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Authors: Paul Hoffman

Tags: #Fantástico, Aventuras

Las cuatro postrimerías (41 page)

BOOK: Las cuatro postrimerías
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—No, él no. Conocemos bien a Frederick Taverner y sabemos que no es un traidor.

—Mis excusas, padres redentores. Tengan la amabilidad de seguir sentados.

El condenado y al instante indultado Taverner recibió un susto del que nunca llegaría a recobrarse completamente. El resto de la audiencia se quedó aterrado por el error, y por lo que podía suponer para cada uno de ellos.

En una gran sala, a unos cincuenta metros de distancia, los señalados eran retenidos, después conducidos hasta una estancia más pequeña y desnudados de cintura para arriba. Brzca había llegado desde el Santuario para supervisar el gran número de ejecuciones que había que llevar a cabo. Pero eran demasiadas para que un solo hombre las acometiera todas, y le habían asignado numerosos ayudantes. Susceptible como siempre ante cualquier desaire concerniente a la excelencia de su arte, se quejó de que los ayudantes no habían adquirido la necesaria destreza.

—¡Son un descrédito para mi oficio! —le dijo a Gil con esa egolatría de las personas que se consideran prodigiosas.

Menos vanidoso de su talento, Jonathon Brigade se emocionó con la brillantez de su nuevo plan como cualquier autor que, entristecido al descubrir un defecto en su obra, de pronto encuentra una revelación, o la clave que hace que todo encaje y lo saque del confuso laberinto de lo que no era satisfactorio. Hijo de un maestro albañil, Brigade no podía dejar de notar con desaprobación los andamios de tres pisos de altura llenos de ladrillos, a cuyos albañiles les habían dicho que hicieran un alto para ir a rezar por la victoria. Habiendo pasado horas subiendo ladrillos a los andamios, los peones habían tenido que afrontar un dilema: pasar otra hora o más bajándolos para colocarlos en el suelo y no hacer caso de la convocatoria a la plegaria, o asumir el riesgo menor dejándolos donde estaban. Y tenían razón al pensar que los ladrillos estaban firmes, que el andamio aguantaría. ¿Por qué iban a tomar en consideración la posibilidad de que el malvado Jonathon Brigade pasara por allí? ¿Cómo iban a suponer que aparecería alguien tan malvado, que sabría cómo debilitar las sujeciones que aguantaban el andamio y dónde exactamente atar una cuerda para que cuando pasaran Gant y cinco de sus santos hermanos, todos dispuestos a entrar en orden en la capilla, un fuerte tirón provocara la caída de más de una tonelada de ladrillos sobre ellos? Era sencillo, y no estaba lejos de la tapia exterior, donde los anexos a la cocina facilitarían la huida. La idea era perfecta, salvo por el regreso de los obreros, cuyo perfeccionista capataz les había mandado volver y quitar los bloques de piedra del andamio y volver a ponerlos en el suelo. Brigade, un hombre cuyo temperamento era tal que siempre intentaba hacer cualquier cosa lo mejor posible, eligió tomarse aquello como una señal que le enviaba el cielo de que debía encontrar otro procedimiento, y fue a buscarlo tal como pensaba que se le indicaba.

Por otro lado, Gil había planeado el asesinato de Parsi teniendo en cuenta las distintas posibilidades del azar. Era cada vez más propio de la naturaleza de Parsi no dejarse ver en absoluto. Lo que al principio era una simple incomodidad producida por los espacios abiertos, en los últimos años iba camino de convertirse en un auténtico terror. Hasta a sus audiencias en el Palacio del Pontífice acudía por un túnel subterráneo. Salía a la luz durante veinte minutos cada día, caminando por sus claustros cubiertos, abiertos al cielo por un lado nada más, para leer los versículos de la Didaché de su breviario («Aparta de mí el deseo, Señor, castiga mi alma», y todas esas cosas). La información que había sobre sus idas y venidas era casi nula, pero una referencia casual a uno de los rituales cotidianos de Parsi que había sido observado en parte desde lo alto de la torre de Carfax le había brindado a Gil su única posibilidad. Los horarios eran siempre iguales, el paso con el que andaba era exactamente idéntico de un día para otro. Sólo una parte del jardín santo estaba cerrada; desgraciadamente para Gil, la única parte que se podía ver desde el escondido nido de águila en la torre Carfax miraba al lado que estaba cubierto por un largo tejado y dejaba a Parsi en la sombra, y por tanto invisible desde la torre, excepto la parte inferior de sus extremidades, cubiertas por la túnica. En otras palabras: resultaba imposible hacer un disparo mortal desde la torre. Pero Parsi caminaba a una velocidad casi constante, con un paso y un balanceo rítmicos y monótonos, y Gil sabía que fuera de su vista, pero al otro extremo del jardín, salía a cielo abierto durante tal vez veinte segundos. Su intención no era disparar él mismo desde el nido del águila, sino medir el paso y calcular cuándo Parsi iba al descubierto aunque estuviera fuera de su vista, para hacer una señal a un grupo de cuarenta arqueros situados en un patio, a casi trescientos metros de distancia. Los cuarenta arqueros dispararían sus flechas por encima de la tapia de su propio patio, y las flechas cruzarían volando dos calles para ir a caer al final de los claustros, donde Parsi estaría al raso, pidiéndole a Dios que le castigara por sus pecados, favor que Gil estaba dispuesto a hacerle incluso tomándose grandísimas molestias.

