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Authors: Paul Hoffman

Tags: #Fantástico, Aventuras

Las cuatro postrimerías (38 page)

BOOK: Las cuatro postrimerías
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—Lamento que penséis así.

—Pero el caso es que puedo serviros en algo.

—¿En qué?

—Estoy en condiciones de propiciar una deserción que será, me parece, de enorme valor para vos.

—La última vez que alguien se me andaba con tales rodeos, intentaba venderme participaciones de una expedición a El Dorado.

—Se trata de un soldado redentor muy joven, tan valioso para los redentores que él por sí solo fue la causa de que atacaran a los Materazzi. ¿No habéis oído hablar de él?

—No.

—Entonces vuestro servicio de espionaje es mucho menos competente ahora que en el pasado.

—De acuerdo, os referís a Thomas Cale.

—¿Qué es lo que sabéis?

—¿Qué es lo que sabéis vos?

—Bastante más que vos.

—Soy todo oídos.

Y los abrió bien para escuchar lo que IdrisPukke tenía que contarle. Ciertamente, se trataba de algo muy interesante y muy curioso.

—¿Eso es todo?

—Por supuesto que no. ¿Han contactado con vos los redentores?

—S... síí.

—No parecéis estar seguro.

—No. La verdad es que lo recuerdo con claridad. Eran dos hombres aterradores. Los dientes de uno de ellos eran rotundamente verdes.

—¿Y qué querían?

—Expresar su malestar por la acogida que otorgábamos a los Materazzi.

—Si se le puede llamar acogida.

—Eso suena un poco desagradecido. Bien pensado, que os estamos tratando bastante mejor de lo que nos habría tratado a nosotros el viejo Materazzi, que en paz descanse, si la situación fuera la inversa.

—Os interesa pensar así.

—Lo admito, pero aun así eso es lo que pienso.

—¿Y qué les dijisteis?

—¿A los redentores? Les dije que se fueran a tomar por culo.

—Es realmente gratificante.

—Ese monstruoso prodigio vuestro... ¿Qué es lo que quiere, y por qué tendría yo que dárselo?

—Quiere pasar con seguridad por la frontera.

—No creo que sea buena idea traer aquí a un tipo al que los redentores están dispuestos a recuperar a toda costa. Nunca terminaré de entender cómo lograron los Materazzi derrumbarse de modo tan patético, pero basándome en las pruebas yo diría que fue poco prudente dejar acercarse a ese niño.

—Eso depende.

¿De...?

—De si preferís tener a ese monstruoso prodigio (qué buena manera de llamarlo, por cierto) en su territorio y meando hacia el vuestro, o lo preferís en el vuestro y meando hacia el suyo.

—Parece un joven muy problemático.

—Vendrá aquí en cualquier caso.

¿Y eso por qué?

—Porque lo utilizarán para derrotar a los antagonistas, y cuando hayan terminado con los antagonistas, vendrán a por los suizos. Y a su frente llegará un Thomas Cale de muy malas pulgas, muy molesto por que lo mandarais a tomar por culo cuando él os tendió a vos una mano de amistad. Y los redentores no le pararán los pies, porque al fin y al cabo, seáis vos un hereje o un ateo, para ellos es lo mismo.

—¿Por qué tendrían que venirnos ahora con una cruzada? No se han preocupado de tal cosa en seiscientos años.

—Porque las cosas están cambiando. Y si no movéis ficha ya, seguiréis el mismo camino de los Materazzi.

—¿Por qué tendría que creeros?

—¿Sabéis una cosa? Me siento casi ofendido. Ayudadme a traer aquí a Cale.

—Tengo que pensarlo.

—Si yo fuera vos, no me tomaría todo el tiempo del mundo.

