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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

Las cenizas de Ángela (8 page)

BOOK: Las cenizas de Ángela
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Papá no dice nada, y mamá mira fijamente a la pared que tiene delante.

—Estaríais mejor en el Estado Libre —dice la abuela—. Dublín es grande, y seguro que hay trabajo allí o en las granjas de los alrededores.

—También tienes derecho a cobrar del IRA —dice el abuelo—. Hiciste tu parte, y han estado dando dinero a los hombres de todo el Estado Libre. Podríais ir a Dublín a solicitar ayuda. Nosotros podemos prestaros el importe de los billetes de autobús a Dublín. Los gemelos pueden ir sentados en vuestras rodillas y no tendréis que pagar billete por ellos.

Papá dice
«Och,
sí», y mamá mira fijamente a la pared con lágrimas en los ojos.

Después de comer volvimos a la cama, y a la mañana siguiente todos los mayores estaban sentados con expresión de tristeza. Pronto llegó un hombre en un automóvil y nos volvió a bajar por la carretera hasta la tienda donde nos guardaban el baúl. Subieron el baúl a la baca de un autobús y nosotros montamos en el autobús. Papá dijo que íbamos a Dublín.

—¿Qué es Dublín? —dijo Malachy; pero nadie le respondió.

Papá se puso a Eugene en las rodillas y mamá a Oliver. Papá miraba los campos y me dijo que por allí le gustaba pasearse a Cuchulain. Yo le pregunté dónde había metido Cuchulain de un golpe la pelota en la boca del perro, y él me dijo que fue algunas millas más allá.

—Mirad, mirad —dijo Malachy, y miramos. Era una gran capa plateada de agua, y papá dijo que era el lago Neagh, el lago más grande de Irlanda, el lago donde solía nadar Cuchulain después de sus grandes batallas. Cuchulain tenía tanto calor que cuando saltaba al lago Neagh éste se ponía a hervir y calentaba los campos de la comarca durante varios días. Algún día volveríamos todos e iríamos de pesca como el mismo Cuchulain. Pescaríamos anguilas y las freiríamos en una sartén, a diferencia de Cuchulain, que las arrancaba del lago y se las tragaba, serpenteantes, porque en una anguila hay mucha fuerza.

—¿Es verdad, papá?

—Lo es.

Mamá no miró el lago Neagh por la ventanilla. Tenía la mejilla apoyada en la cabeza de Oliver y miraba fijamente el piso del autobús.

Poco después, el autobús rueda por un lugar donde hay casas grandes, automóviles, caballos que tiran de carros, gente en bicicleta y cientos de personas a pie. Malachy está emocionado.

—Papá, papá, ¿dónde está el parque infantil, los columpios? Quiero ver a Freddie Leibowitz.

—Och,
hijo, ahora estás en Dublín, lejos de la avenida Classon. Estás en Irlanda, muy lejos de Nueva York.

Cuando el autobús se detiene, bajan el baúl y lo dejan en el suelo de la estación de autobuses. Papá dice a mamá que ella se puede quedar sentada en un banco de la estación mientras él va a ver al hombre del IRA en un lugar que se llama Terenure. Dice que en la estación hay retretes para los niños, que no tardará, que tendrá dinero cuando vuelva y que todos podremos comer. Me dice que vaya con él, y mamá dice:

—No, lo necesito para que me ayude.

Pero cuando papá dice: «Necesitaré ayuda para llevar todo ese dinero», ella se ríe y dice:

—Está bien: ve con tu papi.

«Tu papi». Eso significa que ella está de buen humor. Cuando dice «tu padre» significa que está de mal humor.

Papá me coge de la mano mientras yo camino a su lado al trote. Es un andarín rápido, Terenure está lejos y yo tengo la esperanza de que se detenga y me lleve a cuestas como hizo con los gemelos en Toome. Pero él avanza a buen paso sin decir nada, salvo para preguntar a la gente dónde está Terenure. Al cabo de cierto tiempo dice que estamos en Terenure y ahora tenemos que encontrar al señor Charles Heggarty, del IRA. Un hombre que tiene una mancha rosada en un ojo nos dice que es en aquella misma calle y que Charlie Heggarty vive en el número catorce, así lo parta un rayo.

