña. Le dije que sí, y me entregó un sobre. Bueno, y por qué no, pensé, al abrirlo, y leer:

Hermano, no tengo cara para verte. Nos jodimos, hermanito.

Preséntate mañana a primera hora al servicio del profesor

Lacour. Nos hemos jodido, hermano.

Luego pensé que el que se había jodido era yo, y no los dos, y que después de todo Juancito no tenía por qué andar tan avergonzado como para ocultarse, hacía rato que me venía insistiendo en lo de las radiografías. Me dolían más que nunca los pulmones cuando regresé a mi departamento. Necesitaba desahogarme, contarle a alguien lo que me estaba ocurriendo, pero daba ni sé qué presentarse en casa de un amigo con una noticia tan pulmonar. La gente que yo frecuentaba estaba toda muy sana, y venirles con una cosa así era fregarles un poquito el pastel. Pensé que lo mejor era escribirle a Inés, pero cómo iba a contarle a la pobre Inés algo de ese tamaño con el Atlántico de por medio. La distancia magnifica estas cosas. Iba a ser un golpe tremendo para ella, que además parecía ser la única persona en el mundo que me tomaba en serio. Agarré lápiz y papel y le escribí diciéndole que me había quedado sin plata. Necesitaba compartir mi miseria con alguien y eso fue lo mejor que se me ocurrió escribirle. Además ella estaba segura de que hacía meses que lo de la pulmonía había quedado en el olvido.

Dejé la carta en el correo, y anduve largo rato por las calles del Barrio Latino. Pasé por la Sorbona, le saqué la lengua, y juré no volver a aplaudir nunca más a los profesores de azul marino. Ni yo los entendía a ellos, ni ellos me entendían a mí. Y por algún lado, inculto, sin duda, yo parecía tener razón. En todo caso, estaba jodido, y hasta ahora París sólo me había servido para eso. Bueno, mejor era regresar al departamento y no andar ensombreciéndose tanto, bastaba con el color de mis pulmones.

Me apresuré en las escaleras, porque el teléfono estaba sonando. Era Juancito Velázquez eufórico. Me anunció que llegaba en el término de la distancia, y con botella de pisco. No lograba entender tanta euforia, y le pedí que me dijera de una vez por todas de qué se trataba. Se trataba de que realmente la había cagado. Quería pegarse un tiro, pero la noticia era tan buena que si yo lo perdonaba y le juraba no contarle nunca a_nadie lo que había ocurrido, él estaba dispuesto a contarme la verdad aunque a mí me entraran ganas de matarlo. ¡Dame la noticia de una vez por todas!, le grité. Se había equivocado con la radiografía. No, no es que fuera la radiografía de otro. Era la mía, pero lo que él creyó ser una caverna bien seria no era más que una falla técnica. El radiólogo acababa de comprobar hasta el cansancio que se trataba de una falla del aparato. Yo tenía los pulmones más limpios de Francia y sus alrededores. Le grité que se viniera corriendo con la botella de pisco y me tiré a la cama, pensando que era la segunda vez en corto tiempo que decidía que el fallo de un médico no tenía nada que ver con mi vida privada. Era extraño. En el fondo tampoco le había creído a Juancito Velázquez. En el fondo siempre seguí creyendo que el sol de un buen verano y una vida distinta terminarían con el problema. Solté la carcajada y empecé a sentir que los masajes de la muchacha de Berkeley me estaban haciendo un bien increíble, un bien tan grande como las ganas que tenía de salir y festejar.

NOCHE DE GALA

La carta que le escribí a Inés contándole que me había quedado sin plata resultó profética y muy útil, a la vez, porque el mismo día en que me anunciaron que no me habían renovado la beca, llegó el más generoso de todos los giros que hasta entonces me había enviado mi padre. Imaginé a Inés llorando en mi casa, diciéndole a mi madre que cómo era posible que me dejaran sin un centavo en París. Se lo agradecí profundamente. Además, había un pasaje de regreso al país de origen, pagado por el gobierno francés. Claro, no le daban a uno billete para venir a Francia, porque sabían que uno se moría de ganas de venir. Y con una beca en la mano, más todavía, sabían que uno era capaz de venirse nadando, de ser necesario. Pero después, cuando uno se quedaba sin beca y sin un centavo, ahí sí que tenían la amabilidad de devolverlo a casita, gratis y en Air France, para evitar que algunos ex becarios entráramos a engrosar las filas de los estudiantes eternos, las de los eternos candidatos a una nueva beca o a un trabajito por horas, o que algún poeta enardecido por el mal vivir se les convirtiera en clochard prematuro, aunque mi teoría ha sido siempre que un latinoamericano jamás se clochardiza: se va de frente a la mierda y punto. Decidí hacer todo lo posible para que me entregaran el dinero de ese pasaje, y me presenté ante la burocracia pertinente, si es que eso existe. Horas estuve jurando que me iba de Francia y mostrando el billete de regreso al Perú que me había obsequiado la Marcona Mining Company. Tuve suerte, al fin, y salí con la billetera llena de francos, tras haber llenado cincuenta mil formularios.

