Esta impresión de gracia duraba varios minutos y Bartlebooth tenía entonces la sensación de ser vidente: lo percibía todo, lo comprendía todo, hubiera podido ver cómo crecía la hierba, cómo el rayo hería el árbol, cómo la erosión limaba las montañas como una pirámide desgastada muy lentamente por el ala de un pájaro que la roza: yuxtaponía las piezas con toda rapidez, sin equivocarse nunca, encontrando debajo de todos los detalles y artificios que pretendían ocultarlos una garra minúscula, un imperceptible hilo rojo, una muesca de bordes negros, que, desde siempre, le habrían señalado la solución si hubiera tenido ojos para ver: en pocos instantes, llevado por aquella embriaguez exultante y segura, una situación que no había cambiado desde hacía horas o días y cuyo desenlace ya no concebía siquiera, se modificaba radicalmente: se soldaban espacios enteros, recobraban su sitio el cielo y el mar, volvían a ser ramas los troncos, olas los pájaros, sombras el fuco.
Aquellos instantes eran tan poco frecuentes como embriagadores y tan efímeros como aparentemente eficaces. Bartlebooth se convertía de nuevo en un saco de arena, una masa inerte clavada en su mesa de trabajo, un retrasado de ojos vacíos, incapaces de ver, esperando horas y horas sin entender qué esperaba.
No tenía ni hambre, ni sed, ni frío; podía pasar sin dormir más de cuarenta horas, sin otra actividad que ir cogiendo una por una las piezas no colocadas aún, mirarlas, darles vueltas y volverlas a dejar sin intentar colocarlas siquiera, como si todo intento hubiera de estar inexorablemente condenado al fracaso. Una vez permaneció sentado 62 horas seguidas —desde las ocho del miércoles por la mañana hasta las diez del viernes por la noche— delante de un puzzle incompleto que representaba la playa de Elsenor: franja gris entre un mar gris y un cielo gris.
Otra vez, en mil novecientos setenta, juntó en las tres primeras horas más de las dos terceras partes del puzzle de la quincena: la pequeña estación balnearia de Rippleson, en Florida. Luego, durante las dos semanas siguientes intentó acabarlo en vano: tenía ante él un trocito de playa casi desierta, con un restaurante a un extremo del paseo y unos peñascos de granito al otro; a lo lejos, a la izquierda, tres pescadores cargaban una chalupa con hilos pardos de varec; en el centro, una mujer de cierta edad vestida con un traje de lunares y tocada con un sombrero de gendarme de papel hacía media sentada sobre los guijarros; a su lado, echada boca abajo sobre una estera de fibras vegetales, una niña pequeña con un collar de pechinas comía plátanos secos: en la extremidad derecha un mozo de baños, vestido con un viejo battledress, iba recogiendo quitasoles y tumbonas; completamente al fondo, una vela de forma trapezoidal y unos islotes quebraban la línea del horizonte. Faltaban algunas ondulaciones de olas y un trozo de cielo encrespado de nubecillas: doscientas piezas de un mismo azul con minúsculas variaciones blancas cada una de las cuales le exigió antes de encontrar su sitio más de dos horas de trabajo.
Fue una de las pocas veces en las que no le bastaron dos semanas para acabar un puzzle. Por lo general, entre embriagueces y abatimientos, exaltaciones y desesperanzas, febriles esperas y efímeras certezas el puzzle quedaba completo en el plazo previsto, encaminándose hacia aquel final ineluctable en el que, resueltos todos los problemas, ya no había más que una acuarela decente, de una realización siempre algo escolar, que representaba un puerto marítimo. A medida que lo había satisfecho, en la frustración o en el entusiasmo, se había extinguido su deseo, no dejándole más salida que abrir una nueva caja negra.
A la cocina a la antigua, dotada inicialmente de perfeccionamientos ultramodernos, que la cocinera de la señora Moreau hizo sustituir rápidamente, quiso oponer Henry Fleury, para el gran comedor de gala, un estilo resueltamente vanguardista, de un rigor geométrico, de un formalismo impecable, un modelo de sofisticación glacial en el que las grandes cenas de recepción cobrasen el aire de ceremonias únicas.
El comedor era entonces una estancia pesada y atiborrada de muebles, con un parquet de dibujos complicados, una estufa alta de cerámica azul, unas paredes recargadas de cornisas y molduras, unos zócalos que imitaban el mármol jaspeado, una araña de nueve brazos provista de 81 colgantes, una mesa de roble, rectangular, acompañada de doce sillas de terciopelo bordado y, en ambas extremidades, dos butacas de caoba clara con respaldos de barrotes en forma de X, un pequeño aparador bretón en el que siempre se había visto un licorero Napoleón III de papel machacado, un recado de fumar (con una caja de cigarrillos que representaba
Los jugadores de cartas
de Cézanne, un encendedor de gasolina bastante parecido a una lámpara de aceite y cuatro ceniceros decorados respectivamente con un trébol, un diamante, un corazón y una pica) y un frutero de plata lleno de naranjas, todo ello presidido por un tapiz que representaba unos jinetes árabes corriendo la pólvora; entre ventana y ventana, por encima de una
coco weddelliana
, palmera de interior de follaje decorativo, colgaba un gran lienzo oscuro que mostraba un hombre con vestiduras de juez, sentado en un alto sitial cuyos dorados salpicaban todo el cuadro.
