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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

Las correcciones (27 page)

BOOK: Las correcciones
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De modo que en este momento era importantísimo resistirse a la depresión, enfrentarse a ella con la verdad.

—Escucha —dijo—. Tú estabas en el jardín, jugando al fútbol con mamá. Dime si no tengo razón en esto. ¿A que empezó a cojear antes de meterse en la casa?

Por un momento, mientras Aaron se incorporaba en la cama, Gary creyó que la verdad prevalecería. Pero el rostro de Aaron le mostró un amasijo blanquirrojo de asco e incredulidad.

—¡Eres horrible! —dijo—. ¡Eres horrible!

Y salió corriendo de la habitación.

Normalmente, Gary no habría permitido que Aaron se saliese con la suya en algo así. Normalmente, se habría pasado la tarde peleando con su hijo, si hacía falta, hasta conseguir que se disculpara. Pero se le estaban hundiendo los mercados mentales: el glicémico, el endocrino, la sinapsis libre. Se sentía feo, y prolongar ahora su lucha con Aaron lo haría sentirse más feo aún, y la sensación de fealdad era, quizá, entre todas las Señales de Aviso, la más importante.

Se dio cuenta de que había cometido dos errores básicos. Nunca habría debido prometerle a Caroline que aquélla sería la última Navidad en St. Jude. Y hoy, mientras ella cojeaba y hacía visajes en el jardín, tendría que haberle sacado, como mínimo, una foto. Lamentó profundamente la ventaja moral que ambos errores le habían hecho perder.

—No estoy clínicamente deprimido —le comunicó a su reflejo en la ya casi oscura ventana del dormitorio. Haciendo uso de una fuerza de voluntad muy considerable y muy medular, se levantó de la cama de Aaron y se puso en marcha, a ver si conseguía que el resto de la tarde transcurriese con normalidad.

Jonah iba escaleras arriba con el
Príncipe Caspian.

—Lo he terminado —dijo.

—¿Te ha gustado?

—Me ha encantado —dijo Jonah—. Es literatura infantil de primera categoría. Aslan hizo una puerta en el aire por la que todo el que entraba desaparecía, todo el que entraba salía de Narnia y volvía al mundo real.

Gary se agachó para ponerse a su altura.

—Dame un abrazo.

Jonah le echó los brazos al cuello. Gary percibió la elasticidad de sus jóvenes articulaciones, su flexibilidad de cachorro, el calor que irradiaba de su cuero cabelludo y de sus mejillas. Se habría abierto las venas del cuello si el chico hubiera necesitado sangre; su amor era así de inmenso; y, sin embargo, no pudo dejar de preguntarse si era únicamente amor lo que en aquel momento quería, si no estaría tratando de montar una coalición. De ganarse una aliado táctico para su bando.

Lo que esta economía en fase de estancamiento necesita,
pensó el Presidente de la Junta de la Reserva Federal, Gary R. Lambert,
es una buena inyección de ginebra Bombay Sapphire.

En la cocina se encontró con Caroline y Caleb, sentados de cualquier modo ante la mesa, bebiendo Coca Cola y comiendo patatas fritas. Caroline tenía los pies apoyados en otra silla y sendos cojines bajo las corvas.

—¿Qué hacemos para cenar? —dijo Gary.

Su mujer y su segundo hijo intercambiaron una mirada, como si aquella fuera una de las típicas preguntas sin venir a cuento que habían hecho famoso a Gary. La alta densidad de migas de patatas fritas le indicaba a las claras que su mujer y su hijo no iban a tener muchas ganas de cenar.

—Una parrillada, por ejemplo —dijo Caroline.

—¡Oh, sí, papá, prepara una parrillada! —dijo Caleb, en un inconfundible tonillo de ironía o entusiasmo.

Gary preguntó si había carne.

Caroline se llenó la boca de patatas fritas y se encogió de hombros.

Jonah pidió permiso para hacer fuego.

Gary, mientras extraía hielo de la nevera, se lo concedió. Normalidad. Normalidad.

—Si coloco la cámara encima de la mesa —dijo Caleb—, también cubrirá una parte del comedor.

