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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

Las correcciones (28 page)

BOOK: Las correcciones
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Pero, después de cenar, mientras Jonah y él cargaban el lavavajillas, oyó risas femeninas en el piso de arriba, francas carcajadas, y decidió que Caroline se estaba portando muy mal con él. Le vinieron ganas de subir y aguarles la fiesta. Según le desaparecía de la cabeza el zumbido de la ginebra, se le iba haciendo audible el sonido metálico de una ansiedad anterior. Una ansiedad relacionada con la Axon.

Le habría gustado conocer la razón de que una compañía metida en un proceso altamente experimental se hubiese molestado en ofrecerle dinero a su padre.

Que la carta a Alfred viniese de Bragg Knutter & Speigh, firma que solía trabajar muy estrechamente con los bancos de inversión, sugería
diligencia debida:
poner los puntos sobre las
íes
y las barras en las
tes,
en vísperas de algo grande.

—¿No quieres subir con tus hermanos? —le preguntó Gary a Jonah—. Da la impresión de que se lo están pasando pipa.

—No, gracias —dijo Jonah—. Voy a leer el libro siguiente de Narnia, y he pensado bajarme al sótano, para estar más tranquilo. ¿Te vienes?

El viejo cuarto de juegos del sótano, tan deshumidificado y tan enmoquetado y con las paredes tan forradas de madera de pino como el primer día, tan
bonito
como el primer día, ya padecía la necrosis de acumulación que tarde o temprano mata todos los espacios habitados: altavoces, bloques de poliestireno de los que se utilizan en embalaje, material de playa y de esquí fuera de uso, todo ello amontonado de cualquier manera. Los juguetes viejos de Aaron y Caleb ocupaban cinco cajas grandes y doce pequeñas. El único que los tocaba de vez en cuando era Jonah, y ante tamaña superabundancia, incluso él, solo o con algún amigo, seguía un método de aproximación esencialmente arqueológico. Podía dedicar una tarde entera a sacar la mitad de las cosas de una sola caja grande, clasificando con mucha paciencia las figuras de acción y sus accesorios, los vehículos y las piezas de construcción, por escala y fabricante (arrumbando detrás del sofá los juguetes que no hacían juego con ninguna otra cosa), pero rara vez llegaba al fondo de una sola caja sin que su amigo tuviera que marcharse o se presentara la hora de cenar, y entonces lo que hacía era volver a sepultar todo lo que había sacado de la sepultura, de manera que esos juguetes, cuya profusión debería haber sido un auténtico paraíso para un niño de siete años como Jonah, se quedaban sin nadie que jugara con ellos, trocándose en una lección más de anhedonia que Gary debía ignorar del mejor modo posible.

Mientras Jonah se instalaba para emprender su lectura, Gary puso en marcha el «viejo» portátil de Caleb y entró en línea. Escribió las palabras «axon» y «schwenksville» en el recuadro del buscador. Uno de los dos resultados de la búsqueda fue Página Principal de la Axon Corporation, que, cuando Gary intentó entrar en ella, no pudo porque se encontraba en RENOVACIÓN. La otra dirección era una página colgada a mucha profundidad en el sitio web de Westportfolio Biofunds, cuya relación de Compañías Privadas a Seguir era un ciberpiélago de gráficos desmadejados y faltas de ortografía. La página de Axon había sido actualizada por última vez un año antes.

Axon Corporation, 24 East Industrial Serpentine, Schwenksville, PA, Sociedad de Responsabilidad Limitada inscrita en el registro del estado de Delaware, posee los derechos internacionales del “Proceso Eberle” de Neuroquimiotaxis Dirigida. El “Proceso Eberle” está protegido por las Patentes de los Estados Unidos 5.101.239, 5.101.599, 5.103.628, 5.103.629 y 5.105.996, cuyo único y exclusivo titular es la Axon Corporation. Axon se dedica al refinado, comercialización y venta del “Proceso Eberle” a hospitales y clínicas del mundo entero, así como a la investigación y desarrollo de tecnologías relacionadas. Su fundador y presidente es el Dr. Earl H. Eberle, ex Profesor Emérito de Neurobiología Aplicada en la Escuela de Medicina de Johns Hopkins.

El “Proceso Eberle” de Neuroquimiotaxis Dirigida, también llamado “Quimioterapia Reverso-Tomográfica Eberle”, ha revolucionado el tratamiento de los neuroblastomas inoperables y otras varias anomalías morfológicas del cerebro.

El “Proceso Eberle” utiliza radiación por radiofrecuencia controlada por ordenador para encaminar potentes carcinocdies, mutágenos y determinadas toxinas no específicas hacia los tejidos cerebrales enfermos, activándolos “in situ” sin dañar los tejidos sanos circundantes.

En este momento, debido a la limitada potencia de los ordenadores, el “Proceso Eberle” requiere la sedación e inmovilización del paciente en un Cilindro Eberle durante un máximo de treinta y seis horas, mientras campos minuciosamente controlados dirigen los ligandos terapéuticamente activos y los transportadores que los llevan ‘a cuestas’ hacia la zona en que se localiza el mal. Se espera que los Cilindros Eberle de la próxima generación reduzcan el tratamiento máximo total a menos de dos horas.

