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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

Las Aventuras del Capitán Hatteras (14 page)

BOOK: Las Aventuras del Capitán Hatteras
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Se comprobó que una pequeña cantidad de carbón bastaba para conservar en las salas una temperatura de 10 grados centígrados. Después de haber hecho revisar los pañoles, Hatteras comprobó que no tenía combustible ni para dos meses.

Se estableció un tendedero para los vestidos que tenían que lavarse ya que no era conveniente secarlos al aire, porque se ponían duros y quebradizos.

Las partes delicadas de la máquina se desmontaron también con el mayor cuidado y se cerró herméticamente el departamento en que se las guardó.

Hatteras estableció con mucho tino un reglamento para regular la vida invernal. Los marineros se levantaban a las seis de la mañana; el piso de los dos cuartos se fregaba todas las mañanas con arena caliente; el té hirviendo figuraba en toda las comidas, y la alimentación variaba todo lo posible, según, los días de la semana, componiéndose de pan, grasa de buey y de pasas para los
puddings
, de azúcar, cacao, arroz, de limonada, carne en conserva de buey y cerdo salado y de verduras y legumbres en vinagre. La cocina estaba situada fuera de las salas comunes, con lo que, si bien que se desperdiciaba su calor, se evitaba su evaporación y la humedad.

La salud de la gente dependía mucho de su dieta. En aquellas elevadas latitudes se debe ingerir principalmente materias animales. El doctor había presidido la confección de las minutas.

—Es necesario —decía— aprender de los esquimales que han recibido lección de la naturaleza. Si los árabes y los africanos pueden contentarse con algunos dátiles y un puñado de arroz, aquí hay que comer mucho. Los esquimales ingieren diariamente mucho aceite y grasas. Al que no le agrade este régimen, tendrá que recurrir al azúcar. En una palabra, necesitamos carbono, mucho carbono. Es bueno echar carbón en la estufa que llevamos dentro de nosotros mismos.

Se prescribió a todos los marineros tomar cada dos días un baño de agua medio helada que se sacaba del pozo. Este medio era excelente para conservar el calor natural. El doctor daba el ejemplo. En un principio le pareció que el baño era muy desagradable pero pronto halló un verdadero placer en aquellas inmersiones.

Cuando el trabajo, la caza o los reconocimientos obligaban a los tripulantes a desafiar a los grandes fríos, tenían que procurar no quedar helados en cualquier parte del cuerpo. Cuando, a pesar de todas las precauciones se helaban, la circulación de la sangre se restablecía con fricciones de nieve. Además, los marineros vestían cuidadosamente con trajes de lana que les cubrían todo el cuerpo; llevaban capotes de piel de gamo y pantalones de piel de foca, que son perfectamente impermeables.

Los arreglos del buque y la instalación a bordo se prolongaron durante cerca de tres semanas. Así, se llegó al 10 de octubre sin novedad.

La Vieja Zorra de Ross

La temperatura había descendido a 16 grados bajo cero pero la ausencia de vientos hacía que el frío pudiera soportarse. Aprovechando esta circunstancia y la transparencia del aire, Hatteras partió a hacer un reconocimiento del lugar. Trepó a uno de los
icebergs
más altos pero aún con ayuda de su catalejos no divisó más que una cadena de montañas de hielo. No había ni una señal de tierra a la vista. Después de un rato volvió a bordo, tratando de calcular la duración probable de la invernada.

El doctor, James Wall, Simpson, Johnson y Bell, entre otros, se habían aficionado a la caza y eso permitía a la tripulación disponer de alguna carne fresca. La verdad es que sólo las perdices de roca, propias de esa latitud, no emigraban al Sur en el invierno y se las podía matar fácilmente.

También había liebres, zorras, lobos, armiños y osos, pero estos animales eran ariscos y escapaban apenas olían a los cazadores. Además era difícil distinguirlos en esas planicies blancas, de su mismo color.

La caza de las focas era especialmente apetecida, tanto por sus pieles como por su grasa, que podía servir de combustible. Además, su hígado puede ser un excelente comestible. Se veían cientos de estos mamíferos y a pocos kilómetros del buque el campo estaba literalmente hecho un colador por los agujeros de esos enormes anfibios. Sin embargo, ellos huelen al cazador desde lejos y aunque muchos resultaron heridos, escaparon fácilmente zambulléndose en el mar, por debajo de los hielos.

Afortunadamente, Simpson logró cazar a una gran foca, gracias a que tomó la precaución de tapar su agujero, cortándole de esa forma la retirada. Así el animal quedó a disposición de los cazadores. Resistió un tiempo pero después de haber recibido varios tiros quedó exánime. Tenía tres metros de largo y dieciséis dientes en las mandíbulas. Sus grandes aletas pectorales en forma de antebrazos, su cola pequeña y provista de otro par de aletas, hacían de él un magnífico ejemplar. El doctor quiso conservar la cabeza para su colección, y la piel para eventuales necesidades futuras. Preparó una y otro por un medio fácil y rápido. Hundió el cuerpo del animal en el agujero. Miles de pequeños crustáceos no dejaron en él ni la menor partícula de carne de modo que en doce horas el trabajo estaba concluido. Ni el más hábil curtidor de Inglaterra hubiera podido hacerlo mejor.

