Las Aventuras del Capitán Hatteras (4 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

BOOK: Las Aventuras del Capitán Hatteras
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El comandante, el doctor, James Wall y Johnson se reunieron en la popa para examinar la dirección y la fuerza de la corriente. El doctor preguntó si estaba comprobada la uniformidad de la corriente del mar de Baffin.

—Sin duda —respondió Shandon—, y los buques de vela la superan no sin dificultad.

—Más aún —añadió James Wall—, se la encuentra lo mismo en la costa oriental de América que en la occidental de Groenlandia.

—Tienen razón, entonces —dijo el doctor— los que buscan el paso del Noroeste. Esta corriente marcha con una velocidad de unos ocho kilómetros por hora, y es difícil suponer que nazca en el fondo de un golfo. Por lo tanto es necesario admitir que América se halla completamente desprendida de las tierras polares, y que el Océano Pacífico, lamiendo sus costas, va hasta el Atlántico. Además, la mayor elevación de las aguas del primero termina de explicar su desagüe hacia los mares de Europa.

La noche del miércoles al jueves, el viento sopló con mucha fuerza, la aproximación a la costa se hizo peligrosa en una época en que los
icebergs
son muy numerosos, así es que el comandante hizo recoger velas, para evitar mayores riesgos.

El termómetro descendió por debajo del punto de congelación. Shandon hizo distribuir a la tripulación, una chaqueta y pantalón de lana, una camisa de franela y medias como las que usan los aldeanos en Noruega, además de un par de botas impermeables.

Capitán
, el perro se contentaba con su forro natural. Parecía poco sensible a las variaciones de temperatura. Había pasado, sin duda, más de una prueba semejante. Además se le veía poco, pues estaba casi siempre escondido en las partes más oscuras del buque.

Al anochecer, se divisó entre la niebla la costa de Groenlandia. El doctor con su catalejo, pudo distinguir una serie de picachos surcados por grandes témpanos, pero la niebla se extendió rápidamente, como el telón de un teatro.

El 20 de abril, por la mañana, el
Forward
encontró un
iceberg
que tendría cincuenta metros de altura, varado allí desde tiempo inmemorial. No habían podido contra él los deshielos, que respetaban sus extrañas formas. Snow lo vio; James Ross, en 1829, lo copió exactamente, y en 1854, el francés Bellot, a bordo del
Prince-Albert
, lo distinguió también. Como es natural, el doctor quiso conservar la imagen de esa montaña célebre, y sacó de ella un bosquejo.

Con una temperatura que al mediodía no superó los 11 grados centígrados y bajo un cielo de nieve y de nieblas, se divisó por fin el cabo Farewell. El
Forward
llegaba puntualmente en el día fijado por el capitán desconocido.

—He aquí —dijo el doctor—, el cabo tan digno de su nombre. ¡Muchos lo han pasado para nunca más volverlo a ver! Lo pasaron Frobisher, Knight, Barlow, Vaugham, Seroggs, Barents, Hudson, Blosseville, Franklin, Crozier, Bellot, para nunca más regresar, pues este cabo ha sido realmente el de las ¡despedidas eternas!

El
Forward
se abrió camino fácilmente entre los hielos resquebrajados. El viento era bueno, pero la temperatura baja.

Por la noche había que estar alertas. Las montañas flotantes se estrechaban en ese paso angosto. Con frecuencia, se contaban cien de ellas en el horizonte. Se desprendían de las costas elevadas, para caer al océano. Se encontraban también muchos maderos flotantes, cuyo choque era preciso evitar, por lo que el
crow´s nest
, un tonel de fondo movible, en el cual el
icemaster
, vigilaba el mar y daba aviso de los témpanos que descubría, fue puesto en el tope del trinquete.

El sol había reaparecido desde el 31 de enero, Y se mantenía más y más sobre el horizonte. La nieve dañaba la vista, y si bien no producía una oscuridad completa, hacía muy penosa la navegación.

El 21 de abril se divisó el cabo Desolación. Desde que el bergantín entró en los hielos, los marineros no habían tenido un instante de reposo. Pronto fue necesario volver a recurrir al vapor para abrirse camino entre los témpanos.

El doctor y el contramaestre Johnson conversaban en popa, mientras Shandon dormía en su camarote.

—Ya se, señor Clawbonny —decía Johnson—, que este país no es como los otros. Se le ha llamado la Tierra Verde; pero no tiene casi nada que justifique su nombre.

—¿Quién sabe, amigo —respondió el doctor—, si esta tierra en el siglo X tenía derecho a llamarse como se llama? Cuentan los cronistas islandeses, que ochocientos o novecientos años atrás, había doscientas poblaciones en este continente.

Me asombra, señor Clawbonny, porque ahora éste es un triste país.

—Es verdad; pero ahora ofrece sustento suficiente a algunos habitantes; aborígenes y hasta a europeos civilizados.

