Read Las corrientes del espacio Online
Authors: Isaac Asimov
Terens vio a una muchacha gruesa a un lado de la muchedumbre. Durante el mes transcurrido la había observado varias veces. Era fuerte, competente y trabajadora. Bajo su expresión desdichada se ocultaban buenos sentimientos. Si hubiese sido un hombre hubiera podido ser nombrado instructor de ediles. Pero era una mujer; sus padres habían muerto y se veía claramente que había que descartar en ella el interés romántico. Era una muchacha solitaria, en una palabra, y que seguiría siéndolo.
—¿Y ésta? —preguntó.
El capataz la miró y soltó un rugido.
—¡Maldita sea, tendría que estar trabajando!
—Bien. ¿Cómo se llama?
—Es Valona March.
—Muy bien. Ahora la recuerdo. Llámela.
Un momento después Terens se había convertido en el tutor oficioso de la pareja. Hizo cuanto pudo por tener raciones suplementarias para ella, cupones extra de ropa y cuanto era necesario para permitir a dos adultos (uno de ellos no inscrito) vivir con los ingresos de uno. Fue el instrumento que consiguió obtener un aprendizaje para Rik en los molinos de Florina. Intervino para evitar un mayor castigo de Valona cuando su disputa con el jefe de sección. La muerte del doctor de la ciudad hizo innecesario intentar una acción más enérgica que la que se había adoptado, pero hubiera estado dispuesto a ello.
Era natural que Valona acudiese a él en todas sus tribulaciones y ahora él estaba esperando a que contestase su pregunta.
Valona seguía vacilando.
—Dice que todos los habitantes del mundo morirán —dijo finalmente.
—¿Dijo qué? —preguntó Terens al parecer asombrado.
—Dice que no lo sabe. Recuerda sólo que antes era, sabe usted, así, como es. Y dice recordar que desempeñaba un importante cargo, pero no entiendo qué es.
—¿Cómo lo describe?
—Dice que...que analizaba Nada, N mayúscula.
Valona esperó un momento y se apresuró a explicar: —Analizar quiere decir poner las cosas aparte como...
—Sé lo que quiere decir, muchacha.
—¿Sabe lo que quiere decir, Edil? —dijo la muchacha mirándole asombrada.
—Quizá, Valona.
—Pero, Edil, ¿puede alguien hacer algo con Nada?
—¿Cómo, Valona? —dijo Terens poniéndose de pie y sonriendo—. ¿No sabes que todo en toda la Galaxia es en gran parte Nada?
Ningún destello de comprensión brilló en la mente de Valona pero aceptó el hecho. El Edil era un hombre muy educado. Con un súbito arranque de orgullo tuvo la súbita sensación de que Rik era más instruido todavía.
—Ven —dijo Terens, tendiéndole la mano—. ¿Dónde está Rik?
—En casa. Durmiendo.
—Muy bien. Te llevo allí. ¿Quieres que los patrulleros te encuentren por la calle sola?
Por la noche la población parecía desprovista de vida. Las luces de la calle que partía en dos zonas las casas de los obreros relucían sin resplandor. En el aire había síntomas de lluvia, pero sólo de aquella lluvia caliente y ligera que caía casi cada noche. No había necesidad de tomar precauciones especiales.
Valona no se había encontrado nunca tan tarde por las calles y estaba asustada. Trataba de evitar el sonido de sus pasos, mientras escuchaba temerosa oír el distante eco de los patrulleros.
—Deja ya de andar de puntillas, Valona —dijo Terens—. Voy contigo.
Su voz resonó con fuerza y Valona se estremeció; apretó el paso respondiendo a su exigencia.
Cuando entraron en la cabaña de Valona estaba tan oscura como todo lo demás. Terens había nacido y le habían educado en una cabaña como aquélla y, pese a que desde entonces había vivido en Sark y ahora ocupaba una casa con tres habitaciones y agua corriente, sentía aún cierta nostalgia de lo vacío del interior. Una habitación era todo lo que se necesitaba: una cama, una cómoda, dos sillas, un suelo liso y brillante de cemento, y un orinal en una esquina.
No había necesidad de cocina puesto que todas las comidas se hacían en el molino, ni de un cuarto de baño, puesto que había una hilera de duchas comunes que corría detrás de las casas. En aquel suave e invariable clima las ventanas no estaban adaptadas contra el viento y la lluvia. Las cuatro paredes estaban horadadas por aberturas y las vigas del techo eran suficiente protección contra las lloviznas de las noches sin viento:
A la tenue luz de un encendedor de mano Terens observó que uno de los rincones de la estancia estaba oculto por un deteriorado biombo. Recordaba habérselo proporcionado a Valona cuando Rik había dejado de ser un chiquillo y no era todavía un hombre. Oía la respiración acompasada de un durmiente detrás de él.
—Despiértalo, Valona —dijo, señalando hacia el rincón.
—¡Rik, Rik, muchacho! —dijo Valona, golpeando el biombo.
Se oyó un ligero gemido.
