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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

Las cenizas de Ángela (4 page)

BOOK: Las cenizas de Ángela
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—Ya te he dicho que volveré a casa —dice.

Ese mismo día, más tarde, mamá nos viste. Mete a los gemelos en el cochecito y nos ponemos en marcha por las largas calles de Brooklyn. Algunas veces deja a Malachy subirse al cochecito cuando está cansado de trotar al lado de ella. A mí me dice que soy demasiado mayor para ir en el cochecito. Yo podría decirle que me duelen las piernas de intentar seguir su paso, pero ella no canta y sé que hoy no están las cosas para decir que me duele algo.

Llegamos a una verja grande donde hay un hombre en una caseta con ventanas por todos los lados. Mamá habla con el hombre. Le pregunta si le deja entrar hasta el sitio donde pagan a los obreros y si podrían darle una parte del sueldo de papá para que él no se lo gaste en los bares. El hombre sacude la cabeza y dice:

—Lo siento, señora, pero si hiciéramos eso la mitad de las señoras de Brooklyn entrarían al asalto. Muchos hombres tienen el problema de la bebida, pero no podemos hacer nada mientras se presenten serenos y hagan su trabajo.

Esperamos en la acera de enfrente. Mamá me deja sentarme en la acera apoyado en la pared. Da a los gemelos sus biberones de agua con azúcar, pero Malachy y yo tenemos que esperar a que papá le dé dinero y podamos ir al italiano para comprar té, pan y huevos.

Cuando suena la sirena a las cinco y media empieza a salir por la puerta un enjambre de hombres con gorra y guardapolvos, con la cara y las manos negras del trabajo. Mamá nos dice que busquemos a papá con atención, pues ella casi no ve nada de un lado al otro de la calle: tan mal tiene la vista. Hay hombres a docenas; después sólo hay unos pocos y después no hay ninguno. Mamá exclama:

—¿Por qué no lo habéis visto? ¿Es que estáis ciegos, o qué?

Vuelve a dirigirse al hombre de la caseta.

—¿Está seguro de que no queda dentro ningún hombre?

—No, señora —dice él—. Han salido. No sé cómo ha podido darle esquinazo.

Volvemos por las largas calles de Brooklyn. Los gemelos enseñan los biberones y lloran pidiendo más agua con azúcar. Malachy dice que tiene hambre y mamá le dice:

—Esperad un poco; papá nos dará dinero y todos tomaremos una buena cena. Iremos al italiano, compraremos huevos y haremos tostadas en la lumbre del fogón y las comeremos con mermelada. Sí, lo haremos así, y estaremos a gusto y calentitos.

Está oscuro en la avenida Atlantic, y los bares próximos a la estación del ferrocarril de Long Island están iluminados y animados. Vamos de un bar a otro buscando a papá. Mamá nos hace esperar fuera con el cochecito mientras entra ella, o me envía a mí. Hay multitud de hombres ruidosos y rancios olores que me recuerdan a papá cuando llega a casa oliendo a whiskey.

El hombre que está detrás de la barra me dice:

—¿Qué quieres, hijo? No deberías estar aquí, ya lo sabes.

—Estoy buscando a mi padre. ¿Está aquí mi padre?

—No, hijo, ¿cómo voy a saberlo? ¿Quién es tu padre?

—Se llama Malachy y canta
Kevin Barry.

—¿Malakey?

—No, Malachy.

—¿Malachy? ¿Y canta
Kevin Barry?

Se dirige en voz alta a los hombres que están en el bar:

—¿Muchachos, alguno de vosotros conoce a un tal Malachy que canta
Kevin Barry?

Los hombres niegan con la cabeza. Uno dice que conocía a un tal Michael que cantaba
Kevin Barry,
pero que se murió por culpa del alcohol que tomaba a causa de sus heridas de guerra.