—Sin duda. En Disko, en Uppernawik, se encuentran hombres que aceptan vivir en climas tan rigurosos pero yo siempre he creído que permanecen en ellos por fuerza y no por voluntad.

—Es posible. Sin embargo, el hombre se acostumbra a todo, y esos groenlandeses no me parecen tan dignos de lástima como los trabajadores de nuestras grandes ciudades.

El médico aprovechó la ocasión para preguntar a Johnson si la tripulación se había curado de sus inquietudes.

—Algo se ha repuesto, doctor; y sin embargo, si he de decir la verdad, desde que entramos en el estrecho, el capitán es la preocupación general, pues casi todos esperaban verlo aparecer en la extremidad de Groenlandia y hasta ahora no ha pasado nada. Entre nosotros, señor Clawbonny, la no aparición del capitán, ¿no le causa también asombro?

—Para serle franco, Johnson, empieza a hacerme algunas cosquillas.

—¿Cree en la existencia del capitán?

—Como en la mía.

—Pero ¿qué razones ha podido tener para obrar como lo hace?

—Yo creo que el capitán ha querido llevar a la tripulación bastante lejos para que no pudiera retroceder. Si se hubiera presentado a bordo en el momento de la partida, todos hubieran querido que les revelara el destino del buque y lo habrían puesto en apuros.

—En apuros ¿por qué?

—Si él trata de acometer alguna empresa sobrehumana, ¿cree usted que sabiéndolo la tripulación se hubiera dejado reclutar?

—Es posible, señor Clawbonny; yo he conocido aventureros intrépidos cuyo solo nombre hacía temblar al más valiente y no hubieran encontrado a nadie que los acompañara en sus expediciones.

—Excepto yo —dijo el doctor.

—Y yo —respondió Johnson—. Nuestro capitán es, sin duda, uno de esos aventureros. Ya veremos. Supongo que desde Uppernawik o de la bahía de Melville este bravo desconocido vendrá a establecerse a bordo, y nos dirá hasta dónde se propone llevar al buque.

—Lo mismo creo yo, Johnson; pero la dificultad estará en llegar a la bahía de Melville. Nos encontramos rodeados enteramente de témpanos. Difícilmente dejan paso al
Forward
.

—En nuestro lenguaje de balleneros, señor Clawbonny, llamamos a eso un
icefield
, es decir, una superficie continua de hielos, cuyos límites no se perciben.

—Me parece —dijo el doctor— que la temperatura va a bajar aún más.

—Lo siento —respondió Johnson—, porque necesitamos el deshielo para que estos témpanos se desmenucen y vayan a perderse al Atlántico.

—Sí, pero antes es necesario pasar.

—Sí, tiene razón, señor Clawbonny. En junio y julio habríamos hallado el paso libre, pero las órdenes eran precisas, y hemos tenido que estar aquí en abril. Así, creo que nuestro capitán tiene un gran proyecto. No se parte tan anticipadamente sino para ir lejos. En fin, ya lo veremos.

El doctor tenía razón al anunciar un descenso en la temperatura. El termómetro marcaba al mediodía l4 grados centígrados bajo cero y había una brisa del Noroeste que despejaba la atmósfera y ayudaba a la corriente a precipitar los hielos flotantes hacia el camino del
Forward
. No todos, sin embargo, obedecían al mismo impulso. No era raro encontrar algunos de los
icebergs
más altos que, empujados por su base por una corriente submarina, derivaban en sentido contrario.

Los dos maquinistas no tenían un minuto de reposo; la maniobra del vapor se ejecutaba desde la misma cubierta por medio de palancas que la aceleraban, la detenían o la modificaban según las órdenes. A veces era Preciso ganar rápidamente una abertura del campo de hielo, o superar en velocidad a un témpano, que amenazaba cerrar la única salida practicable. De vez en cuando un témpano enorme, cayendo de improvisto, obligaba al bergantín a retroceder súbitamente para no ser aplastado. Aquellos hielos, arrastrados y amontonados por la corriente del Norte, se precipitaban en el camino y si llegaba a sobrevenir una helada, podían oponer al
Forward
una barrera infranqueable.

En aquellos sitios se veían grandes cantidades de aves acuáticas: petreles y fragatas cruzaban en todas direcciones graznando; se veían también muchas gaviotas de cabeza grande y cuello corto, que desplegaban sus alas desafiando la violencia del huracán. Esa población alada animaba el paisaje desolado.

El 22 la temperatura siguió bajando. El
Forward
forzó el vapor para ganar los pasos favorables. El viento del Noroeste se había fijado, de manera que se recogieron las velas.

El domingo los marineros tuvieron poco trabajo. Después de la lectura del oficio divino, de la que se encargó Shandon, la tripulación se dedicó a cazar alcas que preparadas según una receta del doctor Clawbonny fueron a la mesa de los oficiales y de la marinería.

Durante los días siguientes, 24, 25 y 26 de abril, continuó la lucha con los hielos; la maniobra de la máquina se hizo penosa y a cada momento el vapor se escapaba silbando por las válvulas.

