Johnson se echó el animal sobre los hombros y los tres cazadores se dirigieron al buque orientándose por las estrellas.
Definitivamente los osos no parecían dispuestos a dejarse cazar.
Los tripulantes lograron matar todavía algunas focas antes de que nuevas y violentas tempestades de nieve los obligaran a recluirse en el interior del buque.
Entretanto la temperatura seguía bajando. El 15 de noviembre el termómetro marcó 31 grados bajo cero. Un frío como ese habría sido soportable en una atmósfera tranquila, pero el viento soplaba con furia y parecía hecho de cortantes hojas de acero que herían el aire.
El cautiverio no agradaba nada al doctor quien pensaba que la nieve, consolidada por el viento, ofrecía un terreno firme, apto para intentar alguna excursión de largo aliento.
Clawbonny sabía de todas formas que cualquier ejercicio violento, haciendo tanto frío, sofoca pronto. Un hombre no puede desarrollar ni siquiera la cuarta parte de su rendimiento habitual, y le es imposible manejar los utensilios de hierro, porque si los coge sin precaución, experimenta un dolor igual al de una quemadura y deja pedazos de su piel pegados a ese objeto.
Recluida en el buque, la tripulación quedó reducida a pasearse dos horas diarias por la cubierta entoldada donde se le permitía fumar, cosa que estaba prohibida en la sala común. Allí, al disminuir el fuego, el hielo invadía las paredes y las junturas del suelo, y no había hebilla, clavo ni lámina de metal que no se cubriera inmediatamente de una capa de hielo.
El aliento de los hombres se condensaba en el aire y caía convertido en nieve. A poca distancia de la estufa el frío recobraba todos sus fueros y la tripulación permanecía apretada junto al fuego.
El doctor les recomendaba que se familiarizaran con aquella temperatura que seguramente iba a bajar aún más; les aconsejaba que sometiera poco a poco su piel al contacto con el frío intenso y predicaba con el ejemplo. Pero la pereza y el entorpecimiento tenían a la mayor parte de los marinos postrados; no se querían mover y preferían dormitar pegados a la escasa lumbre.
El capitán Hatteras parecía inmune al frío. Se paseaba en silencio como era su costumbre. Parecía tener el principio del calor natural que buscaba en sus marineros. ¿Estaba acorazado con su idea fija hasta el punto de no experimentar los estímulos exteriores? Los tripulantes lo veían desafiar impertérrito aquellos treinta y un grados bajo cero; pasaba fuera del buque horas enteras y volvía sin que se notaran en su rostro las señales del frío.
—¡Es un ser extraño —decía el doctor al contramaestre— hasta yo mismo estoy asombrado! ¡Parece que lleva dentro un horno ardiendo! ¡Tiene uno de los más poderosos temperamentos que he conocido!
—El hecho es —comentó Johnson— que circula al aire libre, sin abrigarse más que en el mes de junio.
—El abrigo es de poca importancia —respondió el doctor— ¿de qué sirve abrigar mucho al que no puede producir el calor por sí mismo? ¿De qué valdría calentar un pedazo de hielo envolviéndolo en una manta de lana? ¡Hatteras no necesita nada de eso! ¡No sería extraño que a su lado hiciera calor como junto a un carbón ardiente!
Una poderosa marejada se desató el 25 de noviembre. El agua subió del pozo con violencia. La espesa capa de hielo fue sacudida por la agitación del mar y sordos crujidos revelaban la fuerza de esa feroz lucha submarina. Afortunadamente el buque se mantuvo firme y sus cadenas resistieron.
En los días que siguieron la temperatura continuó bajando. El ciclo se cubrió de una niebla espesa; el viento arrastraba la nieve acumulada y era difícil determinar si los torbellinos procedían del cielo o de los campos helados, en medio de esa confusión inenarrable. Algunos marineros, para no quedar inactivos se ocuparon en trabajos como el de preparar la grasa y el aceite de las focas. Estos productos se convirtieron en bloques de hielo que sólo podían romperse a golpes de hacha. Aquel hielo se reducía a pedazos, duros como el mármol. Con la cantidad que se recogió se hubieran podido llenar unos 10 toneles.
El 28, cuando el termómetro marcó 36 grados bajo cero, no quedaba ya carbón más que para diez días y todos veían acercarse con verdadero pavor el momento en que iba a faltar el combustible.
Por economía Hatteras hizo apagar la estufa de popa. Desde entonces Shandon, el doctor y él tuvieron que establecerse en la sala común de los tripulantes. Hatteras se halló así en contacto directo con los marineros que le dirigían miradas feroces. Debía escuchar sus recriminaciones y hasta sus amenazas y no podía castigarlos. Además, parecía sordo e insensible a todo. Ni siquiera reclamaba el sitio más próximo al fuego. Permanecía en un rincón, con los brazos cruzados, sin decir palabra.
Pen y sus compinches se negaban a hacer el menor ejercicio y pasaban todo el día echados junto a la estufa, sin hacer caso a los consejos del doctor. Así es que su salud no tardó en deteriorarse y el terrible escorbuto apareció a bordo.
