La vida perra de Juanita Narboni (25 page)

BOOK: La vida perra de Juanita Narboni
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el suelo asfaltado de azulejos valencianos y un trono, también de azulejos, en el que estaba sentado el Gran Visir. Entre Rosario Royo y Paco el Peluquero ¿a que no sabes qué le estaban haciendo? Le estaban depilando. Bueno, creo que Rosario le depilaba los ojos, mientras Paco le untaba las mejillas de crema «Cafarena». Lo estaban dejando como a un cromo, mientras un grupo de moros notables asistían a la operación como extasiados. A papá, el pobre, le sentó aquello tan mal, le pareció tal falta de respeto, que se quedó como cortado. Como ya sabes que el pobre mío le conocía. Tú lo conocías, ¿no, papá? Tan turbado se puso que hizo una inclinación de cabeza y muy azorado exclamó en un susurro: «Salama, salama, Sidi» y el Gran Visir estaba tan absorto que ni siquiera contestó «Alikum Salama», que es lo que se acostumbra. Azorado, nos empujó fuera de la pérgola y nos encaminamos hacia otra parte de la kermesse más adecuada a mis años. A mí se me ocurrió entonces pedir, dando saltitos con mis primeros zapatos de tacón —esos zapatos de tacón que nunca tuve—, que fuéramos a ver los muñequitos. Mira por dónde, buscando cosas infantiles, vinimos a caer en lo peor. Un grupo de beatas arrodilladas ocupaban la primera fila de una rifa en donde, entre bombillitas movientes de colores, aparecía Betty Boop bailando el hula-hula y de la misma forma Mickey bailaba con Minnie, de la forma más descarada que te puedas imaginar. Muy apretados. Yo creo que era la «Cumparsita»
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lo que estaban bailando. A Minnie de vez en cuando se le salían los zapatones, esos zapatos de Minnie que tú decías siempre que eran como los de la descansada de Mercedes. En otra rifa, una rifa de guantes negros, la Momi, con un vestido de chifón muy ceñido y abierto hasta los muslos, un vestido de mujer mala, cantaba «Amado mío»
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. Tú dijiste escandalizada: «Parece mentira que un hombre como él, que al fin y al cabo es de una familia decente, haga esas cosas.» Momi se arrancaba el guante de la mano izquierda, un guante negro, y al mismo tiempo se arrancaba los dedos a mordiscos. Los dedos caían como si fueran cigarrillos encima de las cabezas de los que estaban en primera fila. Dos pescadores portugueses, uno creo que era el marido de aquella pantalonera que le hizo a papá unos pantalones de golf, se excitaron y subieron al tablado para violarla. Perdona la expresión, mi vida, pero creo que a mi edad... Menos mal que en ese momento entraron los militares todos vestidos de gala —daba gusto verlos—, aunque te juro, mi bien, que yo me avergoncé, y dispararon contra los portugueses. Las niñas bien corrían a recibirles con grandes ramos de flores, pasando por encima de los cuerpos de aquellos portugueses. Hubo un momento en que pensé mirando al marido de la pantalonera: Lástima, ya no le traerán a mamá esos besugos tan buenos que a ella tanto le gustan, pero con el ajetreo me olvidé en seguida. Volví a vuestro lado, tan digna como de costumbre, y esperé a que alguno viniera a pediros permiso. Al fin y al cabo, las cosas como son; yo era una niña. Se acercaron tres oficiales, aunque en estos momentos no te puedo especificar a quiénes se parecían, sus caras me eran conocidas, y te regalaron un cactus. Yo quise acariciar la flor y me pinché. Te juro que me pinché sin querer, como siempre. Tú me miraste con bastante severidad. Mi dedo comenzó a sangrar de una forma terrible. Entonces, uno de los oficiales, el más guapo y el más galante, al verme de ese modo, asustadísimo porque mi vestido de organdí comenzaba