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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Relato, #Humor

La vida exagerada de Martín Romaña (2 page)

BOOK: La vida exagerada de Martín Romaña
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(Pentadius, s. IV a. de J.C.)

El camino de Ítaca no pasa por Torremolinos.

(Según Konstantino Kavafis)

—Si vas a Torremolinos, pregunta por la Dolores.

—¿Pero ésa no vivía en Calatayud?

—¡Di que te lo dije yo, mierda!

(Según el cristal con que se mire)

Hay que ver cómo sonríe el mago Charamama, olvidando un instante el dolor de una hija garrafal, al leer lo que acabo de dejar anotado. Arranca la hoja, me la entrega, me da un último consejo: El cuaderno azul, su cuaderno, inmediatamente, Martín Romaña.

—Sí, Charamama —le digo, desgarrando tres cartas en un sillón.

Nos conmovemos. Charamama y yo nos conmovemos más todavía. Ya suenan los violines y las trompetas del mariachi, ya se escucha aquella canción, el cuaderno azul es la propia Merceditas quien me lo alcanza, tras haberlo inaugurado: No te hice conocer a todos esos autores para que te perdieras en la vida, Martín Romaña. Charamama bendice la unión de una partida y de un regreso, se escuchan más fuerte los violines y las trompetas, el cuaderno azul es la propia Merceditas quien me lo ha alcanzado, ya inaugurado, canta Pedro Vargas:
y volver, volver, vooolveeeeer
, como nunca la emoción nos embarga, hasta el sillón Voltaire: como si se sintiera mejor…

Ésta es toda esa historia en un cuaderno azul que algún día necesitará de otro más, uno rojo.

NAVEGANTE MA NON TROPPO

No he nacido para navegante. Qué va. Pero he tenido que navegar. A quién no le ocurre alguna vez tener que navegar sin ser navegante. Y yo cuando navegué descubrí que el asunto se parecía enormemente a mi vida: navegué con enorme dificultad.

Las cosas siempre se anunciaron la mar de fáciles, pero siempre se complicaron a último momento. Tanto que la primera vez ni siquiera llegué a navegar. Quedé herido en tierra mientras esperaba que la embarcación se acercara a la orilla. Éste es un recuerdo de infancia, aunque linda en el trauma infantil, más bien. Estaba con mi padre, que era bueno e importante, aunque creo que para explicar bien mi historia debo decir que estaba con mi padre, que era bueno pero importante. Estaba también el señor Montero que era buenísimo y no tan importante como mi padre. Quiero decir que en el Banco mi padre tenía más jerarquía, siendo el señor Montero mucho mayor, siendo además bastante más alto que mi padre. Un hombronazo, en realidad, porque mi padre era un hombre bastante alto. ¿Qué pasó? Habían ido a traer el bote a motor con el que nos íbamos de picnic a las islas guaneras, y mientras tanto, las hijas del señor Montero, que también eran mayores y más altas que yo, pero que actuaban como si fueran menores y más bajas que yo por el asunto de las jerarquías paternas en el Banco, decidieron arrojar piedras al mar, en competencia, a ver quién ganaba. Al final, la competencia no se definía, por lo de las jerarquías en el Banco, creo, ya que el señor Montero hasta gigante no paraba pero su piedra siempre caía justito detrás de la de mi padre. Total que una de las chicas Montero, que definitivamente no entendía lo complicada que es la vida, se picó porque su papá no ganaba por nada de este mundo. La señora Montero intervino, para pensar que lo mejor era ponerle punto final a la competencia, y mi papá, que era tan bueno como importante, le dio un tiro libre, un tiro fuera de concurso a don Remigio Montero.