El 23 de septiembre comienza el invierno en las regiones árticas. El sol fue escondiéndose poco a poco tras el horizonte y desapareció por fin el 23 de octubre, alumbrando con sus rayos oblicuos, por última vez, la cima de las montañas heladas. El doctor le dio su adiós de sabio y de viajero. Ya no lo volvería a ver hasta el mes de febrero.

Sin embargo, durante esta larga ausencia del sol, la oscuridad no es total. La luna lo reemplaza todos los meses. Además está el singular brillo de las estrellas en el cielo transparente, el resplandor de los planetas, las auroras boreales y retracciones singulares de los horizontes blanqueados por la nieve. Por otra parte, hay todos los días una especie de crepúsculo durante algunas horas. Desafortunadamente, la niebla y los torbellinos de nieve hunden a menudo aquellas frías regiones en la más completa oscuridad.

La temperatura bajó bruscamente el 25 de octubre, a 20 grados centígrados bajo cero. Se desencadenó un huracán fortísimo y una densa niebla oscureció la atmósfera. Durante varias horas todos se preocuparon por la suerte de Bell y de Simpson, a quienes la caza había llevado demasiado lejos, y no volvieron a bordo sino después de haber permanecido un día entero echados sobre sus pieles de gamo, mientras la tormenta barría el espacio sobre ellos, sepultándolos bajo un metro y medio de nieve. Les faltó poco para quedar helados y el doctor tuvo que hacer grandes esfuerzos para restablecerles la circulación de la sangre. La tempestad duró ocho días en los cuales no se podía sacar un pie fuera del buque.

En aquel período de ocio forzado, cada cual vivía a su manera. Unos pasaban el tiempo durmiendo, los otros fumando y algunos conversando en voz baja e interrumpiéndose al acercarse Johnson o el doctor. Ningún lazo unía ya a los hombres de aquella tripulación. No se reunían más que para la oración de la tarde, y los domingos para la lectura de la Biblia.

Clifton comprendió que pasado el 78 grados paralelo, su parte de la paga llegaba a 375 libras. Esa cantidad le parecía bien y no ambicionaba más. Todos participaban de su opinión y no pensaban más que en disfrutar lo más pronto posible, de esa fortuna ganada a costa de tantas fatigas y sacrificios.

El capitán no se divisaba en parte alguna. No participaba ni en las cacerías ni en los paseos. También lo dejaban indiferente los fenómenos meteorológicos que maravillaban al doctor. Vivía con una idea fija que se resumía en dos palabras:
Polo Norte
. No pensaba sino en el momento en que el
Forward
, libre de los hielos, volvería a navegar hacia latitudes boreales.

No hay cosa más triste que un buque prisionero, inmóvil, cuyas formas han sido alteradas bajo gruesas capas de hielo. No se parece a nada; hecho para el movimiento no se puede mover y se ha convertido en casa de madera, en almacén, en recinto sedentario. Esta circunstancia anómala llenaba las almas de los marineros con sentimientos indefinibles de amargura.

Cuando terminó la tempestad, el 3 de noviembre a las seis de la mañana, con una temperatura de 21 grados centígrados bajo cero, el doctor partió en excursión de caza en compañía de Johnson y de Bell. Las llanuras de hielo estaban unidas y la nieve, endurecida por la helada ofrecía un terreno bastante apto para una buena caminata. Un frío seco y punzante llenaba la atmósfera. La luna brillaba con pureza incomparable, producía un efecto luminoso incomparable en las pequeñas asperezas del campo y en las huellas de los pasos. Las grandes sombras de los cazadores se estiraban en el hielo con limpieza sorprendente.

El doctor había llevado a su amigo
Duck
, que era mucho mejor cazador que los perros groenlandeses.
Duck
corría olfateando el camino y con frecuencia mostraba a los hombres alguna huella de oso aún fresca. Sin embargo, pese a su habilidad, los cazadores no habían encontrado siquiera una liebre después de dos horas de camino.

—¿Se habrá ido la caza al Sur? —preguntó el doctor.

—Así parece, señor Clawbonny —contestó el carpintero.

—No lo creo —dijo Johnson—. Las liebres, zorras y osos están acostumbrados a estos climas. Me parece que la última tempestad fue la causa de su desaparición. Pero con los vientos del Sur no tardarán en volver.

—Si al menos pudiéramos siquiera proveernos de carne de oso —suspiró Bell.

—Ahí está precisamente la dificultad —replicó el doctor— los osos son escasos y salvajes. Todavía no están bastante civilizados como para ponerse al alcance de nuestras escopetas.

—Bell habla de carne de oso —repuso Johnson—, pero en este momento sería preferible su grasa.

