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Authors: Paul Hoffman

Tags: #Fantástico, Aventuras

Las cuatro postrimerías (45 page)

BOOK: Las cuatro postrimerías
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Los redentores apenas cayeron en la cuenta de lo que sucedía hasta que vieron a unos cincuenta cleptos que, capitaneados por Kleist, subían la pendiente con la intención de desaparecer antes de que los redentores se recobraran del susto y les dieran alcance. No se les volvería a pillar más veces por sorpresa. Kleist esperó un poco más que los cleptos para comprobar los daños infligidos.

«Tal vez una docena —pensó—, pero eso no es suficiente, ni por asomo».

El problema era que, si bien el paso resultaba muy propicio para tender una emboscada, también era lo bastante ancho para ofrecer un montón de recovecos entre las grandes peñas que habían caído por los empinados laterales en los que ponerse a cubierto.

Tal como esperaba Kleist, los redentores se liberaron de la mayor parte del peso de sus mochilas. Dejaron a unos cincuenta hombres custodiándolas, y siguieron avanzando, pero ahora en grupos de diez, que ascendían en breves trechos a la carrera, adelantándose unos a otros, poniéndose a cubierto cada vez, y siendo adelantados por el siguiente. El primer ataque los había ralentizado, pero no era suficiente.

—Hay que arriesgarse más —les dijo Kleist a los cleptos—, o de lo contrario alcanzarán la columna.

Si se había visto sorprendido por la respuesta de los cleptos, era porque no había comprendido del todo su manera de pensar. Por mucho que Kleist odiara las ideas de martirio y autosacrificio que le habían enseñado a admirar como la esencia misma de lo que tenía que ser un ser humano digno, esas ideas habían dejado una impronta, sin embargo, en su manera de comprender la guerra. Pero el hecho era que los cleptos no estaban dispuestos a morir por una idea de libertad ni de honor (una noción que encontraban tan ridícula como incomprensible, pues ¿de qué servían el honor y la libertad si uno estaba muerto?). Por otro lado, sí que estaban dispuestos a luchar con cautela por la vida de sus familias. La palabra para héroe en el antiguo idioma de los cleptos era sinónimo de la palabra que tenían para bufón. Pero no estaban sordos a la idea de una valentía ejercida a regañadientes, un tipo de valentía que sólo había que demostrar cuando era absolutamente necesario, un tipo de valentía conocido como «morro». Al fin y al cabo, son pocos los hombres que no trazan una línea en algún lugar con respecto a la importancia de su propia vida, y los cleptos, una vez convencidos de que Kleist no les estaba tomando el pelo (pues era un pueblo obsesionado con la idea de que alguien pudiera engañarlos), empezaron a pasar por el aro.

Kleist estaba impresionado por el cambio que veía en ellos, pero le resultaba difícil adivinar qué implicaciones prácticas tendría aquel cambio. Se hallaban de repente embargados de decisión, pero no siendo hombres de gran habilidad marcial, esa decisión resultaría de limitado valor contra los redentores, quienes precisamente no tenían más habilidad que la habilidad marcial.

Así pues, los cleptos tiraron piedras contra los redentores desde lo alto de los pasos, les hicieron perder tiempo con sus inferiores habilidades con el arco, y ocasionalmente se colocaban en una posición en la que se veían forzados a encararse con ellos y liarse a tortazos. Pero los cleptos perdían siempre, y de mala manera. Tanto era así, que Kleist se descubrió recomendándoles que no fueran tan imprudentes: algo que, desde luego, nadie le había dicho antes a ningún clepto.

Pero hasta la sociedad más obsesionada con el honor, la más proclive al martirio y a los altos principios, tiene su porción de traidores: los redentores tenían al legendario apóstata Harwood, los Materazzi tenían a Oliver Plunkett. Hasta los lacónicos, para quienes la obediencia era algo tan intrínseco como la columna vertebral, tenían a Burdett—Harris. Y los cleptos, en aquel momento en que se veían en el mayor peligro que hubieran conocido, tuvieron al burgrave Selo.

De todos los cleptos, el burgrave Selo era el que más tenía que perder, pues era el más rico con diferencia. Era un trapi y era un chero. Prestamista, tentador escurridizo y oportunista, subyugador, traidor y fullero. Era el tipo de embaucador capaz de ir un palmo por detrás de uno y presentársele por delante. En breves palabras, el burgrave Selo, con aquel antiguo título precediendo al nombre al que él, por supuesto, no tenía derecho alguno, pensaba que podía hacer lo que quisiera con quien quisiera. Y en su defensa hay que decir que siempre había hecho lo que quería con todo el mundo.

Siendo así, ¿por qué no iba a mirar a Kleist como un niño alarmista que no conocía el engaño sutil y no era capaz de llegar a un acuerdo que conviniera a todos, en especial al burgrave Selo? Era bastante razonable que no creyera en Kleist, aunque tenía muy buenos motivos para creer en sí mismo. Así pues, en la medida en que la autenticidad tenía cabida en él, creía de manera auténtica en que lo que era bueno para él terminaría siendo bueno, en cuanto se viera con distancia, para todos los cleptos. Le costó, todo hay que decirlo, muchas horas de dificultades con la conciencia, pero después de lo que para él fue una lucha terrible, hizo lo que pensaba que era lo mejor.