a llenarse de manchas de sangre, me chupó el dedo. Tú, que siempre fuiste agradecida, le diste permiso para que se fuera a pasear conmigo. Durante el paseo no dejó ni un momento de chuparme el dedo. Era muy guapo y lo chupaba con bastante delicadeza, produciéndome una especie de éxtasis. Yo iba como iluminada con mi dedito metido en la boca de aquel oficial tan joven y tan bien educado. El dedo sangraba y él no dejaba de chupar. Daba gusto vernos. Todos los que pasaban por nuestro lado nos miraban con admiración, hasta que llegamos a una explanada en la que había un teatrito de lona, igual que ése que solía venir antes de la guerra todos los años y al que tú nunca me dejaste entrar. Un cartel inmenso anunciaba las Máximas Atracciones del Mago Rambal. Se me olvidaba, mi vida, ¿sabes cómo se llamaba el teatrito? La Imperial. ¡Mira tú qué casualidad! Por dentro era muy destartalado, muy triste, parecía un hangar. No había mucha gente. Grupos. No sé cómo explicártelo. Sólo te podría decir que una vez dentro te sentías como acongojada. Amigas tuyas, moras con jaiques, encantadores de serpientes, guerrabs, niñitos dormidos acurrucados en aquellas butacas plegables; la verdad, ya no era hora de que los niños estuviesen despiertos. Ni siquiera me importaba que aquel oficial siguiera chupándome el dedo. A la entrada, Marinita Medina vendía sombreros de papel y Cazorla, collares. Creo que al verme inclinaron la cabeza saludándome como si yo fuera completamente sola. Algunas personas me sonreían, no podría ahora mismo precisarte quiénes eran. Nos acomodó Mamud, el enano jorobadito que a ti te hacía tanta gracia, aquel que le pasabas por la joroba los décimos de lotería que comprabas en Arévalo, ¿te acuerdas? Nunca nos tocó. Fila 13, butacas 1 y 3, las mismas que teníamos reservadas en el Teatro Cervantes cuando retirabas los abonos. Como si lo estuviera viendo, ahora mismo me parece como si lo estuviera viendo, a pesar de que estábamos todos juntos, las distancias eran enormes. El techo tenía una montera de cristales por la que se veían pasar unas nubes. Lejos, lejos... Sí, algunas veces tenía la sensación de que yo iba completamente sola, como perdida, sintiendo una vaga vergüenza por algo, por una falta que de verdad yo no había cometido. De tus amigas, reconocí a la de Menora, como siempre, con las enaguas asomándoles por debajo del vestido. Parecía como si llevara unas pinzas cogidas de la rabadilla, y cada vez que se volvía o se levantaba empuñando los impertinentes para ver al público, se le subía la falda más arriba de lo que permite la decencia. Reconocí a Mercedes, la bendita, pasó por mi lado y ni me vio. No ve tres en un burro la pobre, pero es que esta vez iba como ensimismada, comiéndose unas sardinas asadas que sacaba de un cartucho. No querrás creerlo, pero desde una especie de platea me pareció ver a una mora con un gran sombrero de paja que vendía chumbos y montoncitos de madroños. De vez en cuando, sin ni siquiera volver la cabeza, yo presentía la presencia de mi acompañante, con mi dedo metido en su boca. Lo curioso es que a nadie parecía preocuparle aquello, y yo estaba demasiado agitada, con aquella agitación que siempre sentí de niña cuando íbamos al teatro, esperando que se alzara el telón. Por fin, apareció un chauch —quiso parecerme el que hemos visto de toda la vida a la puerta del Consulado inglés— y con una campanilla anunció que la función iba a comenzar. No podría explicártelo, pero yo, de repente, me puse muy contenta. El telón era de terciopelo color naranja, cesaron los murmullos y se oyó una orquesta... Sí, aquello tenía mucho atractivo. No como lo que hay ahora, todo con una mala pipa... ¡Hija de mi alma, pues no hace más que levantarse el telón y aparece