La vida perra de Juanita Narboni (26 page)

BOOK: La vida perra de Juanita Narboni
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dice nada. El silencio es tremendo. Impone, te lo juro. Veo a mi madrina asomada a uno de los balcones, me mira, pero no me reconoce, se ha metido para adentro y ha vuelto a asomar. ¿Sabes lo que ha hecho? Me ha tirado un saquito de maltranto, de yerbas aromáticas, creo. Para que esa mujer que siempre me adoró en vida haga eso, figúrate qué olores no saldrán de mi cuerpo. Mamá, no te lo querrás creer, pero hubo un momento en que la Gran Dama, que estaba tendiendo unas sábanas en la ventana, ha bajado a la esquina y ha corrido detrás de la carreta saludándome con un gesto. Un gesto cariñoso, el que nunca tuvo en su vida. Me compadecen, mamá, ¿no es maravilloso? Estamos llegando a la Tenería, al Terraplén, algunos moros dejan de labrar el bronce y la plata de sus bandejas, y otros de golpear pieles, y salen a las puertas de sus tiendas para verme. Y mira lo que te digo, la Tenería no huele tan mal como de costumbre. Lo que siento, mamá, es que tengo el presentimiento de que me están llevando al depósito. El único miedo que siento, mi bien, son los escalones de la entrada... por la carreta, que no es muy segura y me asusta volver a sentir los pinchazos de tantos cristalitos clavados en mi cuerpo. El cielo, a estas horas, mamá, es ya completamente azul. ¡Qué lástima! Estamos entrando. Siempre me horrorizaron sus paredes encaladas y sus geranios llenos de sal, como empolvados. Acuérdate de mi primera vacuna. El mar, mi reina, está como una balsa. Estamos llegando, me llevan, no puedo más, mi reina, no tengo más remedio que llorar, llorar, llorar... ¡Que Dios se ampare de lo que queda de mi cuerpo! Aquí me han dejado. Sola, mamá, sola sobre esta plancha de mármol, y alguien me ha cubierto con un hule. Huele demasiado a zotal. Se llevaron el manto. Todo ha sido tan rápido. Yo creo que una de las viejecitas me lo arrebató. Pero yo estoy tranquilita, mamá. Esperando. Nunca en la vida estuve más tranquila. Oigo a esas mujeres en la habitación de al lado que murmuran. Creo que rezan. No entiendo muy bien lo que dicen, pero si vieras lo tranquilita que estoy. ¡Calla, ahora parece que las oigo mejor! La que más habla es una menudita a la que tú siempre le diste la ropa usada que sobraba en casa; está diciendo: «No la pueden enterrar en camposanto, pobrecita. No, no vendrán los curas. Ha muerto en pecado mortal.» «Pobrecita, pobrecita —dice otra—, irá a la fosa común.» ¡Mamá, mamá!, ¿quieres decirme qué significa todo esto? ¿Qué va a ser de mí?

Me he quedado dormida con este sol, ¿qué hora será? ¡Guós por mí! Moritos, ¿qué hacéis aquí parados mirándome? ¿Nunca visteis dormir a una señorita? Me habéis despertado. ¡Irvos, irvos!
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. Dejad de tirar esa piedra envuelta en papel rojo, polvorones de fuego parecen, de pequeña ya me dieron miedo... Piedras malditas. Me habéis asustado con sus explotidos. ¡Fuera, fuera! ¡Os caiga un mal! Gracias, Mohamed, gracias por reprenderles. Son niños, ya lo sé, pero yo soy una señora mayor. Sí, hijo, sí, ya lo sé, es el Aachor. Claro, es el Aachor. Ahora comprendo. Entonces por eso no ha venido esa negra. Fiesta de niños. Es como las niñas chicas, jugando con fuegos y explosivos estará esa memloca, perseguida por toda la chiquillería de su cabila. ¡Qué horror! Qué remedio me queda, volveré a casa. Aquí no me puedo quedar, éstos son capaces de saltarme un ojo con esas pistolas detonadoras y esos triquitraques... Bizcochitos... Buen día de Aachor tuve, por infantil que no quede. Sólo de pensar que voy a llegar y no voy a encontrarme con Hamruch, no sé lo que me entra.

