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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

Las correcciones (24 page)

BOOK: Las correcciones
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Pero a tal propósito le habría bastado con acudir a algún establecimiento del ramo y encargarlo todo, y además los chicos le estaban enseñando el tratamiento de imágenes por ordenador, y en el supuesto de que, aun así, le hubiera hecho falta un laboratorio, siempre habría podido alquilarlo por horas. De manera que su primer impulso de cumpleaños, cuando Caroline lo condujo hasta el garaje y una vez allí le enseñó un cuarto oscuro que ni quería ni necesitaba, fue echarse a llorar. En ciertos volúmenes de psicología para todos que adornaban la mesilla de noche de Caroline había aprendido a identificar las Señales de Aviso de la depresión, y una de esas Señales de Aviso, según todas las autoridades, era la proclividad al llanto intempestivo, de modo que se tragó el nudo que se le había formado en la garganta y se puso a corretear por su nuevo cuarto oscuro, carísimo, explicándole a Caroline (que en aquel momento experimentaba tanto el remordimiento del comprador como el ansia del regalador) que estaba ¡encantadísimo! con el regalo. A continuación, para estar seguro de no hallarse clínicamente deprimido y, también, de que Caroline nunca, ni por lo más remoto, fuera a pensar semejante cosa, tomó la decisión de trabajar en el cuarto oscuro dos veces por semana, hasta completar el álbum de los Doscientos Mejores Momentos de los Lambert.

La sospecha de que Caroline, consciente o inconscientemente, había tratado de desterrarlo de la casa poniendo el cuarto oscuro en el garaje era otro índice clave de paranoia.

Cuando repicó el cronómetro, Gary trasladó el tercer juego de copias al baño fijador y volvió a aumentar la intensidad de las luces.

—¿Qué son esos manchurrones blancos? —dijo Jonah, mirando la cubeta.

—No lo sé, Jonah.

—Parecen nubes —dijo Jonah.

El balón golpeó de lleno en un lateral del garaje.

Gary dejó a Enid con el ceño fruncido y a Alfred con la sonrisa puesta, flotando en fijador, y abrió las persianas. Vio que su araucaria y su matorral de bambú, allí cerca, estaban perlados de lluvia. En mitad del jardín trasero, cada uno con su jersey empapado de agua y sucio, que se le pegaba a los omoplatos, Caroline y Aaron respiraban afanosamente mientras Caleb se ataba una bota. Caroline, a los cuarenta y cinco años, tenía unas piernas de adolescente, y el pelo casi tan rubio como el día en que ella y Gary se conocieron, hacía veinte años, durante un concierto de Bob Seger en el Spectrum. Gary, en lo principal, seguía sintiéndose atraído por su mujer y excitándose al verla tan guapa, sin esforzarse en serlo, con su estirpe cuáquera. Por obra de un antiguo reflejo, agarró la cámara y enfocó el teleobjetivo en Caroline.

El rostro de su mujer le quitó las ganas de todo. Tenía un pinzamiento en el ceño, un surco de disgusto en torno a la boca. En seguida echó a correr detrás de un balón, cojeando.

Gary volvió la cámara hacia su hijo mayor, Aaron, que salía mejor en las fotos pillándolo descuidado, antes de que colocara la cabeza en un ángulo forzado que, a su entender, le favorecía. El chico estaba congestionado y con el rostro salpicado de barro, allí, bajo la lluvia, y Gary reguló el zoom para obtener un encuadre favorecedor. Pero el resentimiento de Caroline superaba ampliamente todas sus defensas neuroquímicas.

Ya habían dejado de jugar al fútbol y Caroline corría hacia la casa, cojeando.

Lucy hundió la cabeza en la melena de él, para que no le viera el rostro
—musitó Jonah.

Llegó un grito procedente de la casa.

Caleb y Aaron reaccionaron instantáneamente y cruzaron al galope el jardín, como protagonistas de una película de acción, para en seguida desaparecer en el interior. Pronto volvió a aparecer Aaron, gritando, en su nueva voz chirriante:

—¡Papá, papá, papá!

