La vida instrucciones de uso (58 page)

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Authors: Georges Perec

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BOOK: La vida instrucciones de uso
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El segundo cuadro representa un ramo de clematitas de los setos, conocidas también con el nombre de
hierbas de los pobres
pues las usaban los mendigos para hacerse úlceras superficiales en la piel.

Los dos últimos cuadros son caricaturas de un trabajo más bien chusco y un humor muy pasado. La primera se titula
Sin dinero no hay Suiza
: representa un alpinista perdido en la montaña, socorrido por un San Bernardo provisto de un barrilito muy visible de ron reparador en el que está pintada una cruz roja. Pero el alpinista descubre con estupor que no hay ron en el barril: en realidad es un cepillo debajo de cuya ranura viene escrito: ¡Ayudad a Henri Dunant!

La otra caricatura se llama
La buena receta
: en un restaurante tipo Dubout un cliente se indigna al descubrir en la sopa una especie de cordón de zapatos. El maître, igual de indignado, ha mandado llamar al chef para pedirle explicaciones, pero éste se contenta con decir, haciendo remilgos: «¡Todo cocinero tiene sus truquitos!»
75

Capítulo LXXVIII
Escaleras, 10

Hace cuarenta años que el afinador del piano viene dos veces al año, en junio y en diciembre, al piso de la señora de Beaumont y es la quinta que lo hace acompañado de su nieto, el cual se toma muy en serio su papel de guía, aunque no ha cumplido aún diez años. Pero la última vez volcó una jardinera de dieffenbachia y esta vez no lo ha dejado entrar la señora Lafuente.

Sentado en los peldaños de la escalera, el nieto del afinador está aguardando, pues, a su abuelo. Lleva un pantalón corto de paño azul marino y una cazadora de «seda de paracaídas», es decir de nailon brillante, azul celeste, adornada con insignias de fantasía: una torre de alta tensión de la que salen cuatro rayos y círculos concéntricos, símbolo de la radiotelegrafía; una brújula, un compás y un cronómetro, hipotéticos emblemas de un geógrafo, un agrimensor o un explorador; el número 77 escrito en letras rojas dentro de un triángulo amarillo; la silueta de un zapatero remendando una gruesa bota de montaña; una mano que rechaza una copa llena de alcohol y, debajo, las palabras:
«No, gracias, tengo que conducir
».

El chiquillo lee en el
Diario de Tintín
una biografía novelada de Carel van Loorens, titulada
El mensajero del Emperador
.

Carel van Loorens fue una de las mentes más curiosas de su tiempo. Nacido en Holanda pero, habiendo adquirido la nacionalidad francesa por amor a los Filósofos, había vivido en Persia, en Arabia, en China y en las Américas, y hablaba corrientemente una buena docena de idiomas. Siendo, por supuesto, de una inteligencia superior pero muy inquieto, visiblemente incapaz de entregarse a una misma disciplina más de dos años seguidos, ejerció las actividades más diversas durante su vida, pasando con la misma facilidad y la misma despreocupación de la profesión de cirujano a la de geómetra, fundiendo cañones en Lahore y fundando una escuela de veterinaria en Chirâz, enseñando fisiología en Bolonia, matemáticas en Halle y astronomía en Barcelona (donde osó emitir la hipótesis de que Méchain se había equivocado en sus cálculos del metro), transportando fusiles para Wolfe Tone, o, en su etapa de fabricante de órganos, estudiando la sustitución de los registros de tirantes por teclas de báscula, como se haría un siglo más tarde. Resultado de esta versatilidad sistemática fue que Carel van Loorens se planteó en el transcurso de su vida varias cuestiones interesantes, esbozó en más de una ocasión inicios de soluciones que no carecían de elegancia ni, a veces, de genialidad, pero desdeñó casi siempre redactar de modo relativamente comprensible sus resultados. Después de su muerte, se hallaron en su gabinete de trabajo notas en su mayor parte indescifrables relativas indistintamente a la arqueología, la egiptología, la tipografía (proyecto de alfabeto universal), la lingüística (carta al señor Humboldt sobre el habla de los Ouarsenis: no fue sin duda más que un borrador; en cualquier caso Humboldt no alude a ella en parte alguna), la medicina, la política (proposición de un gobierno democrático que tendría en cuenta no sólo la separación de los tres poderes, legislativo, ejecutivo y judicial, sino además, en una anticipación sorprendente, la de un cuarto poder que llama publicitario (de
publicista
, periodista), o sea la información), el álgebra numérica (nota sobre el problema de Goldbach, proponiendo que todo número n sea la suma de K números primos), la fisiología (hipótesis sobre el sueño invernal de las marmotas, sobre el cuerpo neumático de los pájaros, sobre la apnea voluntaria de los hipopótamos, etc.), la óptica, la física, la química (crítica de las teorías de Lavoisier sobre los ácidos, esbozo de una clasificación de los cuerpos simples) así como varios proyectos de inventos a los que casi siempre habría faltado muy poco para estar perfectamente a punto: un celerífero de rueda orientable, parecido a la draisina pero con veinte años de anticipación; un tejido bautizado «pellette», especie de piel artificial, hecha con una armadura de tela fuerte enlucida con una mezcla de corcho en polvo, aceite de linaza, colas y resinas; o una «fragua solar» consistente en un conjunto de placas de metal pulimentadas como espejos convergiendo en un foco tópico.