El “Proceso Eberle” recibió en 1966 la aprobación total de la Food and Drug Administration, que lo consideró una terapia ‘segura y eficaz’. En los años sucesivos, la extensión de su empleo clínico en el mundo entero, como se detalla en las numerosas publicaciones abajo enumeradas, no ha hecho sino confirmar su seguridad y eficacia.

Las esperanzas de Gary de sacarle unos megadólares rápidos a la Axon se iban desvaneciendo ante la ausencia de ciberbombos y ciberplatillos. Ya un poco e-cansado, luchando contra el e-dolor de cabeza, hizo una búsqueda con «earl eberle». Entre los varios cientos de coincidencias había artículos como “nueva esperanza para el neuroblastoma”, “un gigantesco salto adelante” y “este remedio puede verdaderamente ser milagroso”.

Eberle y sus colaboradores también estaban representados en revistas profesionales con «Estimulación remota ayudada por ordenador de los Puntos de Recepción 14, 16A y 21: Demostración práctica», «Cuatro complejos de acetato férrico de baja toxicidad que superan las pruebas del 666», «Estimulación in vitro por radiofrecuencia de los microtúbulos coloidales», y varios documentos más, hasta la docena. No obstante, la referencia que más llamó la atención de Gary había aparecido seis meses antes en
Forbes ASAP:

Algunos de estos desarrollos, como el catéter de globo Fogarty y la cirugía corneal Lasik, son verdaderas gallinas de los huevos de oro para las compañías que poseen las respectivas patentes. Otros, con nombres esotéricos como el “Proceso Eberle” de Neuroquimiotaxis Dirigida, hace ricos a sus inventores, a la antigua usanza: un hombre, una fortuna. El “Proceso Eberle”, que hasta 1996 carecía de aprobación administrativa, pero que hoy es comúnmente reconocido como patrón oro del tratamiento de un amplio tipo de lesiones y tumores cerebrales, se calcula que produce a su inventor, Earl H. («Ricitos») Eberle, neurobiólogo de la Johns Hopkins, no menos de 40 millones de dólares anuales en concepto de licencias de uso, etc., en el mundo entero.

Cuarenta millones de dólares anuales
ya sonaba un poco mejor: volvieron a poner en su sitio las esperanzas de Gary y volvieron a cabrearlo de mala manera. Earl Eberle ganaba
cuarenta millones de dólares anuales,
y a Alfred Lambert, igual de inventor que él (pero, eso sí, reconozcámoslo: de temperamento perdedor, uno de los mansos de la tierra) le ofrecían cinco mil dólares por las molestias. ¡Y, además, él se empeñaba en repartir el botín con Orfic Midland!

—Me encanta este libro —informó Jonah—. Por ahora, es el libro que más me ha gustado nunca.

Así que, se preguntó Gary, ¿a qué viene tanta prisa en quedarse con la patente de papá, Ricitos? ¿Por qué tanto insistir? La intuición financiera, un cálido hormigueo a la altura de los riñones, le decía que, a fin de cuentas, quizá le hubiera caído en las manos un buena pieza de información interna. Una pieza de información interna de fuente accidental (y, por tanto, perfectamente legítima). Una buena pieza de jugosa carne privada.

—Es como si fueran en un crucero de lujo —dijo Jonah—, sólo que se dirigen al fin del mundo. Porque ahí es donde vive Aslan, en el fin del mundo.

En la base de datos «Edgar» de la Security and Exchange Commission encontró Gary un informe no autorizado, de los que se utilizan para distraer la atención de los analistas, sobre una oferta pública inicial de acciones de Axon. La oferta estaba prevista para el 15 de diciembre, a más de tres meses vista. El principal suscriptor era Heavy & Hodapp, un banco inversor de élite. Gary comprobó ciertos signos vitales —el movimiento de efectivo, el volumen de la emisión, el volumen de intercambio— y, con hormigueo en los riñones, pinchó el botón de Descargar más tarde.

—Son las nueve, Jonah —dijo—. Sube a bañarte.

—Me gustaría ir en un crucero, papá —dijo Jonah, ya escaleras arriba—, si pudiera ser.

En el mismo campo de búsqueda, con las manos un poquitín parkinsonianas, Gary escribió «bella, desnuda y rubia».

—Haz el favor de cerrar la puerta, Jonah.

