—¡Cerrad el pico! —le gritó un centenario tirándole del brazo al pasar, aunque no se le llegó a pasar por la cabeza que Kleist fuera algo diferente a un joven redentor asustado. Kleist se soltó y corrió corno alma que lleva el diablo. Justo cuando estaba a punto de salir del campamento, otro redentor se cruzó en su camino y se chocó contra él.
—Mostrad algún...
Pero no llegó a decir qué era lo que tenía que mostrar Kleist, ya que éste se irguió y en un instante le clavó un puñal en el pecho, recogió la bandera y siguió hacia el muro de rocas que los redentores habían levantado para cubrir su retaguardia, sin esperar realmente que fuera a servir para nada. Aquél sería un excelente muro de defensa para los cleptos. Kleist soltó el gran trapo de seda roja, e hincó el asta en una grieta, donde la podría ver con facilidad cualquiera que se dirigiera hacia allí. Entonces se escapó rápidamente montaña arriba, corriendo tan ágil y raudo corno una cabra, y no se volvió para mirar atrás.
Un día más tarde, Kleist dejaba atrás la montaña. Y al cabo de otro día más, se encontaba ante las diez horcas erigidas por los redentores, y ante las pilas de ceniza y huesos secos que había debajo.
Permaneció allí un rato en pie. Después se sentó con la cabeza en las manos, y lloró. No se movió del sitio en todo un día y una noche, mientras los veintiún cleptos que habían sobrevivido a la lucha en las montañas llegaban caminando en grupos de tres y de cuatro y se sentaban a su lado. Si hubiera conocido mejor a los cleptos, habría comprendido que a ninguno se le había pasado por la cabeza que él fuera a quedarse luchando en la batalla.
No podían enterrar a las mujeres y los niños, pues era seguro que los redentores habrían ido persiguiéndolos. Abandonaron aquel enclave prometiendo regresar, y de ese modo, a duras penas, siguieron su camino.
28
D
e modo poco habitual entre los médicos, quienes por regla general recelan de que los demás les estén robando sus técnicas de cura, Hooke y Bradmore colaboraron como hermanos, sin duda porque la separación entre sus distintas habilidades quedaba muy clara. Era evidente que había que agrandar la herida para hacer posible la idea de Hooke. Su intención era fabricar unas tenacillas ahuecadas que alcanzaran la anchura que tenía la flecha. Una vez fabricadas, las insertarían en la herida hasta llegar a la parte metálica de la flecha. A continuación, abriendo el extremo del aparato por medio de un tornillo, habría que ir forzando muy despacio hasta que la flecha quedara dentro y firmemente sujeta. La punta de la flecha podría entonces extraerse siguiendo el recorrido por el que había entrado.
Mientras Hooke se iba a la fundición para encargar aquella pieza diminuta y sutil, Bradmore se ocupó de agrandar la abertura para poder introducir el instrumento por ella. Hizo una serie de sondas con palitos de saúco que tenían el grosor del asta de una flecha, secándolos y cubriéndolos con lino empapado en miel de rosa para prevenir infecciones. Primero utilizó el palito más corto, insertándolo en la herida de Henri, y después fue introduciendo progresivamente palos cada vez más largos hasta que comprobó con satisfacción que había logrado reabrir el camino hasta el fondo de la herida. Aquella operación le llevó tres días. Cuando llegaba al final de aquel proceso espantosamente doloroso, Hooke, a base de interminables pruebas y errores, apareció con un aparato que pensaba que funcionaría. Acercándose a la cara de Henri, colocó el mecanismo en el mismo ángulo por el que había entrado la flecha y, aplicando la punta del mecanismo en el centro de la herida, lo introdujo muy despacio los quince centímetros necesarios para que el extremo de las tenazas pudiera llegar a la cuenca de la punta de la flecha. No tuvieron más remedio que andar un buen rato moviéndolas hacia atrás y hacia delante. Entonces Hooke giró el tornillo que estaba al final de las tenazas para abrir el otro extremo, y agarrar la punta de la flecha con la firmeza necesaria para poder extraerla.
Empezaron a mover el aparato hacia atrás y hacia delante, tirando firmemente de él y, poco a poco, sacaron el extremo de la flecha de la cara de Henri. Del suplicio que soportó el pobre muchacho sólo hace falta decir que no hay bastante opio en el mundo para aplacar el dolor producido por semejante operación.
Sin embargo, el sufrimiento no había terminado. El mayor peligro de semejante herida era el alto riesgo de infección, algo en lo que Bradmore era un genio. En cuanto la punta de la flecha fue extraída (y qué grande parecía puesta encima del plato), Bradmore cogió una jeringuilla y la llenó de un vino blanco que introdujo en el orificio de la herida. Entonces colocó nuevas sondas hechas con tacos de lino empapados en una mezcla finamente tamizada de pan, miel y trementina. Lo dejó así durante veinticuatro horas, al cabo de las cuales reemplazó los tacos de lino con otros más cortos, y así durante veinte días. Después cubrió la herida con una pomada oscura llamada
Unguetum Fuscum
, con respecto a la cual se andaba con mucho secreto. Henri el Impreciso sufrió tanto durante el tratamiento que, en comparación, el infierno ya no le parecía un lugar tan malo.
