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Authors: Orson Scott Card

Tags: #ciencia ficción

La voz de los muertos (41 page)

BOOK: La voz de los muertos
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—Los framlings nos descubrieron quebrantando la ley. Han cerrado la verja.

Come-hojas se frotó la barbilla.

—¿Sabes qué es lo que vieron los framlings?

Miro se rió amargamente.

—¿Qué es lo que no vieron? Sólo un framling ha venido con nosotros.

—No —dijo Humano —. La reina colmena dice que no fue el Portavoz. La reina colmena dice que lo vieron desde el cielo.

¿Los satélites?

—¿Y qué pudieron ver?

—Tal vez la caza —dijo Flecha.

—Tal vez el pastoreo de la cabra —dijo Come-hojas.

—Tal vez los campos de amaranto —dijo Cuencos.

—Todo eso —dijo Humano —. Y tal vez vieron que las esposas han hecho nacer a trescientos veinte niños desde la primera cosecha de amaranto.

—¡Trescientos!

—Y veinte más —dijo Mandachuva.

—Vieron que habría comida en abundancia —dijo Flecha —. Ahora estamos seguros de ganar nuestra próxima guerra. Nuestros enemigos serán plantados en grandes bosques nuevos por toda la llanura, y las esposas pondrán sus árboles madre en cada uno de ellos.

Miro se sintió enfermo. ¿Para esto había servido todo su trabajo y sacrificio, para dar ventaja a una tribu de cerdis? Libo no murió para que pudierais conquistar el mundo, estuvo a punto de decir. Pero su entrenamiento fue más fuerte, e hizo una pregunta neutral.

—¿Dónde están todos esos niños nuevos?

—Ninguno de los hermanitos viene a nosotros —explicó Humano —. Tenemos demasiado que hacer aprendiendo de vosotros y enseñando a los otros hermanos —casas. No podemos entrenar a los hermanitos.

Entonces, orgullosamente, añadió:

—De los trescientos, más de la mitad son hijos de mi padre, Raíz.

Mandachuva asintió gravemente.

—Las esposas sienten gran respeto por lo que nos has enseñado. Y tienen grandes esperanzas respecto al Portavoz de los Muertos. Pero lo que ahora nos dices es muy malo. Si los framlings nos odian, ¿qué haremos?

—No lo sé —dijo Miro. Por el momento, su mente intentaba asimilar toda la información que le acababan de suministrar. Trescientos veinte nuevos bebés. Una explosión demográfica. Y Raíz, de alguna manera, el padre de la mitad de ellos. Antes, Miro habría despreciado el anuncio como parte del sistema de creencias totémicas de los cerdis. Pero tras haber visto a un árbol desarraigarse y caer en respuesta a una canción, estaba preparado para cuestionarse todas sus viejas presunciones.

Sin embargo, ¿de que le valía aprender nada ahora? Nunca le dejarían que volviera a informar, no podría continuar con su trabajo, estaría a bordo de una nave espacial durante el próximo cuarto de siglo mientras alguien más hacía su trabajo. O peor aún, el trabajo ya no lo haría nadie.

—No estés triste —dijo Humano —. Verás cómo el Portavoz de los Muertos hace que todo salga bien.

—El Portavoz. Sí. Él hará que todo salga bien… como hizo conmigo y con Ouanda. Mi hermana.

—La reina colmena dice que él les enseñará a los framlings a amarnos.

—Entonces será mejor que lo haga rápido —dijo Miro —. Ya es demasiado tarde para que pueda salvarnos a Ouanda y a mí. Nos han arrestado y nos van a expulsar del planeta.

—¿A las estrellas? —preguntó Humano lleno de esperanza.

—¡Sí, a las estrellas, para que nos juzguen! ¡Para que nos castiguen por ayudaros! Tardaremos veintidós años en llegar, y nunca nos dejarán regresar.

Los cerdis tardaron un instante en comprender la información. «Magnífico —pensó Miro —. Que se pregunten cómo va a resolverles el problema el Portavoz. Yo también confiaba en él y no hizo mucho por mi.»

