Pensó primero en los Seis Días y a tal efecto se puso en relación con el viejo pistard austriaco Peter Mond cuyo compañero de equipo habitual, Hans Gottlieb, acababa de retirarse. Pero Mond se había comprometido ya con Arnold Augenlicht, y Massy, por consejo de Toto Grassin, decidió entonces lanzarse al medio fondo; de todas las disciplinas ciclistas era entonces la más popular, y campeones como Brunier, Georges Wambst, Sérès, Paillard o el americano Walthour eran literalmente adulados por las muchedumbres domingueras que llenaban el Vel-d’Hiv y los estadios Buffalo, La Croix de Berny o el Parc des Princes.
La juventud y el entusiasmo de Massy hicieron prodigios y el quince de octubre de 1925, menos de un año después de su debut, el nuevo stayer batió en Montlhéry el record mundial de hora recorriendo 118,75 Km. detrás de la gruesa moto de su entrenador Barrère equipada en aquella ocasión con un cortaviento rudimentario. El belga Léon Vanderstuyft, quince días antes, arrastrado en la misma pista por Deliège con un cortaviento algo mayor no había alcanzado más que 115,098 Km.
Aquel record que, en otras circunstancias, podría haber inaugurado una carrera prodigiosa de pistard, no fue, por desgracia, sino una apoteosis triste y sin porvenir. Massy era entonces, desde hacía sólo seis semanas, soldado raso en el primer regimiento del Tren de Vincennes y, si bien había podido obtener un permiso especial para su tentativa, no consiguió prorrogarlo cuando, en el último momento, uno de los tres jueces exigidos por la Federación Internacional de Ciclismo excusó su asistencia dos días antes de la fecha prevista.
Así pues, su resultado no se pudo homologar. Massy se movió todo lo que pudo, lo cual no fue fácil desde dentro del cuartel, pese al apoyo espontáneo que le dieron no sólo los soldados de su compañía, para los que, naturalmente, era un ídolo, sino también sus superiores y hasta el coronel que mandaba la guarnición, el cual llegó a provocar, en la Cámara de Diputados, una intervención del ministro de la Guerra, que no era otro que Paul Painlevé.
La comisión Internacional de Homologación se mostró inflexible; lo único que consiguió Massy fue la autorización para repetir su prueba dentro de las condiciones reglamentarias. Volvió a entrenarse con ardor y confianza y, en diciembre, en su segunda tentativa, arrastrado impecablemente por Barrère, batió su propio record recorriendo en una hora 119,851 Km. A pesar de lo cual se bajó de la moto moviendo tristemente la cabeza: unos quince días antes, Jean Brunier, detrás de la moto de Lautier, había hecho 120,958 Km., y Massy sabía que no lo había batido.
Aquella injusticia de la suerte que lo privaba para siempre de ver figurar su nombre en el palmarés, cuando había sido recordman del mundo de hora desde el 15 de octubre hasta el 14 de noviembre de 1925, desmoralizó de tal manera a Massy que decidió renunciar completamente al ciclismo. Pero entonces cometió un grave error: apenas licenciado, en vez de buscarse un trabajo lejos de la muchedumbre desencadenada de los velódromos, se hizo
pacemaker
, es decir entrenador, de un jovencísimo stayer, Lino Margay, un picardo testarudo e incansable que, por admiración a las hazañas de Massy, había elegido la especialidad del medio fondo y había ido espontáneamente a colocarse bajo su égida.
El trabajo de pacemaker es ingrato. Muy erguido sobre su gruesa máquina, con las piernas bien verticales, los antebrazos pegados al cuerpo para proporcionar la mejor protección posible, arrastra al stayer y dirige su carrera procurando imponerle el esfuerzo mínimo e intentando a un tiempo colocarse en condiciones favorables para atacar a este o a aquel adversario. En esta posición terriblemente cansada en la que todo el peso del cuerpo recae sobre la extremidad del pie izquierdo y que debe mantener durante una hora o una hora y media sin mover ni un brazo ni una pierna, el pacemaker apenas ve a su stayer y, a causa del rugido de las máquinas, no puede recibir ningún mensaje de él; a lo sumo puede comunicarle, por medio de breves movimientos de cabeza sobre cuya significación han quedado de acuerdo antes, que va a acelerar, frenar, subir a la baranda, bajar a la cuerda o adelantar a tal adversario. Lo demás, la forma del corredor, su combatividad, su moral, debe adivinarlo. Por consiguiente, el corredor y su entrenador deben ser como una sola persona, razonar y actuar juntos, hacer al mismo tiempo idéntico análisis de la carrera y sacar al mismo tiempo idénticas conclusiones: el que se deja sorprender ha perdido: el entrenador que deja que una moto contraria se le coloque de forma que le corte el viento no podrá evitar que su corredor se descuelgue; el corredor que no sigue a su entrenador cuando éste acelera en una curva para atacar a un competidor se asfixiará al intentar pegarse de nuevo al rodillo; en ambos casos, el corredor perderá en pocos segundos todas sus posibilidades de ganar.
