Entonces dice:
—No sé qué hace aquí a estas horas. Nunca atiendo a los de beneficencia hasta las seis de la tarde. Pero haré una excepción por ser la primera vez que viene. Y usted, ¿trae también vale? —pregunta a Nora.
—No. Soy una amiga que he venido a ayudar a esta pobre familia con su primer vale de San Vicente de Paúl.
La mujer extiende una hoja grande de papel de periódico en la balanza y vierte la harina de un saco grande. Cuando termina de verter, dice:
—Ahí tiene: una libra de harina.
—No lo creo —dice Nora—. Esa libra de harina es muy pequeña.
La mujer se sonroja y dirige a Nora una mirada feroz.
—¿Me está acusando?
—Ay, no, señora McGrath —dice Nora—. Creo que ha sucedido un pequeño accidente y que ha apretado ese papel con la cadera sin darse cuenta de que tiraba un poco del papel. No, Dios mío. Una mujer como usted, que siempre está de rodillas ante la Virgen María, es una inspiración para todos nosotros. ¿Es suyo ese dinero que está en el suelo?
La señora McGrath retrocede rápidamente y la aguja de la balanza salta y tiembla.
—¿Qué dinero? —dice, hasta que mira a Nora y cae en la cuenta. Nora sonríe.
—Debió de ser una sombra —dice, y sonríe mirando la balanza—. Había un error, en efecto, pues la balanza apenas indica media libra de harina. Esta balanza me está dando siempre la lata.
—Estoy segura de ello —dice Nora.
—Pero tengo la conciencia limpia ante Dios —dice la señora McGrath.
—Estoy segura de que la tiene, y de que la admiran todos y cada uno de los miembros de la Conferencia de San Vicente de Paúl y de la Legión de María.
—Procuro ser buena católica.
—¿Lo procura? Dios sabe que no le hace falta procurarlo mucho, pues tiene fama por su buen corazón, y me pregunto si le sobrarían un par de caramelos para estos niños.
—Bueno, no soy millonaria, pero tengan...
—Dios se lo pague, señora McGrath; y sé que es mucho pedir, pero ¿tendría la bondad de prestarme un par de cigarrillos?
—Bueno, no están en el vale. No estoy aquí para proporcionar lujos.
—Si le fuera posible, señora, yo hablaré de su bondad a los de San Vicente de Paúl.
—Está bien, está bien —dice la señora McGrath—. Tenga. Le doy los cigarrillos por primera y última vez.
—Que Dios se lo pague —dice Nora—, y siento que le dé tanto la lata esa balanza.
De vuelta a casa nos detuvimos en el Parque del Pueblo y nos sentamos en un banco mientras Malachy y yo chupábamos nuestros caramelos y mamá y Nora se fumaban sus cigarrillos. A Nora le dio la tos por fumar, y dijo a mamá que los pitillos la acabarían matando, que en su familia había casos de tisis y que nadie llegaba a viejo, aunque, ¿quién querría llegar a viejo en Limerick, una ciudad donde lo primero que se notaba al echar una ojeada era que se veían pocas personas con canas? Todos los que tenían canas estaban en el cementerio o al otro lado del Atlántico, trabajando en los ferrocarriles o paseándose con uniforme de policías.
—Tiene suerte de haber visto un poco de mundo, señora. Dios, yo daría cualquier cosa por ver Nueva York, la gente que sube y baja bailando por Broadway sin preocupaciones. No: tuve que ir y enredarme con un borrachín con encanto, Peter Molloy, campeón de beber pintas, que me dejó en estado y me llevó al altar cuando yo apenas había cumplido los diecisiete. Yo era una ignorante, señora. En Limerick nos criamos ignorantes, la verdad, no sabíamos una mierda de nada y, de repente, somos madres antes de ser mujeres. Y aquí no hay más que lluvia y viejas beatas que rezan el rosario. Daría las muelas por salir de aquí, por ir a América, o aunque fuese a la misma Inglaterra. El campeón de beber pintas siempre está en paro; algunas veces se bebe también el paro y me pone tan fuera de mí que acabo en el manicomio.