Mamá, mi reina, tienes que perdonarme, comprendo que a veces soy una pesada, pero mira lo que te digo, mi bien, ahora me noto menos atolondrada que antes, ahora pienso las cosas. No mucho, la verdad; te diré que no me excedo pensando... para lo que me sirve... También en esto he llegado tarde. De todas formas, si te digo la verdad, parece como si te estuviera oyendo. Sí, mamá, te estoy oyendo. Me dices: «¿No era eso lo que querías?» ¡Cuántas veces me he dicho: ¡Cuándo querrá Dios que me quede sola, que no me vea nadie, que no hable con nadie! Tienes razón, mi vida, muchas veces. Perdóname, pero una cosa es decirlo, desearlo y otra es vivirlo. Se cumplieron mis deseos, los deseos de la reina de la casa, pretos deseos. Por una vez no me puedo quejar. Debería ir esta tarde a la iglesia a darle gracias al Señor... Mis deseos no fueron única y exclusivamente ésos, mamá. Tuve otros deseos... tú lo sabes. Pero, claro, ¿como no? Ésos no se cumplieron, ni se cumplirán nunca. Bien merecido me lo tengo.

Estaría escrito, qué le vamos a hacer. Conformidad, Juanita, mi bien, conformidad, pero hay momentos en que no puedo más, estoy harta, te lo juro. Se fueron todos. ¿Adonde fueron a parar? La mayoría al cementerio. Bueno, a los cementerios. Esta ciudad que siempre estuvo rodeada de cementerios, ahora es ella misma un cementerio. Los que se fueron lejos, como si hubieran muerto, porque ni siquiera me escriben, ni se acuerdan para nada de mí. Los católicos en Bubana, los judíos repartidos entre el cementerio viejo y el nuevo, los protestantes en Saint Andrews, y esa negra de Hamruch... —que Dios me perdone y en Gloria esté— no creo que la hayan enterrado en Sidi Buarrakía... En alguno de los muchos que andan salpicados por la ciudad debe de estar. No, no lo sé. Pero desde el día del Aachor, hace ya un mes, no he vuelto a saber nada de ella. Hago lo imposible. Por llorar que no quede, la he llorado tanto como a ti. Le he preguntado al bacalito, al morito que, reparte el «Butagas»
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, a la fatma que trabaja con Mona... Nadie sabe darme razón de su paradero. No me atrevo a ir a la comisaría, porque ni siquiera sé cómo se llama; si digo Hamruch, con eso no tengo bastante, y además existe el peligro de que estos locos me echen una multa por no tenerla apuntada en la Oficina del Trabajo, y acaben metiéndome en la cárcel. Así están las cosas. Muertos de mi alma, todos en fila, tomando el sol, calladitos, con lo que soltaron por esas bocas y lo que disfrutaron con esos cuerpos. Todos, todos, menos yo, que sigo viva, yo, que cada vez que intenté abrir el pico se me torció el habla, y cuando quise enterarme de que tenía un cuerpo, ya no supe, desgraciadamente, qué hacer con él. Tarde siempre, a todo llegué tarde, hasta para morirme no voy a llegar a tiempo. No encontraré entradas, seguro. Me dejarán, como siempre, el peor sitio, si es que me dejan alguno. ¡Guós por mí se haga los pensamientos que están cayendo sobre mí! Color de rosa. No pienso nada alegre. Y con razón, señal de que no soy una atolondrada, porque ya me dirás, mamaíta, cuando caiga enferma lo que va a ser de mí. Ni siquiera tengo a Hamruch para que vaya a avisar a un sacerdote. Moriré en pecado mortal. Me llevarán al Hospital Español o al Asilo, porque lo que es al Hospital Inglés, allí ya no llevan a nadie... Esto de ser inglesa siendo española, o española siendo inglesa... Antes no existía nada de eso, se decía: soy tangerina, y todos tan contentos. Pero ahora, ni eso. Lo que me faltaba delante era este espejo. Bien sabe Dios que no lo rompo porque trae mala pata, y porque no está Hamruch para que me recoja los cristalitos. No tengo ganas de hacer nada. Me levanto como una autómata, como una muñequita mecánica, y hago lo justo. Ni a salir me atrevo. A propósito de salidas, ya te contaré, mamá. «¡Ay, qué fea te has puesto, Juanita; estás hecha un horror!», me decía yo antes mirándome al espejo, como una frase hecha. Y mira por dónde, ya ha dejado de ser una frase hecha para convertirse en una realidad. ¿Crees que no me doy cuenta, mamá? Es la pura verdad. Más claro, agua. La que me espera... Las ruinas de Pompeya y de Atenas, todas juntas, son poco, para lo que a mí me espera. ¿Adonde iré a parar? Ya lo estás viendo. Si esto no es una tragedia, ya me dirás. ¿Quién va