Henry Fleury compartía la opinión ampliamente difundida de que la gustación está condicionada no sólo por el color específico de los alimentos ingeridos sino también por su entorno. Tras rigurosas investigaciones y numerosos experimentos se convenció de que el color blanco, por su neutralidad, su «vacío» y su luz sería el que destacaría más el sabor de los alimentos.
Basándose en este dato reorganizó de arriba abajo el comedor de la señora Moreau: eliminó los muebles, mandó descolgar la araña y desmontar los zócalos y disimuló las molduras y los rosetones con un falso techo hecho con paneles laminados de una blancura deslumbrante equipados de trecho en trecho con focos inmaculados orientados de modo que convergían hacia el centro de la estancia. Se pintaron las paredes con un esmalte blanco brillante y el parquet vetusto se cubrió con un revestimiento plástico igualmente blanco. Se condenaron todas las puertas salvo la que daba al vestíbulo de entrada, una puerta de dos batientes, acristalados antes, que se sustituyó por dos placas correderas dirigidas por una célula fotoeléctrica invisible. Por lo que respecta a las ventanas, quedaron disimuladas con unos altos paneles de chapa de madera forrados de escai blanco.
Exceptuado la mesa y las sillas, no se toleró ningún mueble, ningún equipo en la estancia, ni siquiera un interruptor o un cable eléctrico. La vajilla y las mantelerías se guardaron en armarios acondicionados fuera del comedor, en el vestíbulo, donde se instaló también una mesa equipada con calientaplatos y tablas para trinchar.
En el centro de aquel espacio blanco que ninguna mancha, ninguna sombra, ninguna aspereza venía a empañar, dispuso Fleury su mesa: una monumental placa de mármol, perfectamente blanca, labrada en forma octogonal, con los bordes suavemente redondeados, puesta sobre una base cilíndrica de un diámetro de aproximadamente un metro. Ocho sillas de plástico moldeado completaban el mobiliario.
Aquí se detenía aquella preferencia por el blanco. La vajilla, diseñada por el estilista italiano Titorelli, se realizó en tonos pastel —marfil, amarillo pálido, verde agua, rosa tierno, malva ligero, salmón, gris claro, turquesa, etc.— y su uso venía determinado por las características de los manjares preparados, los cuales se organizaban a su vez en torno a un color fundamental, con el que se armonizaban igualmente la mantelería y el vestuario de los criados.
Durante los diez años en los que la salud de la señora Moreau le permitió seguir recibiendo, vino a dar algo así como una cena mensual. La primera fue una cena amarilla:
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a la borgoñesa,
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de lucio holandesa,
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de codorniz al azafrán, ensalada de maíz, sorbetes de limón y guayaba, acompañados con jerez, Château-Chalon, Château-Carbonneux y ponche helado de Sauternes. La última, en mil novecientos setenta, fue una cena negra servida en platos de pizarra pulimentada: comprendía naturalmente caviar, pero también calamares a la tarraconense, un cuarto trasero de jabato Cumberland, una ensalada de trufas y una
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de arándanos; las bebidas para aquella última cena fueron más difíciles de elegir: el caviar se sirvió con vodka en vasitos de basalto y los calamares con un vino resinado tinto efectivamente muy oscuro, pero con el jabato el maître d’hôtel hizo presentar dos botellas de Château-Ducru-Beaucaillou escanciadas para la circunstancia en unas decantadoras de cristal de Bohemia que tenían toda la negrura requerida.
La señora Moreau no probaba casi nunca los platos que hacía servir a sus invitados. Hacía un régimen cada vez más severo que había terminado permitiéndole tan sólo lechazas de pescado crudo, pechuga de pollo, queso de Edam al vapor e higos secos. Solía comer antes de que llegaran sus invitados, sola o en compañía de la señora Trévins. Lo cual no le impedía animar sus veladas con la misma energía de que daba pruebas en su trabajo diurno, pues, para ella, no eran sino prolongaciones necesarias del mismo: las preparaba con un cuidado minucioso, trazaba la lista de sus convidados como se traza un plan de batalla; invariablemente reunía a siete personas entre las que, por regla general, se hallaba: un individuo con un cargo más o menos oficial (jefe de gabinete, consejero refrendario del tribunal de cuentas, auditor del Consejo de Estado, administrador civil, etc.); un artista o un hombre de letras; un miembro o dos de su equipo, pero nunca la señora Trévins, que detestaba aquel tipo de ceremonias y prefería quedarse en su cuarto releyendo su libro; y el industrial francés o extranjero con quien estaba en negocios entonces y para el que se hacía la cena. Dos o tres esposas cuidadosamente elegidas completaban la mesa.
