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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Relato, #Humor

La vida exagerada de Martín Romaña (4 page)

BOOK: La vida exagerada de Martín Romaña
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Estaba muy viejo y enfermo y me arruinó la partida. Yo no quería despedirme sino de Inés, porque ella se iba a venir al año siguiente a París, y porque quería decirle una vez más que la esperaba, que ya vería cómo el tiempo iba a pasar volando. Así y todo fue muy duro desprenderse de la boca de Inés y soportar la tristeza de sus ojos. Ésos son los momentos en que hay muchos que se joden y no se van a París. También, claro, los momentos en que muchos insisten en que sí se van a París y se joden también. Mi caso no es ni el primero ni el segundo. Yo soy la tercera vía. Decía que el viejo me arruinó la partida. A Inés, en cambio, la dejé como se deja a una muchacha limeña, católica, de la Universidad Católica, sencilla, muy bien educada en colegio de monjas, en su casa, y en todas partes. La dejé pésimo. Lucho, Yumi y el Gordo me esperaban en la esquina para consolarme. Me conocían. Me llevaron al Superba, donde comí mi último tacu-tacu y bebí cerveza hasta que empezó a salírseme por las orejas. A mi padre lo imaginaba durmiendo hace horas, pero aun así les pedí que se demoraran un poco más y que me llevaran a dar una última vuelta por Lima la horrible. La vi linda y me puse a llorar por Inés. A las cuatro de la mañana regresé a casa.

Mi equipaje estaba ya en los bajos, o sea que me quedé calladito ahí, sintiéndose pésimo, y escuchando roncar a los perros por última vez. Ni de ellos quería despedirme. A las cinco de la mañana debía pasar a recogerme el negro Santa Cruz, en una furgoneta del Banco que llevaba una fortuna para la sucursal de Marcona. Mi padre había dispuesto las cosas así. Total, primero partía rumbo al puerto en una furgoneta cargada de dinero, y después en un barco de carga, rumbo a Francia. Tú siempre serás una carga para alguien, solía decirme mi padre, y no parecía faltarle razón. Últimamente me estaban fletando gratis a todas partes.

Cinco menos veinte: Mientras pego mi última meada en casa recuerdo eso de que ningún peruano mea solo. Cinco menos cuarto: en punta de pies voy hasta la cocina a prepararme un café. Cinco menos diez: estoy tomando un café, en punta de pies, y se despierta uno de los perros tristísimo. Le digo que no vaya a despertar al otro. Cinco menos cinco: llega la furgoneta del Banco con el negro Santa Cruz al volante y un detective al lado. Cinco menos cuatro: me acerco rápidamente a la puerta principal en busca de mi equipaje, con la seguridad de que lo he logrado, de que en los altos todo el mundo duerme. Cinco menos tres: me doy con mi padre tratando de cargar la sombrerera-biblioteca y prácticamente viniéndose abajo, si no es porque Santa Cruz y el detective acuden en su auxilio. Cinco menos dos: intento partir la carrera despacito en dirección a la furgoneta. Cinco menos uno y medio: quedamos enchufados mi padre y yo en un beso que me lo arruina todo hasta las cinco en punto, porque ésos son los horarios del Banco y hay que respetarlos. La furgoneta debe partir. Cinco y cuarto: más sabe el diablo por viejo que por diablo. Tres de la tarde: puerto de San Juan, en Marcona. Libre, Martín Romaña. Cuatro de la tarde del día en que nevó por primera vez en mi vida, en París: confieso que todavía no sé de dónde salió mi padre aquella madrugada.

La Navidad siguió acercándose y yo seguí alejándome de todo aquello, a medida que iba comprendiendo hasta qué punto había odiado esa maldita juerga comercial y triste. Ni los regalos lograban sacarme del silencio cabizbajo en que solía sumirme no bien aparecía el primer arbolito decorado en la ciudad. Bueno, algunos regalos sí. Pero tenían que ser muy buenos para que yo sonriera y agradeciera como una persona normal. Como ven, en el fondo soy una persona normal.