Los cerdis se reunieron. Humano se separó del grupo y se acercó a la verja.

—Te esconderemos.

—Nunca te encontrarán en el bosque —dijo Mandachuva.

—Tienen máquinas que pueden seguirme la pista por mi olor —dijo Miro.

—Ah. Pero ¿no les prohíbe la ley mostrarnos máquinas? —preguntó Humano.

Miro sacudió la cabeza.

—No importa. La puerta está cerrada para mí. No puedo cruzar la verja.

Los cerdis se miraron mutuamente.

—Pero tienes capim ahí mismo —dijo Flecha. Miro contempló estúpidamente la hierba.

—¿Y qué?

—Mastícala —dijo Humano.

—¿Por qué?

—Hemos visto a los humanos masticando capim —dijo Come-hojas —. La otra noche, en la colina, vimos al Portavoz y a algunos humanos masticando capim.

—Y muchas otras veces —añadió Mandachuva.

Su impaciencia con él era frustrante.

—¿Qué tiene eso que ver con la verja?

Una vez más los cerdis se miraron. Finalmente, Mandachuva arrancó una hoja de capim del suelo, la dobló cuidadosamente y se la metió en la boca para masticarla. Se sentó después. Los otros empezaron a empujarle, a golpearle con los dedos, a pellizcarle. Él no parecía notarlo. Finalmente, Humano le dio un pellizco particularmente malicioso y cuando Mandachuva no respondió, empezaron a decir, en el lenguaje de los machos: «¡Preparado! ¡Es el momento de ir! ¡Ahora! ¡Ya!»

Mandachuva se levantó, un poco confundido por un instante. Entonces corrió hasta la verja y se encaramó a lo alto, la atravesó y aterrizó a cuatro patas al lado de Miro. Éste se puso en pie de un salto en el momento en que Mandachuva alcanzaba la cima; cuando terminó de gritar, Mandachuva estaba incorporándose y sacudiéndose el polvo.

—No se puede hacer eso —dijo Miro —. Estimula todos los puntos dolorosos del cuerpo. No se puede cruzar la verja.

—¡Oh! —dijo Mandachuva.

Desde el otro lado de la verja, Humano se frotaba los muslos.

—No lo sabía. Los humanos no lo saben.

—Es un anestésico —dijo Miro —. Evita sentir el dolor.

—No —dijo Mandachuva —. Siento el dolor. Un dolor muy malo. El peor del mundo.

—Raíz dice que la verja es aún peor que morir —explicó Humano —. Dolor en todas partes.

—Pero a vosotros no os importa.

—Le pasa a tu otro yo —dijo Mandachuva —. Le sucede a tu yo animal. Pero a tu yo —árbol no le importa. Te hace ser tu yo —árbol.

Entonces Miro recordó un detalle que se había perdido en lo grotesco de la muerte de Libo. La boca del muerto había sido llenada de capim. Igual que la boca de todos los cerdis que habían muerto. Anestésico. La muerte parecía una tortura horrible, pero el dolor no era el motivo. Usaban un anestésico. No tenía nada que ver con el dolor.

—Mastica la hierba —dijo Mandachuva —, y ven con nosotros. Te esconderemos.

—Ouanda…

—Oh, iré a por ella.

—No sabes dónde vive.

—Si que lo sé.

—Hacemos esto muchas veces —explicó Humano —. Sabemos dónde vive todo el mundo.

Miro imaginó docenas de cerdis deambulando por Milagro en mitad de la noche. No se montaba guardia. Sólo unas cuantas personas tenían negocios que les ocupaban por la noche. Y los cerdis eran pequeños, lo suficiente para escabullirse en el capim y desaparecer por completo. No era extraño que supieran de metales y máquinas, a pesar de todas las reglas diseñadas para mantenerles al margen. Sin duda habían visto las minas, habían visto aterrizar la lanzadera, habían visto los morteros fabricando los ladrillos, habían visto los fanzedeiros arando y plantando el amaranto especial para los humanos. No era extraño que supieran lo que tenían que pedir.