Decidí irme a Italia, y anduve buscando en el mapa una ciudad pequeña, bien situada, no muy calurosa, y que nadie conociera en Perú. Así descubrí Perugia, y así descubrí también que había miles de peruanos en Perugia. Dónde no. Escribí a la Universidad y me contestaron tratándome de excelentísimo doctor, y ofreciéndome incluso alojamiento. Volví a escribir, tratando a todo el mundo de egregio doctor, y llamé al propietario de mi departamento para anunciarle mi partida.

Dos horas más tarde vino a ver en qué estado se lo iba a dejar, me probó que le había roto hasta lo que estaba entero, ahí, en sus narices, y me anunció que se iba a quedar con todo el dinero de la garantía. Se lo agradecí, lo acompañé amablemente hasta la puerta, y decidí hacer una fiesta en honor de los muchachos del hotel sin baños, para que rompieran todo lo que fuera necesario hasta que el propietario tuviese razón. Me largaron antes de lo previsto, pero tuve la suerte de que apareciera Philip, justo cuando estaba a punto de encontrarme en la calle con todas mis maletas.

Philip me ayudó a cargar mi equipaje hasta el departamento de su amiga Beatrice, y en el camino me fue contando nuestros planes para ese viernes por la noche. Beatrice trabajaba en el Ministerio de Relaciones Exteriores. Beatrice tenía cuatro entradas para una gala en la Ópera, en honor del presidente de Chile, un tal Frei o algo así. Beatrice tenía una prima muy joven y recién llegada de su pueblo en Normandía o algo así. Beatrice lo había llamado por teléfono, para invitarlo, y le había preguntado si no tenía un amigo muy correcto o algo así. Él había pensado en mí, y si yo estaba de acuerdo, la cosa podría resultar bastante bien porque Beatrice era muy simpática y él conocía un restaurant chino que no cerraba nunca, para después de la Ópera, y la prima de Normandía seguro que estaba loca por descubrir el mundo en París o algo así. Le dije a Philip que estaba completamente de acuerdo, y me preguntó si tenía smoking.

—Se me hundió en Dunquerque con mi pasado cultural —le dije.

Beatrice podía salvar la situación. Philip recordaba que ella tenía un hermano más o menos de mi estatura, y ése seguro que tenía smoking y me lo podía prestar. Así fue. Pero donde Beatrice no sólo había lo necesario para que yo quedase listo para la función de gala. Había además una enorme botella de whisky. Me llegaba hasta la cintura. Ni Philip ni yo habíamos visto jamás una botella de whisky tan grande. Decidimos que de ese fin de semana no pasaba, pero el problema esta vez era Beatrice, porque al día siguiente tenía que partir al campo y no regresaba hasta el domingo por la noche. Philip me dio un codazo y me guiñó el ojo: esa noche en el restaurant nos encargaríamos de convencerla de lo contrario. Además, nosotros teníamos que volver a ese departamento porque ahí se estaba quedando todo mi equipaje. Partimos confiados en nuestro éxito, más que nada por lo simpática que era Beatrice y porque su prima hasta el momento no había dicho esta boca es mía, pero se notaba que se moría por ganas de vivir.

Entramos en la Ópera con muchos honores y salimos igualmente serios entre trompetas que despedían al general De Gaulle y a su huésped tan ilustre. La gente se amontonaba en la calle para admirar a los elegantísimos asistentes al espectáculo, pero desgraciadamente no pude ubicar a ningún peruano para hacerle adiós entre smokings y trajes largos, dejarlo cojudo, y que después fuera a contar en Lima que Martín Romaña se estaba codeando hasta con De Gaulle, en París. Philip y yo nos habíamos ocupado bastante poco del espectáculo, en realidad, y más bien no perdimos una sola oportunidad de correr al bar a animarnos un poco para lo que venía después. Soñábamos con la botellota de whisky. No bien llegamos al restaurant chino, empezamos a preparar nuestra estrategia para invadir el departamento de Beatrice, pero ella insistía en no alterar sus planes para ese fin de semana, y la prima de Normandía parecía obedecerla ciegamente. No era nada fácil el asunto, y ya empezaba a resultar bastante absurdo que bebiéramos tanto whisky esperando alcanzar la botellota aquella. Pero seguimos. Hacia las cuatro de la mañana las muchachas desaparecieron y nosotros empezamos a buscarlas por debajo de las mesas. Los chinos estaban encantados con ese par de locos. A las seis nos botaron.

Optamos por un desayuno, para recuperar fuerzas, pero no bien encontramos un café abierto nos sentimos con suficientes fuerzas como para pedir dos whiskies, mientras decidíamos qué hacer para llegar hasta la botellota. Le sugerí a Philip trasladarnos a la calle en que vivía Beatrice. Me parecía recordar un café frente a la puerta de su casa. Ahí podíamos sentarnos hasta que apareciera, caerle encima acusándola de habernos abandonado en lo mejor de la noche, y exigirle que se quedara en París con su prima y con nosotros. Philip encontró excelente la idea, y salimos disparados en busca de un taxi. Acertamos. Había un café justo enfrente de la casa de Beatrice, pero las horas pasaban, y Beatrice continuaba durmiendo o se había largado ya. Probamos llamar por teléfono, pero nadie respondía. Se había largado ya. Claro, eran las doce del día. Nos largamos a esperar a otra parte.

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