Pero el tipo del primer hotel en que me alojé no pensaba lo mismo. Era un hotelito de la calle Dupuytren, en pleno Barrio Latino, y lo administraba un avaro con cara de alcohólico, cuya esposa era cojita, joven, y hasta bonita, y vivía con un ojo permanentemente negro. No sé por qué le pegaban tanto a la pobre. Yo lo único que la vi hacer siempre fue pasar la aspiradora y matar unas cucarachitas que se paseaban por todas partes. En fin, su esposo debía pensar distinto a mí. Me odiaba el tipo. Odiaba a toda la humanidad, pero yo creo que sobre todo me odiaba a mí. Tardé poco en comprender que el origen del problema era la ducha, pero seguí duchándome de todas maneras. Cada mañana bajaba, le pagaba un franco, y él me entregaba maldiciendo la llave de la ducha. A mí desde chico me habían acostumbrado al baño diario y no era el momento de empezar a oler como el administrador. Un día casi se lo digo, pero apareció la cojita con la aspiradora y con el ojo negro tan negro, que no me atreví. Olían pésimo los dos. Pagué mi franco, y obtuve llave y gruñido. No estaba dispuesto a darle gusto hasta en eso. Ya con lo de la máquina de afeitar era suficiente. Cuando la enchufaba se apagaba la luz, y cuando encendía la luz no había electricidad en el enchufe. Si seguía acostumbrándome a todos estos sistemas no me iban a aceptar en la Sorbona, por sucio. Total, el tipo cada día me odiaba más, sin que yo lograra hacerle más daño que el de andar tan limpio como había llegado.

Una mañana estalló. Yo estaba cerrando la puerta de mi habitación, y su esposa estaba terminando con las cucarachitas, para empezar con la aspiradora, cuando lo oímos subir como una fiera. Venía insultándome a mí, pero dispuesto a matarla a ella. No sé qué diablos habíamos estado haciendo juntos en la ducha. Casi le grito que no fuera imbécil, que su esposa no se duchaba ni cuando hacía el amor, pero todo era demasiado absurdo y además ella ya había bajado a darle al encuentro y a inmolarse ante un puñetazo. La noqueó a gritos, lo cual le dio ánimos para dar un paso más con el puño en alto.

—¡Alto ahí! —le grité, agarrando la aspiradora—. ¡Conmigo no juega usted! ¡Un paso más y le cae en la cabeza!

Dio medio paso, yo sabía que no iba a dar más que medio paso, pero no podía perderme una oportunidad así. Le acerté en el pecho y le grité que además traía pistola. Pero tanta alharaca fue innecesaria, porque el tipo había cambiado totalmente de actitud. Lo único que le importaba ahora era la aspiradora. Ni el golpe que le di, ni las caricias que le hacía su esposa, nada le importaba. La aspiradora los había reconciliado. La acariciaban como a un pollito enfermo, le hablaban, la mimaban. Me miraron como a un monstruo y empezaron a bajar las escaleras unidos para siempre por algo demasiado profundo para mí. Nada de esto estaba previsto en Racine, Merceditas, me dije, pero no era el momento para entrar en considerandos. Tenía que correr a matricularme.

Algo me pesaba sobre los hombros cuando entré por primera vez a la Sorbona. Allí Merceditas había sustentado un doctorado que pasó a la historia de mi familia. Allí Merceditas había conocido a aquel único amor de su vida, del que tanto hablaba mi abuelita. Allí Merceditas lo había visto partir a la guerra. Allí lo había esperado preparando su doctorado. El muchacho francés no regresó nunca del frente, Merceditas sustentó su tesis, allí, y regresó al Perú para darle a mil jóvenes como yo el cariño por la vida y la cultura que no pudo compartir con ese joven cuyo nombre nadie supo nunca en mi familia. Aseguraban, eso sí, que había sido de una gran familia, e incluso, en las historias de mi abuelita, con el tiempo el muchacho iba perteneciendo cada vez a una familia mejor. Estuve contándole todo eso en voz muy baja a unas estatuas cultísimas, y empecé a ser el muchacho que se fue a la guerra y a imaginar a Merceditas caminando por ahí de dieciocho años. Le declaré todo el amor que no me había atrevido nunca a declararle en Lima.