Desde hacía tiempo el doctor había empezado a distribuir todas las mañanas limonada y pastillas de cal; pero estos preventivos, tan eficaces comúnmente, no ejercieron ninguna acción sensible en los enfermos. La dolencia, siguiendo su curso, mostró bien pronto sus más horribles síntomas.
Era un espectáculo triste el de aquellos desdichados cuyos músculos y nervios se contraían en horribles dolores. Sus piernas se hinchaban y se iban llenando de manchas de color azul oscuro; las encías sanguinolentas y los labios inflamados no permitían pasar más que sonidos inarticulados, y la sangre, completamente alterada, no transmitía ya la vida a las extremidades del cuerpo.
Clifton fue quien cayó primero, víctima de la terrible enfermedad. Le siguieron Gripper, Brunton y Strong. Entretanto los que aún estaban sanos no podía eludir ese espectáculo de sufrimiento, pues no había en el barco otro lugar abrigado que la sala común y era forzoso permanecer en ella. Asi es que esa sala se convirtió en hospital, pues de los dieciocho tripulantes del
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, trece cayeron en pocos días enfermos de escorbuto. Todo indicaba que Pen iba a librarse del contagio gracias a su vigorosa naturaleza. Shandon sólo experimentó los primeros síntomas, pero gracias al ejercicio llegó a mantenerse en un estado de salud aceptable. Clawbonny sufría al no poder aliviar tantos males y cuidaba a sus enfermos con el mayor celo. Trataba, sin embargo, de crear un ambiente lo más grato posible en medio de aquella tripulación consternada. Sus palabras, sus reflexiones sus ocurrencias, rompían la monotonía de esas largas horas de dolor. Leía en voz alta o contaba amenos relatos a los marineros aún no desvalidos que hacían, alrededor de la estufa, un estrecho círculo. Pero los gemidos de los enfermos, sus quejas, sus gritos de desesperación lo interrumpían a cada momento y entonces él, suspendiendo sus anécdotas, volvía a convertirse en médico servicial.
Afortunadamente su salud resistía. Ni siquiera adelgazó y su gordura hacía las veces de un abrigo. El decía que estaba muy contento de hallarse vestido como las focas y las ballenas que, gracias a sus espesas capas de grasa, soportan fácilmente el frío del Ártico.
Hatteras seguía sumido en su indiferencia glacial. Los sufrimientos de su tripulación parecían afectarlo poco. Tal vez su rostro no reflejaba sus emociones interiores. Sin embargo, un observador atento habría encontrado quizás, un corazón de hombre palpitando bajo aquella apariencia impenetrable.
El paseo de cubierta estaba desierto. Los perros esquimales eran los únicos que lo recorrían lanzando lamentables aullidos.
Siempre un hombre permanecía al lado de la estufa para cuidar de que no se apagara, lo que era muy importante, ya que apenas empezaba a disminuir el fuego, el hielo se incrustaba en las paredes y la humedad, súbitamente condensada, caía como una nevada sobre los infortunados tripulantes de ese bergantín inmóvil.
Así llegó el 8 de diciembre. Por la mañana el doctor fue a mirar el termómetro colocado fuera. Encontró el mercurio congelado dentro del tubo.
—¡Cuarenta y cuatro grados bajo cero! —dijo con desesperado asombro.
Ese mismo día se echó en la estufa el último pedazo de carbón que iba quedando a bordo.
Ese último trozo de carbón quedó ardiendo con un chisporroteo agónico que anunciaba la extinción definitiva del fuego. La temperatura entretanto iba descendiendo en forma sensible. Entonces Johnson fue a buscar algunos pedazos del nuevo combustible que le habían proporcionado las focas, los metió, en la estufa y añadiendo estopa empapada en aceite helado, logró recuperar el calor. El olor de la grasa era insoportable, pero no había más remedio que acostumbrarse.
—Soportemos este hedor —dijo el contramaestre— puede darnos una sorpresa agradable.
—¿Cuál? —preguntó el carpintero.
—Atraerá a los osos.
—¿Pero qué necesidad tenemos de osos? —dijo Bell.
—Amigo —respondió Johnson— las focas han desaparecido y no volverán en mucho tiempo. Si los osos no nos proveen de combustible, no sé qué vamos a hacer.
—Así es, Johnson. Esta situación es espantosa y si nos llega a faltar todo tipo de combustible, no habrá ya medio de…
—¡Aún queda uno!
—¿Uno?
—¡Sí, Bell! El último. Pero jamás el capitán lo permitirá. Y sin embargo, tal vez será inevitable recurrir a él.
Johnson se hundió en sus pensamientos de los que Bell no quiso sacarlo. Sabía que esos pedazos de grasa de foca, tan laboriosamente adquiridos, no durarían ocho días.
