La vida instrucciones de uso (37 page)

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Authors: Georges Perec

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BOOK: La vida instrucciones de uso
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Capítulo LII
Plassaert, 2

Una de las habitaciones del piso de los Plassaert: fue la primera que ocuparon, hace algo más de trece años, uno antes de que naciera su hijo. A los pocos años murió Troyan y le compraron su buhardilla al administrador. Después les compraron a los Marquiseaux la habitación del final del pasillo: la ocupaba un viejo llamado Troquet, que malvivía de coger botellas vacías; en las tiendas le pagaban algunas como envases y él se quedaba otras, en las que introducía muñequitos de corcho que representaban bebedores, boxeadores, marinos, Maurice Chevalier, el general de Gaulle, etc., y las iba a vender los domingos a los ociosos de los Campos Elíseos. Los Plassaert entablaron de inmediato un proceso de desahucio, porque Troquet no pagaba su alquiler con regularidad y, como era medio vagabundo, les fue muy fácil ganarlo.

En la primera de sus habitaciones vivió casi dos años, en otro tiempo, un curioso joven que se llamaba Grégoire Simpson. Era estudiante de historia. Trabajó temporalmente como subbibliotecario auxiliar en la Biblioteca de la Ópera. Su trabajo no era de un interés apasionante: un rico aficionado, Henri Astrat, había legado a la Biblioteca una colección de documentos que había ido recogiendo durante cuarenta años de su vida. Henri Astrat, gran aficionado a la ópera, no se había perdido prácticamente ningún estreno desde mil novecientos diez, no dudando en cruzar el canal de la Mancha e incluso, en dos o tres ocasiones, el Atlántico, para ir a escuchar a Furtwängler dirigiendo el
Ring
o a la Tebaldi cantando
Desdémona
o a la Callas,
Norma
.

A raíz de cada función elaboraba un dossier de prensa en el que se juntaban el programa —profusamente dedicado por el director y los intérpretes— y, según los casos, diversos elementos relativos al vestuario y los decorados: los tirantes violeta de Mario del Monaco en el papel de Rodolfo (
La Bohème
, Covent Garden, Ópera de Nápoles, 1946), la batuta de Victor de Sabata, la partitura de
Lohengrin
anotada por Heinz Tietjen para la representación histórica que dio en Berlín en 1929, las maquetas de Emil Preetorius para los decorados de esta misma representación, el vaciado en mármol falso que Karl Böhm hizo llevar a Haig Clifford para el papel del Comendador en el
Don Giovanni
que montó en el Mayo Musical de Urbino, etcétera.

