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Authors: Paul Hoffman

Tags: #Fantástico, Aventuras

Las cuatro postrimerías (53 page)

BOOK: Las cuatro postrimerías
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—Es verdad que os salvé dos veces la vida, y es verdad que me dijisteis que me amabais más que... —Sonrió con una sonrisa poco agradable—. ¿Sabéis?, no consigo recordarlo, pero tenía que ser mucho. Tal vez me podáis ayudar.

—Es la verdad —dijo ella con voz casi inaudible.

—Por el mercado de verduras corría el rumor de que sois una puta. Y se hacían apuestas sobre quién sería el padre: si el villano idiota de Menfis, o el obrero que os llevaba el carbón al dormitorio.

—Vos sabéis que eso no es cierto.

—No lo sé. Vos me vendisteis a hombres que creíais que me llevarían a un lugar de ejecución, me colgarían y me cortarían en trozos aún vivo, me sacarían las tripas... delante de mis ojos, las freirían... delante de mis ojos, me cortarían la polla y los huevos... delante de mis ojos. Bueno, reconoced que la cosa tenía mala pinta.

—Me prometieron que no os harían daño.

—¿Y qué os hizo pensar que una promesa significaba más para ellos de lo que significaba para vos? Os habíais cansado de mí, y queríais que os dejara en paz. Sin importaros cómo.

—¡Eso no es la verdad! —Lo dijo casi gritando, pero de modo apenas audible.

—Eso puede que no sea toda la verdad, pero es bastante cierto. En cualquier caso, estoy cansado de oíros.

—No os hicieron ninguna de esas cosas. Bosco me prometió que os convertiría en un gran hombre. ¿Y es que no lo sois? ¿No cumplió su promesa?

Aquello era demasiado. Dando unas zancadas se abalanzó sobre Arbell, mientras ella retrocedía hacia la pared, levantando las manos aterrorizada para proteger al niño. Él le cogió la cabeza por detrás, le agarró la dorada coleta y la arrastró al sofá, poniéndola de rodillas.

—Os mostraré cómo mantuvo su promesa, perra metirosa.

Siguió agarrándola fuerte del pelo con una mano, y llevó la lámpara de la mesa hasta el sofá para que hubiera más luz. Entonces se metió la mano libre en uno de los bolsillos de atrás y sacó la carta que le había enviado Bosco, y por la cual había reñido con Henri el Impreciso. La desplegó sobre la alfombrilla del sofá, y le empujó violentamente la cabeza hacia abajo hasta casi tocarla con la nariz.

—¡Leed! —le ordenó.

—¡Me estáis haciendo daño!

Él le retorció el pelo bruscamente. Arbell lanzó un chillido.

—Chillad en voz baja —susurró él—. Alguien podría tener la mala suerte de oíros. Ahora leed quién la remite. —Y le propinó otro tirón para animarla a hacerlo.

—Del General Redentor Archer, Comandante de las Fuerzas del Veld, al General Redentor Bosco.

—Os podéis saltar las cinco primeras líneas.

Arbell siguió con cierta dificultad. Él la agarraba con fuerza, y ella estaba demasiado cerca del papel.

—«Antes de partir, Thomas Cale nos ha ordenado barrer cada pueblo del Veld en ochenta kilómetros y traer a todas las mujeres y los niños, cuyos animales serán utilizados para dar de comer a las tres mil almas que hemos logrado confinar. Una especie de peste bovina ha matado a la mayor parte del ganado y reducido mucho la leche de las reses que han sobrevivido. Como a menudo nosotros mismos no contamos con las raciones suficientes, no tenemos nada que repartir. Dada su debilidad, muchos han muerto de hambre, de sarampión y de cólicos, en total unas dos mil quinientas personas. Yo no fui informado hasta muy tarde, y cuando inspeccioné el campo, era tal la desdicha que se presentaba ante mis ojos, que cualquiera los habría apartado...».

—No os preocupéis por lo que sigue —dijo Cale señalando más abajo en la carta—: Continuad aquí.

—«Por cada rincón del lugar se acercaban arrastrándose a cuatro patas, porque las piernas no podían aguantar su peso. Parecían la anatomía misma de la muerte, y hablaban en susurros como fantasmas que gritaran desde la tumba. Me dijeron que estaban contentos de comer musgo cuando lo encontraban y luego de raspar desesperados los huesos de las tumbas. Sé que sois una persona clemente, pero aunque yo describiera cosas lastimosas, y más fáciles de leer que de contemplar, no hay esperanza de que estos antagonistas se corrijan, y es de extrema necesidad aislarlos. Este juicio de los cielos que nos hace temblar, no nos despierta la piedad».

—Es suficiente —dijo soltándole el pelo y empujándole con tal fuerza la cabeza contra el cabezal del sofá, que rebotó, lo cual hay que reconocer que no era la señal de violencia más terrible que Cale le había ofrecido al mundo.

