Las Aventuras del Capitán Hatteras (6 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

BOOK: Las Aventuras del Capitán Hatteras
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La ballenera volvió al buque al anochecer con los expedicionarios. Strong, se había procurado algunas docenas de huevos de ánades, dos veces mayores que los de gallina y de un color verdoso, lo que no dejaba de ser algo para una tripulación sometida al régimen de carne salada.

Al día siguiente el viento se hizo favorable, sin embargo Shandon no dio orden de aparejar. Quiso esperar un día más, dejando para tranquilidad de su conciencia, que cualquier ser humano tuviera el tiempo suficiente para subir a bordo del
Forward
. Hizo más: mandó que la pieza de artillería disparara uncañonazo por hora. El disparo tronaba con estrépito en medio de los
icebergs
; pero no consiguió más que asustar a las bandadas de aves boreales. Por la noche se lanzaron al aire, también en vano, varios cohetes. Al fin tuvo que decidirse a partir.

El 8 de mayo, a las seis de la mañana, el
Forward
, perdía de vista el establecimiento de Uppernawik, y aquellas sucias estacas de las que cuelgan, a lo largo de la playa, intestinos de focas y de gamos.

El reflejo del sol en la nieve afectó a varios marineros. Wolsten, el armero, Gripper, Clifton y Bell, fueron atacados por la enfermedad de los ojos, común en primavera, que ocasiona a veces casos de ceguera entre los esquimales. El doctor aconsejó a los enfermos y a todos sus compañeros, que se taparan la cara con un velo de gasa verde.

Los perros comprados en Uppernawik por Shandon eran bastante salvajes, sin embargo, se aclimataron a bordo, y
Capitán
hizo con sus congéneres buena amistad. Conocía, al parecer, sus costumbres. Clifton observó que
Capitán
debía haber tenido ya relaciones con esos perros de Groenlandia. Estos, siempre hambrientos y reducidos en tierra a una alimentación insuficiente, no pensaban más que en desquitarse con la comida de a bordo.

El 9 de mayo el
Forward
pasó a escasa distancia de la más occidental de las islas Baffin. El doctor observó varias rocas de la bahía entre las islas y la tierra firme, cubiertas de una nieve roja a la cual se ha atribuido origen vegetal. Clawbonny hubiera querido examinar más de cerca aquel singular fenómeno pero el hielo no permitía acercarse al litoral.

Desde Uppernawik la tierra ofrecía un aspecto distinto. Enormes témpanos se perfilaban en el horizonte. El día 10, el
Forward
dejó a la derecha la bahía de Higston, cerca de los 74 grados de latitud e ingresó al canal de Lancaster.

La inmensa extensión de agua despareció bajo vastos campos de hielo. Shandon mandó encender los hornos, y hasta el 11 de mayo el
Forward
culebreó por los estrechos marcando la atmósfera, con su humo negro.

No tardaron en presentarse nuevos obstáculos. Los pasadizos se cerraban a causa de la incesante dislocación de las masas flotantes. A cada instante el agua parecía esfumarse ante la proa del
Forward
. Todos sabían que si el barco llegaba a quedar cogido entre los hielos, le sería difícil desprenderse.

Así es que a bordo de ese buque, sin destino conocido, que procuraba avanzar hacia el norte, se manifestaron algunos síntomas de descontento. Entre aquella gente habituada a una existencia de peligros, muchos habían olvidado las ventajas ofrecidas. Reinaba ya en los ánimos cierta desmoralización que crecía con los temores supersticiosos de Clifton y las incitaciones de dos o tres agitadores, como Pen, Gripper, Ware y Wolsten.

A las inquietudes de la tripulación se agregaron entonces intolerables fatigas, porque el 12 de mayo el bergantín se encontró encerrado en todas las direcciones. Fue necesario abrirse camino en los campos de hielo. El manejo de la sierra era penoso en aquellas superficies heladas que medían hasta dos metros de espesor. Era necesario, entonces, cortar el hielo e introducir cuñas en él y luego separar los trozos mediante pértigas. En el canal así practicado el barco avanzaba penosamente.

Cuando los marineros tienen que vérselas con un hombre enérgico, audaz, convencido de que sabe lo que quiere, que sabe a dónde va y qué objeto persigue, la confianza los sostiene: se hallan unidos a su jefe, y se sienten fuertes y tranquilos. Pero a bordo del bergantín se veía que el comandante cavilaba delante de un destino desconocido. A pesar de la energía de su carácter, su abatimiento se delataba por variaciones de órdenes, maniobras incompletas, reacciones intempestivas y mil detalles que no podían pasar desapercibidos a la tripulación.

Además, Shandon no era el capitán del buque, es decir, el amo después de Dios. Eso era una razón suficiente para que se llegara a discutir sus órdenes, y de la discusión a la desobediencia no hay más que un paso.

Los descontentos se ganaron muy pronto al primer maquinista, que hasta entonces había sido muy disciplinado y dedicado al cumplimiento de su deber.

