La vida instrucciones de uso (52 page)

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Authors: Georges Perec

Tags: #Otros

BOOK: La vida instrucciones de uso
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Cada puzzle de Winckler era para Bartlebooth una aventura nueva, única, insustituible. Cada vez, después de romper el precinto que cerraba la caja negra de la señora Hourcade y extender sobre el tapete de su mesa, bajo la luz de su lámpara escialítica, los setecientos cincuenta pedacitos de madera en que se había convertido su acuarela, tenía la impresión de que no le serviría para nada toda la experiencia que llevaba acumulando cinco, diez o quince años y, como las otras veces, tendría que enfrentarse con dificultades que ni tan sólo podía sospechar.

Cada vez se prometía obrar con disciplina y método, en vez de precipitarse sobre las piezas y querer encontrar en seguida en su troceada acuarela tal o cual elemento que creía guardar intacto en su memoria: esta vez no se dejaría arrastrar por la pasión, el ensueño o la impaciencia, sino que construiría su puzzle con un rigor cartesiano: dividir los problemas para resolverlos mejor, atacarlos siguiendo un orden, eliminar las combinaciones improbables, colocar las piezas como un jugador de ajedrez que elabora su estrategia ineluctable e imparable: empezaría poniendo todas las piezas boca arriba, sacaría luego todas aquellas que presentaran un borde rectilíneo, construyendo así el marco del puzzle. Luego examinaría las demás, una por una, sistemáticamente, las cogería en sus manos, las volvería varias veces en todos los sentidos; aislaría aquellas en las que fuera más claramente visible un dibujo o un detalle, clasificaría las restantes por colores, y dentro de cada color por matices, con lo que, antes de empezar a yuxtaponer las piezas centrales, ya habría triunfado de antemano en las tres cuartas partes de trampas preparadas por Winckler. El resto sería simple cuestión de paciencia.

El problema principal consistía en permanecer neutral, objetivo y sobre todo disponible, es decir, sin prejuicios. Pero ahí estaban precisamente las trampas que Gaspard Winckler le había preparado. A medida que Bartlebooth se familiarizaba con los trocitos de madera, empezaba a percibirlos según un eje privilegiado, como si aquellas piezas se polarizaran, se vectorizaran, se petrificaran en un tipo de percepción que las asimilaba, con seducción irresistible, a imágenes, formas, siluetas familiares: un sombrero, un pez, un pájaro extraordinariamente preciso de larga cola, largo pico curvo con una protuberancia en la base, como recordaba haberlos visto en Australia, o bien el perfil exacto de Australia, o África, o Inglaterra, la península Ibérica, la bota italiana, etc. Gaspard Winckler multiplicaba adrede aquellas piezas, y, como en los puzzles para niños de gruesos cubos de madera, se encontraba Bartlebooth a veces con todo un jardín zoológico: una serpiente pitón, una marmota y dos elefantes perfectamente formados, uno africano (con orejas largas) y otro asiático, o un Charlot (sombrero hongo, bastón flexible y piernas arqueadas), una cabeza de Cyrano, un gnomo, una bruja, una mujer con capirote, un saxofón, una mesa de café, un pollo asado, un bogavante, una botella de champán, la bailaora de los paquetes de Gitanes o el casco alado de los de Gauloises, una mano, una tibia, una flor de lis, diversas frutas, o un alfabeto casi completo con piezas en forma de J, K, L, M, W, Z, X, Y y T.

A veces se yuxtaponían tres, cuatro o cinco de aquellas piezas con una facilidad desconcertante; luego se bloqueaba todo: la pieza que faltaba le evocaba a Bartlebooth una especie de India negra a la que se hubiera pegado Ceilán (ahora bien, la acuarela representaba precisamente un puertecito de la costa de Coromandel). Hasta al cabo de varias horas, cuando no de varios días, no advertía Bartlebooth que la pieza adecuada no era negra sino gris más bien claro —discontinuidad de color que debía ser previsible si no se hubiera dejado llevar por sus impulsos— y tenía exactamente la forma de lo que, desde el principio, se había empeñado en llamar la «pérfida Albión», a condición de hacerle efectuar a aquella pequeña Inglaterra una rotación de noventa grados en el sentido de las agujas de un reloj. El espacio vacante no se parecía sin duda a la India ni la pieza que debía encajar exactamente en él a Inglaterra; lo importante en este caso era que, mientras seguía viendo en esta o en aquella pieza un pájaro, un muñeco, un escudo, un casco puntiagudo, un perro la voz de su amo o un Winston Churchill le era imposible descubrir cómo se unía esta pieza con las demás sin voltearla, girarla, descentrarla, desimbolizarla, en una palabra
de-formarla
.