Asumiendo considerables riesgos, se acercó a los redentores en persona, aunque primero envió al hermano en quien más confiaba para que en la oscura noche les gritara que él deseaba parlamentar con ellos. El capitán de los redentores que estaba al cargo, un hombre que había sido entrenado por uno de los purgatores de Cale, sintió recelos, pero no quiso dejar escapar una oportunidad. Prometió al hermano de Selo que podría entrar sin que le pasara nada (se decía que las promesas rotas hechas a los adoradores de falsos dioses hacían sonreír de placer al Ahorcado Redentor, y no es que los cleptos tuvieran realmente un dios en ningún sentido que hubieran podido comprender los redentores).

Llegaron a un acuerdo sin valor, en el que el capitán garantizaba la vida de la familia de Selo, así como sus posesiones, posición y desempeño; las ejecuciones quedarían reducidas a una docena o así de líderes cleptos. En general, Selo consideraba que no hay mal que por bien no venga, y que había salido ganando, quitándose enemigos y rivales y preservando la vida de los cleptos pese a su propia estupidez, de tal manera que todos ellos, o la mayoría, vivieran para enfrentarse al día siguiente.

En cuanto comenzó el ataque de los cleptos, Selo había accedido a conducir personalmente (no hubiera confiado en nadie más), a la mitad de la fuerza redentora desde el paso principal del Simmon's Yat por una ruta peligrosa pero rápida sobre las montañas para salir por el otro lado, donde podrían alcanzar a las mujeres y niños y obligarles a regresar de lo que Selo veía, con justificación, como un viaje peligroso e insensato.

Tan sólo un año antes, lo que sucedió entonces no podría haber ocurrido. El capitán redentor, un tal Santos Hall, no habría dividido nunca sus fuerzas si no lo hubiera aprendido de los purgatores de Cale. Antes de Cale, mantener juntos a los hombres era una norma jamás desafiada, una norma que respondía a lo que se consideraba normalmente prudente. Pero aunque a los redentores la flexibilidad les costaba mucho esfuerzo, la experiencia de Santos Hall en el Veld les había enseñado una buena cantidad de cosas concernientes a las fuerzas irregulares. Y los cleptos eran, aparentemente, mucho menos temibles que los folcolares, especialmente si había que juzgar por la pobreza de sus vigías y la disposición a la traición de sus jefes. Dado que la misión era fundamentalmente punitiva, permitir que la mayor parte de los objetivos escapara era inaceptable. Tal vez el burgrave Selo estuviera conduciendo a los redentores a una trampa o metiéndolos en un juego propio para llevarlos en la dirección equivocada, pero Santos Hall calculaba que Selo era enteramente íntegro en su doblez, y que alguna razón tendrían los cleptos que les atacaban para tratar de hacerles ir más despacio. Enviar lejos a sus mujeres incluso en circunstancias de tanto riesgo era ni más ni menos lo que debían hacer, teniendo en cuenta lo que les estaba reservado.

Así, mientras Santos Hall atravesaba el Simmon's Yat y subía el muy empinado Desfiladero de Lydon, la mitad de sus hombres pasaban el monte Simon en dirección a la caravana de los cleptos, que lentamente iba saliendo de las montañas y entrando en la llanura por la que en cinco días llegarían a la frontera. Hall corría ya menos riesgos al avanzar por el Desfiladero de Lydon, y consentía que el avance se llevara a cabo lentamente, tanto para proteger a sus hombres como para hacerles creer a los cleptos que su táctica estaba funcionando.

Santos Hall estaba ahora al corriente de la presencia de Kleist entre los cleptos gracias a las informaciones del burgrave Selo, y aunque no conocía el nombre ni la relación que había tenido con Thomas Cale (del que ahora Santos Hall era un devoto seguidor), le parecía que su presencia explicaba la terrible precisión de algunas de las flechas que procedían de los cleptos. Si aquel Kleist había sido una vez acólito de los redentores, no tendría ninguna duda de lo que les esperaba cuando los cogieran, algo que Santos estaba seguro de poder hacer. En cuanto la otra mitad de su cohorte pasaran las montañas, alcanzarían a la comitiva, y después regresarían para atacar por la retaguardia a los cleptos que luchaban contra ellos en las montañas.

Viendo tan cautos a los redentores, los cleptos se pusieron eufóricos. Con cada hora que pasaba, la comitiva, aunque poco a poco, se alejaba una hora del desastre. Pensaban que habían infligido tantas bajas a aquellos superhombres redentores que habían conseguido ralentizarlos hasta un punto en que casi no se movían. Tal vez no fuera del todo imperdonable que algunos de ellos empezaran a cuestionarse si Kleist tendría razón en su estimación de la habilidad de sus enemigos, y en la evaluación tan elevada que había hecho de los peligros. Otros preferían aferrarse a la idea de que los redentores eran monstruos de excelencia militar, pues eso les dejaba a ellos mismos (¿quién no puede comprender ese impulso?), más impresionados con su propia valentía. Que era considerable: los cleptos morían en lo que para ellos eran grandes números. Al fin y al cabo eran pocos, y ninguno eludía la responsabilidad. Pero ahora, aunque infligían menos muertes, también sufrían menos bajas.

