La Yihad Butleriana (25 page)

Read La Yihad Butleriana Online

Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La Yihad Butleriana
6.97Mb size Format: txt, pdf, ePub

Les había enseñado a desatar increíbles capacidades telepáticas, y a controlarlas. Las mujeres habían respondido con admirable precisión, superando las expectativas más optimistas de Zufa.

Pero sus esfuerzos debían aplicarse a algo.

Tomó asiento sobre un tronco cubierto de hongos. Las copas de los árboles formaban un espeso dosel envuelto en sombras. El follaje purpúreo filtraba el agua de la lluvia, y gotas como lágrimas caían en el suelo esponjoso, frescas y potables. Insectos de buen tamaño y roedores erizados de púas hormigueaban por todas partes, indiferentes al experimento que las hechiceras estaban a punto de empezar.

—Prestad atención. Relajaos…, pero estad preparadas para concentraros con toda vuestra fuerza cuando yo os lo ordene.

Zufa miró a las mujeres, todas altas y pálidas, de piel translúcida y pelo blanco reluciente. Parecían ángeles de la guarda, seres luminosos enviados para proteger a la humanidad de las máquinas pensantes. ¿Podía existir otro motivo de que Dios les hubiera concedido tales poderes?

Su mirada escrutó un rostro tras otro: Silin, la intrépida e impulsiva; Camio, la creativa, que improvisaba formas de lucha; Tirbes, que aún no había descubierto todas sus posibilidades; Rucia, que siempre se decantaba por la integridad; Heoma, con su poder todavía sin pulir…, y nueve más. Si Zufa pidiera una voluntaria, todas sus elegidas solicitarían el honor.

Su tarea consistía en elegir la primera mártir. Xavier Harkonnen ya estaba ansioso por partir hacia Giedi Prime.

Amaba a sus alumnas como si fueran hijas suyas…, y lo eran, en un sentido muy real, porque seguían sus métodos, potenciaban sus posibilidades. Estas jóvenes eran tan diferentes de Norma…

Las catorce mujeres se erguían inmóviles ante ella, en apariencia contentas y serenas, pero tensas por dentro. Tenían los ojos entrecerrados. Sus aletas nasales se ensanchaban al respirar, contaban los latidos del corazón y utilizaban técnicas de biorregeneración innatas para alterar las funciones corporales.

—Empezad a alimentar el poder en vuestra mente. Sentidlo como electricidad estática antes de una tormenta.

Vio que su expresión se alteraba apenas.

—Id aumentando el poder. Imaginadlo en vuestro cerebro, pero no perdáis el control. Paso a paso. Sentid el aumento de la energía, pero no la liberéis. Controladla.

Zufa sintió que la energía crepitaba a su alrededor. Sonrió.

Zufa volvió a sentarse en el tronco, debilitada, pero no osó revelarlo. Su reciente aborto, cuando había expulsado el monstruoso retoño de Aurelius Venport, la había dejado sin fuerzas, pero había mucho trabajo que hacer, y no podía aplazarse ni delegarse. Los planetas de la liga dependían de ella, sobre todo ahora.

Todo el mundo confiaba en la hechicera, pero Zufa Cenva había cargado otro peso sobre sus hombros. En cada giro de los acontecimientos, sus planes y sueños se habían venido abajo cuando la mente se negaba a llevar a cabo el esfuerzo o a correr los riesgos necesarios. Estas devotas alumnas parecían diferentes, y estaba segura de que no la decepcionarían. Con demasiada frecuencia, cuando ponía a prueba a otras personas, descubría que no estaban a la altura de sus expectativas.

—Un poco más —dijo—. Intensificad vuestro poder. Probad su alcance, pero siempre con cautela. Un error en este momento nos liquidaría a todas, y la raza humana no puede permitirse el lujo de perdernos.

La energía psíquica aumentó. El cabello claro de la hechicera empezó a elevarse, como si la gravedad hubiera fallado.