—Sí, pero pierdes todo el rincón —dijo Caroline—. Si la pones sobre la puerta trasera, puedes barrer en ambos sentidos.

Gary, escudándose tras la puerta del armarito de las bebidas alcohólicas, vertió ciento veinte mililitros de ginebra sobre los cubitos de hielo.

—¿Alt. ochenta y cinco? —leyó Caleb de su catálogo.

—Eso quiere decir que la cámara se puede enfocar casi en vertical hacia abajo.

Todavía protegido por la puerta del armarito, Gary se echó al coleto un buen trago de ginebra sin enfriar. Luego, tras cerrar el armarito, levantó el vaso, para que todo el mundo pudiera ver, si quería fijarse, la copa tan relativamente discreta que se había servido.

—Lamento daros esta noticia —dijo—, pero la vigilancia queda eliminada. No es un hobby adecuado.

—Papá, dijiste que estabas de acuerdo, si de verdad me interesaba.

—Dije que iba a pensármelo.

Caleb negó con la cabeza, muy vehementemente:

—¡No, no dijiste eso! Dijiste que podía hacerlo a condición de que no fuese a aburrirme en seguida.

—Eso fue exactamente lo que dijiste —corroboró Caroline, con una sonrisa desagradable en el rostro.

—Sí, Caroline, ya sé que no se te escapó una sola palabra. Pero no vamos a poner esta cocina bajo vigilancia. No tienes mi permiso para hacer esas compras, Caleb.

—¡Papá!

—Está decidido.

—Da igual, Caleb —dijo Caroline—. Da igual, Gary, porque él tiene su dinero propio. Y puede gastárselo como le parezca. ¿De acuerdo, Caleb?

Sin que Gary lo viese, por debajo de la mesa, le indicó algo a Caleb con una señal de la mano.

—¡Eso es! ¡Tengo mis propios ahorros! —dijo Caleb, en tono irónico o entusiasta, o ambas cosas a la vez.

—Tú y yo vamos a hablar de este asunto más tarde, Caro —dijo Gary.

Afecto y perversión y estupidez, todos ellos derivados de la ginebra, le bajaban desde detrás de las orejas y se le extendían por los brazos y el torso.

Regresó Jonah, oliendo a mezquite para encender la parrilla.

Caroline acababa de abrir otra enorme bolsa de patatas fritas.

—¡Os vais a estropear el apetito! —dijo Gary, forzando la voz, mientras sacaba cosas de comer de los compartimentos de plástico de la nevera.

Madre e hijo volvieron a intercambiar una mirada.

—Sí, por supuesto —dijo Caleb—. Hay que dejar sitio para la parrillada.

Gary se aplicó con toda energía a cortar la carne y ensartar las verduras. Jonah puso la mesa, espaciando los cubiertos con la precisión que a él le gustaba. Había cesado la lluvia, pero la terraza aún estaba resbaladiza cuando Gary salió.

Al principio fue una especie de chiste familiar: papá siempre pide parrillada en los restaurantes, papá sólo quiere ir a restaurantes con parrillada en el menú. Y, de hecho, para Gary había algo infinitamente delicioso, algo irresistiblemente lujoso, en una porción de cordero, una porción de cerdo, una porción de ternera y un par de salchichas, al estilo moderno, delgadas y tiernas; es decir, en la clásica parrillada. Le gustaba tanto que empezó a preparársela en casa. Junto con la pizza, la comida china para llevar y los platos completos de pasta todo en uno, la parrillada de carne se convirtió en uno de los alimentos básicos de la familia. Caroline contribuía todos los sábados, trayendo a casa múltiples bolsas de carne, pesadas y sanguinolentas, además de salchichas; y no pasó mucho tiempo antes de que Gary estuviera preparando parrillada dos y hasta tres veces por semana, desafiando las peores condiciones climatológicas de la terraza, y encantado de la vida, además. Hacía pechugas de perdiz, higadillos de pollo, filets mignons, salchichas de pavo a la mexicana. Hacía calabacines y pimientos rojos. Hacía berenjenas, pimientos amarillos, chuletitas de lechal, salchichón italiano. Se sacó de la manga una combinación de salchicha de cerdo de primera calidad, costilla y bok choy. Le encantaba y le encantaba y le encantaba y luego, de pronto, dejó de encantarle.