Como la niebla era espesa, el acercamiento de los
icebergs
se reconocía solamente por sordas detonaciones producidas por los aludes. El buque viraba entonces inmediatamente, y había gran peligro de chocar contra moles de hielo de agua dulce, notables por la transparencia de su cristal y por su dureza de sílice. Shandon no dejó de completar su provisión de agua, embarcando muchos toneles de aquel hielo.

El doctor no podía acostumbrarse a las ilusiones ópticas que la refracción producía en aquellos parajes. A veces un
iceberg
, que se hallaba a dieciséis kilómetros del bergantín, se le aparecía como un peñón muy cercano. El procuraba acostumbrar su vista a ese fenómeno, para corregir el error de sus ojos.

Por haber estado arrastrando el buque a lo largo de los campos de hielo, o por haber tenido que desviar a viva fuerza los témpanos más amenazadores con largas pértigas, la tripulación quedó rendida de fatiga. Sin embargo, el viernes 27 de abril, el
Forward
aún estaba detenido en el límite del círculo polar.

La Tripulación Conversa

Sin embargo, el bergantín continuó avanzando por los estrechos pasadizos que se abrían entre los hielos. Se acercaban los campos helados que puestos en movimiento representan a veces una presión de más de diez millones de toneladas. Había que evitar sus desagradables caricias de manera que se prepararon en el interior del buque las sierras para cortar hielo.

Parte de la tripulación aceptaba los duros trabajos a que se hallaba sometida, pero la otra se quejaba, sin atreverse todavía a desobedecer. Mientras se ocupaban en la colocación de las sierras. Garry, Bolton, Pen y Gripper conversaban.

—¡Voto al diablo! —decía Bolton—. No sé por qué me acuerdo ahora de una buena taberna en que se pasa muy bien entre un vaso de gin y una botella de cerveza. Debo estar delirando ya que en estas ciudades de nieve, no existen ni el más insignificante boliche en que un bravo marino pueda tomarse un brandy.

—Lo que dices es demasiado cierto, Bolton —replicó Gripper—. ¡Buena idea privar de toda bebida alcohólica a gente que viaja por los mares del Norte!

—Por lo visto —respondió Garry— has olvidado, Gripper, lo que dijo el doctor. Hay que abstenerse de beber para evitar el escorbuto, mantener la salud y poder llegar lejos.

—Yo no quiero ir lejos, Garry. Me parece que es ya demasiado haber llegado hasta aquí y empeñarse en pasar por donde el diablo no quiere que pasemos.

—¡No pasaremos! —dijo Pen—. ¡Cuándo pienso en que me he olvidado ya del sabor del gin!

—Pero —insistió Bolton— recuerda lo que ha dicho el doctor.

—¿Y qué? —contestó Pen, con voz vinosa y enronquecida—. Creo que sólo se trata de economizar la bebida con el pretexto de cuidar nuestra salud.

—Me parece —dijo Bolton— que Pen tiene la nariz demasiado roja y si algo pierde de su color navegando bajo el régimen de abstinencia no será malo.

—¿Qué te ha hecho mi nariz? —respondió bruscamente el marino—. Cuídate de la tuya, y deja en paz la mía.

—No creía que tuvieras la nariz tan susceptible. A mí, un buen vaso de whisky, me gusta tanto como a otro cualquiera; pero si, me ha de causar más daño que provecho, sé pasarme sin él —dijo Pen.

—Tú sabes pasarte sin él —dijo el fogonero Warren—, pero no a todos nos ocurre lo mismo.

—¿Qué quieres decir con eso, Warren? —preguntó Garry mirándole fijamente.

—Quiero decir que hay licores a bordo, y se me antoja que no se privan mucho de ellos los que nos mandan.

—¿Qué sabes tú? —preguntó Garry.

Warren no supo qué responder.

—Ya ves, Garry —repuso Bolton—. Warren no sabe nada.

—Y bien —dijo Pen—, pediremos una ración de gin al comandante. La merecemos.

—No lo hagan —respondió Garry.

—¿Por qué? —preguntaron Pen y Warren.

—Porque el comandante se hará el desentendido.

—Ustedes sabían cuál era el régimen de a bordo cuando se embarcaron; entonces era el momento de pensar.

—Además —respondió Bolton haciendo causa común con Garry, Shandon no es el amo a bordo.

—Entonces, ¿a quién dirigirnos? —preguntó Pen.

—Al capitán.

—¡Vuelta al capitán! —exclamó Pen—. ¿No ven que en estos bancos de hielo no hay dónde encontrar un capitán?

—Yo digo que hay un capitán —repuso Bolton—, y apostaría dos meses de mi sueldo a que no tardaremos en verlo.

—¡Ojalá! —dijo Pen—. Quisiera que hubiera alguien a quien cantárselas claras.

—¿Quién habla del capitán? —terció entonces el marinero Clifton, un hombre supersticioso y envidioso al mismo tiempo.

—¿Se sabe acaso algo nuevo sobre el capitán?

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