Resultó que hubo un testigo de lo ocurrido, al que Gil salvó de la ejecución tan sólo porque tenía curiosidad por conocer los detalles precisos de lo que le había ocurrido a Parsi.

Gil había ahogado un grito cuando los arqueros soltaron sus flechas, cuya curva hermosa y terrible trazó un recorrido hacia el suelo al encuentro del prelado, al que no se podía ver pero sí oír farfullando oraciones. El gracioso silbido de las flechas al cortar el aire en dirección a su blanco dio fin con una combinación de impactos de variado sonido, unos al golpear las flechas contra el muro, otros contra la tierra, y otros contra el sacerdote. Gil, tal como resultó, había hecho bien las cuentas, pero sólo por los pelos: Parsi recibió tres flechas de las del borde de la nube lanzada por los arqueros: una le dio en el pie, otra en la ingle, y una tercera en el vientre. El grito de horror y el chillido de agonía llegaron hasta la torre en que se encontraba Gil justo cuando se disponía a abandonarla. Pero tal dolor podía haber sido producido por una herida insignificante. No se dio por satisfecho hasta que más de cuatro horas después salvó y oyó al testigo, un novicio que estaba sentado en el claustro mientras su maestro decía sus oraciones.

A trescientos cincuenta metros de distancia, el irritado Moseby, que estaba poco acostumbrado a que lo retuvieran a oscuras, y pretendía recordarle de malas maneras a Bosco con quién estaba tratando, aguardaba en la habitación más parecida a una mazmorra con que contaba Bosco. Era una habitación pequeña, con una ventana en lo alto, para que nadie pudiera mirar por ella, y se hallaba lo más lejos posible de los arrestos y las matanzas. Moseby pidió de beber a un criado cortésmente (le parecía que era un indicio de ineptitud mostrarse rudo con los criados). Brzca entró con una jarra para satisfacer su deseo, y se fue detrás de él, jugueteando con la jarra y una taza y sirviendo el agua que le pedían. Entonces entró alguien que se parecía a Bosco, y Moseby levantó la mirada.

—Tengo que... —empezó a decir, pero la eternidad se llevó el secreto de lo que tenía que hacer, porque Brzca lo agarró del pelo y le rebanó la garganta.

Mientras tanto, Jonathon Brigade empezaba a pensar que debía dejar de buscar el lugar ideal para cometer su asesinato, pero por otro lado seguía convencido de que si miraba un poco más, lo encontraría inmediatamente. Durante todo el tiempo, una voz, que con seguridad no se trataba de la voz de su conciencia, le decía que volviera a su primer plan, pese a lo insatisfactorio y arriesgado que pudiera parecer.

«Es mejor poco que nada. Esto va a terminar contigo, para ya».

Pero no podía parar, porque todo el tiempo tenía la sensación de que encontraría la respuesta a la vuelta de la esquina. Y entonces abrió una puerta delante de él, y se encontró cara a cara con el padre Gant y con media docena de sacerdotes que estaban detrás. Se miraron unos a otros mientras Gant trataba de recordar quién era, y no lo conseguía. A Brigade la mente se le quedó en blanco por un instante, pero cada célula de su cuerpo era la de un asesino instintivo. Avanzó un poco con suavidad, de manera que Gant se vio obligado a quedarse en la puerta, bloqueando a los sacerdotes que estaban detrás. Entonces tuvo una idea: la verdad dicha con mala intención supera a todas las mentiras que uno pueda inventar.

—Señor Redentor —dijo Brigade—, han enviado un asesino para mataros. Venid conmigo. —Lo cogió con suavidad por el brazo y dirigió una sonrisa a los sacerdotes—. Por favor, esperad aquí hasta que el padre Gant envíe a buscaros. Proteged esta puerta con vuestra vida si fuera necesario. —Entonces cerró la puerta y agarrando a Gant del brazo lo hizo bajar rápidamente la escalera tirando de él, y ganando velocidad al acercarse al espacioso rellano en el que agarró a Gant por los hombros y, empujando al redentor, que protestaba, para que fuera a una velocidad aún mayor, lo lanzó por un gran ventanal. El cristal se quebró en mil añicos mientras el gran prela do caía, gritando, al encuentro de la muerte sobre los adoquines, que se hallaban quince metros más abajo. Brigade echó una breve mirada, y enseguida se puso en camino para buscar por dónde huir. Bajó la escalera a toda prisa, gritando: «¡Fuego, fuego!».