En 1805, Van Loorens buscaba dinero para financiar una expedición que remontara por fin el curso del Nilo hasta su o sus fuentes, proyecto que muchos habían acariciado antes que él, pero que nadie había conseguido llevar a cabo. Se dirigió a Napoleón I, con quien había estado ya en relación unos años antes, cuando, juzgado demasiado popular por el Directorio que trataba de alejarlo enviándolo a Egipto, el futuro emperador de los franceses había reunido a su alrededor a algunos de los mejores sabios de su tiempo para acompañarlo en su campaña.

Napoleón se planteaba entonces un difícil problema diplomático; lo esencial de la armada francesa acababa de ser destruido en Trafalgar, y, deseoso de hallar un medio para contrarrestar la formidable hegemonía marítima de los ingleses, el emperador había pensado en contratar los servicios del más prestigioso corsario berberisco, aquel a quien llamaban Hokab el-Ouakt, el Águila del Momento.

Hokab el-Ouakt mandaba una verdadera armada de once galeotas cuyas acciones perfectamente coordinadas hacían de él el dueño de una buena porción del Mediterráneo. Pero, si no tenía ningún motivo para amar a los ingleses, que, en posesión ya de Gibraltar desde hacía casi un siglo, guardaban Malta desde hacía cinco años, amenazando cada día más la actividad de los berberiscos, tampoco tenía ninguno para preferir a los franceses, que, al igual que los españoles, los holandeses, los genoveses y los venecianos, no se habían privado nunca de ir a bombardear Argel.

De todos modos, antes se planteaba el problema de encontrarse con el Águila, pues, queriendo protegerse contra los atentados, andaba constantemente rodeado de dieciocho guardias de corps sordomudos cuya única consigna era matar a cualquier persona que se acercara a menos de tres pasos de su señor.

Ahora bien, en el momento en que el emperador se preguntaba dónde hallaría aquella rara avis capaz de llevar a cabo una negociación tan difícil que sus simples preliminares parecían desanimar a cualquiera, fue cuando dio audiencia a Carel van Loorens y pudo pensar, al recibirlo, que una vez más volvía a favorecerlo el destino; Van Loorens, lo sabía muy bien, hablaba perfectamente el árabe y, en Egipto, había podido apreciar su inteligencia, su rapidez de espíritu y de decisión, su sentido de la diplomacia y su valor. Por eso no dudó en sufragar todos los gastos de una expedición a las fuentes del Nilo, si Loorens se encargaba de llevar un mensaje a Hokab el-Ouakt a Argel.

A las pocas semanas, metamorfoseado en un próspero mercader del golfo Pérsico que respondía al respetado nombre de Haj Abdulaziz Abu Bakr, Carel van Loorens hizo su entrada en Argel al frente de una larga procesión de camellos y de una escolta que reunía a veinte de los mejores mamelucos de la Guardia Imperial. Transportaba alfombras, armas, perlas, esponjas, telas y especias, mercancías de primera calidad todas ellas que muy pronto hallaron comprador, aunque Argel era entonces una ciudad rica, en la que se hallaba profusión de artículos procedentes del mundo entero, que las razias de los corsarios berberiscos habían desviado de su destino inicial. Pero Loorens guardaba para sí tres grandes cajas de hierro, y a cuantos le preguntaban qué contenían les respondía invariablemente: «Ninguno de vosotros es digno de ver los tesoros que vienen en estas cajas si no es Hokab el-Ouakt».

Al cuarto día después de su llegada, tres hombres del Águila fueron a esperar a Loorens a la puerta de su posada. Le hicieron señal de que los siguiera. Asintió él, y le mandaron subir a una silla de manos herméticamente cerrada con gruesas cortinas de cuero. Lo condujeron fuera de la ciudad, a un marabú aislado en el que lo encerraron tras haberlo registrado a conciencia. Transcurrieron varias horas. Por último, ya caída la noche, apareció Hokab, precedido de algunos de sus guardias de corps:

—He mandado abrir tus cajas —dijo—; estaban vacías.

—¡He venido a ofrecerte cuatro veces más de oro del que podrían contener las cajas!

—¿Qué necesidad tengo de tu oro? ¡El menor galeón español me da siete veces más!

—¿Cuándo viste el último galeón? Los ingleses los hunden todos y no te atreves a atacarlos. ¡Al lado de sus grandes barcos los galeones no son más que barquichuelas!

—¿Quién te envía?

—¡Tú eres un Águila y sólo otra Águila puede dirigirse a ti! ¡He venido a traerte un mensaje de Napoleón I, emperador de los franceses!