Madame la République más descocada que nunca, con una cara de putón que para mí se quede! Como una amiga más de la que tú sabes. El gorro frigio era de toqué auténtico, según rumores no se lo había hecho Marinita Medina, sino Mariavelón —menos mal—. Los pechos, ¿cómo no?, al aire. Unos pechos enormes, y el resto del cuerpo envuelto en una bandera tricolor; se contonea con descaro y rompe a cantar un himno verdísimo. Al menos a mí me pareció verdísimo, aunque por supuesto no me enteraba de nada, pero por los gestos, ¿comprendes? Una no es tonta. Ni siquiera de niña fui tonta. Lo que fui es prudente. Ya sé que se confunden las dos cosas. Al acordarme, de pronto, que habíais dejado a la otra en casa, castigada, me entra una pena grandísima y rompo a llorar en silencio, introduciendo con más avidez mi dedito en la boca de mi oficial. Cómo no sería de fuerte lo que estaba cantando Madame la République, que mi acompañante se indigna, sin dejar de chuparme el dedo. Lo noté por el cosquilleo que sentí por todo el cuerpo y por la forma de chupar, de una intensidad casi dolorosa. También otros oficiales que había en el teatro se indignaron y comenzaron a protestar. Presentí que iba a armarse algo gordo e intenté sacar mi dedo de aquella boca sin conseguirlo. Pasé unos momentos de angustia que para mí se queden, menos mal que en ese instante apareció en el escenario Menajem el colchonero vestido de rey de Castilla, con un disfraz de aquellos que se alquilaban en la calle Curro las Once, y como le está grande, la cosa me distrae. Habla con acento de judío toledano, de lo que el descansado siempre presumió, y empieza a meterse con Marianne en una jerga de la que apenas se entiende algo. La recrimina, grita, alza los puños, y Marianne, como todas las de su clase, ni puto caso. A mí me entró mucha risa. Menajem llega al paroxismo, pero Madame la Republique ni se inmuta, al contrario, más provocativa y descarada que nunca, menea aún más las tetas. Entonces Menajem, que por lo visto no puede más, con corona y todo —a mí me recordó un dibujo de Pipo y Pipa
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—, pone los ojos en blanco, la mira con lascivia y recita una especie de jaculatoria que a mí unas veces me sonaba a responso de misa de difuntos y otras a los cantos de los viernes en la sinagoga
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, y Marianne, por pudor —menos mal—, se cubrió los pechos con la bandera tricolor. Una vez terminado aquella especie de conjuro, desenvainó una espada que llevaba entre las piernas, una espada de cartón, y partió por la mitad a la República. En dos mitades. Un pedazo salió huyendo por la izquierda, y el otro por la derecha. El público aplaude. Al terminar los aplausos, Menajem se arrodilla y tras quitarse la corona recita unos versos, como se debe. Unos versos parecidos a aquellos de don Eduardo Marquina que yo tuve que aprender en el colegio, aquellos... ya no me acuerdo. Los olvidé al día siguiente, sólo recuerdo que me costaron lágrimas de sangre aprenderlos. Aquello parecía que no se acababa nunca. Al terminar, mi chupador y todos sus amigos se entusiasman. De pronto se oyó un rugido y por el fondo del escenario, rasgando el forillo, apareció un elefante. Era un elefante de papier maché, pero cualquiera al verlo diría que era de verdad, y metiéndole la trompa a Menajem por entre las piernas lo alza por los aires y se lo coloca encima de la cabeza. Cayó el telón con los aplausos de un público entusiasmado. Cazorla tira la bisutería por los aires. Marinita le prende fuego a los sombreros de papel que empiezan a chisporrotear como las bengalas de estrellas luminosas que encendíamos por Navidad. La mora de los chumbos inclinada en la barandilla de la platea va pelando chumbos y repartiéndolos entre los oficiales y, mira qué cosa, los chumbos no tenían espinas. De repente, una orquesta de legionarios desfila por el patio de butacas y sitúandose frente a la batería interpreta «El gato montés» y «España cañí»
