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Authors: Paul Hoffman

Tags: #Fantástico, Aventuras

Las cuatro postrimerías (32 page)

BOOK: Las cuatro postrimerías
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Pero los guardias siguieron mirándolos fijamente, tan impasibles como una vaca. Cale permaneció a unos diez metros por detrás de los purgatores, echando maldiciones, fuera de sí al comprender que la guardia no estaba malinterpretando lo que se necesitaba de ellos, sino que se quedaba donde estaba a propósito. «¿Por qué? —pensó Cale—. Lo lógico sería ayudarnos». Pero no si uno es un general que cree en el martirio y el sacrificio y en que es vital, por encima de todo, la propia supervivencia por el bien general. Ya Van Owen y su guardia estaban bajando por el otro lado de la colina, reemprendiendo el camino hacia el Golán.

Si Cale hubiera sido Henri el Impreciso o Kleist, podría haberse mantenido a salvo con su buena puntería, eliminando lacónicos desde una distancia más segura. Pero no lo era. Su única elección era luchar cuerpo a cuerpo. Lanzó un grito de furia, irritado por su propia idiotez, y entonces corrió hacia la parte izquierda de la lucha, y ensartó por la espalda al primer soldado lacónico que encon tró metiéndole la espada por debajo del yelmo para atravesarle el cuello. Tenía ventaja por llegar del lado izquierdo, pues de ese modo para luchar tenía que inclinarse hacia el lado derecho. Como normalmente no era buena cosa perder el equilibrio, Cale levantó la pierna izquierda no más de medio metro para darle una patada al siguiente en la vulnerable rodilla. El grito de agonía que lanzó el hombre al partírsele la articulación fue cortado de repente por la patada en un lado de la cabeza que recibió en plena caída. Cale agarró a los dos purgatores en apuros que había salvado, e intentó aniquilar a los lacónicos desde un lado, trayendo a su lado a todos los purgatores que podía rescatar para formar con ellos un flanco.

Al otro extremo de la fila, las cosas se ponían feas para los purgatores, que no llevaban armadura, y que no podían igualar la fuerza ni la destreza de sus contrincantes, que estaban mejor entrenados que ellos. Pero Cale, furioso por la traición de Van Owen, se había transformado en un torbellino de odio y bilis. Sin pretenderlo, daba un ejemplo a sus hombres, mostrándoles en toda su monstruosa habilidad lo que ellos consideraban simple valor, e incluso amor por ellos. Había algo en su talento para matar que parecía impresionar incluso a los lacónicos, para quienes la muerte violenta era su manera de vivir. Cada uno de los movimientos de Cale estaba completamente falto de gracia o elegancia, en todo salvo en la brutal convicción que infundía a cada estocada o cada golpe que cualquier otro hubiera fallado; y cualquier cosa que hecha por otro hubiera resultado inútil, en él provocaba la desmoralización de los lacónicos, que se veían arrollados desde la izquierda. Apenas daban muestras de ello, despiadados como eran consigo mismos tanto como con los demás, pero durante los minutos previos a su muerte, los lacónicos tenían tiempo de paladear la derrota. De siete pasaron a tres, de tres a uno, y después todo terminó. Entonces tuvieron lugar las acostumbradas monstruosidades: los heridos que clamaban, los entumecidos, los felices..., el cruel fin de los lacónicos que seguían con vida. Uno de los lacónicos estaba tan sólo ligeramente herido en la pierna, y los dos purgatores temían cualquier peligro (tal vez una daga escondida), mientras disfrutaban provocándolo y haciéndole retroceder de sus pinchazos.

—¡Cerdo antagonista! —Y le gritaban algo que no era muy acorde, pero sí lo peor que se les podía ocurrir—: ¡Ateo malhechor!

Eso hubiera sido bastante acertado para definir a los lacónicos, si bien el término estaba mal empleado con respecto a los antagonistas. Es curioso que la mayoría de los redentores no tuviera ni idea de que los antagonistas eran una escisión de su misma religión, y que por tanto creían en casi todo lo que creían ellos.

El filo de una de las espadas le dio al soldado lacónico en la mano y se le hundió por la palma hasta el fondo. El grito de dolor que lanzó atrajo la atención de Cale, que arremetió contra los dos purgatores e, irritado, los apartó de delante. Los ojos del soldado lacónico, ya muy abiertos, se volvieron la imagen misma del terror al descubrir que Cale se erguía ante él. Estaba agachado, con los brazos abiertos, esperando. El golpe llegó al instante, entrándole por la clavícula hasta el corazón. Una horrible expectoración que duró segundos, y después la inconsciencia y la muerte.

Fue aquél un final más piadoso que el que durante las horas siguientes iban a sufrir muchos, a los que dejaban morir con los dolores de sus heridas o a los que la crueldad infligía una muerte lenta. Todo aquel horror estaba aún por llegar para miles de hombres en el campo de batalla. A veces es mejor, le había dicho IdrisPukke a Henri el Impreciso, cuando estaban comiendo pescado con patatas en una playa de arena en el golfo de Menfis, reservarse el derecho a mirar para otro lado.