Completaba el legado de Henri Astrat una renta importante destinada a subvencionar la labor de enriquecimiento de su colección, que no tenía equivalente en parte alguna del mundo. La Biblioteca de la Ópera pudo fundar así un Fondo Astrat, consistente en tres salas de exposición y de lectura, guardadas por dos vigilantes, y dos despachos, ocupados uno por un conservador y el otro por una subbibliotecaria y un subbibliotecario auxiliar a media jornada. El conservador —un profesor de historia del arte especializado en las fiestas renacentistas— recibía a las personalidades facultadas para consultar el fondo —investigadores, críticos teatrales, historiadores de los espectáculos, musicólogos, directores de escena, decoradores, músicos, bocetistas, intérpretes, etc.— y organizaba exposiciones (Homenaje al MET, Centenario de la
Traviata
, etc.); la subbibliotecaria leía casi todos los diarios de París y una cantidad relativamente importante de semanarios, revistas y publicaciones diversas y enmarcaba con un trazo de lápiz rojo todo artículo que tratase de la ópera en general (
¿Se cierra la Ópera?, Proyectos para la Ópera, La Ópera hoy, El fantasma de la Ópera: realidad y leyenda
, etc.) o de una ópera en particular; el subbibliotecario auxiliar a media jornada recortaba los artículos enmarcados en rojo y los metía, sin pegar, en unas «carpetas provisionales» (CP) sujetas con gomas; al cabo de un tiempo variable, pero que no solía pasar de seis semanas, se sacaban los recortes de prensa (cuya abreviatura era RP) de las CP, se pegaban en hojas de papel blanco de 21 x 27, escribiéndose, arriba y a la izquierda, con tinta roja, el título de la ópera, con mayúsculas subrayadas dos veces, el género (ópera, ópera cómica, ópera bufa, oratorio dramático, vodevil, opereta, etc.), el nombre del compositor, el nombre del director de orquesta, el nombre del director de escena, el nombre de la sala, con mayúsculas subrayadas una vez, y la fecha de la primera representación pública; los recortes pegados se volvían a introducir entonces en sus carpetas, pero éstas, en vez de ir atadas con gomas, llevaban unos cordoncitos de lino, lo que las convertía en «carpetas pendientes» (cuya abreviatura era igualmente CP), que se colocaban en un armario de cristales del despacho de la subbibliotecaria y del subbibliotecario auxiliar a media jornada (SB2AMJ); pasadas unas semanas, cuando ya era evidente que no se dedicarían más artículos a aquella representación, se trasladaba la CP a uno de los grandes armarios de rejas de las salas de exposición y lectura, donde se convertía por último en «carpeta archivada» (CA), sometida al mismo tratamiento que las restantes del Fondo Astrat, o sea «consultable
in situ
, previa presentación de una tarjeta definitiva o una autorización particular, expedida por el Conservador administrador del Fondo» (Extracto del Estatuto, artículo XVIII, apartado 3, párrafo c).

Por desgracia no se renovó el empleo a media jornada. Un inspector financiero encargado de descubrir la causa inexplicable del déficit sufrido de un año a otro por las bibliotecas en general y por la Biblioteca de la Ópera en particular, emitió en su informe la opinión de que dos vigilantes para tres salas eran demasiado y ciento setenta y cinco francos con dieciocho céntimos mensuales para recortar artículos de los periódicos eran ciento setenta y cinco francos con dieciocho céntimos inútilmente gastados, habida cuenta de que aquel único vigilante que no tendría otra cosa que hacer más que vigilar podría también recortar mientras vigilaba. La subbibliotecaria, una señora tímida de cincuenta años con ojos grandes y tristes y una prótesis auditiva, intentó explicar que las idas y venidas de las CP (carpetas provisionales) y las CP (carpetas pendientes) entre su despacho y las salas de exposición y lectura serían a partir de entonces fuente continua de problemas con riesgo de dañar gravemente las CA —lo cual pudo comprobarse después—, pero el conservador, satisfecho de conservar aunque fuera sólo su plaza, abundó en el sentido del inspector y, «dispuesto a cortar la hemorragia financiera crónica» de su departamento, decidió 1) que no hubiera más que un vigilante, 2) que no hubiera más subbibliotecario auxiliar a media jornada (SB2AMJ), 3) que las salas de exposición y lectura se abrieran sólo tres tardes a la semana, 4) que la propia subbibliotecaria recortara aquellos artículos que considerase «más importantes» y mandara recortar los restantes al vigilante; por último 5) que, en adelante, en aras de la economía, los artículos recortados se pegaran por las dos caras de la hoja.

Grégoire Simpson acabó el curso con algunos trabajos provisionales: enseñó pisos en venta, invitando a los eventuales compradores a subirse a un taburete de cocina para darse cuenta por sí mismos de que, inclinando un poco la cabeza, podían ver el Sacré Coeur; probó la venta a domicilio, ofreciendo en cada piso «libros de arte» y horribles enciclopedias prologadas por eminencias chocheantes, bolsos de señora desetiquetados que eran copia de modelos mediocres, periódicos «jóvenes» tipo «¿Le gustan los estudiantes?», tapetillos bordados en orfelinatos, felpudos trenzados por ciegos. Y Morellet, su vecino, que acababa de tener el accidente que se le llevó tres dedos, le encargó la venta en el barrio de sus pastillas de jabón, sus barritas desodorantes, sus discos matamoscas y sus champús para cabello o moqueta.