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. ¡Mamá, qué maravilla! ¿Qué quieres que te diga? A mí aquello me recordó las fiestas de la Plaza de los Exploradores y se me puso carne de gallina. De nuevo se apagaron las luces, se levantó el telón, una preciosidad: el Patio de los Leones de Granada tal como si lo estuvieras viendo en el estereoscopio de tía Carmen. De entre las columnas vemos surgir unas odaliscas, todas eran caras conocidas, todas tus amigas judías, guapísimas, con tules azul turquesa y con la media luna de purpurina pegada en la frente. Empiezan a cantar —yo creo que en bereber—. Los legionarios se indignan. Una gran confusión. Entonces, una de ellas, la más descarada, yo creo que fue la que ganó el premio de Miss Tánger, se adelanta al proscenio —ya la conoces— y del mismísimo chisme se saca una botella de «Anís del Mono». La enarbola en el aire como si fuera una granada de mano, amenazando con arrojarla a los espectadores. A mí me entraron las siete cosas. Los legionarios gritan llenos de entusiasmo, y uno, el más velludo, disparó contra la botella rociando a la odalisca con anís. Enloquecida, aquella memloca empezó a tocar los crótalos, pasándoselos por todo el cuerpo, y las demás, enfurecidas, la imitaron, cimbreándose como demonias al repiqueteo de los crótalos, mientras el público enardecido comenzó a dar gritos de entusiasmo. Menos el oficialito, mi vida, pues todavía no había dejado de chuparme el dedo. Tranquilizada comprobé que los niños, los inocentes míos, seguían dormidos en sus butaquitas plegables y sin enterarse de nada. Menos mal que ellos tienen un ángel de la guarda, tú siempre lo dijiste. ¿No es verdad, mamá? Harta ya y avergonzada, porque una señora enlutada que había sentada a mi lado no hacía más que mirarme de reojo reprobando mi conducta, procuré retirar el dedito de la boca de mi acompañante. En mala hora se me ocurrió tocar el cactus. Procuro retirar mi dedito de aquella boca pecadora ¿y sabes una cosa, mi reina? Esta vez lo consigo. ¡Capará por mí, porque si tú supieras!... Mamá, lo peor. A fuerza de haber sido tan chupado, de mi dedito ya no quedaba nada. Un muñoncito de carne en forma de garbanzo y un pellejito colgante bastante asqueroso por cierto. ¡Qué susto no me entraría que huí despavorida del teatro! Ya no me interesaba nada de lo que estaba pasando en el escenario. Salí fuera, sin mirar a nadie. Os busqué por todas partes, grité, la gente me miraba. No os encontré. Intentaba preguntar pero no daba con una cara conocida, te lo juro, parecía como si todos os hubierais puesto de acuerdo. Vi a la Gran Dama, que me miró como de costumbre, con altanería y desprecio, mientras se persignaba metiendo sus dedos de la mano derecha en una sartén donde se estaban friendo unos churros, la marca de una cruz sanguinolenta quedó grabada en su frente, sin dejar de mirarme. Tropecé con todo el mundo. Mamud el enano intentó besarme metiéndome la lengua en la boca, saltando sobre mí. Conseguí apartarlo. Corrí. Me rompí un tacón. Perdí un zapato, luego otro. Sin dejar de correr —ya no me importaba nada— sólo huir, huir... El vestidito de organdí se me enganchaba en todas partes. Atravesé un bosque y conseguí llegar hasta la playa. Me asustaba volverme. Creía que era una perseguida. El mar estaba como una balsa, con la luna encima. Hundí los pies en la arena y como transida avancé hacia el agua. Cuando iba a alcanzar la orilla vi que un hombre surgía de entre los palmerales. ¿Quién dirás que