El 16 de mayo el buque estaba amenazado de quedar cogido por los hielos hasta la estación próxima, lo que era grave.

A las ocho de la noche, Shandon y el doctor, acompañados del marinero Garry, bajaron a caminar por las inmensas llanuras. Procuraron no alejarse demasiado del buque porque era difícil encontrar puntos de referencia en aquellas soledades blancas, cuyo aspecto variaba incesantemente. La refracción producía extraños efectos, que jugaban malas pasadas al doctor. Donde creía que no tenía que dar más que un salto de medio metro, debía, en realidad, darlo de metro y medio y el resultado era casi siempre una caída contra aquellas llanuras de hielo, duras y aceradas.

Shandon y sus dos compañeros avanzaron en busca de pasos practicables. A cinco kilómetros del buque pudieron ganar la cima de un
iceberg
que mediría unos cien metros de altura. Desde allí observaron aquel hacinamiento desolado, parecido a las ruinas de una ciudad gigantesca, con sus obeliscos caídos, sus torres derribadas y sus palacios destrozados. El sol avanzaba penosamente por un horizonte erizado de formas heladas y arrojaba largos rayos oblicuos de una luz sin calor.

El mar parecía inmóvil hasta donde podía alcanzar la mirada.

—¿Cómo pasaremos? —preguntó el doctor.

—No sé —respondió Shandon—; pero pasaremos, aunque tenga que recurrir a la pólvora para volar esas montañas; no seré yo quien quede prisionero de los hielos hasta la primavera próxima.

—Así se habla —dijo el doctor—. Yo no he sabido nunca volver atrás y aunque supiera que el regreso es imposible, diría que es preciso avanzar a toda costa.

—¿Y usted Garry, qué opina? —preguntó Shandon al marinero.

—Comandante, yo iría también siempre adelante. Pero haga lo que mejor le parezca; mande y obedeceremos.

—No hablan todos como usted, Garry —repuso Shandon—; no todos se hallan dispuestos a obedecer, ¿no es así?

—Yo le manifesté mi parecer, comandante —dijo Garry con frialdad— pero no está obligado a seguirlo.

Shandon no contestó, observó atentamente el horizonte, y volvió a bajar con sus compañeros al campo de hielo.

Crece el pulgar del diablo

Mientras el comandante se ausentó, los tripulantes habían ejecutado varios trabajos para poner al buque en condiciones de evitar la presión de los campos de hielo. Pen, Clifton, Bolton, Gripper y Simpson se ocuparon de esa penosa faena, y el fogonero y los maquinistas tuvieron que ayudarles porque era su obligación desempeñar las funciones de marinero en todas las labores de a bordo, desde el momento en que cesaba el servicio de la máquina.

Pero eso los ponía de muy mal humor.

—No puedo más —dijo Pen— si dentro de tres días no ha llegado el deshielo, juro que me cruzo de brazos.

—¡Cruzarte de brazos! —respondió Gripper—. Más vale que los emplees en volver atrás. ¿Crees acaso que nos resignaremos a invernar aquí?

—¡Buen invierno pasaríamos! —dijo Pen.

—¿Y quién nos asegura —dijo Brunton— que en la primavera próxima estará el mar más libre que ahora?

—No se trata de la primavera próxima —replicó Pen— hoy es jueves, si el domingo no está libre el camino, nos volvemos hacia el Sur.

—¡Bien dicho! —apoyó Clifton.

—¿Les parece bien? —preguntó Pen.

—Perfecto —respondieron sus camaradas.

—El domingo lo veremos —dijo Wolsten.

—No espero más que la orden —repuso Brunton— y pondré a punto la caldera.

—Nosotros mismos la calentaremos —añadió Clifton.

—Si algún oficial —agregó Pen— quiere darse el gusto de invernar aquí, dejémoslo tranquilo. No les será difícil construirse un iglú para vivir como un verdadero esquimal.

—Nada de eso, Pen —replicó Brunton— no vamos a abandonar a nadie. Yo creo, además, que el comandante entenderá por las buenas.

—No lo sabemos —repuso Plever—. Shandon es hombre duro y porfiado algunas veces.

—¡Cuándo pienso —repuso Bolton— que dentro de un mes podríamos hallarnos en Liverpool! Pasaremos rápidamente la línea de hielos. El paso del estrecho de Davis quedará abierto a principios de junio, y no tendremos más que dejarnos llevar al Atlántico.

—Además —repuso el prudente Clifton— si llevamos al comandante y actuamos bajo sus órdenes nuestros sueldos nos serán puntualmente pagados. En cambio si volvemos solos, sabe Dios lo que pasaría.

—Clifton habla como un sabio. Lo más conveniente es no abandonar a nadie —concluyó Brunton.

—Pero ¿y si los oficiales se niegan a seguirnos? —preguntó Pen, que quería arrastrar a sus camaradas al último extremo.

—Veremos cuando llegue la ocasión —replicó Bolton— nos bastará hacer que Shandon se adhiera a nuestra causa, y eso no será difícil.