Dio una calada al cigarrillo y se atragantó, se puso a toser hasta que el cuerpo se le agitaba de un lado a otro, y entre las toses sollozaba, «Jesús, Jesús». Cuando se le calmó la tos dijo que tenía que irse a su casa a tomarse su medicina.
—La veré la semana que viene en San Vicente de Paúl, señora —dijo—. Si le falta algo, envíeme recado a Vize's Field. Pregunte a cualquiera por la mujer de Peter Molloy, el campeón de beber pintas.
Eugene duerme en la cama bajo un abrigo. Papá está sentado junto a la chimenea y tiene a Oliver en su regazo. Me pregunto por qué está contando papá a Oliver un cuento de Cuchulain. Sabe que los cuentos de Cuchulain son míos, pero cuando miro a Oliver no me importa. Tiene las mejillas de color rojo brillante, está mirando fijamente la chimenea apagada y se ve que no le interesa Cuchulain. Mamá le pone la mano en la frente.
—Creo que tiene fiebre —dice—. Ojalá tuviera una cebolla para cocerla con leche y pimienta. Eso es bueno para la fiebre. Pero, aunque la tuviera, ¿cómo calentaría la leche? Necesitamos carbón para esa chimenea.
Entrega a papá el vale para recoger el carbón en la carretera del Muelle. Papá me lleva con él, pero está oscuro y todos los almacenes de carbón están cerrados.
—¿Qué vamos a hacer ahora, papá?
—No lo sé, hijo.
Por delante de nosotros hay mujeres con chales y niños pequeños que están recogiendo carbón por la carretera.
—Mira, papá, allí hay carbón.
—Och,
no, hijo. No vamos a recoger carbón por la carretera. No somos mendigos.
Dice a mamá que los almacenes de carbón están cerrados y que esta noche tendremos que beber leche y comer pan, pero cuando yo le digo lo de las mujeres de la carretera entrega a Eugene a mi padre.
—Si a ti se te caen los anillos por recoger carbón por la carretera, me pondré yo el abrigo y bajaré por la carretera del Muelle.
Coge una bolsa y nos lleva a Malachy y a mí con ella. Detrás de la carretera del Muelle hay algo ancho y oscuro donde se reflejan las luces. Mamá dice que es el río Shannon. Dice que el río Shannon es lo que más echaba de menos en América. El Hudson era precioso, pero el Shannon canta. Yo no oigo la canción, pero mi madre sí, y eso la hace feliz. Las otras mujeres se han marchado de la carretera del Muelle, y nosotros buscamos los trozos de carbón que han caído de los camiones. Mamá nos dice que recojamos cualquier cosa que arda, carbón, madera, cartón, papel. Dice que hay quien quema el estiércol de los caballos pero que nosotros no hemos caído tan bajo todavía. Cuando tiene casi llena la bolsa, dice:
—Ahora tenemos que encontrar una cebolla para Oliver.
Malachy dice que él encontrará una, pero ella le dice:
—No; las cebollas no se encuentran en la carretera; se compran en las tiendas.
En cuanto ve una tienda, grita: «Allí hay una tienda», y entra corriendo.
—Sebolla —dice—. Sebolla para Oliver.
Mamá entra corriendo en la tienda y dice a la mujer que está detrás del mostrador:
—Perdone.
—Señor, es un encanto —dice la mujer—. ¿Es americano acaso?
Mamá asiente. La mujer sonríe y muestra dos dientes, uno a cada lado de sus encías superiores.
—Un encanto —dice—, y hay que ver qué rizos dorados tan lindos tiene. Y ¿qué es lo que quiere?, ¿un caramelo?
—Ay, no —dice mamá—. Una cebolla.
La mujer se ríe.
—¿Una cebolla? No había oído nunca a un niño pedir una cebolla. ¿Es eso lo que les gusta en América?