Bradmore estaba preocupado por la cantidad de opio que Cale le había estado proporcionando a Henri el Impreciso. Le pidió que se lo entregara a él, antes de que matara a su amigo haciéndolo explotar, pues como consecuencia Henri el Impreciso estaba sufriendo un terrible estreñimiento. Cale pasaba todo el tiempo posible sentado al lado de su amigo, que a menudo se encontraba con demasiados dolores para responder, o presa de alucinaciones, pese a que la cantidad de opio suministrada por Bradmore era ya mucho menor. Bradmore le dio instrucciones a Cale para que entrara en el mercado, que era casi tan famoso como antes lo había sido el de Menfis, y comprara diversas sustancias de las que nunca había oído hablar y que eran casi todas extremadamente caras.
—Vos me lo habéis atascado, y vos tendréis que desatascarlo.
El problema era que nadie tenía dinero. El asunto de la tarifa de Bradmore había sido puntillosamente evitado. Bradmore había dado por hecho que los Materazzi habían escapado con al menos una parte de su célebre riqueza. No era así, como bien sabía Cale, y lo poco que tuvieran no se lo iban a gastar en ruinosas tarifas médicas para sanar a un muchacho que ni siquiera era de los suyos. Ya tenían bastantes problemas ellos solos. Vipond se mostró de acuerdo en contribuir a darle a Bradmore la impresión de que el dinero no sería ningún inconveniente en lo referente al tratamiento de Henri el Impreciso. Sin embargo, lo que era pagar, sería enteramente problema de Cale. La única opción de éste era vender un pequeño rubí que había robado de la diadema de una estatua de la Madre del Redentor, en la antesala de Chartres. Al menos esperaba que fuera un rubí, o como mínimo que tuviera algún valor.
No era éste su único problema financiero. Cale tenía que pagar por los purgatores y por el futuro de Henri el Impreciso. Por una parte, Cale lamentaba que los purgatores no se hubieran desvanecido como por ensalmo, cosa que sabía que no iba a suceder. No era sólo que los purgatores le adoraran, sino que él sabía que tener a su disposición a ciento sesenta luchadores experimentados podría proporcionarle mucha fuerza en un futuro cercano. Pero había que pagar por ellos y conseguir que se les viera lo menos posible en la ciudad. Si algún Materazzi averiguaba quiénes eran, habría problemas.
De modo que, al día siguiente a la extracción de la flecha, Cale salió él solo a comprar comida con la que tratar el terrible estreñimiento de Henri, pero también para ver si le daban algo por su rubí.
Mientras se abría paso entre los numerosos puestos y los incomprensibles gritos de los vendedores («¡Bompos! ¡Bompos! ¡Bompos! ¡Tufradoles! Chiligüilis luvilascarnetos! ¡Champoñones baraaaaatos y licos p'hacéselos a ¡se anque no os guste!»), vio tres tiendas juntas enfrente de un puesto de zanahorias, chirivías y coliflores colocadas de tal modo que semejaban espectacularmente un rostro humano. En cada uno de los puestos había una mujer cosiendo sobre una mesa. Contempló a las dos primeras durante un par de minutos, pero se demoró en la última de las tres, en parte porque la mujer era mucho más joven que las otras, pero también porque trabajaba a una velocidad pasmosa. La observó varios minutos más, fascinado ya no tanto por la velocidad como por la habilidad casi milagrosa con que le cosía un cuello a una chaqueta. Le encantaba ver trabajar a la gente que lo hacía bien. Ella levantó un par de veces la mirada hacia Cale (no había cristal en el puesto), y al final le dijo:
—¿Queréis un traje?
—No.
—Entonces idos a la mierda.
No era su estilo dejar que nadie le dijera la última palabra, ni siquiera la chica de una tienda, pero se sentía cansado y enfermo. Tal vez hubiera cogido alguna enfermedad, pensó. Sería mejor que siguiera. Se fue, y ella no levantó la mirada de su trabajo. Al cabo de diez minutos de un recorrido que normalmente le hubiera llevado cinco, llegó a los jardines de Wallbow. A diferencia de las plazas comerciales normales del Leeds Español, en ésta había media docena de guardias de extravagante librea que deambulaban por allí para alejar a los delincuentes de las veinte tiendas aproximadamente de joyas y oro que abarrotaban la plaza, reemplazando a Menfis como centro mundial del comercio de metales preciosos. El primer joyero le dijo a Cale que no se trataba más que de una piedra semipreciosa, y que valía unos cincuenta dólares. Eso le gustó a Cale, pues estaba claro que el joyero le mentía, y eso querría decir que la piedra valía mucho más. Cuando le dijo que quería que se la devolviese, el joyero le ofreció más, pero Cale juzgó que sería mejor recabar otras opiniones. El siguiente joyero le dijo que era un cacho de vidrio. El siguiente volvió a asegurar que no era más que una piedra semipreciosa, y le ofreció ciento cincuenta dólares.