—Sigue leyendo —me dijo—, ya no tarda en llegar el siguiente alumno. —Con todo eso adentro, más un peso tipo lápida sobre los hombros, decidí hundirme en la Sorbona, dejarme aplastar por la Sorbona, como quien se dispone a repetir una historia inmortal. No era iglesia, pero me sentía como quien se santigua. Y avancé. Y avancé más. Y hubiera continuado avanzando el resto de mi vida, pero ahí nadie comprendió lo que yo sentía y, en todo caso, había que hacer cola primero.

Me atendió un mellizo del administrador del hotel, cosa que tampoco estaba prevista en Racine, Merceditas, y me dijo que sin el carnet de residente no tenía derecho a matricularme en ninguna parte, todo mientras comía un sándwich, aunque debo reconocer que sí tuvo la amabilidad de asegurarme que tampoco en la Prefectura de Policía me darían carnet de residente alguno mientras no estuviera matriculado en alguna parte.

—Mirá che —me dijo un argentino providencial—. Lo mejor es que te hagás pescar por la policía, sin documentos. Luego te pasás dos o tres días en la comisaría hasta que llamen a tu embajada. Entonces de tu embajada consultan con la policía de tu país. Y si tu gobierno sí te quiere, la embajada interviene y te ayudan un montón con el carnet. De lo contrario, che, armás un lío de la madona hasta que se entere De Gaulle. Ya verás como al final él te lo arregla todo. El viejo es un tipo excelente para esas cosas, che.

No pude creerle. Aún estaba a tiempo para correr a la Prefectura. Corrí, hice cola, y el argentino tenía razón. No me quedaba más remedio que llamar a mi padre por teléfono. Casi lo mato del susto, pero al final comprendió que sí era yo, que su hijo no se había matado ni nada. Siempre pensaba lo peor, cuando se trataba de mí. En fin, mi padre llamó al embajador del Perú, el embajador me llamó al hotel, y en la Prefectura me trataron como a hijo de presidente africano, cuando me vieron llegar con tan importante personaje. Estuve a punto de ir a depositarle una ofrenda al soldado desconocido cuando me enteré de que había peruanos que llevaban quince años sin papeles, y sin matrícula, claro.

Bueno, ya era sorbonable. Pero era, también, una asquerosa víctima de alguna extraña enfermedad tropical. Me lo anunciaron al llegar una mañana al hotel, donde me esperaba esta vez el dueño, escoltado por el administrador y su esposa cojita y bonita. Creí que iban a acusarme de haber matado a la aspiradora, pero el delito eran mis duchas diarias. Nadie se ducha todos los días si no lleva contraída una grave enfermedad tropical. Confieso que me quedé lelo, que por más que buscaba no encontraba argumento alguno. Pero, qué más prueba en contra que mi nacionalidad. Peruano. De un país caliente. Les dije que ahí el único caliente era yo, pero por lo brutos e ignorantes que eran, y hasta traté de explicarles que la costa del Perú, de tropical, cero: La corriente de Humboldt, señores, enfría sus costas, cambia su vegetación. No hubo nada que hacer. O me bañaba sólo una vez a la semana, hasta que se me quitara la enfermedad tropical, o me largaba en ese mismo instante. Aullé que me largaba en ese mismo instante, y los tres se agacharon como si tuviera la aspiradora en las manos.