Lo esencial del mundo ilusorio de Gaspard Winckler descansaba en el siguiente principio: obligar a Bartlebooth a ocupar el espacio vacante con formas visiblemente anodinas, evidentes, fácilmente descriptibles —por ejemplo una pieza en la que, fuera la que fuera su configuración, dos lados habían de formar obligatoriamente un ángulo recto entre sí— y forzar a un tiempo en un sentido completamente distinto la percepción de las piezas destinadas a llenar ese mismo espacio. Como en aquella caricatura de W. E. Hill que representa
al mismo tiempo
a una joven y a una anciana, siendo la oreja, la mejilla y el collar de la joven un ojo, la nariz y la boca de la anciana, y estando esta última de perfil y en primer término, mientras que la joven aparece de tres cuartos espalda con encuadre hasta medio hombro, Bartlebooth, para hallar aquel ángulo casi, aunque no del todo, recto, debía dejar de considerarlo como la punta de un triángulo, es decir, debía hacer bascular su percepción, ver
de otro modo
lo que falazmente le presentaba el otro y, por ejemplo, descubrir que esa suerte de África con reflejos amarillos que estaba manoseando sin saber dónde colocarla ocupaba exactamente el espacio que él creía deber llenar con una especie de trébol de cuatro hojas de tonos malvas que buscaba por todas partes sin encontrarlo. La solución era evidente, tan evidente como insoluble le había parecido el problema hasta resolverlo, lo mismo que en una definición de crucigrama —como la sublime «va empapao, aun seco», de siete letras—, se busca donde no está lo que viene expresado con mucha precisión en la definición misma, consistiendo en definitiva todo el trabajo en realizar aquel
corrimiento
que da a la pieza, a la definición,
su sentido
y haciendo con ello ociosa e inútil toda explicación.

En el caso particular de Bartlebooth, el problema se complicaba por ser él el autor de las acuarelas iniciales. Había destruido cuidadosamente borradores y esbozos y, por supuesto, no había sacado fotos ni notas, pero antes de pintarlas había mirado aquellos paisajes marinos con una atención lo bastante intensa como para que, al cabo de veinte años, le bastara con leer en las pequeñas notas que pegaba Gaspard Winkler en el interior de la caja «Isla de Skye, Escocia, marzo de 1936» o «Hammamet, Tunicia, febrero de 1938», para que al instante se le impusiera el recuerdo de un marino con un jersey amarillo vivo y un
tam o’shanter
en la cabeza o la mancha rojo y oro del vestido de una mujer bereber que lavaba lana a la orilla del mar, o una nube lejana sobre una colina, leve como un pájaro: no el recuerdo mismo —pues estaba muy claro que aquellos recuerdos sólo habían existido para ser primero acuarelas, más tarde puzzles y otra vez nada—, sino recuerdos de imágenes, de trazos con lápiz, pasadas de goma, pinceladas.

Casi cada vez buscaba Bartlebooth aquellos signos privilegiados. Pero era ilusorio querer apoyarse en ellos: a veces Gaspard Winckler lograba eliminarlos; esta manchita roja y amarilla, por ejemplo, llegaba a fragmentarla en una multitud de piezas en las que el rojo y el amarillo parecían inexplicablemente ausentes, anegados, fundidos en aquellos desbordamientos minúsculos, aquellas salpicaduras casi microscópicas, aquellas escurriduras del pincel y de los trapos que el ojo no podía distinguir en absoluto cuando se miraba el conjunto del cuadro, pero que él había logrado poner exageradamente de relieve con sus pacientes golpes de sierra; las más de las veces, de un modo mucho más pérfido, como si hubiera adivinado que aquella forma precisa se había incrustado en la memoria de Bartlebooth, dejaba sin tocar, en una sola pieza, aquella nube, aquella silueta, aquella mancha de color que, limpios de todo contorno, se hacían inservibles, recortes uniformes, monocromos, sin que se viera ni por asomo qué podía rodearlos.

Los trucos de Winckler empezaban con los bordes, mucho antes de aquellas fases avanzadas. Como los puzzles clásicos, los suyos tenían estrechos bordes rectilíneos y blancos, y la costumbre y la razón querían que, como en el juego de go, se empezara a jugar por los bordes.

También era cierto que un día, exactamente como aquel jugador de go que metió su primera piedra en pleno centro del go-ban, con lo que dejó pasmado a su adversario el tiempo suficiente para arrebatarle la victoria, Bartlebooth, presa de una intuición súbita, empezó uno de sus puzzles a partir del centro —las manchas amarillas del sol poniente cabrilleando en el Pacífico (no lejos de Avalon, Santa Catalina Island, California, noviembre de 1948)— y lo acabó aquella vez en tres días en vez de en tres semanas. Pero perdió más tarde casi un mes entero cuando creyó poder repetir aquella estratagema.

La cola azul que usaba Gaspard Winckler se salía a veces un poquitín de la hoja blanca intercalada que constituía el borde del puzzle, dejando una casi imperceptible franja azulada. Durante varios años se valió Bartlebooth de aquella franja como de una especie de garantía: si dos piezas que le parecían yuxtaponerse perfectamente presentaban franjas que no coincidían, dudaba en encajarlas una en otra; por el contrario, sentía la tentación de unir dos piezas que, a primera vista, no deberían tocarse una con otra, pero cuyas franjas azuladas presentaban una perfecta continuidad, y resultaba, algo más tarde, que ambas se amoldaban muy bien.

