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Authors: Paul Hoffman

Tags: #Fantástico, Aventuras

Las cuatro postrimerías (35 page)

BOOK: Las cuatro postrimerías
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Van Owen fue juzgado sin estar él presente, para asegurarse de que no aprovechaba la ocasión para extender los sucios embustes antagonistas. Y eso fue lo que le llevó a media tarde al Patio de la Emancipación, tan sólo tres días después de ser condenado. Sin embargo, ni siquiera el Obispo Redentor de Verona, cabeza de la Sodalidad de los Cordelias negros, que habían sufrido tan terribles pérdidas, había objetado cuando se aprobó la sentencia contra Van Owen con el muy considerable privilegio de ser colgado antes de quemado. Aunque personalmente le hubiera gustado sacarle las tripas a Van Owen con una pala sin afilar por haber causado práctica mente el exterminio de los Cordelias negros, ni siquiera él estaba deseoso de romper con los precedentes establecidos. Al fin y al cabo, uno nunca sabía.

Los redentores importantes, al frente de los cuales iba un Cale de aspecto hosco, se sentaron en un estrado que dominaba el Patio de la Emancipación y dos andamios. El Papa no se hallaba presente, y tampoco Henri el Impreciso. Había sin embargo una considerable multitud que aguardaba con enfurecido buen humor que alguien cargara con las culpas.

Cuando Van Owen apareció entre cuatro guardias, la emoción recorrió la multitud. Algunos aplaudían como locos, otros lanzaban pullas indecentes. Les embargaba a todos una feroz alegría que, como dijo después el historiador Solerine, «les asemejaba más a las bestias salvajes que a los hombres». Pese a los numerosos guardias, la multitud empujaba hacia el patíbulo, pues cada cual deseaba ver lo mejor posible. Tal como dictaba la costumbre, el Supervisor Dominico Novella ordenó que a Van Owen le despojaran de sus vestiduras. Aunque siguió vestido con una túnica de lana, hubo un fuerte murmullo de desaprobación procedente de las últimas filas del estrado de los redentores.

—¿Realmente es necesario todo esto?

Pero era demasiado tarde para intervenir: Van Owen se había despojado ya de las vestiduras, tan obediente como si fuera un niño a punto de ser castigado. Sabiendo que eso iba a ocurrir, había intentado decir algo piadoso en aquel momento, algo referente a lo mucho que había apreciado el honor de llevar aquellas vestiduras sagradas, pero el miedo le secó la boca y las palabras se le quedaron dentro. Entonces el Supervisor Novella, que estaba cada vez más descolorido, lo condujo a la escalera de subida al patíbulo. Van Owen pidió agua, y tan apabullado se quedó el Supervisor ante el horror de hacer algo que, oído en la corte, hubiera satisfecho con entusiasmo, que se olvidó de ofrecerle su propia petaca. Van Owen quería humedecerse la garganta para poder hablar, pero el verdugo, más acostumbrado a los aspectos prácticos de aquellos acontecimientos que Novella, comprendió lo que pretendía Van Owen, y no tenía intención de permitir que ningún heroísmo empañara la belleza del espectáculo.

—Abandonad la idea de echar un discursito sobre vuestra inocencia. Seguid el ejemplo de nuestro Santo Padre en la horca, y cerrad el pico. —Entonces lo empujaron bruscamente para que subiera la escalera. A medio camino, el verdugo, animado por la ansiosa multitud, empezó a hacer el payaso ofreciendo una reverencia y casi se resbala y se cae. Aquel vergonzoso comportamiento tuvo el efecto de despertar a Novella de su aturdimiento, y al hacerlo le gritó con furia al verdugo. Eso le puso tan nervioso que para cuando llegaron a lo alto de la escalera todas sus fantochadas habían sido sustituidas por el miedo. Van Owen empezó a decir sus últimas palabras.

—En Tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu, con la esperanza de que este mismo día encenderé una vela como nunca se haya...

Esta despedida cuidadosamente ensayada fue interrumpida por un empujón tan prematuro y rotundo que no sólo cayó con la soga alrededor del cuello, que se le partió al instante, sino que el empujón fue tan torpe y tan fuerte que se quedó balanceándose como el péndulo de un reloj. En vez de utilizar su sentido común para subirse a la pira de leña y sujetar el reciente cadáver para que se quedara quieto, el redentor encargado de prender la pira aplicó la antorcha inmediatamente. La leña estaba seca y empapada en aceite, y la hoguera se alzó magnífica. Desgraciadamente, el cadáver seguía balanceándose de un lado para otro como un niño en un columpio. Como por arte de brujería, se levantó un fuerte viento que apartaba las llamas del cadáver, que no dejaba de moverse. Atemorizada al ver aquello, la multitud se había quedado boquiabierta: «¡Milagro, milagro!». Pero un minuto después el viento cesó, el balanceo se hizo más lento, y la multitud no tardó en volver a empujar para conseguir cada cual un mejor punto de vista.