—Veo que usted es un nombre que hizo su parte —dice el hombre a papá.

—Och,
hice mi parte —dice papá; y el hombre dice:

—Yo también hice mi parte, y ¿qué he sacado en limpio? Un ojo de menos y una pensión que no daría de comer ni a un canario.

—Pero Irlanda es libre, y ésa es una cosa grande.

—Libre, y una mierda —dice el hombre—. Creo que estábamos mejor con los ingleses. Que tenga usted suerte, en todo caso, pues creo que ya sé a lo que ha venido.

Una mujer abre la puerta en el número catorce.

—Me temo que el señor Heggarty está ocupado.

Papá le dice que acaba de venir a pie desde el centro de Dublín con su hijo pequeño, que ha dejado a su esposa y a tres hijos esperándolos en la estación de autobuses y que si el señor Heggarty está tan ocupado lo esperaremos sentados en el umbral de la puerta.

La mujer regresa al cabo de un minuto a decir que el señor Heggarty dispone de un poco de tiempo y que si tendríamos la bondad de acompañarla. El señor Heggarty está sentado ante un escritorio, cerca de un fuego vivo.

—¿Qué puedo hacer por usted? —dice.

Papá se planta ante el escritorio y dice:

—Acabo de regresar de América con mi esposa y mis cuatro hijos. No tenemos nada. Yo combatí en una Columna Volante durante la revolución y espero que pueda ayudarme ahora que lo necesito.

El señor Heggarty toma el nombre de papá y pasa las páginas de un libro grande que tiene en su escritorio. Sacude la cabeza.

—No; aquí no hay ninguna constancia de sus servicios.

Papá pronuncia un largo discurso. Cuenta al señor Heggarty cómo luchó, cuándo, dónde, cómo tuvieron que sacarlo de Irlanda clandestinamente porque habían puesto precio a su cabeza, cómo estaba educando a sus hijos en el amor a Irlanda.

El señor Heggarty dice que lo siente pero que no puede ponerse a dar dinero a cada hombre que se presenta allí y le asegura que hizo su parte. Papá me dice:

—Recuerda esto, Francis. Ésta es la nueva Irlanda. Hombrecillos en sillitas con pedacitos de papel. Ésta es la Irlanda por la que murieron los hombres.

El señor Heggarty dice que estudiará la solicitud de papá y que le informará con toda seguridad del resultado. Nos dará dinero para tomar el autobús de vuelta a la ciudad. Papá mira las monedas que tiene en la mano el señor Heggarty y dice:

—Podría darme un poco más para pagarme una pinta.

—Ah, lo que le interesa es beber, ¿no es así?

—Una pinta casi no es beber.

—Sería capaz de volver a pie todas esas millas y de hacer andar al niño por tomarse una pinta, ¿verdad?

—Nadie se ha muerto por andar.

—Quiero que salga de esta casa —dice el señor Heggarty—, o llamaré a un guardia, y tenga la seguridad de que no tendrá noticias mías. No estamos repartiendo dinero para apoyar a la familia Guinness.

Cae la noche por las calles de Dublín. Los niños ríen y juegan bajo las farolas; las madres los llaman desde las puertas de las casas; nos llegan olores de las cocinas durante todo el camino; por las ventanas vemos a la gente sentada a la mesa, comiendo. Yo estoy cansado y hambriento y quiero que papá me lleve a cuestas, pero sé que no sirve de nada pedírselo ahora, en vista de cómo tiene de tensa y de rígida la cara. Le dejo que me coja de la mano y corro para seguir su paso hasta que llegamos a la estación de autobús, donde mamá espera con mis hermanos.

Todos están dormidos en el banco, mi madre y mis tres hermanos. Cuando papá dice a mamá que no hay dinero, ella sacude la cabeza y solloza:

—Ay, Jesús, ¿qué vamos a hacer?