—Bien, bien. Continuad.

Su éxito la complacía.

La autoexaltación nunca había interesado a Zufa. Era una supervisora rigurosa y difícil, que no tenía paciencia ni compasión para los fracasos de los demás. No necesitaba riquezas como Aurelius Venport, ni alabanzas como Tio Holtzman, ni siquiera un poco de atención, como la que Norma parecía desear al convencer al sabio para que la tomara como aprendiza. Si Zufa Cenva era impaciente, tenía derecho a serlo. Vivían una época crítica.

La maleza se agitó cuando insectos y roedores huyeron de las ondas psíquicas, cada vez más potentes. Los árboles susurraron, hojas y ramitas se desprendieron como si intentaran huir de la selva. Zufa entornó los ojos y examinó a sus alumnas.

Estaban llegando a la parte más peligrosa. La energía mental había aumentado hasta el punto de que sus cuerpos empezaron a brillar. Zufa tuvo que utilizar sus habilidades para erigir una barrera protectora contra la presión psíquica combinada que sentía en su mente. Un desliz, y todo se perdería.

Pero sabía que estas devotas aprendizas jamás cometerían tal equivocación. Comprendían lo que estaba en juego y las consecuencias. Zufa las miró con el corazón desgarrado.

Una de las alumnas, Heoma, proyectaba más energía que sus compañeras, pero aún mantenía el control. La fuerza destructiva podría abrasar con facilidad sus células cerebrales, pero Heoma la domeñaba, mirando sin ver mientras su pelo se agitaba como una tormenta.

De repente, cayó de lo alto un eslarpón, un animal recubierto de escamas con dientes afilados como agujas y grueso blindaje corporal. Se desplomó entre las jóvenes con un ruido sordo, enloquecido por las ondas mentales. Todo músculo y cartílago, se revolvió con sus poderosas mandíbulas y fuertes garras.

Tirbes, sobresaltada, dio un respingo, y Zufa sintió una oleada incontrolada de poder que surgía como un chorro de fuego.

—¡No! —gritó, y extendió las manos, al tiempo que utilizaba sus poderes para enmendar el desliz de la estudiante—. ¡Contrólate!

Heoma, con absoluta calma, señaló con el dedo al eslarpón como si estuviera borrando una mancha de una tabla magnética. Dibujó una línea de destrucción psíquica a lo largo del cuerpo del depredador. El eslarpón estalló en llamas, sus huesos se carbonizaron y su piel se convirtió en ceniza. Brotaron llamas de las cuencas vacías de sus ojos.

Las compañeras de Heoma se esforzaron por emplear sus fuerzas mentales, pero se habían distraído en un momento crítico y estaban perdiendo su precario control sobre sus arietes telepáticos. Heoma y Zufa mantenían una serenidad sobrenatural, en contraste con los frenéticos esfuerzos de las demás. La fuerza psíquica combinada ondulaba y se agitaba.

—Replegaos —dijo Zufa con labios temblorosos—. Templad el poder. Sepultadlo en vuestro interior. Controladlo y devolvedlo a vuestra mente. Es una batería, y hay que conservarla cargada.

Respiró hondo y vio que todas sus guerrilleras psíquicas la estaban imitando. Poco a poco, cuando comenzaron a moderar sus esfuerzos constantes, la electricidad de la atmósfera fue remitiendo.

—Basta de momento. Esto es lo mejor que habéis hecho nunca. Zufa abrió los ojos y vio que todas las estudiantes la estaban mirando, Tirbes pálida y asustada, las demás asombradas por lo cerca que habían estado de la autoaniquilación. Heoma, una isla aparte, parecía impertérrita.

La maleza estaba retorcida y chamuscada, formando un amplio círculo a su alrededor. Zufa estudió el follaje ennegrecido, las ramitas caídas y los líquenes marchitos. Un momento más, y todas se habrían desintegrado en una bola de llamas telepáticas.

Pero habían sobrevivido. La prueba había constituido un éxito rotundo.