—Jesús, Pete, ¿es que te he pedido que me cuentes la historia del mundo? —dice el barman—. No, chico. Aquí no dejamos cantar a la gente. Se arman líos. Especialmente los irlandeses. Si se les deja cantar, a continuación vienen los puñetazos. Por otra parte, nunca había oído un nombre como ése, Malachy. No, chico, aquí no hay ningún Malachy.

El hombre al que llaman Pete me acerca su vaso.

—Toma, chico, toma un trago.

Pero el barman le dice:

—¿Qué haces, Pete? ¿Quieres emborrachar al chico? Como vuelvas a hacer eso, Pete, salgo y te parto el culo.

Mamá prueba en todos los bares próximos a la estación antes de rendirse. Se apoya en una pared y se echa a llorar.

—Jesús, todavía tenemos que volver a la avenida Classon a pie, y tengo cuatro niños que se mueren de hambre.

Me hace que vuelva a entrar en el bar donde Pete me ofreció el trago para preguntar al barman si me podría llenar de agua los biberones de los gemelos, y quizás ponerles un poco de azúcar a cada uno. A los hombres que están en la barra les parece muy gracioso que el barman esté llenando biberones, pero éste es un hombre grande y les dice que cierren el pico. Me dice que los niños pequeños deben beber leche y no agua, y cuando yo le digo que mamá no tiene dinero él vacía los biberones y los llena de leche.

—Dile a tu mamá que les hace falta para los dientes y para los huesos —dice—. Si beben agua con azúcar, lo único que les da es el raquitismo. Díselo a tu mamá.

Mamá es feliz por la leche. Dice que sabe lo de los dientes, los huesos y el raquitismo, pero que el que pide no escoge.

Cuando llegamos a la avenida Classon va directamente a la tienda de comestibles del italiano. Dice al tendero que su marido se retrasa esa noche, que seguramente está haciendo horas extraordinarias, y le pregunta si sería posible llevarse algunas cosas que le pagará mañana con toda seguridad.

—Señora, usted siempre paga su cuenta tarde o temprano —dice el italiano—, puede llevarse de esta tienda todo lo que quiera.

—Oh, no quiero muchas cosas —dice ella.

—Lo que quiera, señora, porque sé que es una mujer honrada y tiene unos niños preciosos.

Tomamos huevos con tostadas y mermelada, aunque estamos tan cansados de andar por las largas calles de Brooklyn que apenas podemos mover las mandíbulas para masticar. Los gemelos se quedan dormidos después de comer y mamá los echa en la cama para cambiarles los pañales. Me envía a mí al fondo del pasillo a enjuagar los pañales sucios en el retrete para poder colgarlos a secar y usarlos al día siguiente. Malachy le ayuda a lavar el trasero a los gemelos, aunque también él está a punto de caer dormido.

Me arrastro a la cama con Malachy y con los gemelos. Dirijo la vista a mamá, que está junto a la mesa de la cocina, fumándose un cigarrillo, tomando té y llorando. Quiero levantarme y decirle que pronto seré un hombre y tendré trabajo en el sitio de la verja grande, y llegaré a casa todos los viernes por la noche con dinero para huevos, tostadas y mermelada, y ella podrá volver a cantar «Cualquiera entenderá por qué quería yo tu beso».

A la semana siguiente papá pierde el trabajo. Llega a casa ese viernes por la noche, arroja su sueldo sobre la mesa y dice a mamá:

—¿Estás contenta? Te presentas en la puerta a quejarte y a acusarme, y me despiden. Buscaban una excusa y tú se la ofreciste.

Toma algunos dólares de su sueldo y se marcha. Vuelve a casa tarde, vociferando y cantando. Los gemelos lloran, y mamá los tranquiliza y después pasa mucho rato llorando ella misma.

Pasamos horas enteras en el parque infantil cuando los gemelos están dormidos, cuando mamá está cansada y cuando papá llega a casa oliendo a whiskey, cantando a voces cómo ahorcaron a Kevin Barry un lunes por la mañana o la canción que habla de Roddy McCorley:

Por la calle estrecha pasó,

Sonriente, orgulloso y joven;

Sus rizos dorados están pegados

A la cuerda de cáñamo del cuello.