a cargar conmigo? ¿Crees que habrá alguien que me eche una mano, alguien que me ayude en los últimos momentos? nadie, mi bueno. Nadie, para que te enteres. Si no fuera porque tengo unos principios, porque fui educada en el seno de una familia religiosa, y también porque una es una cobarde de mierda, y nunca tuvo valor para nada, ya te diría yo cómo iba a terminar esto, te lo juro. Antes, al menos, existía una esperanza, me veía abrazada a Hamruch, agarrada a ella, como dos huerfanitas. Ahora ni eso. Rien de rien, ma chére. Te oigo, hija, te oigo. Ya sé lo que me estás diciendo: «Apáñatelas como puedas, al fin y al cabo es asunto tuyo.» ¿Asunto mío? Todo fue asunto mío. Lo que nunca fue asunto mío fue mi propia vida; ésa quedó destrozada, hecha jirones por los demás, que poquito a poco y a su modo, cada uno puso su granito de arena. Todos habéis contribuido para que yo me vea en estos momentos como me veo. El decorado es el mismo: las mismas casas, las mismas calles, el mismo cielo, los mismos árboles... Pero la opereta se acabó. Ahora están interpretando en ese mismo decorado una tragedia en árabe. Yo ni me entero. Más vale así, porque si me enterara, sería de lo peor. Ni los nesranis ni los lijudis figuramos en el reparto. Nada de judíos ni de cristianos, ellos solitos, y como es una tragedia, acabarán matándose. Mira lo que te digo, mejor no enterarse de nada. Cuando le preguntaba a la desaparecida de Hamruch me contestaba disparates: que el Sultán estaba sentado sobre la Media Luna y que nos protegería a todos. ¡Ojalá! A ella en todo caso, pero lo que es a mí, a mí ya no me protegen ni la Purísima, ni San Antonio, ni todos los santos que bajaran ahora mismo del cielo. Todo muere, y lo importante es morir a tiempo. Las ciudades también mueren, y las ciudades alegres y confiadas como la nuestra, con más razón, mueren sin enterarse siquiera de que ya están muertas. Quién iba a imaginarse semejante cosa en aquellos tiempos, mamá. Acuérdate. La verdad es que no estoy muy segura de que por entonces hubiera venido al mundo Elenita. Creo que sí y creo que no, porque hace tantos años que los recuerdos se confunden. Isabel estaba conmigo y nos despertó la tormenta. Bueno, la tormenta me despertó a mí, acuérdate, dormíamos juntas en la misma habitación, y fui yo quien tuvo que zarandearla para que se despertara, porque aquella tempestad no era normal, ni el sueño de Isabel tampoco. Nunca lo fue. Aquello parecía una riada, y los relámpagos parecían como si quisieran llevarse las casas por los aires envueltas en llamas. No te digo más. Mamá, fue la noche que actuó Caruso
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en el Teatro Cervantes. Lo que no iría aquella noche al teatro: toda la ciudad, supongo, ingleses, franceses, españoles, italianos y judíos. Tánger en todo su esplendor, qué me vas a decir, como si yo no lo supiera. Como que cada vez que caía una de esas tormentas, en las que Isabel encendía una vela a Santa Bárbara, tú no hacías más que repetirnos a todos en la casa: «Está lloviendo más que la noche que cantó Caruso.» Por lo visto acabó con San Francisco y se propuso acabar con Tánger. Pues mira, a la larga lo consiguió. Después de muerto, pero lo consiguió, porque ya Tánger no es nada, ni queda nada de él. Si supieras lo que es del Teatro Cervantes, humo y rastrojos como en Manderley, grietas y cardos por donde antes creció la hierba. Con decirte que un cuñado de la fatma de Mona que está allí de vigilante deja, por cinco dirhams, entrar a todos los ingleses con sus montos después de la última función, ya me dirás. A mí no me extraña. La última vez que pasé por allí aún daban cine y había un cartel feísimo que me dejó paralizada:
El Zorro contra Maciste
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. ¡Y pensar que allí fue donde yo le conocí! ¡Dónde yo vi al zorro en persona! De esto te hablaré el día que volvamos a estar juntas. Y lo mismo le sucede al Kursaal. Ahora se ha convertido en el meadero municipal. Allí me llevasteis de niña, ya hecha casi una mujerona. Nos llevasteis a las dos, al salón japonés, a festejar el cumpleaños de las niñas del Gran Rabino; ellas y sus amiguitas bailaron unos números montados por el maestro Pellicer