Finalmente, y algo desanimado porque sabía que valía algo pero no sabía cuánto, entró en la Casa Carcaterra de Metales Preciosos. El hombre que había detrás del mostrador andaría por los treinta y cinco años, y seguramente sería judío, pensó Cale, porque hasta el momento todos los hombres a los que había visto llevando casquete en la cabeza eran judíos.
—¿En qué puedo serviros? —preguntó el hombre con cierta cautela. Cale puso sobre la mesa el rubí o lo que fuera. El judío lo cogió con mucho interés, y lo arrimó a una vela, examinando la luz que se refractaba a través de él con la calma cuidadosa de alguien que sabe lo que hace. Al cabo de un minuto, miró a Cale.
—No tenéis buen aspecto, joven. ¿Tendréis la amabilidad de sentaros?
—Sólo quiero saber lo que vale. Ya lo sé, en realidad, sólo quiero saber si vais a intentar robarme.
—Puedo intentar robaros igual si estáis sentado que si permanecéis de pie.
El caso era que Cale se encontraba no sólo cansado, sino agotado. Los círculos negros que tenía alrededor de los ojos eran tan oscuros como los del panda del zoo de Menfis. Había un banco detrás de él. Al ir a sentarse sus piernas cedieron y, más que sentarse, cayó sobre el banco.
—¿Os apetece una taza de té?
—Quiero saber lo que vale.
—Puedo deciros lo que vale y daros al mismo tiempo una taza de té.
Cale se sentía demasiado deshecho para molestarse.
—Gracias.
—¡David! —llamó el joyero—. ¿Tendréis la amabilidad de traerme una taza de té? ¡Que esté bien fuerte, por favor!
Hubo un grito de conformidad, y el joyero volvió a mirar la gema. Al final apareció alguien que Cale supuso que sería David trayendo una taza con su plato, y el joyero le indicó a Cale. Los tres notaron que cuando los cogió en las manos, taza y plato empezaron a tintinear como si los hubiera cogido un anciano. David, desconcertado, los dejó solos.
—¿Sabéis qué es? —preguntó el joyero.
—Sé que vale mucho.
—Eso depende de vuestra idea del valor, supongo. Es un tipo de gema llamada berilo rojo. Viene de las montañas del Beskidy, y sé todo esto no sólo porque esté muy bien informado en lo que se refiere a gemas, sino porque es el único lugar en que se pueden encontrar. ¿Estáis de acuerdo?
—Si lo decís vos...
—Lo digo. Y el caso es... Lo realmente interesante es que desde tiempo inmemorial las montañas del Beskidy están bajo control de la única Fe Verdadera del Ahorcado Redentor. ¿Lo sabíais?
—Sinceramente, no.
—Así que esta pieza debe de ser o muy vieja (hasta hoy yo no había visto más que dos), o robada de la estatua de la Madre del Ahorcado Redentor, para la que, según tengo entendido, está reservada esta gema en exclusiva.
—Eso suena bastante acertado.
Cale estaba demasiado cansado para intentar inventar nada, y estaba impresionado ante los conocimientos y la habilidad del hombre.
—Me temo que no comercio con piezas religiosas robadas.
Cale terminó su té y, sin dejar de temblar, posó plato y taza en el banco, a su lado.
—¿Y no conocéis a nadie que lo haga?
—No soy un perista, joven.
—Lo siento.
Cale se puso en pie. Se encontraba indescriptiblemente cansado. Se acercó al joyero, que le devolvió la gema.
—Yo no la robé —dijo, y se quedó callado—. De acuerdo, yo la robé. Pero nunca trabajó nadie para robar algo tanto como yo con esta piedra.
Se dirigió a la puerta. Cuando salía, el joyero le gritó:
—No la vendáis por menos de seiscientos.
Y de ese modo, Cale cerró la puerta y se encontró de nuevo en la plaza, preguntándose si le quedarían fuerzas para llegar a su cuarto.
—¿Sois Cale? —le preguntó una voz amable.
Cale ignoró aquella voz, y siguió caminando sin levantar la mirada.
Intentó seguir, pero le cortaron el paso dos tipos de aspecto duro contra los cuales se hubiera precavido en el mejor de los casos. Y aquél no era el mejor de los casos.
—Y hay otros tres más de los nuestros —dijo la voz amable.
Cale miró al hombre.
—Vos sois el tipo del monte Silbury.
—Es gratificante que lo recordéis —respondió Cadbury.
—¿No estáis muerto?
—¿Yo? Yo sólo pasaba por allí. ¿Qué me contáis de IdrisPukke?
—Sigue vivo.
—O sea que es cierto: bicho malo nunca muere.
vuestro amo..., esa babosa marina?
—Qué coincidencia... Es realmente curioso que me lo preguntéis. A Kitty la Liebre le gustaría hablar con vos.