Desde el principio de su asociación estuvo muy claro para todos que Massy y Margay formarían un tándem modelo, uno de esos equipos cuya perfecta homogeneidad se sigue citando aún como ejemplo, a semejanza de aquellas otras parejas célebres que hubo entre los años veinte y treinta, en la gran época del medio fondo, Lénart y Pasquier mayor, De Wied y Bisserot, o los suizos Stampfli y d’Entrebois.
Durante varios años Massy llevó a Margay a la victoria en todos los grandes velódromos de Europa. Y durante mucho tiempo, cuando oía al público en general y al de la tribuna aplaudir a rabiar a Lino y levantarse coreando su nombre, así que aparecía en la pista con su camiseta blanca a franjas violeta, cuando lo veía subir vencedor al podio para recibir medallas y ramos de flores, sólo experimentaba alegría y orgullo.
Pero aquellas aclamaciones que no se dirigían a él, aquellos honores que debería haber conocido y de los que lo había privado un destino inicuo, provocaron pronto en él un resentimiento cada vez más tenaz. Empezó a odiar a las multitudes vociferadoras que lo ignoraban y adoraban estúpidamente a aquel héroe del día que debía todas sus victorias a su experiencia, a su voluntad, a su técnica, a su abnegación. Y como si, para confirmarse en su odio y su desprecio, hubiera necesitado ver a su protegido acumulando los triunfos, acabó por exigirle cada vez más esfuerzos, arriesgándose más cada vez, atacando desde la salida, y llevando toda la carrera con una media infernal. Margay obedecía, dopado por la inflexible energía de Massy, a quien no parecían bastar nunca ninguna victoria, ninguna proeza, ningún record. Hasta el día en que, habiendo incitado al joven campeón a que intentara a su vez aquel record mundial de la hora del que había sido anónimo poseedor, le impuso, en la terrible pista del Vigorelli de Milán, una velocidad tan grande y unos tiempos de paso tan reducidos que acabó produciéndose lo inevitable: remolcado a más de cien kilómetros por hora, se despegó Margay en una curva y, metido en medio de un remolino, perdió el equilibrio y cayó, arrastrándose a lo largo de más de cincuenta metros.
No murió, pero, al salir del hospital, al cabo de seis meses, estaba horriblemente desfigurado. La madera de la pista le había arrancado toda la mitad derecha de la cara: no tenía más que una oreja y un ojo; había perdido la nariz, los dientes, la mandíbula inferior. Toda la parte baja de su cara era un horrible magma rosáceo agitado de temblores irreprimibles o, por el contrario, paralizado en unos rictus infames.
A raíz del accidente, Massy había renunciado por fin definitivamente al ciclismo y había vuelto a su antiguo oficio de talabartero, que había aprendido cuando sólo era un aficionado. Había comprado la tienda de la calle Simon-Crubellier —su antecesor, el vendedor de cañas de pescar, a quien había enriquecido el Frente Popular
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, se instalaba en la calle Jouffroy, en un local cuatro veces mayor— y compartía la vivienda de la planta baja con su hermana Josette. Todos los días a las seis iba al hospital Lariboisière a visitar a Lino Margay y lo recogió en su casa, cuando salió de allí. Su sentimiento de culpabilidad era inextinguible y cuando, a los pocos meses, el antiguo campeón le pidió la mano de Josette, insistió tanto que logró persuadir a su hermana para que se casara con aquel monstruo larvario.
Los jóvenes se instalaron en Enghien en una casita a orillas del lago. Margay alquilaba a los veraneantes y agüistas tumbonas, barcas e hidropedales. Con la parte inferior de la cara constantemente envuelta en una gran bufanda lograba disimular un poco su repugnante fealdad. Josette llevaba la casa, hacía la compra, limpiaba o cosía a máquina en un cuarto al que había pedido a Margay que no entrase nunca.
Tal estado de cosas no llegó a durar dieciocho meses. Una noche de abril de mil novecientos treinta y nueve volvió Josette a casa de su hermano, suplicándole que la librase de aquel hombre con cara de gusano que se había convertido en su pesadilla de todos los instantes.
Margay no intentó hallar, ver o recobrar a Josette. A los pocos días llegó una carta a casa del talabartero: Margay se hacía cargo de lo que Josette venía pasando desde que se había sacrificado por él y le imploraba su perdón; siendo tan incapaz de pedirle que volviera como de poder acostumbrarse a vivir sin ella, prefería huir, expatriarse, esperando hallar en algún país remoto una muerte que lo liberara.
Sobrevino la guerra. Massy, militarizado por el S.T.O.
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, se fue a Alemania a trabajar en una fábrica de calzado y Josette instaló un taller de costura en la talabartería. En aquellos tiempos de penuria en los que los almanaques recomendaban reforzar los zapatos con suelas fabricadas a base de varios gruesos de papel de diario o con trozos viejos de fieltro inusable y deshacer los viejos jerseys para confeccionar otros nuevos, era obligado rehacer la ropa vieja y no le faltó trabajo. Se la veía, sentada cerca de la ventana, recuperando hombreras y forros, dándole vuelta a un abrigo, cortando una blusa con un retal de brocado o, arrodillada a los pies de la señora de Beaumont, señalando con tiza el borde de su falda pantalón sacada de un pantalón de cheviot de su difunto esposo.