Con toda seguridad, Hokab el-Ouakt sabía quién era Napoleón I y sin duda lo tenía en gran estima, pues, aun sin responder explícitamente a la proposición que se le hacía, consideró desde entonces a Carel van Loorens como un embajador y quiso tratarlo con todo miramiento: lo invitó a alojarse en su palacio, una inmensa fortaleza que dominaba el mar, en la que se escalonaban unos jardines encantadores, ricos en azufaifas, algarrobos, adelfas y gacelas amaestradas, y dio en su honor fiestas suntuosas durante las cuales le hizo probar manjares raros venidos de América y Asia. A cambio, durante tardes enteras, Loorens contaba sus aventuras al árabe y le describía las ciudades fabulosas en las que había estado: Diomira la ciudad de las sesenta cúpulas de plata, Isaura la ciudad de los cien pozos, Smeraldina la ciudad acuática y Moriane con sus puertas de alabastro transparentes a la luz del sol, sus columnas de coral que sostenían frontones incrustados con serpentina, sus villas todas de vidrio como peceras en las que las sombras de las bailarinas de escamas plateadas nadaban bajo faroles que tenían forma de medusas.

Loorens era huésped del Águila desde hacía cerca de una semana cuando una noche, habiéndose quedado solo en el jardín que se abría frente a sus habitaciones, mientras acababa de beberse un maravilloso moka y daba una que otra chupada a la boquilla de ámbar de su narguilé perfumado con agua de rosas, oyó un canto suave que ascendía en la noche. Era una voz de mujer etérea y melancólica, y lo que cantaba le pareció tan familiar que se puso a escuchar atentamente la música y la letra y se sorprendió apenas al reconocer el canto pastoril de Adrian Villart:

«Cuando acaba el dulce otoño

y vuelve invierno traidor,

que flores y hojas marchita,

y no hay pájaro cantor

que en bosque o en soto cante,

cantando, como yo suelo,

solo por mi senda erraba».

Loorens se levantó, fue hacia donde la voz sonaba y, al otro lado de un entrante de la fortaleza que caía a pico sobre los arrecifes de la costa, a unos diez metros por debajo de sus habitaciones, divisó, en una terraza totalmente cerrada por rejas doradas, iluminada por la suave luz de antorchas resinosas, a una mujer de una belleza tan extraordinaria que, olvidando toda prudencia, saltó sobre la balaustrada de su terraza, pasó a la otra ala de la fortaleza avanzando a lo largo de una estrecha cornisa y, apoyándose en las asperezas de la roca, llegó a la altura de la joven. La llamó en voz baja. Ella lo oyó, estuvo a punto de huir, pero, volviendo y acercándose, le contó en un breve y jadeante murmullo su triste historia.

Se llamaba Ursula von Littau. Hija del conde Littau, antiguo ayuda de campo de Federico Guillermo II, la casaron a los quince años con el hijo del embajador de España en Potsdam, Álvaro Sánchez del Estero. La corbeta en la que cruzaba el mar para ir a Málaga a reunirse con su futuro esposo fue atacada por los berberiscos. Sólo se había salvado de la muerte gracias a su belleza y llevaba ya más de diez años languideciendo en el harén del Águila del Momento entre sus otras quince esposas.

Carel van Loorens, medio colgado sobre el vacío, había oído a Ursula von Littau, con los ojos arrasados en lágrimas, y, cuando hubo terminado su historia, le hizo juramento de libertarla al día siguiente. Y, en prenda de su promesa, le puso su sello en el dedo, un anillo de chatón ovoide en el que estaba engastado un corindón opalino que llevaba grabado en hueco un 8 horizontal. «Entre los antiguos —le dijo—, esta piedra era el símbolo de la memoria y una leyenda asegura que quien ha visto este anillo una sola vez ya nunca puede olvidar».

En menos de veinticuatro horas, dejando completamente de lado la misión que el emperador le había confiado, preparó la evasión de Ursula von Littau. Al día siguiente por la noche, habiéndose procurado durante el día el material necesario, volvió al pie de la terraza del harén. Sacando de uno de sus bolsillos un pesado frasco de vidrio oscuro, derramó unas gotas de un líquido humeante en varios puntos de las rejas. Bajo la acción corrosiva del ácido, los barrotes de hierro empezaron a disgregarse y Loorens pudo practicar la exigua abertura que permitiría escurrirse a la joven prusiana.

Llegó ésta hacia las doce. La noche estaba oscura. Muy lejos, ante las habitaciones del Águila, iba y venía la guardia con indolencia. Loorens desenrolló hasta el pie de la fortaleza una escalera de seda trenzada, que fueron bajando Ursula y después él hasta encontrarse, veinticinco metros más abajo, en una ensenada arenosa rodeada de rocas y arrecifes a flor de agua.

Dos mamelucos de su escolta que llevaban linternas sordas los aguardaban en aquella playa. Guiándolos por las rocas, entre montones de piedras desprendidas al pie del cantil, los condujeron hasta la desembocadura de un cauce seco que se hundía profundamente tierras adentro. Allí los esperaba el resto de la escolta. Ursula von Littau fue izada a un
atatich
, esa especie de tienda de campaña redonda que llevan los camellos y en la que suelen permanecer, por regla general, las mujeres, y la caravana se puso en marcha.

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