Un hombre con un uniforme azul se acerca y le pregunta:

—¿Qué pasa, señora?

Papá le dice que estamos desamparados allí en la estación de autobuses, que no tenemos dinero ni dónde ir y que los niños tienen hambre. El hombre dice que va a salir de servicio, que nos llevará al cuartel de la policía, donde tenía que ir en todo caso para presentar su informe, y que allí verán lo que se puede hacer.

El hombre de uniforme nos dice que lo llamemos «guardia». Así se llama a los policías en Irlanda. Nos pregunta cómo se llama a los policías en América, y Malachy dice que «poli». El guardia le da unas palmaditas en la cabeza y le dice que es un pequeño yanqui muy listo.

En el cuartel de la policía el sargento nos dice que podemos pasar allí la noche. Dice que, sintiéndolo mucho, sólo nos puede ofrecer el suelo. Es jueves, y las celdas están llenas de hombres que se habían bebido el dinero del subsidio de paro y que no querían salir de las tabernas.

Los guardias nos dan té caliente y dulce y gruesas rebanadas de pan untadas de mantequilla y de mermelada, y nosotros nos ponemos tan contentos que corremos por el cuartel, jugando. Los guardias dicen que somos un gran grupo de pequeños yanquis y que les gustaría llevarnos a sus casas; pero yo digo que no, Malachy dice que no, los gemelos dicen que no, que no, y todos los guardias se ríen. Los hombres de las celdas extienden la mano y nos dan palmaditas en la cabeza; huelen igual que papá cuando vuelve a casa cantando canciones que dicen que Kevin Barry y Roddy McCorley van a morir. Los hombres dicen:

—Jesús, escuchad cómo hablan. Parecen estrellas de cine. ¿Os habéis caído del cielo, o qué?

Las mujeres de las celdas del otro extremo dicen a Malachy que es guapísimo y que los gemelos son muy ricos. Una mujer me dice:

—Ven aquí, cariño, ¿quieres un caramelo?

Yo asiento con la cabeza y ella dice:

—Muy bien; pon la mano.

Se saca algo pegajoso de la boca y me lo pone en la mano.

—Ahí tienes —dice—: un buen pedazo de caramelo. Métetelo en la boca.

Yo no quiero metérmelo en la boca, porque está pegajoso y húmedo de su boca, pero no sé lo que hay que hacer cuando una mujer que está en una celda te ofrece un caramelo pegajoso, y estoy a punto de metérmelo en la boca cuando llega un guardia, coge el caramelo y se lo vuelve a tirar a la mujer.

—Deja en paz al niño, puta borracha —dice, y todas las mujeres se ríen.

El sargento entrega a mi madre una manta y ella se duerme tendida sobre un banco. Los demás nos echamos en el suelo. Papá se queda sentado con la espalda apoyada en la pared y con los ojos abiertos bajo la visera de su gorra, y fuma cuando los guardias le dan cigarrillos. El guardia que tiró el caramelo a la mujer dice que es de Ballymena, en el Norte, y habla con papá de la gente que conocen los dos de allí y de otras partes, como Cushendall y Toome. El guardia dice que algún día cobrará una pensión y que entonces vivirá en las orillas del lago Neagh y se pasará los días pescando.

—Anguilas —dice—, anguilas a discreción. Jesús, me encantan las anguilas fritas.

—¿Es éste Cuchulain? —pregunto a papá; y el guardia se ríe hasta que se le pone roja la cara.

—¡Ay, Madre de Dios! ¿Lo habéis oído? El chico quiere saber si yo soy Cuchulain. Es un pequeño yanqui y ha oído hablar de Cuchulain.

—No —dice papá—; no es Cuchulain, pero es un buen hombre que vivirá a orillas del lago Neagh y se pasará los días pescando.