Qué estúpido por nuestra parte pensar que podríamos mantenerlos aislados de nuestra cultura. Han sabido conservar mejor sus secretos ocultos que nosotros. Ahí lo tienes: superioridad cultural.

Miro arrancó una hoja de capim.

—No —dijo Mandachuva, quitándosela de las manos —. No partas la raíz, o no te servirá de nada —arrojó la hoja de Miro y cortó otra, a unos diez centímetros de la base. Luego la dobló y se la tendió a Miro, que empezó a masticarla.

Mandachuva le pellizcó y le sacudió.

—No te preocupes por mí —dijo Miro —. Ve y trae a Ouanda. Podrían arrestarla en cualquier momento. Ve. Ahora. Ve.

Mandachuva miró a los otros y, al notar alguna señal invisible de consentimiento, echó a correr hacia las laderas de Vila Alta, donde vivía Ouanda.

Miro masticó un poco más. Se pellizcó. Como decían los cerdis, sentía el dolor, pero no le importaba. Todo lo que le importaba era que esto era una salida, una manera de quedarse en Lusitania. De quedarse con Ouanda, tal vez. Olvida las leyes. Todas las leyes. No tendrían poder sobre él una vez dejara a los humanos y se internara en el bosque de los cerdis. Se convertiría en un renegado, algo de lo que ya le habían acusado, y él y Ouanda podrían vivir, abandonando todas las leyes de conducta humana. Vivir como quisieran, y formar una familia de humanos que tuvieran valores completamente nuevos, aprendidos de los cerdis, de la vida en el bosque; algo nuevo en los Cien Mundos. Y el Congreso no podría detenerles.

Corrió hacia la verja y la agarró con las dos manos. El dolor no remitió, pero no le importaba. Se encaramó a lo alto. Pero cada vez que apoyaba una mano el dolor se volvía más intenso, y empezó a preocuparse, empezó a preocuparse mucho, empezó a darse cuenta que el capim no tenía sobre él ningún efecto anestésico. Pero ya estaba casi en lo alto de la verja. El dolor era enloquecedor, no podía pensar. El impulso le llevó hacia arriba y, mientras se balanceaba allí, su cabeza atravesó el campo vertical de la verja. Todo el dolor imaginable de su cuerpo acudió a su cerebro, como si todo él estuviera ardiendo.

Los Pequeños observaron con horror cómo su amigo colgaba de la verja, la cabeza y el torso en un lado, sus caderas y piernas en el otro. De inmediato corrieron a ayudarle y trataron de tirar de él. Como no habían masticado capim, no se atrevían a tocar la verja.

Al oír sus gritos, Mandachuva regresó sobre sus pasos. Quedaba aún en su cuerpo el suficiente anestésico para que pudiera escalar la verja y empujar el pesado cuerpo humano. Miro aterrizó bruscamente en el suelo, con los brazos aún asidos a la verja. Los cerdis le retiraron de allí. Su cara estaba petrificada en un rictus de agonía.

—¡Rápido! —gritó Come-hojas —. ¡Tenemos que plantarlo antes de que muera!

—¡No! —respondió Humano, apartándole del cuerpo inmóvil de Miro —. ¡No sabemos si está muriendo! El dolor es sólo una ilusión, y ya que no tiene ninguna herida, debe cesar.

—No cesa —dijo Flecha —. Mírale.

Los puños de Miro estaban crispados, sus piernas dobladas, y su espina dorsal y cuello arqueados hacia atrás. Aunque respiraba a duras penas, su cara parecía tensa de dolor.

—Tenemos que darle raíces antes de que muera —dijo Come-hojas.

Humano se volvió hacia Mandachuva.

—Ve y trae a Ouanda. ¡Vamos! Ve y dile que Miro está muriéndose. Dile que la puerta está cerrada y que Miro está en este lado y que se muere.

Mandachuva salió corriendo.

El secretario abrió la puerta, pero hasta que vio a Novinha, Ender no sintió alivio. Cuando envió a Ela a buscarla, estaba seguro de que acudiría, pero a medida que transcurrían los minutos de espera, empezó a sentir dudas. Tal vez no la había comprendido. Pero no había por qué dudar. Era la mujer que él pensaba. Advirtió que se había arreglado el pelo y, por primera vez desde su llegada a Lusitania, Ender vio en su cara una clara imagen de la muchacha que en su angustia le había llamado hacía menos de dos semanas, más de veinte años.