Al cabo de unos minutos en los que la multitud permaneció absorta en el horror y la fascinación, el fuego quemó por completo la cuerda que ataba las manos de Van Owen. Tan intenso era el calor, que provocó que la mano izquierda se le levantara lentamente, y al hacerlo parecía que la mano señalaba acusadoramente a la multitud. Más tarde, el Oficio para la Propagación de la Fe aclararía que aquello no era ningún signo de maldición de Van Owen contra los fieles que habían deseado su muerte, sino de bendición, la cual otorgaba como muestra de su arrepentimiento.

Para entonces, los redentores del estrado estaban hasta la coronilla de todo aquel proceso, y algunos tuvieron el detalle de sentirse culpables y avergonzados por lo que habían hecho. Sin embargo, la cosa aún no había acabado. Era tarea de los Arrabiate humillar los cuerpos de los herejes, y diez de ellos marcharon, tal como estaba previsto, arrastrando una pesada bolsa de piedras que representaban el arrepentimiento y el remordimiento. Formando fila delante del ahora ya muy quemado cuerpo, empezaron a acribillar el cadáver con piedras del tamaño de un puño, de modo que de vez en cuando se desprendían y caían al fuego cachitos del cadáver medio consumido. «Llovían —escribió Solerine— sangre y entrañas».

Pocas personas, aparte de la cúspide jerárquica de los redentores o la de los antagonistas, habrán visto nunca quemar a una persona viva. En la imaginación popular de los que viven en las cuatro esquinas del mundo, esa experiencia está formada por las vastas hogueras de las fiestas invernales, en las que se coloca al muñeco de Guy Fawkes o del general Curly Wurly en la cúspide de una montaña de leña. La realidad es más mundana, y muchísimo más horrible. Si podéis, imaginaos la hoguera que podría prender en la parte de atrás de su tienda un comerciante moderadamente rico. Después imaginaos quemar vivo en tan modesta hoguera a un cerdo crecido. Entonces comprenderéis por qué no voy a hablaros de los quince minutos que le costó morir a la doncella de los ojos de mirlo, ni de los gritos que superaban en tono e intensidad cuanto esperaríais oír nunca saliendo de una garganta humana, ni del olor ni, ¡Dios Santo!, del tiempo que llevó todo. Y durante todo el proceso Cale siguió mirando hacia ella, sin apartar la vista ni una vez. Al fin y al cabo, hasta el más espantoso de los martirios debe seguir su curso.

—¿Cómo ha ido? —le preguntó Henri el Impreciso.

—Si queríais enteraros, tendríais que haber ido.

—Decidme que fue rápido.

—Estuvo muy lejos de ser rápido.

—No fue culpa vuestra.

—Pero vos me culpáis de todos modos.

—No.

—Sí. Vos pensáis que debería haber utilizado mi poder para llevármela por arte de magia a algún lugar seguro, dondequiera que pueda estar ese lugar. Si yo conociera un lugar seguro, me iría allí yo mismo. Tal vez pensáis que yo debería haber saltado del estrado de los Bienaventurados para desatarle las manos, y después echar alas y llevármela volando.

—No he dicho nada de eso.

—Dos veces ya le he salvado la vida a una doncella inocente en peligro de muerte, y mirad cuántos miles de personas han muerto como consecuencia de que yo metiera las narizotas en asuntos que no eran de mi incumbencia.

—Sé que no es culpa vuestra. Pero me siento mal, eso es todo.

—No lo bastante mal como para ir a verla.

Henri el Impreciso no dijo nada. Al fin y al cabo, ¿qué podía decir?

Unas horas después, habían salido de Chartres y se acercaban al campamento, levantado en un santiamén, del rápidamente constituido Octavo Ejército. El campamento ya estaba protegido por zanjas, terraplenes y empalizadas de madera. A los pocos minutos de su llegada, Cale examinó las nuevas espadas lacónicas que tal devastación habían producido en las filas de los Cordelias negros. Probó la curva de su hoja en varios cascos de redentores colocados sobre cabezas de madera: todos menos uno se abrieron al primer golpe. Regresó a su tienda, meditó durante veinte minutos, y después se volvió hacia Henri.

—Quiero que os llevéis treinta carros al vertedero aquel donde estaban las armaduras de los Materazzi, y que me traigáis todos los yelmos que podáis encontrar. Llevad con vos cincuenta hombres, o más si los necesitáis. Nada más lleguéis allí, enviadme a alguien con media docena de yelmos para que los pueda probar.

—Es demasiado tarde para salir ahora.

—Entonces salid mañana. Ahora llamad a Gil.

Gil se presentó en cinco minutos.

—Quiero que me traigáis una docena de perros muertos —le ordenó Cale.

—¿Dónde voy a encontrar perros muertos por aquí?

—No tienen por qué ser perros, ni tienen por qué ser doce. Valdrán veinticuatro gatos muertos. ¿Me habéis entendido?

—Sí.

—No quiero que le rebanéis la garganta a la mascota familiar de ningún campesino. Necesito que estén podridos. Necesito que la carne se esté desprendiendo de los huesos.

—El padre Bosco desea veros.