—Yo acababa de decir que me hacía falta una cebolla para mi otro hijo, que está enfermo —dice mamá—. Cebolla cocida en leche, ¿sabe?
—Dice bien, señora. No hay nada mejor que una cebolla cocida en leche. Y mira, pequeño, toma un caramelo para ti y otro para el otro niño; el hermano, supongo.
—Ay, de verdad, no debía molestarse —dice mamá—. Dad las gracias, niños.
—Tenga, una buena cebolla para el niño enfermo, señora.
—Ay, pero no puedo pagar la cebolla, señora —dice mamá—. No llevo encima ni un penique.
—Le regalo la cebolla, señora. Que no se diga que un niño cayó enfermo en Limerick por falta de una cebolla. Y no olvide echarle un poco de pimienta. ¿Tiene pimienta, señora?
—Ay, no, pero ya conseguiré cualquier día de éstos.
—Pues tome, señora. Pimienta y un poco de sal. Le sentará de maravilla al niño.
—Que Dios se lo pague, señora —dice mamá, que tiene los ojos húmedos.
Papá se está paseando de un lado a otro con Oliver en brazos y Eugene está jugando en el suelo con una cazuela y una cuchara.
—¿Has conseguido la cebolla? —dice papá.
—Sí, y más cosas —dice mamá—. He traído carbón y con qué prenderlo.
—Lo sabía. Recé una oración a San Judas Tadeo. Es mi santo favorito, el patrono de los casos desesperados.
—He conseguido el carbón y he conseguido la cebolla sin que me ayudase San Judas Tadeo.
—No deberías recoger carbón por la carretera como un mendigo cualquiera —dice papá—. No está bien. Es un mal ejemplo para los niños.
—Entonces deberías haber enviado a San Judas Tadeo a la carretera del Muelle.
—Tengo hambre —dice Malachy; y yo también tengo hambre, pero mamá dice:
—Os esperaréis hasta que Oliver se haya tomado su cebolla cocida en leche.
Enciende el fuego, corta la cebolla en dos, la deja caer en la leche hirviendo con un poco de mantequilla y espolvorea la leche con pimienta. Toma a Oliver en su regazo e intenta darle de comer, pero él se aparta y mira al fuego.
—Ah, vamos, amor mío —dice ella—. Te sentará bien. Te pondrá grande y fuerte.
Él cierra con fuerza la boca ante la cuchara. Ella deja la cazuela, lo acuna hasta que se queda dormido, lo deja en la cama y nos dice a los demás que guardemos silencio o nos hará pedazos. Corta en rodajas la otra mitad de la cebolla y la fríe en mantequilla con rebanadas de pan. Nos deja que nos sentemos en el suelo alrededor del fuego, donde nos comemos el pan frito y bebemos el té dulce e hirviente en tarros de mermelada.
—Ese fuego da buena luz —dice—, de modo que podemos apagar esa luz de gas hasta que tengamos monedas para echar en el contador.
El fuego caldea la habitación, y con las llamas que danzan en el carbón se pueden ver caras, montañas, valles y animales que saltan. Eugene se queda dormido en el suelo y papá lo recoge y lo echa en la cama junto a Oliver. Mamá deja la cazuela de la cebolla cocida en la repisa de la chimenea para que no la alcance un ratón o una rata. Dice que está cansada después de un día tan agitado, la Conferencia de San Vicente de Paúl, la tienda de la señora McGrath, la búsqueda de carbón por la carretera del Muelle, la preocupación porque Oliver no quería la cebolla cocida, y dice que si sigue así al día siguiente, se lo lleva al médico, y que ahora se va a acostar.
Pronto estamos todos en la cama, y si hay alguna que otra pulga no me importa, porque en la cama hace calor con los seis juntos, y me encanta el resplandor del fuego y el modo en que baila en las paredes y en el techo y pone la habitación roja y negra, roja y negra, hasta que se va amortiguando y se queda blanca y negra y lo único que se oye es un leve quejido de Oliver, que se revuelve en los brazos de mi madre.