Para el curso siguiente, Grégoire Simpson consiguió una beca cuya cuantía, aunque módica, le permitía al menos subsistir sin la necesidad apremiante de tener que encontrar trabajo. Pero, en lugar de dedicarse al estudio y acabar la carrera, cayó en una especie de neurastenia; un letargo singular del que nada, por lo visto, logró sacarlo. A los que tuvieron ocasión de tratarlo en aquella época les dio la sensación de que vivía en estado de ingravidez, una especie de ausencia sensorial, una especie de indiferencia a todo: al tiempo que hacía, a la hora que era, a las informaciones que el mundo exterior le seguía mandando y que él cada vez parecía menos dispuesto a recibir: empezó a llevar un tipo de vida uniforme, vistiendo siempre de igual modo, comiéndose todos los días, en la misma freiduría, de pie en la barra, la misma comida: un
complet
, o sea un bisté con patatas fritas, un vaso grande de vino tinto y un café, leyendo todas las noches al fondo de un café
Le Monde
línea por línea y pasándose días enteros haciendo solitarios o lavando tres de sus cuatro pares de calcetines o una de sus tres camisas en un barreño de plástico color rosa.

Vino después la época de los grandes paseos por París. Marchaba a la deriva, caminaba al azar, se sumía en el tumulto de las salidas de oficinas. Pasaba por delante de todos los escaparates, entraba en todas las exposiciones de arte, cruzaba lentamente todas las galerías comerciales del distrito nuevo, se detenía en todos los comercios. Miraba con la misma atención las cómodas rústicas de las tiendas de muebles, los pies de cama y los muelles de las colchonerías, las coronas artificiales de las pompas fúnebres, las barras para visillos de las mercerías, los naipes «eróticos» con fulanas supertetudas de las tiendas de novedades (
Mann sprich deutche, English speaken
), las fotos amarillentas de un retratista: un chaval con cara de luna llena y traje marinero de confección, un chico feo con gorro de grillo, un adolescente de nariz chata, un hombre de cara de bulldog junto a un coche estrepitosamente nuevo; la catedral de Chartres en manteca de cerdo de una salchichería; las tarjetas de visita humorísticas de las tiendas de trucos y bromas
53
,

las tarjetas de visita descoloridas, los modelos de membretes, los recordatorios de las imprentas:

A veces se imponía tareas ridículas, como contar los restaurantes rusos del distrito XVII y combinar un itinerario que los reuniera todos sin cruzarse nunca, pero las más de las veces elegía un objetivo irrisorio —el banco que hacía ciento cuarenta y siete, el paso ocho mil doscientos treinta y siete— y permanecía algunas horas sentado en un banco de listones verdes con patas de hierro colado esculpidas en forma de zarpas de león, cerca de Denfert-Rochereau o de Château-Landon, o se quedaba tieso como una estatua frente a un almacén de material para escaparates que exhibía en el suyo no sólo maniquíes de talle de avispa y estuches que no estuchaban nada, sino toda una gama de carteles, etiquetas y letreros

que miraba durante minutos enteros como si no acabara de darle vueltas a la paradoja lógica iherente a aquel tipo de escaparate.

Más tarde empezó a quedarse en casa, perdiendo poco a poco toda conciencia del tiempo. Un día se le paró el despertador a las cinco y cuarto y omitió darle cuerda: su bombilla ardía a veces toda la noche; a veces transcurría un día, dos, tres, y hasta una semana entera, sin que saliera de su cuarto como no fuese para ir al wáter al final del pasillo. A veces salía hacia las diez de la noche y regresaba a la mañana siguiente, inalterable, sin acusar en absoluto la falta de descanso; iba a ver películas a cines cochambrosos de los grandes bulevares que apestaban a desinfectante; vagabundeaba por los cafés abiertos toda la noche, pasando horas en los billares eléctricos o siguiendo con mirada torva por encima de un café percolador a juerguistas achispados, borrachos tristes, carniceros obesos, marinos y prostitutas.

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