Ni una lágrima en los ojos azules:

Alegres y luminosos los tiene,

Roddy McCorley, que va a la muerte

Hoy, en el puente de Toome.

Mientras él canta y desfila alrededor de la mesa, mamá llora y los gemelos berrean con ella.

—Vete, Frankie; vete, Malachy —dice—. No debéis ver así a vuestro padre. Quedaos en el parque infantil.

No nos importa ir al parque infantil. Podemos jugar con las hojas que se amontonan en el suelo y podemos empujarnos el uno al otro en los columpios, pero más tarde llega el invierno a la avenida Classon y los columpios están helados y ni siquiera se mueven. Minnie MacAdorey dice:

—¡Que Dios ampare a estos pobrecitos niños! No tienen ni un guante entre los dos.

Esto me hace reír, porque sé que Malachy y yo tenemos cuatro manos entre los dos, y sería una tontería tener un solo guante. Malachy no sabe siquiera de qué me río: no sabrá nada hasta que tenga cuatro años para cumplir cinco.

Minnie nos hace entrar en su casa y nos da té y gachas con mermelada. El señor MacAdorey está sentado en un sillón con la nueva hija de los dos, Maisie. Sujeta el biberón de la niña y canta:

A dar palmas, a dar palmas,

Que papá viene a casa,

Con bollos en el bolsillo

Sólo para Maisie.

A dar palmas, a dar palmas,

Que papá viene a casa,

Y papá tiene dinero

Y mamá no tiene nada.

Malachy intenta cantar la canción, pero yo le digo que lo deje, que es la canción de Maisie. Se echa a llorar y Minnie dice:

—Ya, ya. Puedes cantar la canción. Es una canción para todos los niños.

El señor MacAdorey sonríe a Malachy, y yo me pregunto qué mundo es éste si cualquiera puede cantar la canción de cualquier otro.

—No frunzas el ceño, Frankie —dice Minnie—. Así se te oscurece la cara, y bien sabe Dios que ya la tienes bastante oscura. Algún día tendréis una hermanita y podréis cantarle esa canción.
Och,
sí. Tendréis una hermanita, seguro.

Minnie tiene razón, y el deseo de mamá se cumple. Pronto llega una criatura nueva, una niña, y la llaman Margaret. Todos queremos a Margaret. Tiene el pelo negro y rizado y los ojos azules como mamá, y mueve las manitas y gorjea como cualquier pajarillo de los árboles de la avenida Classon. Minnie dice que el día que nació esta criatura hubo fiesta en el cielo. La señora Leibowitz dice que no se habían visto nunca en el mundo esos ojos, esa sonrisa, esa felicidad.

—Me hace bailar —dice la señora Leibowitz.

Cuando papá llega a casa de buscar trabajo, coge en brazos a Margaret y le canta:

En un rincón oscuro, una noche de luna

Vi a un gnomo.

Con gorra morada y casaca verde,

con un pequeño cántaro a su lado.

Tic, toc, tic, sonaba su martillo

En un zapatito.

Oh, me río porque lo atraparon al fin,

Pero el hada se reía también.

Se pasea por la cocina con ella y le habla. Le dice lo preciosa que es con el pelo negro y rizado y con los ojos azules de su madre. Le dice que la llevará a Irlanda y que se pasearán por los valles de Antrim y se bañarán en el lago Neagh. Él encontrará trabajo pronto, claro que sí, y ella tendrá vestidos de seda y zapatos con hebillas de plata.

Cuanto más canta papá a Margaret, menos llora ella, y con el tiempo hasta empieza a reír. Mamá dice:

—Miradlo: quiere bailar con esa criatura en brazos, con lo torpe que es.

Mamá se ríe, y nos reímos todos.