Marguerite y la señorita Crespi iban a veces a hacerle compañía. Las tres mujeres permanecían calladas alrededor de la estufita de leña, que sólo alimentaban algunas bolas de serrín y papel, dando puntadas durante largas horas bajo la débil luz de la lámpara pintada de azul.
Massy regresó a finales del cuarenta y cuatro. Los dos hermanos reemprendieron su vida en común. Nunca pronunciaban el nombre del antiguo stayer. Pero una noche, el talabartero sorprendió a su hermana arrasada en lágrimas y acabó confesándole que, desde que había abandonado a Margay, no había dejado de pensar en él un solo día: no era la compasión ni el remordimiento lo que la atenazaba, sino el amor, un amor mil veces más fuerte que la repulsión que le inspiraba la cara del ser amado.
A la mañana siguiente llamaron a la puerta y apareció en el umbral un hombre maravillosamente bello: era Margay, resucitado de entre los monstruos.
Lino Margay no sólo se había vuelto guapo, sino también rico. Decidido a expatriarse, había confiado al azar el cuidado de elegir su destino último: había abierto un atlas y, sin mirarlo, había clavado un alfiler en un mapamundi; el azar, después de caer varias veces en pleno mar, había acabado designando América del Sur y Margay se había embarcado como fogonero a bordo de un carguero griego, el Stephanotis, que zarpaba para Buenos Aires y en el transcurso de la larga travesía había trabado amistad con un viejo marino de origen italiano, Mario Ferri, llamado Ferri el Rital.
Antes de la primera guerra mundial, Ferri el Rital dirigía en París, en el 94 de la calle de Les Acacias, un pequeño cabaret llamado el
Chéops
, que disimulaba un garito clandestino conocido por sus clientes con el nombre de el
Octogone
, debido a la forma de las fichas que se utilizaban. Pero las verdaderas actividades de Ferri eran de índole muy distinta: era uno de los dirigentes de aquel grupo de agitadores políticos a los que se llamaba Panarquistas y, aunque la policía sabía que el
Chéops
escondía un local de juego conocido con el nombre de
Octogone
, ignoraba que aquel
Octogone
no era a su vez sino la tapadera de uno de los cuarteles generales panarquistas. Cuando, tras la noche del 21 de enero de 1911, quedó decapitado el movimiento y fueron encarcelados doscientos de sus militantes más activos, entre ellos sus tres jefes históricos Purkinje, Martinotti y Barbenoire, Ferri el Rital fue uno de los pocos responsables que escaparon a la redada del prefecto de policía, pero, denunciado, localizado y perseguido, no tuvo más remedio, tras ocultarse unos meses en Beauce, que emprender una vida errante que lo zarandeó sin tregua de un extremo a otro del planeta, haciéndole ejercer los oficios más diversos, desde esquilador de perros hasta agente electoral, de guía montañero a fabricante de harina.
Margay no tenía proyectos. Ferri, aunque hacía años que había cumplido los cincuenta, tenía para ambos y ponía todas sus esperanzas en un gángster notorio que conocía en Buenos Aires, Rosendo Juárez, llamado «el Leches». Rosendo el Leches era uno de los que más pintaban en Santa Rita. Un tío que manejaba la navaja como nadie y, con todo, uno de los hombres de don Nicolás Paredes, que era a su vez uno de los hombres de Morel, el cual, sin lugar a dudas, era un hombre importantísimo. Nada más desembarcar, Ferry y Margay fueron a ver al Leches y se pusieron a sus órdenes. Ojalá no lo hubieran hecho: en el primer asunto que les confió —una simple entrega de droga— los detuvieron, muy posiblemente a instigación del propio Leches. A Ferri el Rital le salieron diez años de cárcel y murió al cabo de unos meses. Lino Margay, que no llevaba armas encima, se libró con tres años.
Lino Margay —Lino el Baboso o Lino Cara Nabo como lo llamaban entonces—, estando en chirona, se dio cuenta de que su fealdad inmunda inspiraba a todos —guardias o truhanes— lástima y confianza. Al verlo, querían conocer su historia, y cuando se la había contado, le contaban la suya. Lino Margay descubrió en aquella ocasión que poseía una memoria asombrosa: cuando salió de la cárcel, en junio de mil novecientos cuarenta y dos, se sabía al dedillo el pedigree de las tres cuartas partes del hampa sudamericana. No sólo conocía con todo detalle sus antecedentes penales, sino que además estaba al tanto de sus gustos, sus defectos, sus armas preferidas, sus especialidades, sus tarifas, sus escondrijos, el modo de encontrarlos, etc. En una palabra, estaba exactamente equipado para convertirse en el empresario de los bajos fondos de América latina.