El señor Bose Ikard se quedó ciertamente mucho más inquieto después de la visita de IdrisPukke de lo que estaba antes. Estaba seguro de saber cuándo intentaban engañarlo, y aquel día IdrisPukke le había parecido completamente convincente. Por otro lado, sabía, cosa que ignoraba IdrisPukke, que los lacónicos habían por fin acordado entablar batalla en el Golán. En cuanto los redentores y su adolescente monstruosidad hubieran entablado una batalla de verdad con aquellos asesinos pederastas de Laconia, decidiría si eran o no una amenaza para él. Hasta entonces, IdrisPukke podía seguir silbando cancioncillas. Y su mocoso asesino con él.

Entrad en cualquier biblioteca de barrio y encontraréis cien libros que versen sobre la huida de los Materazzi tras la caída de Menfis: libros fantásticos, mágicos, místicos, históricos, toscos y bastos, elegantes y míticos, trágicos y tremendos, llanos y directos, con estampaciones en negro, o en rojo de sangre y pasión: entre todos esos libros, seguro que por algún sitio está contada la verdad. Contar la décima parte de lo que pasó supondría proporcionar ho ras de insoportable aburrimiento, en las que un relato de horrores y dolores en medio de escaseces y fríos amargos es más o menos igual que cualquier otro relato de las mismas características. Es espantoso decirlo, pero es la verdad. Los Materazzi lo pasaron bastante mal hasta que finalmente, de los cuatro mil huidos, la mitad, y nada más que la mitad, alcanzó el Leeds Español. Y allí la acogida que recibieron no fue mucho más cálida que el viaje que habían hecho.

—¿Y bien? —le preguntó Vipond a IdrisPukke cuando éste regresó dando un paseo al recientemente desalojado gueto judío, cuyo rabino superior había decidido que, estando en auge los redentores, había llegado el momento de poner entre ellos y su congregación la mayor distancia que fuera humanamente posible, lo que quería decir tan lejos que si fueran aún más lejos empezarían a acercárseles por el otro lado.

IdrisPukke le hizo un resumen a su hermanastro.

—¿Creéis que aceptará verme a mí?

—No.

—Sinceramente, tampoco yo lo haría en su situación.

—Vosotros, los hombres de mundo —se burló IdrisPukke—, dais miedo.

—¿Tal vez aceptará volver a recibiros a vos?

—Eso depende. Ya sabéis cómo son los de su clase: siempre quieren hacerle saber a uno que le tienen metido un dedo por el culo.

—Por así decirlo.

—A pesar de toda su vanidad, Ikard no sabe qué hacer. Pero le gustaría echaros de su ciudad en cuanto pueda. Depender de la bondad de ese viejo bastardo de Zog no supone muchas garantías.

—No.

Hubo un largo silencio.

—¿Qué pensáis que hará Cale?

—¿Qué puede hacer, aparte de esperar? Ikard ha arrimado a la frontera la mayor parte de sus tropas. Cale y Henri el Impreciso se encuentran atrapados entre mil kilómetros de trincheras antagonistas y una fila de trescientos kilómetros de soldados de frontera suizos que están bastante nerviosos. Cale se quedará donde está, creo yo.

Se oyó un golpe en la puerta, que al instante fue abierta desde el otro lado. El guardia, todo reverencias y solicitud, hizo pasar a la estancia a Arbell Materazzi. Tal vez fuera la última dirigente de los Materazzi, que constituían unos desechos tan disminuidos que apenas cabía pensar que fueran dirigidos de ninguna manera. Pero al menos ella tenía el aspecto de la reina que casi era. Parecía mayor que antes, estaba aún más hermosa, y el sufrimiento había conferido a su mirada una especie de fuerza gris. Todo había cambiado en tan sólo unos meses: su mundo había sido destruido, su padre había muerto. Ahora ella era la primera entre los Materazzi que habían sobrevivido, se había desposado con su primo Conn, y se hallaba en avanzado estado de gestación.