Cuando los gemelos eran pequeños lloraban, y papá y mamá les decían «chis» y «sss», les daban de comer y ellos volvían a dormirse. Pero cuando llora Margaret, reina en el aire un gran ambiente de soledad y papá salta de la cama en un momento, la coge en brazos, baila despacio alrededor de la mesa, cantándole, haciendo sonidos como una madre. Cuando pasa junto a la ventana por donde entra la luz de la farola se le ven lágrimas en las mejillas, y eso es raro, pues él no llora nunca por nadie si no es cuando ha bebido y canta la canción de Kevin Barry y la canción de Roddy McCorley. Ahora llora por Margaret y no huele a alcohol.

—Está en el cielo con esa criatura —dice mamá a Minnie MacAdorey—. No ha tomado ni una gota desde que nació. Ojalá hubiera tenido una hija hace mucho tiempo.

—Och,
son preciosas, ¿verdad? —dice Minnie—. Los niños también son estupendos, pero le hace falta una niña que sea sólo para usted.

—¿Sólo para mí? —dice mi madre, riéndose—. Dios del cielo, si no tuviera que darle el pecho no podría acercarme a ella siquiera, porque él quiere tenerla siempre en brazos, día y noche.

Minnie dice que de todos modos es precioso ver a un hombre tan encantado con su niña, pues ¿no están todos encantados con ella?

Todos.

Los gemelos ya se ponen de pie y andan, y sufren accidentes constantemente. Tienen los traseros irritados porque siempre están mojados y cagados. Se meten porquerías en la boca, trozos de papel, plumas, cordones de zapatos, y vomitan. Mamá dice que la estamos volviendo loca entre todos. Viste a los gemelos, los mete en el cochecito, y Malachy y yo los llevamos al parque infantil. El tiempo frío ha terminado y los árboles tienen hojas verdes a un lado y otro de la avenida Classon.

Corremos por el parque infantil con el cochecito y los gemelos se ríen y hacen gu, gu hasta que tienen hambre y rompen a llorar. En el cochecito hay dos biberones llenos de agua con azúcar, y esto los hace callar durante un rato, hasta que vuelven a tener hambre y lloran tanto que yo no sé qué hacer, porque son muy pequeños y me gustaría darles comida de todas clases para que se rieran e hicieran esos ruidos de críos. Les encanta la papilla que les prepara mamá en un cazo, pan machacado en leche con agua y azúcar. Mamá lo llama «pan con dulce».

Si llevo a los gemelos a casa ahora, mamá me chillará por no darle un momento de descanso o por despertar a Margaret. Debemos quedamos en el parque infantil hasta que ella se asome a la ventana y nos llame. Yo hago muecas a los gemelos para que dejen de llorar. Me pongo un pedazo de papel en la cabeza y lo dejo caer, y ellos se ríen mucho. Llevo el cochecito hasta los columpios, donde Malachy está jugando con Freddie Leibowitz. Malachy está intentando contar a Freddy cómo Setanta se convirtió en Cuchulain. Yo le digo que deje de contar ese cuento, porque es mi cuento. Él no lo deja. Yo lo empujo y llora, «buaa, buaa, se lo contaré a mamá». Freddie me empuja y todo se vuelve oscuro dentro de mi cabeza y yo lo ataco con los puños, con las rodillas y con los pies hasta que él chilla, «Eh, para, para», y no lo hago porque no puedo, no sé hacerlo, y si me paro Malachy seguirá quitándome mi cuento. Freddie me aparta de un empujón y huye corriendo, chillando, «Frankie ha intentado matarme, Frankie ha intentado matarme». Yo no sé qué hacer porque nunca había intentado matar a nadie hasta entonces y ahora Malachy, que está sentado en el columpio, llora, «No me mates, Frankie», y tiene un aspecto tan indefenso que yo lo rodeo con mis brazos y le ayudo a bajar del columpio. Él me abraza.

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