Hasta que Bartlebooth tuvo bien adquirida y lo bastante arraigada esta costumbre como para que le resultara desagradable desprenderse de ella, no advirtió que aquellos «afortunados azares» podían muy bien ser a su vez trampas, y el autor de los puzzles había permitido que aquella ínfima huella le sirviera de indicio —o mejor de cebo— en un centenar de juegos, para perderlo con mayor seguridad en los restantes.

Era, por parte de Gaspard Winckler, una picardía casi primaria, una simple entrada en materia. Dos o tres veces turbó a Bartlebooth durante unas horas y no tuvo efectos duraderos. Pero era bastante característica de la mentalidad con la que Gaspard Winckler concebía sus puzzles y pretendía suscitar en Bartlebooth una desazón renovada cada vez. Los métodos más rigurosos, la confección de fichas para las setecientas cincuenta piezas, el uso de ordenadores o de cualquier otro sistema científico u objetivo no habrían servido de mucho en aquel caso. Con toda evidencia, Gaspard Winckler había considerado la fabricación de aquellos quinientos puzzles como un todo, como un gigantesco puzzle de quinientas piezas cada una de las cuales fuera un puzzle de setecientas cincuenta piezas, y estaba claro que cada uno de aquellos puzzles, para ser resuelto, exigía un ataque, una mentalidad, un método y un sistema diferentes.

A veces, Bartlebooth descubría instintivamente la solución, como, por ejemplo, cuando había empezado, sin motivo aparente, por el centro; otras veces la deducía de los puzzles anteriores; pero las más de las veces la buscaba durante tres días con la sensación tenaz de ser un imbécil acabado: los bordes no estaban ni siquiera completos, quince pequeñas Escandinavias puestas en contacto desde el primer momento dibujaban la figura oscura de un hombre de capa que subía tres peldaños al pie de un rompeolas, medio vuelto hacia el pintor (Launceston, Tasmania, octubre de 1952) y llevaba varias horas sin colocar una sola pieza.

En esta sensación de estancamiento hallaba la esencia misma de su pasión: una especie de torpor, de machaconería, de atontamiento opaco en la búsqueda de algo informe de lo que apenas lograba balbucir los contornos: un pico que iría bien con esa pequeña escotadura cóncava, algo por ese estilo, un pequeño saliente amarillento, un trozo con una especie de bahía redondeada, unos puntitos naranja, el trocito de África, el trocito de costa adriática, balbuceos confusos, ruidos de fondo de una ensoñación obsesiva, estéril, desdichada.

Entonces, al cabo de aquellas horas de taciturna inercia, montaba a veces en unas cóleras espantosas, tan terribles e inexplicables como podían ser las de Gaspard Winckler cuando jugaba con Morellet su partida de chaquete en el Café Riri. Aquel hombre que para todos los vecinos de la casa era el símbolo mismo de la flema británica, de la discreción, la cortesía, los buenos modales, la exquisita urbanidad, aquel hombre, a quien nunca se había oído levantar la voz, se desencadenaba en aquellos momentos con una violencia tal que parecía haberla condensado durante años en su interior. Una noche partió de un solo puñetazo el mármol de un velador. Otra vez, habiendo cometido Smautf la imprudencia de entrar, como hacía cada mañana, con el desayuno —dos huevos pasados por agua, un zumo de naranja, tres tostadas, un té con leche, unas cuantas cartas y tres diarios:
Le Monde
, el
Times
y el
Herald
—, mandó por los aires la bandeja con una fuerza tal que la tetera, propulsada casi verticalmente con la velocidad de una pelota de volea, rompió el grueso vidrio de la lámpara escialítica antes de quebrarse en mil pedazos que cayeron sobre el puzzle (Okinawa, Japón, octubre de 1951). Tardó ocho días en recuperar las setecientas cincuenta piezas, que el barniz protector de Gaspard Winckler había salvado del té hirviente, y seguramente no fue inútil su cólera, pues por fin descubrió cómo había que colocarlas.

La mayor parte de veces, afortunadamente, al término de aquellas horas de espera, después de pasar por todos los grados de la ansiedad y la exasperación controladas, alcanzaba una especie de estado semiconsciente, un ensimismamiento, un embotamiento de lo más asiático, análogo quizás al que persiguen quienes practican el tiro al arco; un olvido profundo del cuerpo y del blanco que pretenden alcanzar, un espíritu vacío, perfectamente vacío, abierto, disponible, una atención intacta pero flotando libremente por encima de las vicisitudes de la existencia, las contingencias del puzzle y las emboscadas del artesano. En aquellos instantes veía, sin mirarlas, con qué precisión encajaban unas en otras las delicadas figuritas de madera y podía, cogiendo dos piezas en las que nunca se había fijado o que pensaba que no podían materialmente juntarse, reunirlas con un solo gesto.

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