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Authors: Paul Hoffman

Tags: #Fantástico, Aventuras

Las cuatro postrimerías (51 page)

BOOK: Las cuatro postrimerías
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Al final de la escalinata que llevaba al salón estaba Cale, vestido de pies a cabeza con un traje negro que parecía una túnica especialmente elegante, pero del estilo que se llevaba entre los jóvenes pudientes del Leeds Español, y que él había mandado hacer para la ocasión a su costurera, pagándole de nuevo con el dinero de Kitty la Liebre. Parecía un clavo y no le importaba que lo pensaran.

Cosa poco sorprendente, el mayor susto de entre las pocas docenas de personas que lo conocían de vista se lo llevó Arbell Materazzi, que estaba sentada al lado de su esposo y embarazada de ocho meses. Si una mujer se puede quedar tan blanca como un fantasma sin dejar de estar radiante, entonces eso fue lo que le pasó a ella. Las venas azules de sus párpados parecían vetas de mármol de Sofía.

IdrisPukke, que había perdido de repente el buen humor, observó cómo avanzaba lentamente Cale por el pasillo central, como la bruja malvada de un cuento de hadas, con los ojos, en medio de un círculo oscuro que parecía combinar bien con el traje, fijos en la hermosa mujer embarazada que tenía delante.

«Tendría que haberlo comprendido —pensó IdrisPukke—, tendría que haberlo comprendido...».

La silla que había al lado de Arbell, destinada a aquel Cale que habían dado por hecho que no se presentaría, le fue ofrecida por un criado en cuanto Cale se acercó, embargado de satisfacción ante la sensación de catástrofe que provocaba su presencia. Saludó a Vipond con una leve inclinación de cabeza, y a continuación fijó una mirada asesina en Arbell Cuello de Cisne. No hay palabra lo bastante fuerte para describir la expresión del rostro de Conn. Nadie tenía mucha dificultad en imaginar lo que pasaba por dentro de él. La cuestión de si Conn estaría al corriente de todo se le cruzó después numerosas veces a IdrisPukke por la mente. Era difícil creer que si estaba al corriente, la velada pudiera terminar sin contratiempos. Bose Ikard tenía que imaginarse que habría problemas, dado que él sí era seguro que estaría al tanto de todo lo ocurrido entre Conn y Thomas Cale. Pero lo que podía pasar era algo mucho peor que una simple riña de alta categoría entre niños precoces.

Hay distintas palabras para los diferentes tipos de silencio que existen entre personas que se odian. IdrisPukke pensaba que si volvieran a meterlo en prisión y dispusiera de uno o dos años sin nada que hacer en ella, podría llegar a completar una lista exhaustiva. Pero se llamara como se llamara aquel tipo de silencio, llegó a su conclusión gracias a un invitado de Vipond, el
señor
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Eddy Gray, una especie de embajador de los noruegos que intentaba, como muchos otros, encontrarle las vueltas a lo que pensaran o no pensaran hacer en un futuro próximo los Materazzi, si es que pensaban hacer algo. Provocador y altanero por naturaleza, Gray miró a Cale de arriba abajo de manera ostentosa:

—Tenéis el color adecuado para un Ángel de la Muerte, señor Cale. Sólo que sois un poco bajo.

Nadie oyó el sonido de las almas que tomaban aire sobrecogidas.

Cale apenas hizo una pausa al apartar por primera vez los ojos de Arbell para posarlos en Gray.

—Así es efectivamente. Pero si os cortara la cabeza para ponérmela a los pies, sería más alto.

El cordón de silencio de aquellos que comprendían que pasaba algo se extendía hacia cada lado de los Materazzi, incluyendo, y no por casualidad, a Bose Ikard. Alertados por el desprecio en el tono de taray, y por la rara apariencia del joven de negro, habían escuchado tanto el desprecio de Gray como la devastadora respuesta, y se echaron a reír.

Embargado con una tóxica mezcla de odio, adoración, amor y suficiencia ante la agudeza de su propio ingenio, Cale permitió que le colocaran la silla y devolvió una mirada a la vez ridícula y aterradora a la desventurada Cuello de Cisne. Un toro en una cacharrería, enloquecido por un enjambre de avispas, no habría provocado un alboroto tan incontrolable como la nube de deseos, resentimientos, traiciones y decepciones que inundaron la magnífica sala. No tenía nada de extraño que en el vientre de su madre el niño empezara a dar patadas y a retorcerse como un cerdito encerrado en un saco. Dice mucho a favor de la buena educación de Arbell Materazzi el hecho de que no diera a luz allí mismo a su primogénito.