A la mañana siguiente papá está encendiendo el fuego, preparando el té, cortando el pan. Ya está vestido y dice a mamá que se dé prisa en vestirse.
—Francis —me dice—, tu hermanito Oliver está enfermo y vamos a llevarlo al hospital. Sé un niño bueno y cuida de tus dos hermanos. Nosotros volveremos pronto.
—No abuséis del azúcar cuando estemos fuera —dice mamá—. No somos millonarios.
Cuando mamá coge en brazos a Oliver y lo envuelve en un abrigo, Eugene se pone de pie en la cama.
—Quiero a Oli —dice—. Oli, jugar.
—Oli volverá pronto —dice ella—, y podrás jugar con él. Ahora puedes jugar con Malachy y con Frank.
—Oli, Oli, quiero a Oli.
Sigue a Oliver con la vista y cuando se han marchado se queda sentado en la cama mirando por la ventana.
—Geni, Geni, tenemos pan, tenemos té —dice Malachy—. Tu pan con azúcar, Geni.
Éste sacude la cabeza y rechaza el pan que le ofrece Malachy. Gatea hasta el lugar donde Oliver durmió con mamá, baja la cabeza y se asoma a la ventana.
La abuela está en la puerta.
—Me han dicho que vuestro padre y vuestra madre bajaban corriendo por la calle Henry con el niño en brazos. ¿A dónde han ido?
—Oliver está enfermo. No quiso comerse la cebolla cocida en leche.
—¿Qué tonterías estás diciendo?
—No quiso comerse la cebolla cocida y se puso enfermo.
—¿Y quién está cuidando de vosotros?
—Yo.
—¿Y qué le pasa al niño que está en la cama? ¿Cómo se llama?
—Ése es Eugene. Echa de menos a Oliver. Son gemelos.
—Ya sé que son gemelos. Ese niño tiene aspecto de tener hambre. ¿Tenéis aquí gachas?
—¿Qué es gachas? —dice Malachy.
—¡Jesús, María y el santo San José! ¡Que qué son las gachas! Las gachas son las gachas. Eso es lo que son las gachas. Sois los yanquis más ignorantes que he visto en mi vida. Vamos, poneos las ropas y vamos a casa de vuestra tía Aggie, que vive enfrente. Está allí con su marido, Pa Keating, y os dará gachas.
Coge en brazos a Eugene, lo envuelve en su chal y cruzamos la calle para ir a casa de la tía Aggie. Está viviendo otra vez con el tío Pa porque dijo que a fin de cuentas ella no era una vaca gorda.
—¿Tienes gachas? —dice la abuela a la tía Aggie.
—¿Gachas? ¿Es que tengo que dar gachas a un montón de yanquis?
—Lo siento por ti —dice la abuela—. No te vas a morir por darles unas pocas gachas.
—Y supongo que las querrán con leche y azúcar, encima, o a lo mejor llaman a mi puerta para que les dé un huevo, nada menos. No sé por qué tenemos que pagar nosotros los errores de Ángela.
—Jesús —dice la abuela—, menos mal que tú no eras la dueña del portal de Belén; si no, la Sagrada Familia seguiría vagando por el mundo y cayéndose de hambre.
La abuela entra en la casa empujando a la tía Aggie, sienta a Eugene en una silla cerca del fuego y prepara las gachas. Entra un hombre que sale de otra habitación. Tiene el pelo negro y rizado y la piel negra, y me gustan sus ojos porque son muy azules y están dispuestos a sonreír. Es el marido de la tía Aggie, el hombre que se detuvo aquella noche que estábamos atacando a las pulgas y que nos habló de las pulgas y las serpientes, el hombre que tiene una tos por haber respirado gas en la guerra.
—¿Por qué estás todo negro? —dice Malachy, y el tío Pa Keating se ríe y tose tanto que tiene que aliviarse con un cigarrillo.