Los pronósticos del contramaestre fueron acertados. Algunos osos atraídos por las emanaciones, comenzaron a acercarse al
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. Los hombres que aún podían tenerse en pie salieron a darles caza, pero los osos están dotados de una astucia a toda prueba, por lo que fue imposible acercarse a ellos y las balas de los mejores tiradores no pudieron alcanzarlos.
Con cada hora que pasaba la situación se hacía más crítica. La tripulación estaba seriamente expuesta a morir de frío y era incapaz de resistir dos días más. Todos veían con terror acercarse el momento en que iba a consumirse el último pedazo de combustible.
Y éste se quemó el 20 de diciembre a las tres de la tarde. El fuego se apagó. Los marineros, formando círculo alrededor de la estufa, se miraron con expresiones de desesperanza y pavor. Hatteras se quedó inmóvil en su rincón, mientras el doctor, se paseaba ansioso, rebuscando en los archivos de su ingenio, sin encontrar ninguna solución a esa situación desesperada.
La temperatura bajó en la sala a 22 grados centígrados bajo cero.
Entonces Shandon, frío y resuelto, y Pen, echando chispas por los ojos, y tres marineros más de los que aún podían arrastrarse encararon a Hatteras.
—¡Capitán! —dijo Shandon.
—¿Qué quiere? —preguntó Hatteras.
—No tenemos fuego.
—¿Y qué?
—¡Si su intención es matarnos de frío —dijo Shandon con macabra ironía—, por favor dígalo de una vez!
—Mi intención —repuso Hatteras— es que cada cual cumpla con su deber.
—Hay algo que está por sobre el deber: es el derecho a la conservación de la vida —agregó Shandon—. Le repito que no tenemos fuego y que si seguimos así dentro de dos días ni uno solo de nosotros estará vivo.
—Yo no tengo leña —respondió secamente Hatteras.
—¡Bien! —gritó Pen con violencia—. ¡Hay que cortar la leña donde quiera que se encuentre!
Hatteras palideció.
—¿Dónde? —dijo.
—A bordo —respondió el marinero con insolencia.
—¡A bordo! —repitió el capitán, cerrando los puños con furia.
—Así es —respondió Pen—. ¡Cuándo el buque no sirve ya para navegar bien puede servir de leña!
Hatteras cogió un hacha y la levantó sobre la cabeza del marinero.
—¡Miserable! —aulló.
El doctor apenas tuvo tiempo para empujar a Pen y salvarlo del golpe del hacha que se hundió en una de las paredes del barco. Un coro de voces quejumbrosas y dolientes salieron de los camarotes, convertidos en lechos de muerte.
—¡Fuego, fuego! —imploraban los enfermos temblando de frío bajo sus mantas.
Hatteras recobró la calma y dijo:
—Si destruimos el buque ¿cómo volveremos a Inglaterra?
—Capitán —respondió Johnson— podríamos quemar las partes menos útiles, las bordas por ejemplo.
—Nos quedarían siempre las lanchas —agregó Shandon.
—¡Jamás! —respondió Hatteras.
—¡Por favor! —rogaron muchos marineros levantando la voz con gran esfuerzo.
—Tenemos abundancia de alcohol —dijo Hatteras—. Quémenlo todo.
Con ayuda de largas mechas sumergidas en ese líquido cuya llama pálida lamía las paredes de la estufa, se consiguió elevar algunos grados la temperatura de la sala.
En los días siguientes el viento volvió al Sur y subió la temperatura. Algunos marineros pudieron salir del buque durante las horas menos húmedas del día; pero las oftalmías y el escorbuto mantuvieron a la mayor parte recluidos a bordo. Además, la pesca y la caza eran impracticables.
Pero esta leve mejora climática no fue más que una tregua pasajera. El 25, después de un cambio en la dirección del viento, el mercurio se congeló de nuevo en el termómetro y hubo que recurrir al instrumento de alcohol. Clawbonny, alarmado, comprobó que marcaba 52 grados bajo cero, y pensó que el hombre no estaba hecho para soportar semejante temperatura.
El hielo cubrió el suelo formando en el recinto grandes espejos empañados. La humedad se convertía en niebla espesa y el calor humano abandonaba las extremidades del cuerpo por lo que la piel se volvía azul. El pensamiento, confuso, debilitado, helado, producía delirios.
Desde el día en que se le propuso quemar el buque, Hatteras vagaba muchas horas sobre cubierta. ¡Esa madera era como su propia carne! Andaba armado y vigilante, insensible al frío, la nieve y el hielo que ponía rígidos sus vestidos, envolviéndolo como una coraza.
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seguía sus paseos y lo acompañaba a todas partes.
El 25 de diciembre el capitán bajó a la sala común. El doctor, aprovechando un resto de energía, lo abordó directamente.
—¡Hatteras —le dijo—, vamos a morir por falta de fuego!
—¡Jamás! —contestó Hatteras, adivinando la petición que el médico quería hacerle.
—Es necesario —insistió Clawbonny.
—¡Jamás! —repitió Hatteras—. ¡Jamás! ¡Qué me desobedezcan si quieren!