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. Yo me puse muy nerviosa, cosa que a mí siempre me ocurrió, incluso de mayor, de mayorcita quiero decir, y me entraron ganas de orinar. Pero tú no querías darme permiso, cosa que consideramos muy cruel, tanto Elena como yo. Después, años más tarde, supimos por qué. Sí, hija, sí. Porque había militares que se suicidaban jugándose y perdiendo las pagas de los soldados, y porque una noche tú viste salir una prenda, toda ensangrentada. Lo reconozco y lo comprendo, la muerte de un hombre joven para ti fue un shock. Ahora, al cabo de los años, lo comprendo y lo perdono. «No quede nada, no quede nada», ¿cuántas veces habremos dicho lo mismo, te acuerdas? Otra frase hecha. Hoy ya, mi vida, no queda nada. Todo es de ellos. Y nada es de ellos. De unos cuantos, como siempre. De los grandes. Cada día me levanto con menos ganas de hacer algo, si tuviera a Hamruch... Con la luz del sol se me hacen las horas más cortas, pero en cuanto cae la noche... me entran las tristezas. Meterme en la cama es lo peor. No me puedo dormir. Lo siento, te lo juro, mamá. Siempre tuve un sueño muy ligero, nunca me parecí a tu hija Elena. Pero ahora, qué quieres que te diga, serán los años... Hay que ver la cantidad de polvo que tiene esta mesita. Mamá, mira lo que te digo, con tu foto delante te hablaría yo más a gusto, y mira que cuando intento poner orden no te puedes imaginar la cantidad de cosas inútiles que van apareciendo y justo lo que yo quiero no lo encuentro. Parece mentira, la verdad es que sin Hamruch anda una como perdida en la miseria. No quiero decirte la miseria total, ésa nunca la tuvimos aquí, sino ese malestar, esa sensación de pobreza que es peor que la propia miseria. Mira lo que te digo, si tú entraras ahora mismo por esa puerta, te juro que te ibas a quedar de piedra. Cuando de noche, ya metidita en la cama, alzo la vista y veo las esquinas del techo llenas de telarañas, no te puedes imaginar lo que me entra. Es más, mis propias sábanas, por más que las lavo, siempre se quedan grises, y es que yo no tengo la fuerza que tenía Hamruch para torcer la ropa, ni para poner el azulejo a tiempo, y eso que ahora venden detergentes... ¡Para mí se queden los detergentes, a mí no me sirven para nada! Si me vieras torciendo la ropa el día que lavo, mezclada con lágrimas y con rezos, porque imploro a todos los santos. Ya lo sé, hay que ponerla al sereno para que se oree, que le dé el viento, mira, ahora que estamos solas, te diré que la pereza que me da calentar agua... Mamá, para mí todo eso no son más que palabras. Ella no está, y sólo de pensar que ella no está... Si supieras cómo lloro. Sin fuerzas la tiendo, y cuando creo que ya se ha secado, todavía la encuentro húmeda, y por las noches es como si al cubrirme con las sábanas me tendieran un sudario. Y el color de aquella ropa, el color que ya no es el mismo. Peor castigo nunca vi. Bueno, no te lo quería decir, pero te lo voy a decir, ya me conoces, no tengo más remedio, no puedo estarme callada, y si no es a ti... Sé que te vas a enfadar un poquito. Sabrás, mi reina, que como desde que desapareció esa bendita no me siento con ganas de hacer nada, un día, aburrida y sola, como siempre, me fui por esas calles. La cosa empezó porque estuve buscando una verdurita de buen ver, cosa nada fácil, porque ahora se la llevan toda para Gibraltar, y ya desesperada tomé la decisión de no volver a casa. Bajo por los Siaghins al tuntún, hacía un día agradable y yo había cobrado el día anterior; mamá, ya nada es lo que era, acabé en la calle de los Cristianos. Mira por dónde, nada más oler esos olores a pescado frito, a especias, a aceite, a lo que quieras, porque tú los conoces mejor que yo, que cada vez que pasábamos para ir a La Sultana tú misma lo decías: «Si no fuera porque tenemos de todo en casa, gracias a Dios, ahora mismo me comía unas sardinas, aunque éstas no son como las que fríen en las playas de Estepona», acuérdate que tú misma lo decías... Se me abrió el apetito. Y como ahora, hija, han pasado los años, y los tiempos no son los mismos, y todo parece natural, me paré delante de un puesto y... qué quieres que te diga, mi reina: caí. Tenía hambre. Memshal Mohamed? Passez, Madame, passez, vous êtes chez-vous, Mademoiselle Narboni! Y aquello me llegó al corazón, ¿qué quieres que te diga? ¿Sabes quién era? Nada menos que el padre de Mustafa. ¿Te acuerdas de aquel niñito que papá recomendó