Don Remigio avanzó hasta el borde mismo del agua y todos nos colocamos detrás de él para ver cómo llegaba hasta las islas guaneras, si era necesario, para calmar a su hijita. Yo me puse justito detrás de don Remigio, y cuando éste mandó feroz brazote y manota hacia atrás, para lo del gran impulso, con un pedrón impresionante en la mano, el impulso se estrelló en mi frente, me desmayó, me partió la ceja, y le calmó el llanto a la chica Montero. Hubo navegación y picnic, de todos modos, pero yo no fui de la partida.

No volví a ver a la chica Montero hasta mi temprana adolescencia, hasta mi primera fiesta con muchachas, para ser exacto. Siempre antes de sacar a bailar a una muchacha he soñado una vida entera con ella. Adonde la chica Montero, por ejemplo, me acerqué con voz francamente temblorosa. Me respondió que no bailaba con mocosos, cerrando así el ciclo de ese recuerdo de infancia que linda en el trauma infantil, más bien.

Mi adolescencia siguió viento en popa. Nat King Cole, en inglés y en español, acompañó día tras día la ansiedad con que viví mi primer amor. Teresa había aceptado lo de una vida temblorosa y entera con ella, desde nuestro primer baile, pero resulta que ahora a mí el asunto no me parecía suficiente y cada día me interesaba más lo de morir de alguna forma espantosa por ella. Hubo momentos en los que definitivamente me negaba a seguir en vida debido al excedente de amor, y me resultaba bastante insoportable el que Teresa fuera una muchacha tan alegre y tan llena de vida.

Me dejó en la época en que Elvis Presley estaba de moda, y nada menos que un día espantoso de navegación. El organizador fue un australiano, Stewart Murray, que tenía un impresionante yate anclado en el Club Náutico del Callao. Era un gringo mayor, buen amigo, y que gustaba mezclarse con los amigos de su hija. Julia. La hija se llamaba Julia. Vinieron también a navegar esa mañana tres parejas más de amigos. Éramos nueve en total, y Stewart era el que se encargaba de las velas y de todo lo demás. Decían que era medio loco el gringo, pero conmigo se portó muy bien. Es cierto que era el único que entendía de navegación ahí, el único que sabía cuándo el mar se ponía peligroso de verdad, pero en todo caso, de haber sido tan loco como los amigos afirmaban, a lo mejor me deja botado y termino ahogándome en una época en la que francamente Teresa ya había cambiado mucho. Nuestro amor naufragaba, yo no tenía por qué ahogarme en forma tan espantosa precisamente entonces.

Lanzamos el ancla en alta mar y, con el pretexto del almuerzo, empezamos a beber más ginebra de la que era conveniente. Una de las muchachas se puso morada entre las copas y la intranquilidad cada vez mayor del mar. Yo, en cambio, me puse valientísimo y decidí que había llegado el momento de lanzarse al agua. Stewart no lo aconsejaba, Teresa no lo aconsejaba, y yo en el fondo de mí mismo tampoco lo aconsejaba. En realidad, ahí nadie aconsejaba semejante locura, pero yo me lancé.

Qué distinto era estar ahí abajo. Pero mi carácter extrañamente ha optado siempre por la sonrisa en estos casos, y creo que de ahí viene el hecho de que la gente piensa que soy un ser encantador en sociedad. En realidad, lo que pasa es que detesto molestar. El yate se elevaba sobre gigantescas crestas de agua y yo me hundía en oceánicos abismos, pero siempre con una sonrisa lista en los labios, para mi próxima aparición. Aparecía y desaparecía. Aparecía nadando serenamente de regreso al yate, e incluso nadando a veces con una mano porque con la otra les estaba haciendo ese tipo de adiós del que ya llega dentro de un ratito. Desaparecía con lágrimas en los ojos, pero siempre de carácter uniforme para con los demás, siempre preparando la sonrisita para la próxima aparición. Y por más que me decía, ya grita pues huevón, nada. Mi carácter se negaba a asustarlos y a causarles problemas a la hora del almuerzo en el yate. No grité ni siquiera cuando comprobé, definitivamente, que cuanto más trataba de acercarme al yate, más se alejaba el yate; ni siquiera cuando comprendí que tras nuestra conversación previa, nada haría que Teresa perdiera su entusiasmo por Juanacho Gutiérrez, tampoco cuando los imaginé bailando con un disco de Elvis; no grité ni siquiera cuando todos en el yate empezaron a gritar. E incluso, desde abajo, y medio verde, estuve dándoles instrucciones de serenidad mientras se me acercaban y Stewart lanzaba boyas y sogas. Y después, de regreso al Callao, serví ginebras y endurecí todo el carácter que se me iba a ablandar en los años siguientes, no bien Teresa estuvo a punto de tener piedad de mí.