Parecía tensa, preocupada, pero Ender sabía que su ansiedad se debía a su situación presente, al hecho de acudir al despacho del obispo cuando había pasado tan poco tiempo desde el descubrimiento de sus pecados. Y si Ela le había hablado del peligro que corría Miro, aquello también contribuiría a aumentar su tensión. Todo esto era transitorio; Ender pudo ver por su cara, por la relajación de sus movimientos, en la fijeza de su mirada, que el final de su larga agonía era realmente el regalo que él había esperado, lo que él había creído. «No he venido a lastimarte, Novinha, y me alegra ver que mi alocución te ha proporcionado cosas mejores que la simple vergüenza.»

Novinha se quedó quieta un instante mirando al obispo. No desafiante, sino amablemente, con dignidad. Él respondió de la misma manera, ofreciéndole asiento. Dom Cristão empezó a ponerse en pie, pero ella sacudió la cabeza y ocupó otra silla junto a la pared. Cerca de Ender. Ela se colocó entre ellos. Como una hija entre sus padres, pensó Ender, aunque apartó rápidamente aquel pensamiento. Había cosas mucho más importantes en juego.

—Veo que pretende que esta reunión sea interesante —dijo Bosquinha.

—Creo que el Congreso ya lo ha decidido —repuso Dona Crista.

—Tu hijo ha sido acusado de crímenes contra… —empezó a decir el obispo Peregrino.

—Sé de qué le han acusado. No lo he sabido hasta esta misma noche, cuando Ela me lo dijo, pero no me sorprende. Mi hija Elanora también ha estado desafiando algunas reglas que su maestra le había establecido. Los dos obedecen más a su propia conciencia que a las leyes que otros les imponen. Efectivamente, es un defecto si se pretende mantener el orden, pero es una virtud si lo que se pretende es aprender y adaptarse.

—No se juzga a Miro aquí —dijo Dom Cristão.

—Les pedí que se reunieran porque hay que tomar una decisión —dijo Ender —: Si acatamos o no las órdenes que nos ha dado el Congreso Estelar.

—No tenemos mucha elección —dijo el obispo.

—Hay muchas elecciones, y muchas razones para elegir. Ya han tomado una: cuando descubrieron que estaban despojando los archivos, decidieron intentar salvarlos, y decidieron confiar en mí, un extraño. Su confianza no estaba equivocada. Les devolveré los archivos cuando los pidan, sin leerlos ni alterarlos.

—Gracias —dijo Dona Cristá —. Pero lo hicimos antes de conocer la gravedad del cargo.

—Van a evacuarnos —dijo Dom Cristão.

—Lo controlan todo —añadió el obispo Peregrino.

—Ya se lo he dicho —anunció Bosquinha.

—No lo controlan todo —dijo Ender —. Sólo les controlan a través de la conexión del ansible.

—No podemos desconectar el ansible —dijo el obispo —. Es nuestra única conexión con el Vaticano.

—No sugiero que hagamos eso. Sólo estoy diciendo lo que podemos hacer. Y cuando lo digo, confío en ustedes de la misma forma en que ustedes confiaron en mí. Porque si le repiten esto a alguien, el coste para mí, y para alguien más, a quien amo y de quien dependo, seria inconmensurable.

Les miró uno a uno, y ellos asintieron.

—Tengo una amiga cuyo control sobre las comunicaciones por ansible entre los Cien Mundos es completa… y completamente insospechada. Soy el único que sabe lo que puede hacer. Y me ha dicho, cuando se lo pregunté, que puede hacer creer a todos los framlings que aquí en Lusitania hemos cortado nuestra conexión con el ansible. Y sin embargo podremos enviar mensajes si queremos… al Vaticano, a las oficinas de vuestra orden. Podemos leer registros distantes, interceptar comunicaciones distantes. En resumen, tendremos ojos y ellos estarán ciegos.

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