Hubo, sin embargo, un signo de muy mala educación que provino, de modo completamente deliberado, de Cale: cuando los criados empezaban a servirle en el plato doble cucharada de carne con alubias y guisantes, Cale les dio las gracias a cada uno de ellos, sabiendo muy bien, porque se lo había explicado IdrisPukke repetidamente, que no era de buen tono darse cuenta de la aparición de comida en el plato, sino que se debía seguir hablando con el comensal de la derecha o el de la izquierda como si las lenguas de alondra o las chuletillas de pavo real hubieran aparecido allí por arte de magia o por propia voluntad suicida. «Gracias, gracias», decía, como si cada palabra de profundamente falsa gratitud fuera un golpe dirigido al corazón de la hermosa muchacha que estaba sentada enfrente de él, y una patada a las espinillas de su reluciente marido.

Ahora todos somos cínicos, supongo, y hasta un niño de teta sabe que salvarle la vida a alguien es crearse un enemigo para siempre. Pero aun cuando Conn hubiera desechado ciertas sospechas, desterrándolas a lo más recóndito de su mente, y aun cuando le disgustara el hombre que lo había salvado de una muerte espantosa en el monte Silbury, aun así podía, en los lúgubres sótanos de su mente, recordar los horrores de la muerte púrpura al aplastarlo. Era algo que seguía visitándolo en sueños; y no podía, por mucho que lo intentara, dejar sentir hacia Cale una gratitud de la que le hubiera gustado desprenderse.

El problema de Cale es que había dado comienzo a su ópera de venganzas de modo brillante, pero después se le había olvidado la letra de la siguiente aria. La burla del señor Eddie Gray había sido como echarle panecillos a un oso: Cale sabía cómo tratar con la agresión, verbal o física. Arbell no despegaba los ojos del plato de sopa, tal vez esperando que su contenido se abriera hacia los lados como el mar Rojo para tragarla a ella entera. Por el contrario, Conn no apartaba los ojos de él. Pese a todo su sufrimiento, Arbell Cuello de Cisne resultaba hermosa de un modo intenso y descorazonador. Sus labios, que normalmente eran de un marrón pálido, lucían un rojo encendido, y los blancos dientes que apenas asomaban tras ellos ponían una nota lírica en el odio de Cale, haciéndole pensar que eran una rosa entre cuyos pétalos escarlata asomaban restos de nieve.

Había pasado tanto tiempo pensando en ella durante los últimos horribles meses, que ahora que se encontraba a tan sólo unos palmos de distancia le parecía incomprensible, pese a todo el odio, que ella no riera de placer tal como solía hacer cada vez que él cerraba la puerta de sus aposentos y ella lo estrechaba en sus brazos y lo ahogaba a besos, como si nunca pudiera saciarse de tocarlo y de probarlo. ¿Cómo era posible que se hubiera cansado de él? ¿Cómo era posible que pudiera preferir al ser que estaba sentado a su lado, haberle dejado...? Pero ese pensamiento estaba muy próximo a la locura, a la que él ya se había acercado demasiado. Ni siquiera por un instante (debéis excusar su profunda ignorancia en tales asuntos), se le ocurrió a Cale pensar que pudiera ser él el padre del bastardo saltarín que se acurrucaba en el vientre de su madre. Ni se le había ocurrido que a los ojos de cualquier juez imparcial resultaría lógico que Arbell Materazzi prefiriera a un joven alto y guapo de su misma clase y educación, que era además la gran esperanza para el futuro de todos los Materazzi, a un asesino bajito y resentido contra el mundo, de pelo oscuro y alma siniestra. Es cierto que Arbell le debía la vida a él, y en cierta manera muy especial también la vida de su hermano menor. Pero la gratitud es una emoción difícil en el mejor de los casos, incluso (o tal vez habría que decir especialmente) hacia aquellos a los que uno ha amado en otro tiempo. Y es una emoción que resulta especialmente difícil para las princesas hermosas, porque ellas han nacido, digámoslo así, para recibir cosas, y lo que sería una capacidad normal para la gratitud a ellas les pesaría demasiado, más de lo que puede soportar la naturaleza humana.

—¿Estáis bien? —le preguntó Cale al fin. En ningún momento de la historia universal ha sido hecha tal pregunta con tal tono de amenaza.

Ella lo miró un instante, y su natural atrevimiento venció sobre su confusión.

—Muy bien.

—Me alegro mucho de oírlo. Para mí las cosas han sido duras desde nuestro último encuentro.

—Todos hemos sufrido.

—Hablando por mí, he causado más sufrimiento del que he tenido que soportar.

¿No os pasa siempre eso?

—Tenéis mala memoria. Y peor desde que son tantas las cosas que me debéis.

—Cuidad vuestras maneras —dijo Conn, quien se hubiera levantado y arrojado la silla al suelo en un gesto teatral de no ser porque Vipond lo agarraba del muslo y apretaba con fuerza sorprendente para un hombre de su edad y profesión.

—¿Cómo anda vuestra pierna? —le preguntó Cale. Era, al fin y al cabo, todavía joven en muchos aspectos.

—Por Dios... —susurró IdrisPukke.