Alquilé un pequeño departamento, con su cocinita y su baño, y se me instaló media colonia estudiantil peruana de un hotel sin baños que quedaba en la esquina. Tuve que mandar hacer como mil llaves, porque los muchachos eran de izquierda, y no hay nada más reaccionario en el mundo que un baño propio y no compartido. Y limpio, también, me imagino, porque los muchachos del hotel sin baños venían, ensuciaban, y se iban. Yo limpiaba, ordenaba, y zas, llegaba otro. Pero debo reconocer que para mí significó mucho el que tanta gente se bañara en mi casa. Me hablaban de guerrilleros, me hablaban de Fidel Castro, y me hablaban de mi padre anteponiendo siempre la expresión hijo de puta. Durante un tiempo traté de defenderme alegando haber estudiado en San Marcos, la universidad del pueblo, el pulmón del Perú, pero los muchachos eran tercos y fue difícil transar con ellos. O yo era un reaccionario de mierda, o mi padre era un hijo de puta porque yo tenía un departamento con baño. Opté por lo segundo porque así se vivía más tranquilo.

Todas las mañanas iba a clases a la Sorbona y aplaudía al profesor. Aplaudía fuerte, más fuerte que los demás alumnos, aplaudía por Merceditas y aplaudía por mí. Uno tras otro los profesores abandonaban los anfiteatros aplaudidamente, vestidos de azul marino, y después entraba un viejito que limpiaba la pizarra para que entrara otro señor azul. Debían ser unos sabios esos profesores, porque los anfiteatros estaban siempre repletos, a pesar del calor tropical, repletos hasta el punto de que si uno no llegaba una hora antes de la clase, tenía que quedarse parado toda la hora, y apoyando papel y lápiz sobre la espalda del de adelante, si quería tomar notas. Y ahí todo el mundo quería tomar notas. O sea que unos sentados, sacando manteca, y otros parados, con un lápiz medio incrustado en la espalda, tomábamos y tomábamos notas mientras los profesores hablaban y hablaban y yo no entendía nada, pero, en fin, poco a poco. En todo caso el asunto era tomar bien las notas porque a fin de año el que mejor las memorizaba y las pasaba a la hoja de examen obtenía la mejor nota. Era un mundo circular y perfecto, en el que los profesores recibían lo mismo que daban, y daban lo mismo que pensaban recibir. A mí lo único que me jodia un poco era la calefacción tan fuerte. Los lápices incrustados en la espalda se los ofrecía a Dios, y además con el tiempo fui tomando confianza y hasta aprendí a vengarme discretamente con la espalda de adelante. Nunca le hablé a nadie, y nunca me habló nadie, tampoco. Miré como loco, eso sí, porque había chicas muy bonitas, sobre todo temprano por la mañana. Ya después, con el correr de las horas, el sudor empezaba a ensuciarlo todo y yo miraba cada vez menos y sudaba cada vez más.

Salir era exponerse a una pulmonía, pero había que salir para exponerse a la comida del restaurant universitario. La mitad la llenaban los franceses, que comían callados y resignados. La otra mitad la llenaban los extranjeros, que comían siempre con la esperanza de que mañana tocara pollo, y metían demasiada bulla. Eran miles de grupos, todos de izquierda, me imaginaba entonces, pero probablemente de muy distintas tendencias porque nunca se hablaban entre sí. Predominaban los árabes, que enamoraban a medio mundo, y después venían los latinoamericanos, que se conformaban con lo que dejaban los árabes. Eramos los únicos comunicativos, en todo caso. Yo llegaba siempre a eso de la una, cogía mi bandeja, y dejaba que las Erinias lanzaran la comida en los diferentes compartimentos que la formaban. Cuando me caía postre sobre los fideos, me largaba a comer a otra parte. Los peruanos me envidiaban esos lujos y no entendían por qué les llamaba las Erinias a esas gordas que arrojaban comida en nuestras bandejas. Porque les debe remorder la conciencia darnos esto para comer, les expliqué, y las Erinias son las diosas del remordimiento. Pero, becados o no becados, ahí todo el mundo comía caliente y a su hora. No había que quejarse.

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