—Tienes razón, Johnson —dijo Bell—. Tú sólo piensas en el combustible.

—¿En qué otra cosa se puede pensar? No nos queda carbón, por más que se economice, más que para tres semanas.

—Sí —dijo el doctor—. La cosa es seria. No estamos más que a principios de noviembre y en la zona glacial, febrero es el más frío del año. Aún así, a falta de grasa de oso, podemos contar con la de foca.

—Pero no por mucho tiempo —dijo Johnson—. Las focas, por frío o por miedo, pronto dejarán de salir a la superficie de los hielos.

—Si es así —dijo el doctor— es indispensable cazar osos. Además el oso es el animal más útil de esas comarcas porque proporciona alimento, vestido y combustible. ¿Oyes,
Duck
? —dijo el doctor acariciando al perro—. Necesitamos osos. ¡Búscalos!

En ese mismo momento Duck partió, veloz como una flecha, husmeando en el hielo.

Uno de los fenómenos extraordinarios es el gran alcance del sonido en las bajas temperaturas. Este hecho es comparable sólo con la claridad de las constelaciones en el cielo boreal. Los rayos luminosos y las ondas sonoras se propagan a enormes distancias sobre todo cuando reina el frío seco en las noches hiperbóreas.

Guiados por los lejanos ladridos, los cazadores se lanzaron tras
Duck
. Llegaron a él jadeando. El perro estaba a cerca de cincuenta pasos de una mole enorme que se agitaba en la cumbre de un monte.

—¡Un oso, un buen oso! —exclamó Bell preparando su escopeta.

Johnson y el doctor lo imitaron y dispararon, al parecer sin dar en el blanco porque el animal siguió balanceando parsimoniosamente su enorme cabezota. Johnson se acercó también y, después de apuntar cuidadosamente, apretó el gatillo de su escopeta.

—¡Nada! —gritó el doctor—. ¡Maldita refracción! ¿No nos acostumbraremos nunca a ella? Ese oso está fuera de tiro. Debe encontrarse por lo menos a mil pasos de nosotros.

—¡Vamos! ¡Adelante! —exclamó Bell.

Los tres corrieron hacia el animal, al que los tiros no habían alterado para nada. Parecía ser de gran tamaño y los hombres, sin calcular el peligro que representaba el carnívoro, se lanzaron al ataque. Cuando llegaron a una distancia regular hicieron fuego y el oso, herido mortalmente, dio un salto y cayó al pie de la loma.

Duck
fue corriendo hacia él.

—Es raro que haya caído tan pronto —dijo el doctor.

—No nos ha costado más que tres tiros —afirmó.

—¡Qué extraño! —dijo Johnson.

—Puede que hayamos llegado precisamente en el momento en que iba a morirse de viejo —comentó el doctor, riendo.

Los cazadores llegaron al pie de la loma, y con gran asombro hallaron a
Duck
oliendo el cadáver de una zorra blanca.

—¡Buen negocio! —exclamó Bell—. ¡Qué chasco el que nos hemos llevado!

—¿Es posible? —dijo el doctor—. ¡Matamos un oso, y cae una zorra!

Johnson no sabía qué decir.

—¡Bueno! —exclamó el doctor con una carcajada mezclada con despecho—. ¡La refracción! ¡Siempre la refracción!

—¿Qué quiere decir, señor Clawbonny? —preguntó el carpintero.

—Quiero decir amigo, que la refracción nos ha engañado tanto acerca de la dimensión como de la distancia. Nos ha hecho ver un oso bajo la piel de una zorra. Por lo visto aquí todo es fantasmal.

—Oso o zorra, lo comeremos igual. Llevémosla —dijo Johnson.

Pero en el momento de echarse el animal al hombro advirtió:

—Esto sí que es raro.

—¿Qué pasa? —preguntó el doctor.

—¡Mire, señor Clawbonny, mire! Lleva un collar y no creo que se trate de un efecto de la refracción.

—¿Un collar? —preguntó el doctor, inclinándose hacia el cuadrúpedo.

Así era: un collar de cobre bastante gastado resaltaba sobre la blanca piel de la zorra. El doctor creyó notar en él letras grabadas.

—¿Qué significa esto? —preguntó Johnson.

—Significa —respondió el doctor— que acabamos de matar una zorra que tiene más de doce años, una zorra que fue cogida por James Ross en 1847.

—¿Es posible? —exclamó Bell.

—¡Así es! Y siento que hayamos matado este pobre animal. Durante su invernada, se le ocurrió a Ross la idea de coger gran número de zorras blancas y les puso a todas un collar de cobre donde estaba grabada la indicación de sus buques, el
Enterprise
y el
Investigator
, y las de los depósitos de víveres. Las zorras atraviesan grandes distancias en busca de alimentos, y Ross esperaba que alguna de ellas cayera en manos de los hombres de la expedición de Franklin.

—Creo que no nos la comeremos —dijo Johnson—. Además, ¡una zorra de doce años! Nos contentaremos con guardar su piel.

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