21

P
asaron otros cuatro días hasta que los lacónicos empezaron a moverse, tal como Cale esperaba, rodeando la parte de atrás del Golán y poniendo rumbo a Chartres para tomar la ciudad. Cualesquiera que fueran las pérdidas que hubieran recibido sus muy apreciados soldados en la victoria de las pampas, aquellas muertes tenían que medirse en la balanza con la necesidad que tenían de plata antagonista. Su única alternativa al dinero que ganaban ofreciendo sus servicios militares era la riqueza ofrecida por el gran número de esclavos helotos que vivían en Laconia y en los países esclavizados que la rodeaban por casi todos los lados. Los lacónicos podían aterrorizar a los helotos y matar a sus líderes, pero al hacerlo veían disminuir sus ingresos, pues al fin y al cabo, un esclavo muerto era un esclavo menos. Además, el terror implicaba que los helotos trataran repetidamente de rebelarse, pues los lacónicos los mataban en grandes cantidades tanto si lo intentaban como si no. Cada vez que sacrificaban de modo selectivo unos miles de helotos, la matanza les hacía sentirse más seguros de momento, pero más recelosos a largo plazo. Aunque la muerte no les daba miedo, a los lacónicos les aterrorizaba, sin embargo, la aniquilación. Esto fue lo que impulsó a los lacónicos a retomar la guerra con el objetivo de atacar Chartres.

La preocupación inmediata de Cale era que los lacónicos pudieran llegar a comprender lo que se proponían los redentores, que era atraparlos en el espacio comprendido entre el muro del Golán por un lado y (la verdad sea dicha) tan sólo una leve elevación por el otro. Aquella elevación apenas llegaba para dificultar el nivel de visión de un campo de batalla mucho más grande, pero pese a su aparente insignificancia, para los propósitos de Cale le vendría tan bien como un gran muro de piedra, pues serviría para formar un embudo al comprimirlos en un espacio mucho más estrecho que cualquier otro lugar por el que tuvieran que pasar antes o después. Si Cale conseguía que se metieran allí, ni siquiera los lacónicos serían capaces de reorganizarse en medio de la batalla.

Por desgracia para Cale, el recién elegido rey lacónico, Jererny Stuart—Clarke, se había dado cuenta del problema, aunque sus posibilidades eran limitadas: podía desplazar el ejército a Chartres por el Golán y arriesgarse a los peligros que implicaba el cuello de botella; o bien podía dejar el ejército donde estaba, agotando las valiosas provisiones que acababa de recibir y permitiendo que sus hombres fueran cayendo en un estado de inactividad no sólo física sino también mental. Al margen de lo bien disciplinado que esté, un soldado jamás es un hombre paciente. Los soldados iban perdiendo el empuje, y habiéndose preparado para la batalla final después de una espera espantosamente larga, volver a dejarlos inactivos no sería la opción por la que se decantara el rey Stuart—Clarke a menos que tuviera muy buenos motivos. Y no los tenía. En cuanto a desplazar las tropas hacia el sur para atacar Chartres desde la llanura que tenía detrás, eso les haría perder al menos una semana y daría a los redentores más tiempo para prepararse. Y ya habían tenido bastante. Sabía que los antagonistas estaban a punto de presionarlos más atacando las trincheras que se extendían al oeste del Golán, una maniobra que ya no podían demorar y que sería completamente inútil si ellos no seguían adelante.

Sopesó los riesgos que entrañaba una opción contra los que entrañaba la otra. Y dado que ya había masacrado a un ejército redentor, pensó que lo más sensato sería continuar. Además, el campamento al completo estaba sufriendo una desagradable afección de estómago que, sin llegar a ser ni mucho menos tan grave como una disentería, había dejado a casi todos los hombres sufriendo una terrible diarrea y molestos dolores de estómago. Puestos todos los riesgos en la balanza, lo más sensato parecía emprender el camino más corto hacia Chartres.

