dos hombres están jugando al tarot: uno de ellos muestra la carta con un personaje armado de un palo, provisto de alforjas y perseguido por un perro, que se llama el loco. A la izquierda, detrás del mostrador, el dueño, un hombre obeso, en mangas de camisa y con tirantes escoceses, mira circunspecto un anuncio que una joven de aspecto tímido le está probablemente pidiendo que pegue en los cristales: arriba, un largo cornetín metálico muy puntiagudo y con varios agujeros; en el centro, el anuncio del estreno mundial, en la iglesia de San Quintín de Champigny, el sábado diecinueve de diciembre de 1960 a las 20 h 45, de
Malakhitès
, opus 35, para quince instrumentos de metal, voz humana y percusión, de Morris Schmetterling por el
New Brass Ensemble of Michigan State University at East Lansing
bajo la dirección del compositor. Al pie de la hoja, un plano de Champigny-sur-Marne con la indicación del itinerario a partir de las puertas de Vincennes, Picpus y Bercy.
El doctor Dinteville es un médico de barrio. Visita en su consulta por la mañana y por la noche, y todas las tardes va a casa de sus pacientes. La gente no lo quiere mucho; le reprocha su falta de calor humano, pero aprecia su eficiencia y su puntualidad y le sigue siendo fiel.
Desde hace mucho tiempo abriga el doctor una pasión secreta: querría asociar su apellido a una receta culinaria: duda entre «Ensalada de cangrejo a la Dinteville», «Ensalada de cangrejo Dinteville» o, más enigmáticamente, «Ensalada Dinteville».
Para 6 personas: tres cangrejos —o tres arañas de mar (centollos) o seis bueyes de mar pequeños— bien vivos. 250 gramos de pasta menuda. Un tarro de queso de Stilton. 50 gramos de mantequilla, un vasito de coñac, una buena cucharada de salsa de rábano blanco, unas cuantas gotas de salsa Worcester. Hojas de menta fresca. Tres semillas de eneldo. Para el caldo corto: sal gruesa, pimienta en grano, 1 cebolla. Para la mayonesa: una yema de huevo, mostaza fuerte, sal, pimienta, aceite de oliva, vinagre, pimentón, una cucharadita de concentrado doble de tomate.
1 En una olla grande llena de agua fría en sus tres cuartas partes prepárese un caldo corto con sal gruesa, 5 granos de pimienta gris, 1 cebolla pelada y partida por la mitad. Hiérvase durante 10 minutos. Déjese enfriar. Échense los crustáceos en el caldo corto tibio, cúbranse y cuézanse a fuego lento durante 15 minutos. Sáquense los crustáceos. Déjense enfriar.
2 Hágase hervir de nuevo el caldo. Échese la pasta en él. Remuévase y déjese hervir intensamente 7 minutos. Conviene que la pasta quede dura. Escúrrase. Mójese con un buen chorro de agua fría y déjese aparte tras echar un chorrito de aceite para evitar que se pegue.
3 En un mortero mézclense con el almirez o con una espátula de madera el queso mojado con un poco de coñac y unas gotas de salsa Worcester, la mantequilla y el rábano blanco. Trabájese bien hasta obtener una masa de consistencia untuosa pero no muy líquida.
4 Arránquense las patas y pinzas de los mariscos enfriados. Vacíense en un gran tazón. Pártanse los caparazones, sáquese el cartílago central, escúrranse, vacíense las carnes y las partes cremosas. Píquese todo ello groseramente añadiendo las semillas de eneldo machacadas y las hojas de menta fresca trinchadas muy finas.
5 Prepárese una mayonesa muy dura. Coloréese con el pimentón y el concentrado doble de tomate.
6 En una gran ensaladera póngase la pasta y váyase incorporando sucesivamente removiendo con mucho cuidado el marisco picado, el queso stilton y la mayonesa. Adórnese a voluntad con
chiffonnades
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de lechuga, rabanitos, gambas, pepino, tomate, huevo duro, aceitunas, gajos de naranja, etc. Sírvase muy fresco.
Una buhardilla debajo del tejado entre la antigua habitación de Morellet y la de la señora Orlowska. Está vacía, ocupada tan sólo por un pez colorado en su pecera esférica. Su inquilina, la señora Albin, ha ido, como todos los días, a recogerse delante de la tumba de su marido.
La señora Albin, igual que el señor Jérôme, volvió a vivir a la calle Simon-Crubellier, después de pasar muchos años lejos. Poco después de su boda, no con el Raymond Albin soldado, su primer novio, al que dejó a las pocas semanas del incidente del ascensor, sino con un René Albin, tipógrafo de profesión, sin más parentesco que el homónimo con el anterior, se fue a vivir a Damasco, donde su marido había encontrado trabajo en una importante imprenta. Su objetivo era ganar bastante dinero lo antes posible para poder regresar a Francia y establecerse por cuenta propia.