Una de las cenas más memorables se ofreció a un hombre que, por cierto, había ido varias veces a la casa: Hermann Fugger, el hombre de negocios alemán amigo de los Altamont y de Hutting, de quien la señora Moreau debía distribuir en Francia cierto material de camping: aquella noche, conociendo la pasión reprimida de Fugger por la cocina, hizo preparar una cena rosa —
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de jamón al Vertus,
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de salmón, salsa aurora, pato silvestre a los melocotones de viña, champán rosado, etc.— y convidó, aparte de uno de sus colaboradores más próximos que dirigía la rama «hipermercados» de su empresa, a un cronista gastronómico, un harinero reconvertido a los platos preparados y un propietario cosechero de vinos de Mosela, estos dos últimos invitados iban acompañados de sus esposas, tan amantes de la buena comida como sus cónyuges. Desdeñando por una vez el cerdo de Flourens y las otras curiosidades para antes de la cena, los invitados hicieron girar exclusivamente la conversación sobre los placeres de la mesa, las viejas recetas, los chefs de antaño, la mantequilla blanca de la tía Clémence y otros temas gastronómicos.
Como es natural, el comedor de Henry Fleury sólo se usaba para aquellas cenas de prestigio. El resto del tiempo, incluso en la época en que la señora Moreau gozaba de buena salud y tenía un apetito sólido, cenaba con la señora Trévins en su habitación o en la de su amiga. Era su único momento de descanso; hablaban interminablemente de Saint-Mouezy, evocando sus recuerdos sin cansarse de ellos.
Recordaba la llegada del viejo destilador que venía de Buzançais con su alambique de cobre rojo arrastrado por una jaquita negra que respondía al nombre de Belle; y el sacamuelas con su gorro rojo y sus prospectos multicolores; y el gaitero que lo acompañaba y soplaba en sus tubos lo más fuerte que podía desafinando de modo horrible para apagar los gritos de los desdichados pacientes. Revivía su miedo obsesivo a quedarse sin postre y a verse reducida a pan y agua tres días seguidos cuando la maestra le había puesto mala nota; volvía a experimentar el horror que sintió al descubrir debajo de un cazo que su madre le había pedido que frotara una gruesa araña negra; o su gran emoción cuando, una mañana de 1915, había visto un avión por primera vez en su vida, un biplano que había surgido de la niebla y se había posado en un campo; de él había bajado un joven hermoso como un dios, con una cazadora de piel, grandes ojos pálidos y largas y finas manos bajo unos guantes gruesos forrados con piel de cordero. Era un aviador galés que quería ir al castillo de Corbenic y se había extraviado con la niebla. Había en el avión varios mapas que examinó en vano. Ella no lo pudo ayudar, ni tampoco en las casas del pueblo, adonde lo acompañó.
De sus recuerdos más antiguos le venía la fascinación que experimentaba siempre que, de pequeñita, veía a su padre afeitarse la barba: se sentaba, generalmente por la mañana, a eso de las siete, tras un frugal desayuno, y, en un tazón de agua muy caliente, preparaba, muy serio, con una brocha muy flexible, una espuma de jabón tan espesa, tan blanca y tan compacta que, hasta ahora, al evocarla, después de más de setenta y cinco años, se le hacía la boca agua.
Sótanos. El sótano de Bartlebooth.
En el sótano de Bartlebooth queda un resto de carbón sobre el que todavía hay un cubo de metal esmaltado negro con un asa de alambre provista de un agarrador de madera, una bicicleta colgada de un gancho de carnicería, algunos botelleros ahora vacíos y los cuatro baúles de sus viajes, cuatro baúles abombados, cubiertos de tela alquitranada, ceñidos con listones de madera, con cantoneras y herrajes de cobre, y completamente forrados por dentro con hojas de cinc que aseguran su impermeabilidad.
Bartlebooth los había encargado en Londres, a los establecimientos Asprey, y los había hecho llenar de todo aquello que pudiera ser necesario, útil, reconfortante o simplemente agradable todo el tiempo que durara su periplo alrededor del mundo.
El primero, que, al abrirse, descubría un guardarropa espacioso, había contenido un ajuar completo adaptado lo mismo a toda la gama de condiciones climáticas que a las distintas circunstancias de la vida mundana, como esas colecciones de vestidos de cartulina recortados con los que las niñas visten a las muñecas figurines de moda: comprendía desde las botas de pieles hasta los zapatos de charol, desde los chubasqueros hasta los fraques, desde los pasamontañas hasta las corbatas de pajarita y desde los cascos coloniales hasta los sombreros de copa ocho reflejos.