Con una mezcla de alegría y miedo repentino, Cale observó a los lacónicos que, tras una pausa de casi tres horas, entraban en su campo de batalla, que era el único que les proporcionaba ventajas defensivas en varios kilómetros a la redonda. Pero entonces se dio cuenta de que en sus dos experiencias anteriores con batallas importantes, él había estado contemplando la batalla desde un lugar seguro, actuando como un displicente observador de todo lo que se estaba haciendo incorrectamente. En aquel momento, estando enfrente del más terrible de los ejércitos, notaba la diferencia que iba de saber algo a sentirlo. En aquel momento lo sentía. Se trataba de un terror distinto a aquel miedo que le había inmovilizado en el combate librado contra Solomon Solomon en la ópera Rosso. Esta vez eran sus rodillas las que parecían sufrir el terror. De hecho, le temblaban. En ópera Rosso lo que había notado era una terrible parálisis en el pecho.

Por detrás de la última fila de sus hombres, había mandado erigir una torre para poder ver la batalla en su totalidad, pero en aquel momento le preocupaba no poder subir la estrecha escalera de la ligera estructura. Se miró las rodillas como echándoles una bronca: «¡Parad de temblar, parad ya!».

Y allí llegaban los lacónicos formando sus perezosos cuadrados. Por un instante todo le pareció imposible: sus soldados eran endebles, sus ideas para la defensa y el ataque resultaban risibles; y todo eso delante de aquella enorme maquinaria de muerte y destrucción que avanzaba hacia él lentamente.

Entonces puso un pie en la escalera y después otro, muy despacio, una pausa, otro paso. Quería encontrarse en otro lugar, quería un salvador que apareciera de repente para llevárselo a otro lugar donde se encontrara a salvo. Dio otro paso, y otro más. Y entonces, como una cría de ave marina que alcanzara la orilla después de nadar un trecho demasiado largo en un mar agitado, alcanzó la plataforma de la torre, y ya en ella le ayudaron a erguirse los dos guardias que aguardaban allí, con sus escudos de gran tamaño, para protegerlo de saetas, flechas y lanzas. Observó a los lacónicos, y se tranquilizó pensando que todo iría bien con tal de que no fallara el Salitre Infame.

Que fue justamente lo que ocurrió.

Empezó a llover. Al Salitre infame, como explicó más tarde Hooke, no le gustaba el agua. O mejor dicho: le gustaba demasiado, pues absorbía la más leve porción de humedad del mismo modo que la arena del desierto absorbía el agua de la lluvia. Cuando las nubes llevaban dos minutos descargando, el Salitre Infame se había convertido ya en algo tan inflamable como un pantano. Conociendo su punto débil, el prudente Hooke se había cuidado mucho de hacer demostraciones con su invento cuando llovía, no por deseo de ocultar su vulnerabilidad sino simplemente porque en tales condiciones no funcionaba. Su única experiencia de la guerra la había tenido en el Veld, durante el periodo más seco del año. A posteriori, parecía evidente que tendría que haber mencionado aquella pega, pero sencillamente no se había acordado de hacerlo. No hasta que empezó a llover. El trabajo del investigador incluía de modo natural la rutina de crear las mejores circunstancias posibles para cada experimento.

Inconsciente de su húmedo infortunio, Cale observaba el avance lacónico desde su torre, protegido por los dos purgatores, y aguardaba sumamente nervioso el momento exacto de dar la señal de encender las mechas embebidas en aceite. Fue una espera angustiosa, pero por fin dio la señal y sonaron las trompetas, broncas como cuervos. Al escuchar la primera nota de esas trompetas, la fila delantera de los redentores retrocedió tras las estacas de tejo que estaban clavadas tras ellos en el suelo, y entonces los hombres que esperaban detrás, organizados por parejas, clavaron más estacas en los espacios vacíos, de tal manera que, aunque no se trataba de una valla propiamente dicha, a un hombre le resultaría imposible deslizarse por los huecos, sobre todo porque las estacas tenían en la punta afilados ganchos de carnicero, incrustados en las estacas a intervalos de veinticinco centímetros. Cale había hecho a cuatro hombres practicar por parejas doce horas al día durante las últimas dos semanas, y antes de que las mechas alcanzaran los barriles, ya habían clavado en el suelo otra fila de estacas escalonadas.

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