El término médico, anhedonia, se le presentó en uno de los libros que Caroline tenía en la mesilla de noche, titulado
¡Para sentirse estupendamente!
(Ashley Tralpis, Doctora en Medicina, Doctora en Filosofía). Cuando leyó la definición de anhedonia en el diccionario, fue como si lo hubiera sabido desde siempre, como una especie de confirmación malévola: sí, sí. «Condición psíquica caracterizada por la incapacidad para obtener placer de actos normalmente placenteros». La anhedonia era algo más que una Señal de Aviso, era un síntoma con todas las de la ley. Una podredumbre seca que se extendía de placer en placer, un hongo que menoscababa el deleite del lujo y la alegría del ocio, los dos factores en que durante tantos años se había sustentado la resistencia de Gary al pensamiento de pobre de sus padres.

En marzo del año anterior, en St. Jude, Enid había hecho la observación de que, para ser vicepresidente de un banco y estar casado con una mujer que sólo trabajaba a tiempo parcial, y a beneficio de inventario, para el Fondo de Defensa de la Infancia, Gary se pasaba un montón de horas en la cocina. En aquella ocasión, Gary le tapó la boca a su madre con bastante facilidad: estaba casada con un hombre que no sabía ni hacer un huevo pasado por agua, y era evidente que sentía celos. Pero el día de su cumpleaños, cuando, a su regreso en avión de St. Jude, con Jonah, se encontró con la carísima sorpresa de un laboratorio de revelado en color, y, poniendo no poco empeño, logró exclamar
¡Oh, un laboratorio fotográfico, qué maravilla!,
y Caroline le tendió una bandeja con gambas sin cocer y unos brutales filetes de pez espada para hacer a la parrilla, Gary se preguntó si no tendría un poco de razón su madre. En la terraza, con un calor radiante, mientras ennegrecía las gambas y chamuscaba el pez espada, sintió que lo invadía el cansancio. Las facetas de su vida no relacionadas con la preparación de parrilladas se le antojaban ahora simples burbujas de enajenación entre los muy poderosos momentos recurrentes en que encendía el mezquite y se ponía a dar vueltas por la terraza para evitar el humo. Cerrando los ojos, veía retorcidos cagajones de carne oscurecida sobre una parrilla de cromo y de carbones infernales. El fuego eterno, el fuego de los condenados. Los extenuantes tormentos de la repetición compulsiva. En las paredes interiores de la parrilla se había acumulado una espesa alfombra de negras grasas fenólicas. El terreno de detrás del garaje, que Gary utilizaba para arrojar las cenizas, parecía un paisaje lunar o el patio de una fábrica de cementos. Estaba muy, pero que muy harto de la parrillada mixta, y a la mañana siguiente le dijo a Caroline:

—Paso demasiado tiempo en la cocina.

—Pues no pases tanto —dijo ella—. Podemos comer fuera.

—Quiero comer en casa y quiero pasar menos tiempo en la cocina.

—Pues encarga la comida —dijo ella.

—No es lo mismo.

—Tú eres el único a quien le gusta sentarse a la mesa para comer. A los chicos les importa un rábano.

—A mí sí me importa. Para mí sí es importante.

—Muy bien, pero mira, Gary, a mí no me importa, a los chicos no les importa, de modo que ¿por qué íbamos a tener que cocinar para ti?

No podía echarle toda la culpa a Caroline. Durante los años en que trabajó a tiempo completo, Gary nunca se había quejado de la comida de encargo, ni de los platos congelados, ni de los precocinados. A ojos de Caroline, aquello tenía que constituir una especie de modificación, a su costa, de las normas de convivencia. Pero, a ojos de Gary, lo que ocurría era que la propia naturaleza de la vida familiar estaba modificándose, que el deseo de estar juntos, el cariño filial, el sentido de la fraternidad, ya no se valoraban como antaño, cuando él era joven.