La histeria de los demás hizo de Gary un hombre tranquilo y metódico. Salió del cuarto oscuro y bajó lentamente la escalera, resbaladiza por la lluvia. En el espacio abierto situado por encima de los carriles del tren de cercanías, detrás del garaje, era como si la luz, en el aire húmedo, estuviese experimentando un proceso de automejora por venia del chaparrón primaveral.

—¡Papá, la abuela al teléfono!

Gary recorrió el jardín a paso tardo, deteniéndose incluso a examinar, y lamentar, los daños que el fútbol había infligido al césped. El barrio circundante, Chestnut Hill, no dejaba de ser un poco narniano. Arces de cien años y ginkgos y sicomoros, muchos de ellos mutilados para acomodar los cables de alta tensión, se cernían en gigantesca turbamulta sobre las calles parcheadas y vueltas a parchear, con nombres de tribus indias diezmadas. De los Seminola y de los Cherokee, de los Navajo y de los Shawnee. En varios kilómetros a la redonda, a pesar de la gran densidad de población y de la elevada renta per cápita, no había ni una sola carretera, y muy pocas tiendas útiles. La Tierra Olvidada por el Tiempo, lo llamaba Gary. Aquí, casi todas las casas, incluida la suya, estaban hechas de una pizarra parecida al estaño en bruto y exactamente del color de su pelo.

—¡Papá!

—Muchas gracias, Aaron, pero ya te oí la primera vez.

—¡La abuela al teléfono!

—Ya lo sé, Aaron. Me lo has dicho hace un momento.

En la cocina, de suelo de pizarra, halló a Caroline derrumbada en una silla y presionándose los riñones con ambas manos.

—Llamó esta mañana —dijo Caroline—. Me olvidé de decírtelo. El teléfono estuvo sonando cada cinco minutos, y he tenido que correr…

—Gracias, Caroline.

—He tenido que correr…

—Gracias.

Gary cogió el portátil y lo sostuvo tan lejos como le alcanzaba el brazo, como para mantener a raya a su madre, mientras se trasladaba al comedor. Donde lo esperaba Caleb, que tenía un dedo inserto entre las resbaladizas páginas de un catálogo.

—¿Puedo hablar contigo un momento, papá?

—Ahora no, Caleb, tengo a tu abuela al teléfono.

—Sólo quiero…

—Te he dicho que ahora no.

Caleb sacudió la cabeza y puso una sonrisa de incredulidad, igual que un muy televisado deportista cuando acababa de fallar un penalti.

Gary cruzó el vestíbulo principal, enlosado de mármol, para instalarse en el muy amplio salón, donde le dijo hola al pequeño teléfono.

—Le dije a Caroline que volvería a llamar —dijo Enid—, si no estabas cerca del teléfono.

—Las llamadas te salen a siete centavos el minuto —dijo Gary.

—O también me podías haber llamado tú.

—Mamá, estamos hablando de veinticinco centavos.

—Llevo todo el día tratando de comunicar contigo —dijo ella—. Mañana por la mañana, como muy tarde, hay que contestarle a la agencia de viajes. Y todavía tengo la esperaza de que vengáis por última vez a pasar las Navidades con nosotros, como le prometí a Jonah, así que…

—Espera un segundo —dijo Gary—. Voy a comentarlo con Caroline.

—Habéis tenido meses para hablarlo, Gary. No voy a quedarme aquí sentada esperando mientras vosotros…

—Es un segundo.

Tapando con el pulgar las perforaciones del receptor del pequeño teléfono, regresó a la cocina, donde encontró a Jonah en lo alto de una silla, con un paquete de Oreos en la mano. Caroline seguía derrumbada, junto a la mesa, respirando superficialmente.

—Ha sido terrible —dijo— la carrera que me he pegado para coger el teléfono.

—Llevabas dos horas correteando por el jardín, bajo la lluvia —dijo Gary.

—Sí, pero estaba estupendamente hasta la carrera que me he tenido que pegar para coger el teléfono.

—Caroline, ibas cojeando ya antes de que…

—Estaba perfectamente —dijo ella—, hasta que me pegué la carrera para coger el teléfono, que había sonado ya cincuenta veces.

—Muy bien, vale —dijo Gary—, la culpa es de mi madre. Ahora dime qué quieres que le diga de las Navidades.