Una vez desaparecida la tensión, Zufa se permitió una sonrisa.

—Estoy orgullosa de todas vosotras —dijo, y hablaba en serio—. Vosotras…, mis armas…, estaréis preparadas en cuanto llegue la Armada.

35

Las respuestas matemáticas no siempre se expresan de manera numérica. ¿Cómo se calcula el valor de la humanidad, o de una sola vida?

P
ENSADORA
K
WYNA
, archivos de
la Ciudad de la Introspección

En la extravagante casa de Tio Holtzman, situada en lo alto de un acantilado, Norma Cenva dedicó tres días a acomodarse en su extenso laboratorio. Tenía mucho que hacer, mucho que aprender. Y lo mejor de todo era que el sabio estaba ansioso por escuchar sus ideas. No habría podido pedir más.

La tranquila Poritrin no recordaba en nada a las peligrosas selvas y cañones de lava de Rossak. Ardía en deseos de explorar las calles y canales de Starda, que divisaba desde los ventanales.

Pidió permiso a Holtzman para bajar al río, donde había visto a mucha gente llevar a cabo diferentes trabajos. Hasta se sentía culpable por tan humilde petición, en lugar de trabajar tenazmente por descubrir medios de luchar contra las máquinas pensantes.

—Mi mente está un poco cansada, sabio Holtzman, y siento curiosidad.

En lugar de mirarla con escepticismo, el sabio aceptó la idea de buena gana, como contento de encontrar una excusa para acompañarla.

—Te recuerdo que te pagan por pensar, Norma. Podemos hacerlo donde sea. —Apartó a un lado un fajo de borradores y bocetos—. Tal vez un poco de turismo te inspirará. Nunca se sabe cuándo o dónde surge la inspiración.

La guió por una escalera empinada que se aferraba a un acantilado sobre el Isana. Norma percibió el olor del río, a légamo que iba arrastrado desde las tierras altas. Por primera vez en su vida, sintió aturdida por las posibilidades que se le ofrecían. El sabio estaba muy interesado en su imaginación, en su mente, escuchaba sus sugerencias, al contrario que su madre, siempre desdeñosa.

Norma explicó una idea que se le había ocurrido aquella mañana.

—Sabio Holtzman, he estudiado vuestros escudos descodificadores. Creo que entiendo su funcionamiento, y me he preguntado si sería posible… ampliarlos.

El científico expresó un interés cauteloso, como temeroso de que fuera a criticar su invento.

—¿Ampliarlos? Ya abarcan la atmósfera de los planetas.

—Me refiero a una aplicación muy diferente. Vuestros descodificadores constituyen un concepto puramente defensivo. ¿Qué pasaría si utilizáramos los mismos principios para un arma ofensiva?

Escrutó su expresión, y detectó perplejidad, pero también ganas de escuchar.

—¿Un arma? ¿Cómo te propones lograr eso?

Norma contestó a toda prisa.

—¿Y si construyéramos un… proyector? Transmitir el campo al interior de una fortaleza de las máquinas pensantes, con el fin de desorganizar sus cerebros de circuitos gelificados. Casi como el impulso electromagnético de un estallido atómico en el aire.

El rostro de Holtzman se iluminó.

—¡Ahora lo entiendo! Su radio de acción sería limitado, y la energía necesaria desproporcionada. Pero tal vez… podría funcionar. Lo suficiente para neutralizar a las máquinas pensantes dentro de un perímetro sustancial. —Se dio unos golpecitos en la barbilla, entusiasmado por la idea—. Un proyector… ¡Estupendo, estupendo!

Caminaron por la orilla hasta que llegaron a la extensión maloliente de tierras bajas anegadas, salpicada de charcos lodosos. Cuadrillas de esclavos semidesnudos chapoteaban en esa zona, algunos descalzos, otros con botas altas hasta los muslos. A intervalos regulares, se veían pontones sobre los que descansaban barriles metálicos. Los esclavos iban y venían de los barriles, de los que extraían puñados del contenido, para luego hundir sus dedos en marcas trazadas en el barro.