—Soy Lona... —Dieron la vuelta al biombo, y Terens enfocó la luz del encendedor sobre su rostro y después sobre el de Rik.
Éste levantó un brazo, protegiéndose contra el resplandor.
—¿Qué ocurre?
Terens se sentó en el borde de la cama. Rik dormía en la plancha original de la cabaña. Le había conseguido un lecho al principio, pero se lo había guardado para ella.
—Rik —dijo—. Valona dice que empiezas a recordar cosas...
—Sí, Edil.
Rik era siempre muy humilde ante el Edil, que era el hombre más importante que había visto. Incluso el superintendente del molino era respetuoso con el Edil. Rik repitió los fragmentos de ideas que había reunido durante el día.
—¿Has recordado algo más desde que se lo dijiste a Valona? —le preguntó Terens.
—Nada más, Edil.
Terens juntó los dedos de una mano con los de la otra.
—Muy bien, Rik. Vuélvete a dormir.
Valona salió con él de la casa. Hacía un esfuerzo para que su rostro no se contorsionase apoyando una ruda mano sobre sus ojos.
—¿Tendrá que dejarme, Edil?
Terens le cogió las manos y, gravemente, le dijo: —Tienes que portarte como una mujer, Valona. Va a tener que venir conmigo por algún tiempo, pero te lo volveré a traer.
—¿Y después?
—No sé. Tienes que comprenderlo, Valona. Hoy lo más importante de este mundo es que averigüemos más cosas sobre los recuerdos de Rik.
—¿Quiere decir que todo el mundo de Florina puede morir como él dice? —estalló súbitamente Valona.
—No le digas esto jamás a nadie, Valona —dijo Terens acentuando su presión en las manos—, o los patrulleros pueden llevarse a Rik para siempre. Te lo digo en serio.
Terens dio media vuelta y se dirigió hacia su casa pensativo, caminando lentamente, sin darse siquiera cuenta de que sus manos temblaban. Trató en vano de dormirse y, al cabo de una hora de esfuerzos, conectó el narcocampo.
Era uno de los pocos objetos de Sark que se había traído cuando regresó. Era como un casquete de fieltro negro. Ajustó los controles a cinco horas y estableció contacto.
Tuvo tiempo de arrellanarse cómodamente en la cama antes de que la acción del instrumento obrase sobre los centros de la conciencia de su cerebro y le sumiese en un profundo y apacible sueño.
Dejaron el scooter diamagnético en un recinto situado fuera de los límites de la ciudad. Los scooters eran raros en la ciudad y Terens no experimentaba el menor deseo de llamar innecesariamente la atención. Pensó durante un momento con rabia en los de Ciudad Alta con sus coches diamagnéticos terrestres y sus giróscopos de antigravedad. Pero aquello era Ciudad Alta. Era diferente.
Rik esperó a que Terens cerrase el recinto y la sellase con la presión digital. Iba vestido con un traje nuevo de una sola pieza y se encontraba incómodo. Con cierto recelo siguió al Edil bajo la primera de las estructuras altas que en forma de puente soportaban Ciudad Alta.
En Florina todas las demás ciudades tenían nombre, pero ésta era simplemente la «Ciudad». Los obreros y campesinos que vivían en ella se consideraban afortunados comparados con el resto del planeta. En la Ciudad había mejores médicos y hospitales, más fábricas y más almacenes de bebidas, incluso algunos establecimientos de cierto lujo. Los mismos habitantes eran en cierto modo menos entusiastas. Vivían a las sombras de Ciudad Alta.
Ciudad Alta era exactamente la que el nombre indicaba, porque la ciudad era noble, estaba rígidamente dividida por una extensión horizontal de cincuenta millas cuadradas de cemento apoyado sobre unos veinte mil pilares con viguetas de acero. Abajo, en las sombras, estaban los «indígenas». Arriba, en el sol, estaban los Nobles.
Arriba, en Ciudad Alta, era difícil creer que el planeta fuese Florina; la población era casi exclusivamente sarkita, con un cierto número de patrulleros. Allí vivían, literalmente hablando, las clases altas.
Terens conocía su camino. Andaba deprisa, evitando las miradas de los transeúntes que vigilaban la indumentaria de su Edil con una mezcla de envidia y resentimiento. Las cortas piernas de Rik hacían su paso menos digno. No recordaba gran cosa de su anterior y única visita a la ciudad. Todo le parecía diferente. La primera vez estaba nublado. Ahora el sol caía con fuerza sobre la superficie de cemento poniendo más de relieve el contraste entre el sol y las sombras. Siguieron avanzando de una manera rítmica y casi hipnótica.
Los viejos estaban sentados en sillones de ruedas en las franjas de luz, gozando del calor y moviéndose a medida que las franjas se movían. Algunas veces se quedaban dormidos en la sombra, cabeceando, hasta que el chirrido de las ruedas de algún otro sillón los despertaba. Con frecuencia las madres casi bloqueaban las franjas de luz con los cochecitos de sus hijos.
—Y ahora, Rik, mantente firme, vamos a subir —dijo Terens.