De manera que ahí seguía él, preparando parrilladas. Por la ventana de la cocina vio a Caroline echándole un pulso de pulgares a Jonah. La vio colocarse los auriculares de Aaron para escuchar música, la vio decir que sí con la cabeza, siguiendo el ritmo. Aquello parecía una verdadera estampa de vida familiar. ¿Qué era lo que fallaba, sino la depresión clínica del hombre que desde lejos contemplaba la escena?

A Caroline parecía habérsele olvidado cuánto le dolía la espalda, pero lo recordó nada más hacer aparición Gary con una bandeja humeante y vaporosa, repleta de proteína animal vulcanizada. Sentada de medio lado, se dedicó a desplazar la comida por el plato, con el tenedor, lanzando suaves quejidos. Caleb y Aaron la miraban, con gran preocupación.

—¿A nadie más le interesa saber cómo termina
El príncipe Caspian?
—dijo Jonah—. ¿Nadie siente curiosidad?

A Caroline le temblaban los párpados, y permanecía con la boca lastimeramente abierta, como esforzándose en conseguir que un poquito de aire entrase y saliese de sus pulmones. Gary puso todo su empeño en encontrar algo no deprimido que decir, algo razonablemente falto de hostilidad, pero estaba más bien borracho.

—Por Dios, Caroline —dijo—, ya sabemos todos que te duele la espalda y que te encuentras muy mal, pero ¿no podrías sentarte derecha en la silla, por lo menos?

Sin decir una palabra, Caroline se dejó resbalar de la silla, se acercó al fregadero cojeando con el plato en la mano y lo vació en el triturador de basuras, para en seguida, cojeando otra vez, ausentarse escaleras arriba. Caleb y Aaron se excusaron, trituraron también su cena y fueron en pos de su madre. En total, sus buenos treinta dólares de carne habían ido a parar al sumidero, pero Gary, en un intento por mantener sus niveles de Factor 3 por encima del nivel del suelo, consiguió no pensar en la cantidad de animales que habían tenido que dar sus vidas a tal propósito. Allí estaba, en el plomizo crepúsculo de su mareo, comiendo sin paladear, y escuchando el parloteo de Jonah, brillante e inasequible al desaliento.

—El filete de falda es estupendo, papá, y me apetece un poco más de calabacín a la parrilla, por favor.

Desde arriba, desde el cuarto de estar, llegaban los ladridos de la tele en hora de máxima audiencia. Por un momento, Gary sintió lástima de Aaron y Caleb. Era una verdadera carga tener una madre que los necesitaba tantísimo, sentirse tan responsables de su bienestar, y bien lo sabía Gary. También comprendía que Caroline estaba mucho más sola en el mundo de lo que él estaba. Su padre, antropólogo, apuesto y carismático, había muerto en un accidente de aviación, en Mali, cuando ella tenía once años. Los padres de su padre, viejos cuáqueros a quienes todavía se les escapaba un «vos» de vez en cuando, le habían legado la mitad de sus posesiones, entre ellas un cuadro de Andrew Wyeth bastante cotizado, tres acuarelas de Winslow Homer y cuarenta nemorosos acres en los alrededores de Kennet Square, que un constructor le compró a precio de oro. La madre de Caroline, que andaba por los setenta y seis años y que gozaba de una buena salud alarmante, vivía con su segundo marido en Laguna Beach y era uno de los más considerables benefactores del partido Demócrata de California. Venía al este todos los años, en abril, y se pasaba el tiempo alardeando de no ser «una de esas viejas» obsesionadas con sus nietos. El único hermano de Caroline, Philip —un soltero que miraba a todo el mundo por encima del hombro y que llevaba los bolígrafos en un estuche protector de plástico— era físico especializado en cuerpos sólidos y su madre lo adoraba de un modo escalofriante. Gary no había conocido ninguna familia así en St. Jude. Desde el principio había querido más a Caroline por la pena que le daba la situación de infortunio y de falta de atención en que se había criado. Y se fijó la meta de crear para ella una familia mejor.

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