—Lo que a ti te parezca. Aquí los recibiremos con mucho gusto.

—Habíamos hablado de ir nosotros allí.

Caroline dijo que no con la cabeza, muy minuciosamente, como borrando algo.

—No
habíamos
hablado nada. Fuiste tú quien hablaste. Yo no dije una palabra.

—Caroline…

—No puedo discutir esto con ella al teléfono. Dile que llame la semana próxima.

Jonah estaba empezando a comprender que podía zamparse todas las galletas que le vinieran en gana, sin que sus padres se diesen cuenta.

—Tienen que combinarlo ahora —dijo Gary—. Están tratando de decidir si hacen una parada aquí el mes que viene, después de su crucero. Depende de las Navidades.

—Me temo que se me ha desplazado una vértebra.

—Si te niegas a hablar del asunto —dijo él—, le comunicaré que pensamos ir a St. Jude.

—¡Ni hablar! Ése no fue el acuerdo.

—Lo que propongo es que hagamos una excepción al acuerdo, por una vez.

—¡No, no! —mechas húmedas de pelo rubio se desplazaron, agitadas, mientras Caroline levantaba acta de la negativa—. No puedes cambiar las reglas así como así.

—Una única excepción no significa cambiar las reglas.

—Dios mío, van a tener que hacerme una radiografía —dijo Caroline.

—Hay que decir sí o no.

Gary sentía en el pulgar el zumbido de la voz de su madre.

Caroline se puso en pie, se apoyó en el pecho de Gary y hundió el rostro en su jersey. Le golpeó ligeramente el esternón con el puñito cerrado.

—Por favor —dijo, acariciándole la clavícula—. Dile que luego la llamarás. Por favor. De verdad que me duele mucho la espalda.

Gary mantenía el teléfono a distancia, con el brazo rígido, mientras ella se apretaba contra él.

—Caroline. Llevan ocho años seguidos viniendo. No es ningún abuso por mi parte pedirte una excepción única. ¿Puedo decirle al menos que nos lo estamos pensando?

Caroline dijo que no con la cabeza, tristísima, y se dejó caer de nuevo en la silla.

—Muy bien, de acuerdo —dijo Gary—. Tomaré mi propia decisión.

Se plantó de dos zancadas en el comedor, donde Aaron, que había estado escuchando, lo miró como a un monstruo de crueldad conyugal.

—Papá —dijo Caleb—, si no estás hablando con la abuela, ¿te puedo preguntar una cosa?

—No, Caleb. Estoy hablando con la abuela.

—¿Puedo hablar contigo en cuanto termines?

—Dios mío, Dios mío, Dios mío —decía Caroline, mientras.

En el salón, Jonah se había repantigado en el sofá de cuero de mayor tamaño, con su torre de galletas y
El príncipe Caspian.

—¿Madre?

—No entiendo nada —dijo Enid—. Si no es buen momento para que hablemos, pues muy bien, llámame tú más tarde, pero tenerme esperando diez minutos…

—Sí, bueno, pero ya estoy aquí.

—Muy bien, pues ¿qué habéis decidido?

Antes de que Gary pudiese responder, de la cocina llegó un felino aullido de acongojante dolor, un grito como los que hacía quince años lanzaba Caroline durante el acto sexual, antes de que existieran los chicos y pudieran oírla.

—Un segundo, por favor, mamá.

—Esto no está bien —dijo Enid—. Es una falta de educación.

—Caroline —gritó Gary en dirección a la cocina—, ¿crees que podríamos comportarnos un rato como personas mayores?

—¡Ay, ay, ay! —gritó Caroline.

—Nadie se ha muerto de dolor de espalda, Caroline.

—Por favor —gritó ella—, llámala luego. Tropecé en el último peldaño cuando llegué corriendo. Me duele mucho, Gary.

Él se situó de espaldas a la cocina.

—Perdona, mamá.

—¿Qué está pasando ahí?

—Caroline se ha hecho un poco de daño en la espalda jugando al fútbol.