Apareció en pantalla la imagen de una bella rubia desnuda. Gary situó el cursor e hizo clic con el ratón y se vio un hombre desnudo, muy moreno por el sol, fotografiado más bien por detrás, pero también en primer plano de las rodillas al ombligo, prestando su muy túmida atención a la bella rubia desnuda. Se notaba un poco la línea de montaje en estas imágenes. La bella rubia desnuda era como la materia prima que el hombre desnudo y bronceado estaba deseando procesar con su herramienta. Primero había que retirar el colorido embalaje, luego se hacía que la materia prima se pusiera de rodillas, y el obrero semicualificado le encajaba la herramienta en la boca, luego se situaba la materia prima tumbada de espaldas mientras el obrero la sometía a calibración oral, luego el obrero colocaba la materia prima en una serie de posiciones horizontales y verticales, plegando y curvando la materia prima tanto como fuera menester, a fin de procesarla vigorosísimamente con su herramienta…

Las fotos estaban teniendo el efecto de ablandar a Gary, en vez de endurecerlo. Se preguntó si no habría alcanzado ya la edad en que el dinero excita más que una bella rubia desnuda entretenida en actos sexuales, o si la anhedonia, la depresión del padre solitario encerrado en un sótano, no estaría invadiéndolo incluso aquí.

Arriba sonó el timbre. Del primer piso, retumbando contra los peldaños de la escalera, bajaron unos pies adolescentes a abrir la puerta.

Gary despejó a toda prisa la pantalla del ordenador y subió a la
planta baja con el tiempo justo para ver que Caleb regresaba al
primer piso con una caja de pizza de buen tamaño. Gary lo siguió, para luego permanecer por un momento ante la puerta del cuarto de estar, oliendo los pepperoni y escuchando el masticar sin palabras de su mujer y sus hijos. En la tele había algo militar, un carro de combate o un camión, rugiendo con acompañamiento de música de película bélica.

—Aumentamos la presión, teniente. ¿Va usted a hablar de una vez? —con acento alemán.

En
Educación sin manos: Lo que hace falta saber en el nuevo milenio,
la doctora Harriet L. Schachtman aconsejaba: «Con demasiada frecuencia, los padres actuales, llevados por su propia ansiedad, tienden a “proteger” a sus hijos de los llamados “estragos” de la televisión y de los juegos de ordenador, y lo único que consiguen es exponerlos a estragos mucho más perjudiciales, como el ostracismo social a que se verán sometidos por parte de sus compañeros».

Para Gary, a quien de pequeño sólo le permitían ver la tele media hora diaria y que nunca se sintió víctima de ningún ostracismo, la teoría de Schachtman era una receta para permitir que fueran los padres más consentidores de la comunidad quienes fijaran las normas, forzando a los demás padres a rebajar las suyas, para no disentir. Pero Caroline aceptaba semejante teoría de todo corazón, y dado que ella era el único depositario de la ambición de Gary de no parecerse a su padre y que además estaba convencida de que el mejor modo de enseñar a los chicos era la interacción de igual a igual, y no la educación paterna, Gary cedía ante su parecer y permitía a los chicos un acceso casi ilimitado a la televisión.

Pero nunca previo que el sometido a ostracismo fuera a ser él.

Se retiró a su estudio y volvió a marcar el número de St. Jude. El portátil de la cocina seguía encima de su mesa, recordándole los momentos desagradables que acababa de pasar y los que aún le quedaban por pasar.

Con quien quería hablar era con Enid, pero fue Alfred quien se puso al teléfono y le dijo que su madre estaba en casa de los Root, haciéndoles una visita.

—Esta noche se reúne la asociación de nuestra calle —dijo.

Gary, en un primer momento, pensó llamar más tarde, pero en seguida se rebeló ante la idea de dejarse acobardar por su padre.

—Papá —dijo—, he estado haciendo averiguaciones sobre la Axon. Se trata de una compañía con muchísimo dinero.

—No quiero que metas las narices en esto, Gary, ya te lo he dicho —replicó Alfred—. Además, el asunto ya está visto para sentencia.

—¿Qué quieres decir con visto para sentencia?

—Quiero decir lo que digo. Ya está liquidado. Los documentos ya están registrados ante notario. Recupero mis gastos de abogado y se acabó.

Gary se presionó la frente con dos dedos.

—Por Dios. Papá. ¿Has ido al notario? ¿En domingo?

—Ya le diré a tu madre que has llamado.

—No eches esos documentos al correo. ¿Me oyes?

—Gary, ya estoy harto de este asunto.

—Pues mira, mala suerte, porque yo acabo de empezar con este asunto.

—Te he pedido que no me hables de ello. Si no te comportas como una persona correcta y educada, no voy a tener más remedio…

—Tu corrección es una mierda. Y tu educación también. Para lo único que te sirven es para comportarte con debilidad. Y con miedo. ¡Todo mierda!

—No voy a discutir nada.

—Pues olvídalo.

—Eso pienso hacer. No volveremos a hablar del asunto. Tu madre y yo os haremos una visita de un par de días el mes que viene, y luego cuento con que nos reunamos todos aquí, en diciembre. Espero que entre todos no olvidemos la buena educación.

—Pase lo que pase por dentro, lo único que vale es la buena educación, ¿verdad?

—Esa es la esencia de mi filosofía, en efecto.

—Bueno, pues no de la mía —dijo Gary.

—Me consta. Y por eso no pienso pasar en tu casa más de cuarenta y ocho horas.

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