Una vez casi fui navegante. Es cierto que en pequeña escala, pero navegante. Y sin embargo, como siempre hasta ahora, o tal vez debería decir, como desde la primera vez para siempre, nuevamente las cosas se complicaron a último momento. Claro, aprendí mucho, aprendí muchísimo sobre la vida, pero habría preferido mil veces ignorar ciertas cosas y llevar a cabo mis buenos deseos de navegar con Inés.

La que sigue es la historia de un resentimiento, o mejor dicho la historia de lo rarísima que puede ser la vida cuando a uno le toca caer en manos de un resentido. Inés, la flamante muchacha con la que soñaba vivir una vida entera, amaba a Dios sobre todas las cosas, y de todas las cosas que Dios había puesto en este mundo, el mar era lo que más la acercaba a la felicidad. Podía estar tres horas seguidas en el agua, sin temor ni a las olas ni al calambre. Un paseo en barco era para Inés un placer tan sensual, tan genial, que ese día amanecía realmente trastornada, distinta, con una belleza agudizada, en la que sus senos endurecidos y su sonrisa permanente, como detenida en eterno primer instante, mucho tenían que ver con la fuerza con que de pronto se ponía a oler a mujer.

Decidí endeudarme por amor, comprando una pequeña embarcación a velas, a motor y a todo lo que fuera necesario: me moría por Inés y me era imprescindible mantenerla trastornada en el litoral de Lima. Era inútil pedir dinero prestado en el Banco en que trabajaba mi padre. Su terror al nepotismo, a que se le imaginara nepotista, era tan grande, que por nada en este mundo le habría soltado un centavo a uno de sus hijos. Total que terminé en otro Banco, explicándole al gerente, al inolvidable don Carlos Ayala y Ayala, quién era, de qué se trataba, y por quién venía recomendado. A ese señor lo delataban sus gemelos. Demasiado oro para tratarse de unos gemelos de oro. Lo demás lo habla aprendido bastante bien, sin duda, aunque ya desde el comienzo la sonrisita nerviosa con que me recibió delataba algo parecido a lo de los gemelos. Ayala y Ayala se conmovió con la historia del joven estudiante de Derecho que no veía las horas de navegar endeudado con su novia por el litoral de Lima. Y la amabilidad de que hacía gala iba en aumento a medida que me contaba que, también él, a mi misma edad, y siendo estudiante de Derecho como yo, había necesitado de un préstamo. Claro, su situación entonces era otra, su padre acababa de fallecer, él era el único hijo mayor de edad, el sostén de su madre y hermanas. En fin, o se le ayudaba económicamente o tendría que abandonar su carrera y ponerse a trabajar. Acudió donde mi abuelo, que también era banquero.

Yo ya estaba navegando con Inés. Había empezado a navegar desde que Ayala y Ayala me contó que mi abuelo lo había acogido con la misma amabilidad con la que él deseaba acogerme ahora. Estaba ya prácticamente en alta mar y él continuaba con su historia, sentado frente a mi abuelo, uno de esos caballeros que ya no existen, un hombre inolvidable, señor Romaña. Navegando con Inés escuché cómo mi abuelo le había preguntado si era hijo de fulano, nieto de mengano; navegando me enteré de que, por ser hijo de fulano y nieto de mengano, don Carlos Ayala y Ayala no necesitaba presentar garantía alguna para obtener el préstamo, el nombre bastaba, recibiría el dinero y podría continuar sus estudios y ayudar a su madre viuda. Con el tiempo pagaría. Tras contarme que había pagado hasta el último centavo, con el tiempo, y que gracias a mi abuelo estaba donde estaba, don Carlos Ayala y Ayala se bañó por fin en sudor y me negó el préstamo.