al Consulado inglés? Ese niñito es ya un hombre. Y estoy segura de que si me viera por la calle, ni me conocería. Pero el padre me reconoció. Y ya no tuve más remedio que pasar. Tiene un restaurant en la calle de los Cristianos —por llamarlo así—. ¡El pobre! Me dio tanta pena ver que se alegraba de reconocerme, una pena extraña, era un montonazo de recuerdos todo aquello, que no pude evitarlo y pasé. Y desde entonces como allí todos los días, pagando, por supuesto. Pero a un precio conveniente, y me sale mucho más barato que si tuviera que comprarlo y prepararlo; además, por no fregar platos, con el maldito problema del agua caliente... ahora que estoy sola. Tú no sabes lo que es eso. También de esa manera, que quieras que no, hago un poquito de ejercicio. Cometí ese pecado. No, no, mi reina, no sabes cómo es el hombre de bueno. Muchas veces, cuando me veo reflejada en el espejo, esos espejos de ellos, me entra risa y pienso: Si mamá me estuviera viendo, se quedaría pasmada. No, no, mi vida, no te preocupes, de asco nada, no me da asco, ellos son, a veces, más limpios que nosotros. ¡Para ascos estamos! Él ya sabe lo que puedo comer, por intuición que no quede, siempre la tuvieron. Una escarola, una lechuguita bien picada con rodajitas de tomate, aceite y mucho limón. De vez en cuando le pone unas aceitunitas negras, que ya sabes lo que me gustan y lo buenas que son para el hígado. Todo con muy poca sal y sin especias. Unos pinchitos o unas pulpetitas aliñadas, pero como te repito, mi reina, sin picantes. Cuando las cosas me van mal, me fía. Te diré que yo, de vez en cuando, le hago regalitos. Cositas de nada, no te asustes. ¿Te acuerdas de aquellas dos figulinas que Elena decía que eran de terracota? Para mí se quede la pretensión, nunca pude verlas... Siempre fue por el modernismo. Aquellas de las dos mujeres con sus galgos. Eso. Y el reloj, soidisant de bronce. No te puedes hacer idea de cómo me lo agradeció, a esta gente los relojes siempre le hechizaron, lo mismo daba que estuvieran parados como que no. No, mi bien, por las noches no salgo, no pretenderás que a esas horas baje yo a la calle de los Cristianos. No lo hice en los buenos tiempos, por un lado más peligrosos que éstos. No, mira, mi bueno, me llevo dos termos, uno para la jarira y otro para el té. Y cuando me paro en un bacalito compro galletitas o pan con margarina, y ya está la cena. No sea tu falta
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. A veces me queda té o jarira hasta el amanecer, porque ahora no sé lo que me pasa, pero me desvelo a las tantas y me entra hambre. Por las calles nada más que se oyen las radios dando noticias en árabe. Yo ni compro los periódicos, ¿para qué? Desapareció el
Diario España,
con lo distraído que era... No, no hay periódicos locales, todo viene de Casablanca, no es lo mismo. Lo peor es, mi reina, cuando llega el Ramadam y tengo que adaptarme a las horas. ¡Para mí se queden esos cuarenta días y esas cuarenta noches! Menos mal que en cuanto suena el cañón, no ha pasado un cuarto de hora cuando tengo aquí a algún criado de Mohamed con la comida en una cesta. Y te juro, mi bien, que lo que se siembra se recoge, y el bien que hizo papá empleando a aquel muchacho, lo estoy recogiendo yo ahora, porque como de lo mejor, la mejor jarira y lo mejor de todo. Hasta mantecados, que ya sabes lo poco que me gustan con la grasa de carnero, y de vez en cuando, para qué te lo voy a negar, hasta cuernos de gacela. Ya sabes lo que me gustan. El padre es de los antiguos y muchas veces me dice que qué lástima que no volvieran los tiempos antiguos, pero por lo visto el niño ha salido revolucionario, pertenece a un partido, la gente joven ya se sabe. En fin, qué quieres que te diga, todo lo soporto con resignación cristiana. Y eso que a la iglesia no voy. No es por nada, vamos, quiero decirte que no es porque haya perdido la fe, aunque, la verdad, mucha no me queda, sino por miedo a que a la salida me asalten y me roben el bolso. El bolso es lo de menos, nunca llevo nada, lo justo. Lo peor sería una pierna rota a mi edad. Y, la pura verdad, porque cada día me cuesta más trabajo arreglarme. Lo hago, con muchísimos esfuerzos, el día que me avisan del Consulado para ir a cobrar. Los demás días, te lo juro, voy de trapillo

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