—¿Qué están haciendo? —preguntó Norma. Daba la impresión de que se dedicaran a garabatear adornos en el barro.

Holtzman forzó la vista, como si nunca se hubiera fijado en los detalles.

—¡Ah, sí! Están esparciendo alevines de almeja, diminutos moluscos que criamos a partir de huevos filtrados del agua del río. Cada primavera, los esclavos esparcen cientos de miles, tal vez millones. —Se encogió de hombros—. Las aguas se elevan de nuevo, cubren los viveros, y después bajan de nuevo. Cada otoño, las cuadrillas recogen los moluscos: almejas tan grandes como tu mano. —Alzó su palma derecha—. Deliciosas, sobre todo fritas con mantequilla y setas.

Norma frunció el ceño cuando miró a los numerosos esclavos que chapoteaban en el agua. El concepto de obreros cautivos se le antojaba extraño y desagradable, incluidos los calculadores de Holtzman.

El científico no osó acercarse en exceso al hedor de los esclavos, pese a la curiosidad de Norma.

—Lo mejor es mantener la distancia.

—Sabio, ¿no te parece… hipócrita luchar por liberar a los humanos de la dominación de las máquinas, mientras al mismo tiempo algunos planetas de la liga utilizan esclavos?

El hombre pareció perplejo.

—Pero ¿cómo se podría trabajar en Poritrin, ya que carecemos de máquinas sofisticadas? —Cuando reparó por fin en la expresión turbada de Norma, tardó un momento en comprender el motivo de su preocupación—. ¡Ah, había olvidado que en Rossak no hay esclavos! ¿Estoy en lo cierto?

Norma no quiso criticar el estilo de vida de su anfitrión.

—No nos hacen falta, sabio. La población de Rossak es escasa, y hay muchos voluntarios que van a trabajar a la selva.

—Entiendo. Bien, la economía de Poritrin se basa en la mano de obra y el trabajo físico constante. Hace mucho tiempo, nuestros líderes decretaron un edicto prohibiendo toda maquinaria electrónica, tal vez una medida más radical que en otros planetas de la liga. No nos quedó otra alternativa que decantarnos por la mano de obra humana. —Sonrió y señaló las cuadrillas—. No es tan grave, Norma. Los vestimos y alimentamos. Ten en cuenta que estos obreros proceden de planetas primitivos donde llevaban una existencia miserable, morían de enfermedades y malnutrición. Esto es un paraíso para ellos.

—¿Todos son de los Planetas No Aliados?

—Restos de colonias de fanáticos religiosos que huyeron del Imperio Antiguo. Todos budislámicos. Reducidos a desagradables niveles de barbarie, apenas civilizados, viven como animales. Al menos, la mayor parte de nuestros esclavos reciben una educación rudimentaria, sobre todo los que trabajan para mí.

Norma se protegió los ojos del sol y miró con escepticismo las formas encorvadas que trabajaban en los pantanos. ¿Estarían de acuerdo los esclavos con la ciega definición del científico?

La expresión de Holtzman se endureció.

—Además, esos cobardes están en deuda con la humanidad, por no combatir contra las máquinas pensantes como nosotros. ¿Es excesivo pedir a sus descendientes que contribuyan a alimentar a los supervivientes y veteranos que mantuvieron, y todavía mantienen, a raya a las máquinas? Esta gente renunció a su derecho a la libertad hace mucho tiempo, cuando desertaron de la raza humana.

No parecía muy irritado, como si el problema fuera ajeno a él.

Other books

Always You by C. M. Steele
The Space Between by Thompson, Nikki Mathis
Since Forever Ago by Olivia Besse
The American Girl by Kate Horsley
Playing With Her Heart by Blakely, Lauren
Appleby's Answer by Michael Innes
The Warmth of Other Suns by Isabel Wilkerson