Lentamente, ella se incorporó y se colocó sentada sobre el sofá.

—No comprendo —dijo por fin—. ¿Qué tiene que ver esto conmigo? Ni con vos... Ese espanto no es lo que vos andabais buscando, ¿me equivoco?

—¿No lo habéis oído? La carretera al infierno está pavimentada de buenas intenciones. Mi intención es que me dejen en paz, con una cama decente y un poco de comida también decente. Pero lo que hago es justo lo que habéis dicho. La catástrofe me sigue adondequiera que vaya. Yo estaba ahí sentado, en la oscuridad, escuchando a vuestro hijo de papá quejarse sobre su reputación...

—¡No es un hijo de papá!

—No levantéis la voz. Mi reputación dice que soy un niño sanguinario al que no le preocupa la vida de la gente más de lo que le preocupa la vida de un perro. Mi reputación dice que reduzco a cenizas todo lo que toco. Y vos me enviasteis de nuevo con ellos. La sangre que he derramado desde entonces os mancha las manos a vos tanto como a mí.

—¿Por qué no dejáis simplemente de matar gente en vez de culpar a todos los demás?

Dijo esto con más violencia de lo que tal vez era prudente, dadas las circunstancias. Pero Arbell no carecía de valor.

¿Y me indicaréis cómo se supone que puedo hacer tal cosa? Los redentores no se detendrán por nada del mundo. Pretenden envolver este mundo en una manta, echarle brea encima, y prenderle luego como si fuera una cerilla. No se detendrán. —Se apartó un poco, mirándola fijamente como si fuera el Ogro de Gissinghurst. Lo cierto es que Arbell le devolvió una mirada de odio, tan intensa como la de Cale—. Ahora voy a salir por la puerta, que no es como entré, por si os lo estáis preguntando. Quiero que penséis en ello en las próximas noches. No vais a llamar a nadie, porque si lo hacéis mataré a quien acuda. Y aunque me atraparan, no me olvidaría de mencionarle a ese hijo de papá que tenéis por marido que me habéis asegurado que el padre de ese niño soy yo.

—No os creerá.

—Se quedará con la duda.

Y diciendo eso, se dirigió a la puerta y salió. Avanzó rápidamente por los pasillos casi vacíos, donde los únicos guardias que había eran jóvenes, inexpertos y fáciles de evitar. Pensó en su labor de aquella noche con una peculiar satisfacción. Había conseguido que Arbell se sintiera peor, y eso era lo que importaba. Era difícil saber si él también tenía el corazón destrozado por las consecuencias no buscadas de sus órdenes concernientes a las mujeres y los niños del Veld. Como decían los ingleses: la verdad depende de dónde empieza uno a contar la historia.

Al día siguiente, Cale pensaba de otra manera sobre su visita de la noche anterior. A fin de cuentas, había amenazado a una mujer embarazada, empleando la violencia, y se había comportado como el monstruo que Arbell había dicho que era mientras él escuchaba agazapado en la oscuridad. En cuanto al niño, sin duda ella le había mentido para salvar la piel. A duras penas podía pensar en lo que significaba si no era así. De modo que no pensó en ello.

Deprimido y avergonzado, había salido a dar un paseo y se había encontrado de casualidad en el gran parque que se extendía, trazando la extravagante forma de una salamandra, justo al norte del centro de la ciudad. Era un día cálido para la época del año en que se encontraban, había un sol brillante y el parque estaba abarrotado de gente, de hombres y mujeres que flirteaban, de niños que jugaban y chillaban, de parejas mayores que caminaban de una punta a otra de los grandes paseos con sus tilos a punto de florecer, paseos que habían dado fama al Leeds Español durante doscientos años, ya se sabe: aquello del ver y ser visto.

Sintiéndose extrañamente mareado y con un oído bloqueado como si le hubiera entrado el agua del baño, caminó bajo el sol hasta que llegó a un borde del Parque de la Salamandra: un enorme muro escarbado en el granito que coronaba la ciudad. Lo habían hecho liso, arrancando gran parte de la roca. Toscamente talladas, se encontraban allí las grandes figuras de la Reforma Antagonista que se habían refugiado en el Leeds Español durante la persecución inicial, antes de desplazarse a la ciudad antagonista de Salt Lake. Eran relieves de nueve metros de altura de los hombres que habían luchado contra los redentores hasta recibir una espantosa muerte, y de los cuales él nunca había oído hablar: Butzer, Hus y Philip Melanchthon, Menno Simons, Zwingli, Hutt y los hermanos Mosarghu, de triste aspecto. ¿Quiénes eran aquellos gigantes que tenía ante sí, y en qué demonios creían? Era casi imposible de comprender que el rechazo de los redentores pudiera ser tan fuerte.