—Hay alguien, sin embargo, a quien yo de buena gana dejaría aquí —dijo Pen.

—¡Al perro! —adivinó Plever.

—Sí, al perro, no tardará en pagármelas todas juntas.

—Tanto más —replicó Clifton, volviendo a su tema favorito cuanto que el perro es la causa de nuestras desdichas.

—Es él quien nos trae mala suerte —dijo Plever.

—Él es quien —replicó Wolsten— ha amontonado hielos como nunca se habían visto en esta época del año.

—Él me ha hecho enfermar de los ojos —dijo Brunton.

—Él suprimió el gin y el brandy —replicó Pen.

—¡Él es la causa de todo! —gritaron todos con la imaginación cada vez más exaltada.

—Sin contar —replicó Clifton— con que él es el capitán.

—¡Pues bien, capitán maldito —exclamó Pen—, si has querido venir aquí, aquí te quedarás!

—¿Pero cómo nos desharemos de él? —preguntó Plever.

—La ocasión no puede ser mejor —respondió Clifton—. El comandante no está a bordo; el teniente duerme en su camarote y la niebla es bastante espesa para que Johnson pueda descubrirnos.

—¿Pero el perro…? —exclamó Pen.

—Capitán
duerme en este momento junto al pañol del carbón —respondió Clifton—, y si alguno quiere actuar…

—Yo me encargo —respondió Pen.

—¡Cuidado, Pen! Tiene dientes capaces de romper una barra de hierro.

—Si resiste lo parto en dos —replicó Pen, sacando su cuchillo y partió seguido de Warren.

—Pronto los dos volvieron cargados con el animal, que tenía atado el hocico y sujetas las patas. Lo habían sorprendido durmiendo, y el pobre perro no pudo escapar.

—¿Y ahora qué vas a hacer de él? —preguntó Clifton.

—Ahogarlo —contestó Pen.

A doscientos pasos del buque había un agujero de focas, una hendidura circular que estos anfibios practican con sus dientes siempre del interior al exterior. Por ella la foca sale a la superficie del hielo para respirar, y procura impedir que el orificio se cierre, porque la disposición de sus dientes no le permite hacerlo de fuera adentro, y en un momento de peligro no podría escapar de sus enemigos.

Pen y Warren fueron hasta la grieta y metieron en ella al perro. Después colocaron un enorme témpano sobre la abertura, de manera que el animal quedó sin salida y como tapiado dentro de esa prisión líquida.

—¡Buen viaje, capitán! —exclamó el brutal Pen.

Pocos instantes después, Pen y Warren volvían a bordo. Johnson no había visto ni un solo detalle de la ejecución. La niebla se condensó alrededor del buque, y la nieve empezó a caer con fuerza.

Una hora después, Shandon, el doctor y Garry volvían a bordo del
Forward
.

Shandon había avistado hacia el Nordeste un paso, que resolvió aprovechar. Dio las órdenes respectivas y la tripulación obedeció. Quería hacer comprender a Shandon la imposibilidad de ir más adelante, y además le quedaban aún tres días de obediencia.

Durante parte de la noche y del día siguiente, los trabajos de arrastre se hicieron con gran empeño, lo que permitió al
Forward
ganar cerca de tres kilómetros hacia el Norte. El 18 se hallaba a la vista de tierra, cerca de un pico cuya extraña forma le había valido el nombre de Pulgar del Diablo.

La rara fisonomía del paisaje con el Pulgar del Diablo erguido en medio, las cercanías desiertas y desoladas, y los grandes grupos de
icebergs
entre los cuales había algunos que tenían más de cien metros de elevación; hacían espantosamente triste la posición del
Forward
. Shandon comprendió que era necesario sacarlo de allí y llevarlo más lejos. Veinticuatro horas después, según sus cálculos, había podido desviarse unos tres kilómetros de ese lugar funesto.

Pero Shandon sentía de todas formas que el miedo se iba apoderando de él y paralizaba su energía. Por obedecer las instrucciones del capitán desconocido y seguir adelante, había colocado el buque en una situación peligrosa. El arrastre desesperaba a los marineros. Se necesitaban más de tres horas para abrir un canal de siete metros de longitud en un hielo que tenía comúnmente uno o dos metros de espesor. La moral de la tripulación empezaba a quebrarse. Shandon notó con asombro el silencio de los marineros. Su insólita obediencia parecía ser la calma precursora de una tempestad.

La desesperación se apoderó completamente de su ánimo cuando se dio cuenta de que, a consecuencia de un movimiento insensible del campo de hielo, el
Forward
perdió durante la noche del 18 al 19 todo lo que había avanzado a costa de tantas fatigas. El sábado por la mañana estaba otra vez delante del Pulgar del Diablo, siempre amenazador, y en una posición aún más crítica. Los
icebergs
se multiplicaban y pasaban por entre la niebla como fantasmas.

Shandon quedó completamente abatido. El terror penetró en su corazón. Había oído decir algo acerca de la desaparición del perro, pero no se atrevió a castigar a los culpables por miedo de provocar un motín.

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