Se encontraba delante de una estructura que llenaba el espacio entre cuatro pilares que formaban un cuadrado y el suelo de Ciudad Alta.
—Tengo miedo —dijo Rik.
Rik supuso qué era la estructura. Era un ascensor que llevaba al nivel superior. Eran necesarios, desde luego. La producción estaba abajo, pero el consumo era arriba. Los productos químicos básicos, las primeras materias alimenticias se consumían en Ciudad Baja, pero los objetos de plástico refinados y la comida de mejor calidad eran géneros de Ciudad Alta. El exceso de población se esparcía hacia abajo; doncellas, jardineros, chóferes, obreros de la construcción eran empleados arriba.
Terens no escuchó la reflexión temerosa de Rik. Estaba asombrado de que su propio corazón latiese con tanta violencia. No de miedo, desde luego. Más bien de satisfacción al pensar que iba arriba. Pisaría aquel sagrado suelo de asfalto... Como Edil podía hacerlo. Desde luego, seguía no siendo más que un indígena floriniano entre los Nobles, pero era Edil y podía pisar el suelo de cemento cuando quisiera.
Se detuvo, hizo una honda aspiración y llamó al ascensor con un gesto. Odiaba a los de arriba, pero era inútil pensar en odios. Había pasado muchos años en Sark, el centro y lugar de educación de los Nobles. No iría a olvidar ahora lo que había aprendido a soportar en silencio. Sobre todo ahora.
Oyó el zumbido del ascensor que bajaba y la entrada se detuvo delante de él. El indígena que lo operaba les miró contrariado.
—¿Sólo dos personas?
—Sólo dos —respondió Terens, entrando seguido de Rik.
El operador no hizo nada por cerrar las puertas del ascensor.
—Me parece que hubiera podido esperar la subida de las dos. No voy a subir y bajar ex profeso por dos personas.
Escupió cuidadosamente, asegurándose de que manchaba el suelo del piso bajo y no el de su ascensor—.
¿Dónde están sus billetes de empleo? —prosiguió.
—Soy Edil —dijo Terens—. ¿No lo ve usted por mi traje?
—Los trajes no significan nada. Oiga, ¿cree que me voy a jugar este puesto porque quizás haya pescado este uniforme en alguna parte? ¿Dónde está su carnet?
Sin decir una palabra más, Terens exhibió el carnet que los naturales tenían que llevar encima en toda ocasión; número de registro, certificado de empleo, recibos de impuestos. El operador lo miró rápidamente.
—Bueno, a lo mejor ha pescado esto también, pero no es asunto mío. Lo tiene y listos, por más que Edil me parece un nombre un poco raro para un indígena, a mi modo de ver. ¿Y el otro?
—Está a mi cargo. ¿Puede venir conmigo o voy a por un patrullero a que haga cumplir las reglas?
Era lo último que Terens hubiera deseado, pero formuló la amenaza con visible arrogancia.
—Muy bien, no vale la pena enfadarse.
El ascensor se cerró y con una sacudida emprendió la subida mientras el operador seguía refunfuñando entre dientes.
Terens sonrió porque sabía que aquello era inevitable. Los que trabajaban directamente para los Nobles estaban encantados de identificarse con los gobernantes y disimular su inferioridad real con una estricta observancia de las reglas de segregación, una actitud arrogante ante sus compañeros. Era para los «de arriba» para quienes los demás florinianos reservaban su odio, junto con un cierto temor que sentían ante los Nobles.
La distancia en vertical era sólo de treinta pies, pero la puerta volvió a abrirse ante un nuevo mundo. Como las ciudades indígenas de Sark, Ciudad Alta tenía una tendencia a la variedad de colores. Los edificios, ya destinados a viviendas o a centros oficiales, eran un complicado mosaico de colores que de cerca formaba una amalgama sin significado, pero a la distancia de cien yardas adquiría una suave mezcla de matices que se fundían según el punto de vista.
—Ven, Rik —dijo Terens.
Rik estaba mirando con los ojos abiertos. ¡Nada vivo ni que creciese! Sólo piedra y color en enormes masas.
Jamás creyó que las casas pudieran ser tan grandes. Algo impresionó momentáneamente su cerebro... durante un segundo aquellas dimensiones no fueron tan extrañas... y la memoria volvió a cerrarse. Pasó un coche a toda velocidad.
—¿Son éstos Nobles? —preguntó.
No había tiempo más que para dirigirles una mirada. El cabello corto, camisas con anchas mangas sedosas de colores que iban del azul al violeta, pantalones de aspecto aterciopelado y medias que brillaban como si hubiesen sido tejidas con un delgado hilo de cobre. No perdieron el tiempo en dirigir una sola mirada a Rik y Terens.
—Jóvenes —dijo Terens.
No los había visto nunca tan cerca desde que salió de Sark. En Sark ya eran desagradables, pero por lo menos estaban en su sitio. Los ángeles no se adaptaban, aquí, a treinta pies del infierno. De nuevo hizo un esfuerzo por sofocar un inútil estremecimiento de odio.