Dado que Kleist había temido lo peor, podéis quizá echarle la culpa por no preguntarse sobre la falta de agresividad de sus antiguos maestros. Pero lo cierto es que lo hacía. Sin embargo, la esperanza es un gran obstáculo para la claridad de juicio. Kleist no sabía nada sobre el burgrave Selo, y apenas había hablado con él alguna vez. No habiendo escasez de caminos, y siendo tan traicioneros para el que carecía de guía, nadie le había puesto al corriente de la existencia del camino del monte Simon. Además, Kleist lucía su precisión asesina, pues no sentía reparos a la hora de matar cuando se trataba de sacerdotes. Bastaba un leve movimiento para que Kleist diera en el blanco la mayor parte de las veces. Eso le proporcionaba a él un placer macabro, y encendía en los cleptos una alegre algarabía. El padre Santos Hall se vio obligado a sentarse detrás de varias peñas ideando cada vez castigos más espantosos para el pequeño cerdo que les causaba tantos daños a él y a sus hombres. Y, además, Kleist no había luchado nunca en ninguna batalla aparte de la del monte Silbury, que no le servía allí de comparación. Por tanto, se extrañaba de la relativa facilidad de su éxito, pero careciendo de base sólida para cuestionarla, no tenía más elección que aceptarla. Así, mientras los cleptos y los redentores luchaban en los desfiladeros y morían en pequeño número, doscientos cincuenta hombres avanzaban muy lentamente sobre la cumbre helada del monte Simon, abriéndose camino detrás de novecientas mujeres y niños que en aquellos momentos entraban en las Colinas Moras marchando a mejor ritmo del que nadie hubiera podido esperar.

Fue al final del segundo día de la lenta retirada de los cleptos desfiladero arriba cuando Kleist comprendió que era una grave equivocación matar a los redentores. Era mucho mejor herirlos en vez de matarlos. Pues, fuera cual fuera su postura sobre la importancia del sufrimiento ajeno, el sufrimiento propio era algo que se tomaban con mucha menos paciencia. Esto se aplicaba a todos los niveles: los redentores eran extremadamente susceptibles a cualquier tipo de crítica, y veían la más leve resistencia a su libertad de acción, sin importar lo brutal que fuera, como la evidencia de una persecución ultrajante. En el ardor de la batalla, eran capaces de sacrificar su propia vida y la de sus compañeros en gran número y sin pensárselo dos veces, pero después trataban a sus heridos de una manera que habría sido conmovedora si no fuera por la brutalidad que dispensaban a los heridos enemigos. Los redentores eran los mejores del mundo en el tratamiento de las heridas, y tenían siempre grandes ansias, que no se extendía a ningún otro campo del saber, por probar cualquier método nuevo de curación. Desde ese momen to, siempre que era posible, Kleist disparaba al brazo, o a la pierna, o al estómago, sabiendo que en una lucha de emboscada lenta como aquélla, se verían imposibilitados de parar para tratar al herido. El resultado era un incremento satisfactorio de las lágrimas y del rechinar de dientes por parte de sus antiguos torturadores, y una lentitud aún mayor en su avance.

Pero ahora los otros redentores salían del monte Simon y bajaban rápidamente hacia las Colinas Moras. Cuando alcanzaron a la comitiva, les quedaban aún más de dos días para ponerse a salvo.

¿Qué puede decirse de lo que pasó a continuación? El gran Neechy sostiene que incluso los más valerosos tienen derecho a apartar la mirada.

Hacia el ocaso, unas cinco horas después de alcanzar a la comitiva, los redentores cabalgaban de regreso a las montañas para atacar por detrás a los cleptos, que ya estaban privados de esposas, hijos y padres. Dejaban detrás de ellos diez patíbulos y alrededor de cada uno de ellos un montón de cenizas.

24

D
urante dos días, Henri el Impreciso había estado rastreando de un lado al otro de la frontera suiza para encontrar el paso por donde IdrisPukke había prometido que, si sobrevivía, trataría de proporcionarles un modo seguro de cruzar. Pero IdrisPukke le había advertido a Henri que tuviera cuidado, y su plan no incluía que trajera con él cerca de ciento sesenta purgatores, cuya presencia seguramente asustaría incluso a la guardia mejor sobornada.

Lo que ocurrió fue que cuando Henri el Impreciso reconoció el paso Rudlow, que le había descrito IdrisPukke, y gritó en alto la contraseña «¡IdrisPukke!», todo cuanto obtuvo como respuesta, unos veinte segundos después, fue una lluvia de flechas y saetas.

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