Inés estuvo tranquilizándome horas y horas, y jurándome que navegar no era tan importante para ella, mientras yo daba gritos de rabia e impotencia y empezaba a preguntarme por qué a cada rato me tocaba vivir situaciones tan exageradas.

Infancia, adolescencia, Facultad de Derecho: mi vida ha sido como esta dificultad para navegar, mi vida ha sido esta dificultad para navegar, diré basándome en las peripecias de aire, mar y tierra con las que podría llenar mil páginas como ésta, en un loco marcelprousteo, sin asma, felizmente, que empieza de nuevo navegando, esta vez en el mar que me llevó a Francia, y que ojalá llegue a su fin en París conmigo sentadito en mi comodísimo sillón Voltaire, porque a los propietarios del departamento en cualquier momento se les ocurre pedírmelo, en vista de que no soy dueño de mi sentada, en esta vida, por el asunto aquel de la compraventa. Comprar me produce pánico con sudor frío en el cuello, no bien me acerco a la tienda, más una horrible pesadilla esa misma noche. Y venderme es algo que está completamente fuera de mi alcance. Yo quisiera irme de París en mi sillón Voltaire. Yo quisiera que me entierren en mi sillón Voltaire. Me he ido apegando a él, casi soy él, prácticamente me he ido pegando a él, porque sólo cuando estamos juntos lo veo todo claro. Todo, penas, alegrías, sueños, lo que he sido y lo que no he sido. Todo. Todo lo que empezó el día en que, navegando nuevamente, y ya saben cómo navego yo, abandoné las dificultades limeñas para insertarme de cabeza en las de aquel sueño parisino sin dificultades limeñas…

Y DICE ASÍ


¿Visa or no visa
? —preguntó el capitán.

—No visa, señor.


I am sorry
.

Y se bajó con todita la marinería, el muy valiente puta, tras haber respetado el asunto ese de que el capitán es el último en abandonar la nave, pero dejándome a mí abandonado en cubierta. Inmediatamente tomé conciencia de un hecho: éste era el primer barco que naufragaba en el Canal de Panamá; por consiguiente, yo, Martín Romaña, era el primer náufrago en la historia del istmo y del tajo histórico-imperialista. Me embargó una pena infinita, al imaginar que no sobreviviría para contar la historia en mi café limeño, y la pena poco a poco se me fue transformando en lágrimas al ver mi rostro reflejado en el espejo de mi soledad y comprobar que no tenía nada, pero lo que se dice nada, de legendario. De cojudo más bien sí, pues desde que el capitán me dijo
I am sorry
, porque era el único no U.S.A. a bordo, porque no tenía visa, y porque ambos lados del canal eran zona sumamente imperialista, sentí la misma derrotada angustia que me acompaña cada vez que tengo que hacer cola en un ministerio, por ejemplo, y que se manifiesta físicamente por una máscara de impotencia e imbecilidad que oculta por largas horas mi verdadero rostro, dejando postergada hasta mucho más tarde mi enorme capacidad de observación y crítica. La que mis amigos me atribuyen, en todo caso.

La peor de todas las veces fue sin duda aquella del Estadio Nacional. Gran match de fútbol, clásico de clásicos: Universitario de Deportes versus Alianza Lima. Llegué a sacar mi entrada y me confundí un poco entre tanta cola tan larga y sabe Dios para qué tribuna. Yo lo único que hice fue tratar de averiguar y pregunté.

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