—No me gusta nada tener que decirlo —dijo Enid—, pero cuanto más viejo se hace uno, más duele todo. Tendría para horas y horas, si me pusiese a hablar de mis dolores. La cadera es que no para de dolerme. Pero también es verdad que con los años va uno adquiriendo un poco de madurez.

—¡Oh! ¡Aaah! ¡Aaah! —gritó Caroline, voluptuosamente.

—Sí, esa es la esperanza —dijo Gary.

—Total, ¿qué habéis decidido?

—El jurado sigue reunido, en cuanto a las Navidades —dijo él—, pero quizá debáis incluir en vuestros planes hacer una parada aquí…

—¡Ouh, ouh, ouh!

—Se está haciendo tardísimo para hacer reservas en época de Navidad —dijo Enid, en tono severo—. ¿Sabes que los Schumpert hicieron sus reservas para Hawai en abril, porque el año pasado, que esperaron hasta septiembre, no pudieron conseguir las plazas que…?

Aaron llegó corriendo de la cocina.

—¡Papá!

—Estoy hablando por teléfono, Aaron.

—¡Papá!

—Estoy hablando por teléfono, Aaron, como muy bien puedes ver.

—Dave padece colostomía —dijo Enid.

—Tienes que hacer algo ahora mismo —dijo Aaron—. A mamá le está doliendo de verdad. Dice que tienes que llevarla al hospital.

—La verdad —dijo Caleb, metiéndose en la conversación, catálogo en mano— es que también podrías llevarme a mí a otro sitio.

—No, Caleb.

—Pero es que hay una tienda a la que tengo que ir como sea.

—Las plazas más asequibles son los que antes se agotan —dijo Enid.

—¡Aaron! —gritaba Caroline desde la cocina—. ¡Aaron! ¿Dónde estás? ¿Dónde está tu padre? ¿Dónde está Caleb?

—Está uno intentando concentrarse, y vaya follón —dijo Jonah.

—Lo siento, mamá —dijo Gary—. Voy a buscar un sitio más tranquilo.

—Se está haciendo muy tarde —dijo Enid, con el pánico propio, en la voz, de una mujer para quien cada día que pasaba, cada hora que pasaba, traía consigo la pérdida de más plazas libres para los vuelos de finales de diciembre, y así se le iba desintegrando, partícula a partícula, la postrera esperanza de que Gary y Caroline se vinieran con sus hijos a pasar por última vez las Navidades en St. lude.

—Papá —insistió Aaron, siguiendo a Gary en su camino por las escaleras hacia el piso de arriba—, ¿qué le digo?

—Dile que llame al 911. Usa tu móvil, llama a una ambulancia —dijo Gary, y levantó la voz para añadir—: ¡Caroline! ¡Llama al 911!

Nueve años atrás, durante un viaje al Medio Oeste cuyas particulares torturas incluyeron sendas tormentas de hielo en Filadelfia y St. Jude, un retraso de cuatro horas en la salida, con un niño de cinco años, gimiendo, y otro de dos, aullando, una noche con Caleb vomitando ferozmente, como reacción (según Caroline) a la mantequilla y la grasa de beicon que Enid utilizaba para cocinar, y una mala costalada que se dio Caroline por culpa del hielo que cubría el acceso a casa de sus suegros (sus problemas de espalda databan de los tiempos en que jugaba al hockey sobre hierba en Friends' Central, pero se le habían «reactivado», según ella, como consecuencia de aquella caída), Gary le había prometido a su mujer que jamás volvería a venirle con la pretensión de pasar las Navidades en St. Jude. Pero ahora sus padres llevaban ocho años seguidos viniendo a Filadelfia, y, por poca gracia que le hiciera la obsesión de su madre con las Navidades —que, a su entender, era síntoma de una enfermedad más grave, a saber: un doloroso vacío en la vida de Enid—, la verdad era que no podía echarles en cara a sus padres que quisieran pasarlas en su propia casa ese año. También calculaba Gary que Enid, una vez conseguidas sus «últimas Navidades», se haría menos reacia a la idea de abandonar St. Jude y mudarse al este. En resumidas cuentas, él estaba dispuesto a hacer el viaje, y esperaba un mínimo de cooperación por parte de su mujer: una madura disposición a tener en cuenta las circunstancias especiales.

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