Papá me está sacudiendo. «Arriba, Francis, arriba». En el cuartel hay ruido. Un muchacho que friega el suelo está cantando:

Cualquiera entenderá por qué quería yo tu beso,

Tenía que ser, y la razón es ésta,

¿Puede ser cierto que alguien como tú

Pueda amarme a mí, amarme a mí?

Yo le digo que ésa es la canción de mi madre y que debe dejar de cantarla, pero él se limita a dar una calada a su cigarrillo y se marcha y yo me pregunto por qué la gente tiene que cantar las canciones de los demás. Los hombres y las mujeres que salen de las celdas bostezan y gruñen. La mujer que me ofreció el caramelo se detiene y me dice:

—Había bebido, niño. Siento haberte hecho quedar mal.

Pero el guardia de Ballymena le dice:

—Sigue adelante, puta vieja, si no quieres que te vuelva a encerrar.

—Pues enciérrame —dice ella—. Entrar, salir. ¿Qué me importa, hijo de la grandísima puta?

Mamá está incorporada en el banco, envuelta en la manta. Una mujer de cabellos grises le trae una jarra de té y le dice:

—Muy buenas, soy la mujer del sargento y él ha dicho que podrían necesitar ayuda. ¿Le apetece un buen huevo pasado por agua, señora?

Mamá rehúsa con la cabeza.

—Ah, vamos, señora, seguro que un buen huevo le sentará bien en su estado.

Pero mamá rehúsa con la cabeza, y yo me pregunto cómo es capaz de rechazar un huevo pasado por agua, cuando no hay en el mundo una cosa igual.

—Muy bien, señora —dice la mujer del sargento—: unas tostadas, entonces, y algo para los niños y para su pobre marido.

Vuelve a otra habitación y pronto tenemos té y pan. Papá se bebe su té pero nos entrega su pan, y mamá dice:

—Por el amor de Dios, cómete tu pan. No nos servirás de nada si te caes de hambre.

Él sacude la cabeza y pregunta a la mujer del sargento si sería posible que le dieran un cigarrillo. Ella le trae el cigarrillo y dice a mamá que los guardias del cuartel han hecho una colecta para pagarles el billete de tren a Limerick. Vendrá un automóvil a recoger nuestro baúl y a dejarnos en la estación de ferrocarril de Kingsbridge.

—Estarán en Limerick dentro de tres o cuatro horas —añade.

Mamá extiende los brazos y abraza a la mujer del sargento.

—Dios la bendiga a usted, a su marido y a todos los guardias —dice mamá—. No sé qué hubiéramos hecho sin ustedes. Bien sabe Dios lo agradable que es estar otra vez entre nuestra propia gente.

—Es lo menos que podíamos hacer —dice la mujer del sargento—. Tienen unos hijos encantadores, y yo misma soy de Cork y sé lo que es estar en Dublín sin dos peniques en el bolsillo.

Papá está sentado al otro extremo del banco, fumándose su cigarrillo, bebiéndose su té. Se queda allí hasta que llega el automóvil para llevarnos por las calles de Dublín. Papá pregunta al chófer si le importaría pasar por la central de Correos, y el chófer le dice:

—¿Quiere comprar un sello, o qué?

—No —dice papá—. He oído decir que han puesto una estatua nueva de Cuchulain en honor a los hombres que murieron en 1916, y me gustaría enseñársela a este hijo mío, que admira mucho a Cuchulain.

El chófer dice que no tiene idea de quién es ese Cuchulain, pero que no le importa en absoluto parar allí. Dice que también podrá entrar él mismo para ver la causa de todo ese alboroto, pues no ha entrado en la central de Correos desde que era niño, cuando los ingleses estuvieron a punto de derribarla con sus grandes cañones que disparaban desde el río Liffey. Dice que veremos los orificios de las balas en toda la fachada y que deberían dejarlos allí para recordar a los irlandeses la perfidia inglesa. Yo pregunto al hombre qué es la perfidia y él dice: «Pregúntaselo a tu padre», y yo voy a preguntárselo, pero nos paramos ante un edificio grande con columnas, y es la central de Correos.

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