El protectorado francés favoreció su ambición o, más exactamente, la aceleró permitiéndoles montar, gracias a un sistema de préstamos sin intereses destinado a fomentar las inversiones coloniales, una pequeña editorial de libros escolares, que no tardó en adquirir cierta envergadura. Al estallar la guerra, consideraron más prudente permanecer en Siria, donde siguió prosperando su editorial, y, en mil novecientos cuarenta y cinco, consolidada su fortuna, se disponían a liquidar el negocio y regresar a Francia, con la seguridad de unas sustanciosas rentas, cuando, en menos que canta un gallo, los disturbios antifranceses dieron al traste con todos sus esfuerzos: su editorial, convertida en uno de los símbolos de la presencia francesa, fue incendiada por los nacionalistas y, pocos días después, el bombardeo de la ciudad por las tropas francobritánicas destruyó el gran hotel que habían construido y en el que habían invertido más de las tres cuartas partes de su fortuna.
René Albin murió de un paro cardíaco la noche misma del bombardeo. Flora fue repatriada en 1946. Trasladó el cuerpo de su marido y lo hizo inhumar en Juvisy. Gracias a la portera, la señora Claveau, con la que había seguido en relación, logró recobrar su antiguo cuarto.
Entonces empezó para ella una interminable sarta de pleitos, que fue perdiendo uno tras otro y en los que enterró los pocos millones que le quedaban, sus joyas, su cubertería de plata, sus alfombras: perdió contra la República francesa, perdió contra Su Graciosa Majestad británica, perdió contra la República siria, perdió contra el Ayuntamiento de Damasco, perdió contra todas las compañías de seguros y reaseguros a las que atacó. Lo máximo que consiguió fue una pensión de víctima civil y, tras la nacionalización de la imprenta que había fundado con su marido, una indemnización que se hizo vitalicia: ello le asegura una renta mensual, libre de impuestos, de cuatrocientos ochenta francos, o sea exactamente 16 francos diarios.
La señora Albin es una de esas mujeres de estatura alta, secas y huesudas, que se dirían arrancadas de
Las de los sombreros verdes
. Todos los días va al cementerio: sale de casa sobre las dos, coge el 84 en Courcelles, baja en la Estación de Orsay, coge el tren de Juvisy-sur-Orge, y está de vuelta en Simon-Crubellier a eso de las seis y media o las siete: el tiempo restante se lo pasa encerrada en su habitación.
Su vivienda está siempre limpísima; les da cera a los baldosines del suelo y obliga a sus visitas a andar con unos patines que confecciona con tela de arpillera; sus dos butacas llevan fundas de nailon.
Encima de la mesa, de la chimenea y de los dos veladores hay unos objetos envueltos en viejos números del único periódico que lee con gusto,
France-Dimanche
. Es un gran honor poder verlos: nunca los desempaqueta todos y pocas veces más de dos o tres para una persona determinada. A Valène, por ejemplo, le hizo admirar un juego de ajedrez de madera de palisandro con incrustaciones de nácar, y un
rebab
, violín árabe de dos cuerdas, considerado del siglo XVI; a la señorita Crespi le enseñó —sin explicarle su procedencia ni la relación que podía guardar con su vida en Siria— una estampa erótica china que representaba a una mujer tendida boca arriba y galantemente honrada por seis diminutos gnomos de caras arrugadas; a Jane Sutton, que no le gusta porque es inglesa, sólo le dejó ver cuatro postales asimismo sin relación aparente con su biografía: una pelea de gallos en Borneo; unos samoyedos embutidos en pieles, cruzando con sus trineos tirados por renos un desierto de nieve al norte de Asia; una joven marroquí, vestida de seda listada, cubierta de cadenas, anillos y lentejuelas, con el pecho prominente y medio desnudo, las ventanas de las narices dilatadas, los ojos llenos de una vida bestial, riéndose con toda su dentadura blanca; y un campesino griego con una especie de boina grande, una camisa encarnada y un chaleco gris, empujando su arado. Pero a la señora Orlowska que, como ella, vivió en el Islam, le enseñó lo más valioso: una lámpara de cobre calado con unos agujeros ovales que dibujaban flores fabulosas, procedente de la mezquita omeya en la que está enterrado Saladino, y una fotografía pintada a mano del hotel que hizo construir ella: un gran patio cuadrado, rodeado en tres de sus lados de edificaciones blancas con anchas franjas horizontales rojas, verdes, azules, negras; una enorme masa de adelfas cuyas flores abiertas manchan de rojo el verde del jardín; en medio del patio, por el pavimento de mármol de color, corretea una pequeña gacela de cascos finos y ojos negros.