Entonces siguió andando por el parque, sintiéndose cada vez más distante y apartado del flujo de ordinaria felicidad que las personas extraían del sol y también unas de otras, como harían una semana después y seguirían haciendo durante toda la primavera y todo el verano. Y en aquel momento tuvo que salir por las grandes cancelas de hierro fundido y muy adornado del extremo norte del parque, y rodear un lateral para dirigirse a su cuarto. Estaba ya cansado, intensamente agotado, exhausto en un sentido que le resultaba completamente nuevo. Iba caminando cada vez más despacio por la calle, como si cada paso lo envejeciera un año. Aquello era mucho peor que la fatiga ordinaria. Sentía que no había parado durante mil años, y que no había tenido un lugar en el que sentarse, ni paz, ni descanso: nada más que lucha y terror ante el siguiente golpe. El corazón le pesaba tanto en el pecho que sintió que le obligaba a pararse. ¿Cómo era posible sentirse así y seguir viviendo? Para entonces se hallaba ante la Cancela de Poniente, y se detuvo a descansar la cabeza, de la que caían gotas de sudor en la piedra arenisca.

—¿Estáis bien, hijo? —oyó decir, pero no tuvo fuerzas para responder.

Después de eso, no podía recordar cómo había conseguido llegar a la habitación, ni cómo había abierto la puerta. Sólo sabía que se había tendido en la cama, jadeando como un pez que se ahoga fuera del agua.

Y entonces tuvo el acceso: un terremoto en las tripas, un temblor y una avalancha de derrumbes y arranques. Su mundo interno hizo entrega de carne y alma al mismo tiempo, con un espantoso dolor de lágrimas y erupciones. Corrió hacia el excusado. Sufrió arcadas y más arcadas, pero no salió nada, aunque resultó tan violento como si el alma estuviera tratando de abandonar sus entrañas y su vientre mientras él seguía con vida. Y así siguió la cosa duran te una hora tras hora. Regresó a la cama y lloró, pero no como un niño ni como un hombre, y aquello no le proporcionó ningún alivio. Fue entonces cuando pensó, si es que era pensamiento aquello, que aquel bramido de dolor sin lágrimas no pararía nunca. Y empezó a reírse y siguió riéndose durante horas. Y así fue como lo encontró Henri el Impreciso justo antes del alba: aún riendo, llorando y sufriendo arcadas.

31

D
urante una semana lo hicieron quedarse en su cuarto, pero no mejoró. Dormía doce horas o más, pero despertaba exhausto y tan ojeroso como cuando se había echado a dormir. Había una pausa de tres horas durante las cuales descansaba de costado, con las rodillas dobladas, y después regresaban las arcadas, en las que hacía un sonido espantoso, más propio de algún animal grande que intentara expulsar alguna cosa envenenada que hubiera comido.

Al cabo de unos días cesaron las terribles carcajadas, sin que eso supusiera ningún alivio para Cale, sino tan sólo para los que tenían que oírlas. Cale siguió sufriendo arcadas, y todas las lágrimas que lloraba estaba claro que no le proporcionaban ni paz ni tranquilidad. Pronto las lágrimas también pararon. Pero siguió teniendo arcadas aunque nunca llegaba a vomitar. Sin embargo comía, incluso con buen apetito.

Después de aquella semana, la enfermedad se estabilizó y adquirió un patrón espantoso: horas de sueño que no proporcionaban descanso, buen apetito, y después unos espasmos que duraban una hora; a continuación un descanso silencioso, y otro ataque, más comida, y después se dormía de puro agotamiento. A continuación, el ciclo volvía a comenzar.

Llamaron a médicos que prescribieron perniciosas sustancias de enorme coste que Cale se negaba a tomar. Después, finalmente, por pura desesperación y a sugerencia de Henri el Impreciso, llamaron a John Bradmore.

Bradmore estuvo sentado delante de Cale durante una o dos horas. Le hizo probar un poco de miel mezclada con vino y opio, algo que pareció calmarlo hasta que, por primera vez, lo vomitó todo de una sentada sobre el suelo de su cuarto.

Más tarde, IdrisPukke, Vipond y Henri el impreciso hablaron con Bradmore fuera de la habitación:

—Aparte de ver que está horriblemente enfermo, no consigo encontrarle nada. Por lo que me decís, ni mejora ni empeora. Si podéis pagarlo, yo intentaría que viniera Roberto de Salerno.

—Salerno está a ochocientos kilómetros.

—Pero el dinero está aquí. Él trata a las muchachas trastornadas de la aristocracia y los mercaderes del Leeds Español. Dios sabe que son muchas.

—Cale no es una muchacha.

—Ni tampoco está enfermo de ninguna manera que yo pueda tratar. Roberto de Salerno es irritante y realmente desagradable, tan pagado de sí mismo... Pero obtiene buenos resultados con gente que está enferma de la cabeza.

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