Para entonces aquella actitud de sobrecogido silencio se había contagiado a la mitad de la sala. Pero habiendo ido allí con la intención de atormentar todo lo que pudiera a Arbell Cuello de Cisne, Cale comprendió que había perdido el necesario autocontrol que hubiera hecho posible tal cosa. Se había abierto en su interior un enorme pozo de ira y pérdida, algo más hondo aún de lo que había creído sentir. Y había creído sentir muy hondo.

—No sois bienvenido aquí —dijo Conn—. ¿Por qué no dejáis de avergonzaros vos mismo y os vais?

Cualquiera de esas dos cosas habría funcionado. Como una hoguera a merced de un fuelle que bombeara un loco frenético, Cale se encendió y perdió el control de sí mismo. Se puso en pie, y se llevaba la mano al cinto cuando unos débiles dedos le cogieron la muñeca.

—Hola, Tom —dijo con voz amable Henri el Impreciso—. He traído a alguien que tenía ganas de veros.

Como un jarro de agua fría, su voz se derramó sobre el expectante silencio de los curiosos. Cale contempló por un instante la blanca piel y la aún llamativa señal del rostro, y después dirigió la mirada a los dos hombres que lo acompañaban: Simon Materazzi y el siempre reservado Koolhaus.

—Simon Materazzi os dice hola, Cale —dijo Koolhaus. Entonces el joven sordomudo lo estrechó en sus brazos y ya no lo soltó hasta que se encontraron fuera del salón, fumando al aire libre, húmedo y frío, del Leeds Español.

Dos horas después los encontró IdrisPukke, mediante el sencillo procedimiento de esperar en el cuarto de Cale a que éste regresara.

—Llevaos a Henri y Simon a la cama antes de que se caigan —le dijo a Koolhaus, quien, de muy buena gana, hizo lo que se le mandaba. Cale se sentó sobre la cama, sin mirar a IdrisPukke.

—Supongo que estaréis orgulloso. Vuestra reputación ya no es ser la ira de Dios, sino el tonto del pueblo.

Aquello le dolió lo suficiente para hacerle levantar la mirada, aunque no dijo nada, sintiéndose tan desgraciado como un tambor roto.

—¿Os creéis que podéis asustar al mundo?

—Hasta ahora se me ha dado bastante bien.

—Hasta ahora tal vez sí. Pero eso no es gran cosa, teniendo en cuenta que sois muy joven y os queda tantísimo mundo.

Ninguno de los dos dijo nada durante un minuto entero.

—Quiero hacerla sufrir. Se lo merece.

Lo dijo con voz tan suave y tan triste que IdrisPukke apenas supo qué decir.

—Sé lo duro que es renunciar a un gran amor.

—Yo le salvé la vida.

—Ya.

—¿Hice algo mal?

—No.

—Entonces, ¿por qué...?

—Nadie tiene la respuesta para eso. No se le puede decir a nadie que ame a tal mujer o a tal hombre.

—Pero ella me amaba.

—Lo que los amantes se dicen uno al otro queda escrito en el viento y en el agua. No sé qué poeta dijo eso, pero el caso es que es cierto.

—Ella me entregó a Bosco. Eso no puede quedar así.

Intentando ser justo e imparcial, IdrisPukke podría haber observado que Arbell se había visto entonces en una situación muy difícil. Pero hacía años que ya no era lo bastante tonto para hacer ese tipo de comentarios.

—Por desgracia, vivimos tiempos interesantes. Vos podéis tener una parte importante en ellos, tal vez la parte más importante de todas. Así que, joven como sois y por mucho que os duela, en asuntos de amor, de política y de guerra, las pequeñas cosas de la vida deben ceder ante las grandes.

Cale lo miró.

—No si las pequeñas llegaron antes.

Otro largo silencio. Ni siquiera IdrisPukke sabía qué responder. Cambió de tema:

—Yo no sé lo que los redentores y su Papa piensan hacer con respecto a vos. No me fío de que no vayan a hacer nada. Vos hacéis enemigos con la facilidad con que otros respiramos. Hablar de la manera airada en que lo hacéis, mostrar vuestro odio en lo que decís o en la manera en que miráis, son conductas innecesarias, peligrosas, estúpidas, ridículas y vulgares. Aunque supongo que la vulgaridad es el menor de vuestros problemas. Deberíais o aprender a ser más discreto, o empezar a correr ya.

Cale no dijo nada mientras IdrisPukke se sentaba en la cama, entristecido por el extraño muchacho que tenía a su lado. Unos minutos después, IdrisPukke empezó a preocuparse de que en su silencio la mente de Cale pudiera estar llegando demasiado lejos.

—¿Os fijasteis en el cielo nocturno mientras estabais ahí fuera?

Cale se rio con una sonrisa suave y extraña, según le pareció a IdrisPukke. Pero era mejor que el silencio precedente.

—No —dijo Cale—. ¿Siguen brillando las estrellas?

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