La señora Albin empieza a perder la memoria y tal vez también un poco la razón; se dieron cuenta los vecinos del rellano cuando empezó a llamar de noche a sus puertas para prevenirlos contra peligros invisibles que llama ella los
bloussons noirs
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, los
harkis
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y a veces hasta la
OAS
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; otra vez empezó a abrir uno de sus paquetes para enseñárselo a Smautf y éste vio que había empaquetado, como si fuera uno de sus preciosos recuerdos, una latita de zumo de naranja. Hace unos ocho meses, una mañana, se olvidó de ponerse la dentadura postiza, que enjuagaba todas las noches en un vaso de agua; desde entonces ya no se la ha puesto más; la dentadura se ha quedado en su vaso de agua, sobre la mesilla de noche, cubierta de una especie de espuma acuática de la que emergen a veces minúsculas flores amarillas.
En lo más alto de la escalera.
A la derecha la puerta del piso que ocupaba Gaspard Winckler; a la izquierda la caja del ascensor; al fondo la puerta acristalada de la escalerita que sube a las habitaciones de servicio. Un cristal roto se ha sustituido con una página de
Détective
, en la que se puede leer: «Día y noche se relevaban cinco menores para satisfacer a la directora del camping», encima de una fotografía de la interfecta, una mujer de unos cincuenta años, con un sombrero de flores y un abrigo blanco debajo del cual no sería incorrecto pensar que va del todo desnuda.
Al principio, las dos plantas de debajo del tejado sólo estaban ocupadas por la servidumbre. Los criados no tenían derecho a pasar por la escalera grande; debían entrar y salir por la puerta de servicio, al extremo izquierdo de la casa, y utilizar la escalera del mismo nombre que comunicaba, en cada planta, con las cocinas o los
offices
y, en las dos últimas, con dos largos pasillos que llevaban a las habitaciones y buhardillas. La puerta acristalada del final de la escalera grande sólo debía abrirse en los contadísimos casos en que un señor o una señora tenía necesidad de ir a los cuartos de uno de los criados, para «echar un vistazo a sus trastos», por ejemplo, o sea para comprobar que no se llevaban alguna cucharita de plata o un par de palmatorias, en caso de despido, o para llevarle a la vieja Victoire, que estaba moribunda, una tisana o la extremaunción.
Ya al final de la guerra del catorce empezó a hacerse más flexible aquella sacrosanta regla, que ni señores ni criados hubieran pensado nunca en transgredir, principalmente porque las habitaciones y buhardillas se reservaron cada vez menos para uso exclusivo del servicio. Dio el ejemplo el señor Hardy, un marsellés, negociante en aceite de oliva que vivía en el segundo izquierda, en el piso que habrían de ocupar más tarde los Appenzzell y después los Altamont. Le alquiló una de sus habitaciones a Henri Fresnel: en cierto modo era éste un criado, ya que estaba de jefe de cocina en el restaurante que el señor Hardy acababa de abrir en París para demostrar lo frescos y buenos que eran sus productos (
A la Renommée de la Bouillabaisse
, calle de Richelieu 99, al lado del
Restaurant du Gran U
, que fue por aquel entonces lugar de reunión de políticos y periodistas), pero él —el señor Fresnel— no prestaba servicio en la casa y con la conciencia perfectamente tranquila bajó por la puerta acristalada y la escalera de los señores. El segundo fue Valène: el señor Colomb, un viejo estrafalario, editor de almanaques especializados (
L’Almanach du Turfiste, du Numismate, du Mélomane, de l’Ostréiculteur
, etc.), padre del trapecista Rodolphe, que triunfaba a la sazón en el Nouveau-Cirque, y amigo lejano de los padres de Valène, le alquiló por unos pocos francos —restituidos más de una vez en forma de encargo para algún almanaque— su habitación de servicio, que no le hacía ninguna falta, ya que Gervaise, su ama de llaves, llevaba muchos años durmiendo en una habitación de su piso del tercero derecha, debajo de los Echard. Y cuando, unos años después, aquella puerta acristalada que sólo debía abrirse excepcionalmente, dejó pasar a diario al joven Bartlebooth, que subía al cuarto de Valène para su lección de acuarela, ya no fue posible fundamentar por más tiempo la pertenencia de alguien a una clase social determinada en su ubicación respecto de la misma, de igual modo que a la generación anterior se le había hecho imposible fundamentarla en nociones tan arraigadas como las de planta baja, entresuelo y principal.