era? ¡el zorro! Otra vez, mamá. Otra vez ese hombre en mi vida. ¿Qué sino es el mío? Me alza en sus brazos, me aprieta contra su pecho, y por un momento creo en un idilio. ¡Estúpida de mí, ni idilio ni nada! Imagínate hasta dónde llegaría mi estupidez que por unos momentos creí que iba a ser de lo mejor, uno de aquellos idilios como los que vimos tantas veces juntas en el cine, las malditas películas con idilios al borde del mar. Las quemen a todas y no quede ni recuerdo de ellas. El daño que nos hizo. Mamá, mamá... si tú supieras... Ganas de llorar me entran. Aquella bestia parda, que no se parecía nada al Zorro que veíamos en el cine, me coge en sus brazos; yo, inocente de mí, me acurruco contra su pecho esperanzada, pensando —mira tú hasta dónde llegaría mi ingenuidad— que aquel monstruo, aquella especie de toro desmandado, venía a liberarme. Me mosqueó un poquito su falta de delicadeza, nunca me ha llevado un hombre en sus brazos, pero como mujer que es una, tú sabes muy bien que a veces nos imaginamos esas cosas, al menos en el cine cuando el protagonista llevaba en sus brazos a la muchachita amada, que hasta el propio Tarzán, que era un salvaje, lo hacía con mimo. Pero éste no, este hijo de su madre me cogió como si yo fuera un saco de patatas y por unos instantes yo pensé que tal vez en la realidad las cosas pasarían así, que al fin y al cabo los hombres no son artistas de cine, son hombres. Echa a correr conmigo en sus brazos justo hacia donde yo no quería volver, hacia la kermesse. ¿Te imaginas la vergüenza de que me viesen llegar en los brazos de aquel energúmeno con las vestiduras rasgadas, a volandas de un desconocido, saliendo de las oscuridades de un bosque? ¿Qué pensarían tus amigas, qué hubierais pensado vosotros y todos, todos los que me vieran? Lo peor. Veo rostros y más rostros, todos desconocidos, yo inclino la cabeza contra el pecho de aquel Zorro maldito, cierro los ojos de vergüenza, y oigo que la multitud vocifera. Quise creer que aquellas voces roncas y cargadas de odio me gritaban: ¡bendita, bendita! Quise creerlo, hija, porque ya sabes tú que en los momentos más desesperados siempre existe una predisposición a pensar en lo menos grave. Mentira, mamá, mentira como siempre. Aquellas voces me gritaban: ¡maldita, maldita!... mientras yo sollozaba y me ahogaba de pena, preguntándome: ¿Pero qué he hecho yo? ¿Pero qué he hecho yo? Os juro que yo no he hecho nada malo. Pero las palabras no salían de mi garganta. Abriendo los ojos procuré mirar hacia lo alto, pero no conseguía ver la cara de aquel hombre, sólo el cielo, como paralizado, donde no se movía nada, ni siquiera las nubes. Tuve la sensación de que subíamos por unas escaleras, unas escaleritas de nada, ni siquiera tropezamos, al contrario subimos con mucha ligereza. Y de pronto, mamá, me vi de pie, descalza, en un entarimado. La peor de las vergüenzas. Ya sabes lo que esto siempre me preocupó, acuérdate de mis exámenes... Me preguntarán —pensé—. Siempre me preguntaron. Esta vez nada, hija. Silencio total. Al contrario, mi vida, observada por un tribunal de padres franciscanos que me miraban con demasiada severidad, y con algo que no puedo definirte, pero que te diría que era algo como vergonzante. Yo estaba como en un escenario. Al fondo la multitud que no dejaba de vociferar y a mis espaldas aquellos hombres que me acusaban con sus gestos. Se me ocurre alzar la vista y, mamaíta de mi alma, veo... No, no quiero recordarlo. Te juro que estoy haciendo un tremendo esfuerzo. ¿Sabes lo que veo, mi reina? ¡Un cadalso! Quiero gritar, lo intenté: ¡mamá, papá! ¿dónde estáis? ¿Qué habéis hecho de mí? ¡Por favor, no dejadme sola! ¡Venid pronto! ¡Estoy aquí, estoy aquí! Pero la voz no sale de mi garganta. No, no me sale la