Cale sonrió.

—Como siempre. Hacedlo pasar.

Estuvieron hablando de cosas intrascendentes durante varios minutos. Cale se extendía lo más posible para no abordar el tema que ambos tenían en mente, de manera que su viejo mentor se vio forzado a plantearlo él.

—Entonces... —dijo Bosco al fin—. ¿Puedo conocer vuestros planes?

—No tengo planes. Por lo menos no escritos, estrictamente hablando.

—Y estrictamente hablando, ¿qué tenéis?

—Todavía estoy pensando.

—¿Y no estáis dispuesto a compartir vuestros pensamientos?

—Necesito uno o dos días.

—¿Uno o dos?

—Dos, seguramente.

—¿Y si ellos atacan antes?

—Entonces creo que aplicaremos el plan B.

—¿Que es...?

—No lo sé, padre. Ni siquiera tengo todavía un plan A.

—Es infantil andar tomándome el pelo.

—Lo sería si os lo estuviera tomando. Vos tenéis preguntas, pero yo no tengo respuestas.

—Comprenderé que no sean respuestas muy concretas.

—No. Decís que comprendéis, pero no estáis comprendiendo lo que os digo.

—Lo haré.

—No, no lo haréis. Solo creéis que lo haréis.

—O sea que la respuesta es: «No».

—La respuesta es sí, pero todavía no.

Cinco minutos después, tal como Cale sabía que ocurriría, Gil entraba en la tienda de Bosco para informar a su superior:

—Ha pedido dos mil yelmos oxidados y doce perros muertos.

18

E
n cosa de dos semanas, por medio de un tratante de medicinas cuyas pócimas eran, si uno tenía suerte, completamente inútiles, Kleist y su muy embarazada esposa escucharon las noticias de los acontecimientos del Golán.

Había habido una gran batalla entre los redentores y los lacónicos. La cosa había terminado en carnicería, y el ejército de los redentores había quedado eliminado casi hasta el último hombre. No hace falta explicar que esas noticias le encantaron a Kleist, aunque la alegría no duró mucho. Casi se traga la lengua al oír la historia, muy adornada por los palurdos de la montaña, de cómo la batalla había finalizado con una pequeña victoria a cargo de un simple niño, y que a ese niño, Cale, se le ensalzaba ahora como Ángel de la Muerte, alguien cuya alma podía elevarse a dos mil metros de altura.

—O sea que ese amigo vuestro... —dijo Daisy después, cuando estaban tendidos en la cama mientras ella descansaba la dolorida espalda y las terribles almorranas, e intentaba desentrañar las confusas noticias que habían escuchado.

—No es mi amigo...

—Ese amigo vuestro, ¿no es el Ángel de la Muerte capaz de elevar su alma a dos mil metros de altura?

—Sí, claro que es el Ángel de la Muerte: dondequiera que va Cale, se organizan funerales. Tiene la cabeza llena de funerales.

—¿Pero es verdad que puede hacer que su alma se eleve?

—No.

—Qué pena. Un amigo que pudiera elevar las almas a dos mil metros de altura sería muy útil.

—Bueno, pues él no puede hacerlo. Y ya os lo dije, adondequiera que va, lleva la desgracia consigo. Por eso yo intentaba poner toda la distancia posible entre él y yo. Si no os hubiera encontrado a vos y hubiera descubierto el modo de llegar, ahora me encontraría en el lado oculto de la luna.

—¡Ah! —suspiró ella, embargada por la pena—. Mi pobre imbécil.

No dijo nada más hasta que el dolor remitió. Entonces le entregó una jarra con la crema que le había vendido el curandero.

—Ponédmela.

—¿Qué?

—Que me la pongáis.

Kleist se quedó mirándola.

—Hacedlo vos misma.

—Estoy demasiado gorda. No alcanzo tan lejos. Es más fácil que lo hagáis vos.

—¿Y no podéis pedírselo a vuestra hermana?

—Vamos, no seáis desagradable....

Para entonces él ya había comprendido bastante bien en qué ocasiones no había que discutir con ella. No es que Kleist careciera de habilidades médicas. Los redentores tenían fama de curar bien las heridas, gracias al hecho de que la gente siempre intentaba matarlos. Las almorranas no eran exactamente una herida de guerra, tal como se establecía en el
Manifiesto Católico
, su manual de medicina, pero al menos el tratar las heridas con delicadeza no era algo que le resultara completamente desconocido. Aun así, la infortunada muchacha ahogó un grito.

—Lo siento.

—No pasa nada.

Unos segundos después, Kleist dio la tarea por concluida, y el dolor empezó a remitir.

—Gracias.

—No hay de qué.

—¡Mentiroso! Me apuesto a que hace un año no pensabais que estaríais haciendo esto. —En ese momento Daisy sintió un dolor punzante, y después soltó un largo suspiro—. Quedaos aquí a mi lado.

Ella aguardó mientras él lo hacía.

—Hay algo de lo que quiero hablaros.

—¿De qué?

—¿Me prometéis que no os vais a enfadar?

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