Ésta fue la famosa «primera defenestración del Sagrado Peculiar». La segunda es ya otra historia.

¡Menudo día! Trascendental, horrendo, trágico, cruel... No hay palabra ni lista de ellas que pueda hacer justicia a todos sus horrores y al brutal drama de vidas segadas e imperios conquistados. Tal vez fueran menos de mil quinientos los redentores que precisaban ejecución, pero había que llevar esas ejecuciones a cabo con gran rapidez, y eso era algo complicado incluso para un hombre tan experimentado como Brzca o tan resuelto a su pesar como Gil.

Los verdugos de alta categoría son tan escasos como los grandes cocineros, o como los grandes fabricantes de armaduras, o los grandes canteros, en realidad. Y las ejecuciones masivas eran, de hecho, muy infrecuentes. Al fin y al cabo, excepto para desmoralizar a los enemigos de uno, como en la masacre de Monte Nugent, que había lanzado un mensaje tan claro a los Materazzi, o en las peculiares circunstancias de la muerte en la Casa del Propósito Especial de los trescientos redentores tan cuidadosamente seleccionados por Bosco, ¿qué finalidad tenían las ejecuciones masivas? El verdadero propósito de un verdugo consistía o bien en deshacerse para siempre de un individuo en privado, o bien hacerlo en público de manera extravagante para dar un ejemplo. Si era lo primero, uno podía tomarse su tiempo; y si era lo segundo, entonces era necesario llevar a cabo algo espectacular y original. Matar mil quinientos hombres, no debilitados por el hambre ni por meses de oscuridad y frío, era asunto peliagudo. Brzca no contaba con los ayudantes necesarios para tal número de ejecuciones, porque normalmente no los necesitaba. Así que la cosa fue un trabajo terriblemente arduo para Brzca y Gil.

—¿Le habéis rebanado alguna vez la garganta a un cerdo? —le preguntó el primero al segundo.

—No.

—Cuando yo era niño, en la granja de mi padre —dijo Brzca a Gil, señalándolo lúgubremente con el dedo—, mi padre decía que costaba dos años enseñar a un hombre a matar a un cerdo. Matar a un hombre es mucho más difícil.

—Os he traído hombres experimentados. Saben por qué es necesario hacerlo.

Brzca gruñó con la impaciencia de un hombre que estaba acostumbrado a que menospreciaran su gran talento.

—Esto no se parece en nada... No se parece en nada a matar a un hombre en la batalla, ni a correr para escapar de ella. Este oficio tiene su propio ritmo y razones, sus trucos y sus técnicas. Hay poca gente que valga para matar a sangre fría constantemente, y menos para matar a los de su propia especie. Pero ya me imagino que no me creéis.

—Sois más convincente de lo que pensáis, padre —respondió Gil—. Pero estoy seguro de que con vuestras orientaciones, lo conseguiremos.

—¿De verdad lo creéis...?

Y lo consiguieron. Pese a todo lo sórdido que resultó. Primero Gil tranquilizaba a los prisioneros, reunidos en media docena de salones que albergaban hasta trescientos cada uno, diciéndoles que no tenían nada que temer, a menos que fueran culpables de haber participado en el levantamiento de quintacolumnistas simpatizantes del antagonismo que había tenido lugar aquel día. Por desgracia, era necesario interrogarlos a todos para encontrar a aquellos pocos que se pensaba que estaban implicados. Pero era, como debían comprender, necesario que todos fueran interrogados antes de que la inmensa mayoría pudiera quedar en libertad. También comprenderían, estaba seguro de eso, que tenían que atarlos de pies y manos, pero que tal cosa se llevaría a cabo con el respeto debido a la abrumadora proporción de inocentes que había entre ellos. Gil pidió su cooperación en aquel momento de crisis de la fe. Para demostrar su sinceridad, Gil permitió que a él mismo le ataran las manos sin apretar mucho a la espalda, e, igualmente sin apretar mucho, un tobillo al otro. De esa guisa salió dócilmente de la sala, arrastrando los pies. Así tranquilizados, los redentores arrestados se dejaron atar y sacar en grupos de diez. Los primeros grupos fueron llevados al patio más próximo, donde Brzca y sus cuatro ayudantes les obligaron a ponerse de rodillas y les cortaron la garganta como demostración ante la atenta mirada de los hombres elegidos por Gil.

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