voz. Dos hombres como de la funeraria, te lo juro, como aquellos que vinieron cuando... Perdona, se me va la cabeza y digo inconveniencias. Perdona, mi vida, ya sabes... Esos dos hombres me desnudan a pesar de que yo hago unos esfuerzos tremendos para que no lo consigan, porque la vergüenza ya te la puedes imaginar, la vergüenza que yo no pasaría en aquellos momentos, y me colocan un sayo que al caer sobre mi cuerpo, sobre mi piel, me produce un extraño picor. Un picor como de intoxicada, o como el que tuve la segunda vez que me dio el sarampión. ¿Te acuerdas? Y me llevan al poste y me atan con kilómetros y kilómetros de cables eléctricos salpicados de bombillitas, hasta que me dejan como a una oruga, no queda nada al descubierto de mi cuerpo, sólo la cabeza. Los demás, allá al fondo, me contemplan, dejando de gritar. El silencio, para mí se quede. Un silencio mortal. Y yo, como una omga, te lo juro. Liada y liada en bombillitas de colores. Tengo la impresión de que una lechuza revolotea por encima de mi cabeza y me acaricia la frente con sus alas. Ya sabes el terror tan espantoso que esto me produce. Pero yo no puedo hacer nada. Imagínate, tal como estaba ¿qué podía hacer? Nada. Sólo puedo llorar, lo único que podía hacer era llorar. Lloré hasta que las lágrimas enturbiaron mi vista y ya sólo veía manchones. Sólo podía llorar, mamá. Era lo único que podía hacer y te juro que nunca me apliqué tanto. Hasta que uno de aquellos hombres enchufa el extremo del cable a una especie de máquina de coser, y se encienden todas las bombillitas. Al principio —las cosas como son— sentí un calorcito agradable, por unos instantes recupero mi valor y creo que se trata sólo de un espectáculo. Simplemente de un espectáculo. Eso me tranquiliza. Con el resplandor de tantísima bombilla dejo de contemplar a la multitud, y te lo juro, mi bien, eso me calma. Pero, mamá, no es eso. ¡Qué va! Como siempre, me equivoqué. ¿Cómo no? ¡Como nunca en mi vida! Porque, al contrario, las bombillitas comienzan a calentarse y a estallar, chamuscan mi sayo, y me van quemando lentamente. Los cristalitos se me clavan en la carne, en particular por las piernas. ¿Que qué siento? Lo peor. Un bochorno tremendo. Ríete de las subidas de tensión. Mis carnes se calcinan, mis manos ya no son mis manos, sino una especie de lámina de papel carbón. Huelo a carne quemada. De repente me veo convertida en un higo seco. No, no te lo puedes ni imaginar. No estoy muerta, pero me estoy viendo, viéndome calcinada, achicharrada, mientras todas las bombillitas van estallando a mi alrededor. Cada explotido es como una punzada, como una inyección, como un pinchazo... Aunque lo que estoy viendo de mí es tan horroroso, mira lo que te digo, la curiosidad puede más. Cuando quiero, darme cuenta, ya no queda nadie en la kermesse, nadie a quien poderle gritar, a quien poder pedir ayuda, nadie... Me han dejado sola atada a aquel poste. Allá al fondo parece como si estuviera amaneciendo, o como si estuviera ardiendo algo. Ardiendo la ciudad. Me han dejado sola y ha empezado a llover. Un torbellino de ceniza me envuelve, de ceniza y cristales, y lo único que me consuela es llorar. Unas viejecitas del asilo, tú tienes que haberlas conocido, aquellas que se levantaban temprano y se ponían a buscar en los tiestos de basura, aparecen como si fueran ratas, van saliendo por todas las esquinas de las barracas, y me miran. Es una mirada dulce, dulce es la mirada de estas pobres viejecitas que se apiadan de mí y me desatan. ¡Qué piedad más grande la de esas miradas, que llegan a producirme un llanto más intenso, porque yo también siento piedad por ellas! Me cogen torpemente de los brazos, o de los huesos, o de lo que queda de mí, no lo sé, y me llevan hasta un carro. Un carro es un decir, mi vida, es una plancha de madera con dos ruedas enormes, y me tienden encima de aquella plancha. Una de ellas me echa por encima un mantón, o un capote, algo que huele a pobreza. A ese olor que tú llamabas pobreza, mamá. Y mira lo que te digo, en esos momentos yo lo agradecí. Estas viejecitas siempre nos quisieron. Creo que hablan de mí. Me parece que dicen: «Pobrecita, pobrecita, tenía que terminar así...» «Siempre se equivocó la pobrecita. No dio una en el clavo la desgraciada, no es posible hacerlo peor.» Y yo siento un tremendo bienestar con todo eso. Entre todas me empujan. Empujan el carro, preocupándose por cubrirme con aquella especie de manto, o de abrigo raído, y empezamos a caminar lentamente. El cielo está como paralizado. Nada se mueve. Pero yo sé que ellas me empujan, hasta que llegamos a la Avenida, con las últimas farolas encendidas. Mamá, mientras tanto yo pienso que todo esto me pasa por egoísta. Que es un castigo de Dios. ¡Si lo sabré yo! Tú siempre me dijiste que yo era una egoísta. Los egoístas somos los que mayor castigo recibimos de la vida, porque se nos cierran todas las puertas. Mi hermana —te lo juro—, y ahora la llamo mi hermana, tal vez fue dislocada, pero no egoísta; por eso ella, al final, encontró su camino. En tanto que yo no. Todo esto lo voy pensando mientras miro al cielo, ese cielo paralizado, y veo pasar unos pájaros, y las pobres viejecitas que me llevan se lamentan de cosas que yo no comprendo, que no puedo comprender, pero que me hacen llegar a una conclusión. ¿Sabes cuál es? Que me he equivocado. Por querer que no quede, porque tengo reservas de cariño para dar y tomar, pero no me sirven de nada. ¿Para qué me sirven si no puedo utilizarlas y cuando lo he intentado lo he hecho siempre tan mal? Tengo la lengua pronta para juzgar a los demás. ¡Qué lástima, mamá que ahora que ya no se puede hacer nada me entren ganas de hacerlo todo! De ir a Casablanca, de llamar a una puerta, de dar un beso, muchos besos, porque creo, y no me creas, que ya tengo sobrinos. ¡Orgullosa de mierda! Me gusta el amanecer tendida en esta carreta, hecha un higo, un leño, un pedazo de carbón, un muñón achicharrado, un verdadero despojo humano negro y cubierto por ese manto de pobreza, que huele, huele a algo que tú y yo hemos percibido de cerca muchas veces, pero que no hemos sabido definir. Acuérdate cómo olía el manto de aquella mujer que venía todos los jueves a planchar las camisas de papá, y que tú procurabas colgar, sin que ella se diera cuenta, en un clavo, detrás de la puerta de la leñera, para que el mal no entrara en casa. Un día, mamá, sin que tú lo supieras nunca, y mucho menos mi hermana, yo llegué a la leñera y tomando un extremo de aquel manto me lo pasé por la cara y lo besé. Por eso ahora reconozco aquel olor en esto que llevo encima. En estos momentos, mamá, mi vida, soy más importante que nadie, porque hay hombres en la Avenida que al ver pasar esta carreta se quitan el sombrero, y mujeres que lloran sacando un pañuelo, y farolas que no saben si tienen que apagarse del todo, por respeto. ¿Cuándo en la vida me vi así? ¿Cuándo alguien en la vida me hizo caso alguno? Ha tenido que llegar este momento para que ocurran todas estas cosas. Veo gente que sale del mar y abandona el baño de las primeras horas para verme pasar. Pero yo no puedo hacer nada, ni siquiera puedo saludar. Las viejecitas se detienen frente al Hotel Majestic y se ponen a recoger hibiscos. Se están haciendo collares. Ya vienen. Te dejo, mamá. Hasta ahora, mi reina. Ya nos veremos. Seguimos el camino... Han salido todas a los balcones, me miran desde los balcones de la Terraza Renschausen. Nos están mirando. Pero nadie

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