Fue entonces cuando llegó Henri, aunque el explorador seguía montado en su burro y a trescientos metros de distancia. Observó la carnicería a su alrededor.

—Nunca vi nada así —les dijo a los purgatores supervivientes, que eran ocho. Cale lo miró fijamente, comprendiendo con exactitud qué era lo que quería decir, y que no se trataba de un cumplido.

—Quitadles la armadura y las armas a un par de ellos, rápido.

Se fueron un par de minutos después, llevándose con ellos a sus muertos.

Pese a haberse encontrado aún más cerca de la muerte que en el monte Silbury, las cosas al final habían salido bien. Cale aprendió una lección, aunque como le dijo después a Henri el Impreciso: «Todavía no sé cuál fue». Y vivió para contarla. Pero el día aún no había terminado para él.

Aunque el brezo y el cálamo del campo de batalla de los Ocho Mártires fuera lo bastante robusto, un buen trozo había quedado revuelto, y el barro de debajo expuesto y levantado. Pese al frío helador que había hecho tan sólo una semana antes, los cálidos vientos del mar que habían derretido la nieve se habían vuelto aún más cálidos. Esa tarde hacía un calor nada propio de la estación en que se encontraban, y ese calor insufló nueva vida donde no había más que espantosa muerte. Los mosquitos habían puesto sus huevos en el barro, bajo la calidez del cálamo, a varios centímetros de profundidad. Expuestos al aire por la batalla y calentados por el sol, salieron del cascarón por millones, y en tan sólo una hora formaron una columna que giraba incesantemente, cuya base tenía el tamaño del campo de batalla y se elevaba hasta mil metros de altura.

Los cerca de tres mil redentores que habían sobrevivido a la carnicería y huido en desbandada hacia la base del Golán miraron atrás y vieron en el aire algo que muy pocos de ellos habían visto antes: una nube en el cielo que se movía no como lo hacen las nieblas sino como algo vivo.

Que es lo que era, al fin y al cabo. La nube tan pronto parecía una comadreja erguida sobre sus patas de atrás, como una ballena (para los que alguna vez hubieran visto una). Pero a la mayoría, exhaustos, avergonzados y temerosos como estaban, les parecía que se trataba del Ahorcado Redentor, que negaba furioso con la cabeza ante la espantosa pérdida y el sacrilegio que suponía la victoria de los lacónicos. Y después, al final, cambiaron el viento y el vuelo inmotivado de los insectos, y el rostro apenado del salvador se convirtió por un instante en el rostro severo y atento de un niño implacable. O eso les pareció después a muchos. De hecho, unos días después se lo parecía incluso a muchos hombres, cada vez más, que ni siquiera se habían encontrado allí.

En cuestión de horas, los supervivientes comenzaron a entrar en riadas en el Golán, y los rumores empezaron a extenderse como la mantequilla sobre el pan: noticias del final prometido, noticias de que los judíos acudían a Chartres en masa para convertirse, noticias de que los cuatro jinetes enanos del Apocalipsis habían cabalgado por las calles de Ware. En la Colina Pedregosa, un dragón rojo apareció sobre una mujer envuelta en
sol
[9]
; y en Whitstable una bestia de la tierra había forzado a la gente de la ciudad a adorar a una bestia del océano. En New Brighton, un ángel apareció llevando en un cuenco la ira de Dios. En cuanto estos rumores fueron de común conocimiento, surgió una extraña exaltación del horror de la espantosa derrota. La historia que recorrió el Golán decía que un acólito, un niño, había derrotado a cien soldados del enemigo con una quijada de asno y había rescatado al padre Van Owen de los traidores antagonistas que habían traicionado a su propio ejército.

Si este último no era completamente falso, ninguno de los rumores era del todo accidental. Los hombres de Bosco en el Golán, junto con aquellos que sabían y creían, vieron cómo su versión tergiversada de números y sucesos en la Colina del Imbécil llegaba a oídos ansiosos de escuchar.

Al final los acontecimientos conspiraron a favor. Los lacónicos, en vez de avanzar e intentar tomar los Altos o incluso rodear y atacar por la retaguardia a los redentores cobijados en la trinchera, se quedaron exactamente donde estaban, para sorpresa de todos. En cosa de horas, todos los redentores del Golán sabían con certeza absoluta que los lacónicos se habían detenido a causa de la visión del Ahorcado Redentor, y que su ira manifiesta los había apaciguado mediante el temor en Dios.

Pero no fueron ni Dios ni los mosquitos los que hicieron a los lacónicos replegarse al campamento que ya ocupaban desde una semana antes de la batalla, sino un miedo terrible, persistente y habitual. Es un dicho sabio aquel que dice que si pones todos los huevos en una cesta, perderás todo el tiempo vigilando la cesta. Y ésa es una perspectiva aún más preocupante si los huevos de la cesta son excepcionalmente raros. Aquél era el meollo del problema para los lacónicos. Su capacidad para trabajar juntos como bailarines en el caos y el horror del campo de batalla era el resultado de una vida de brutales ejercicios y violencias. Cada lacónico costaba una fortuna en tiempo y dinero, y el tesoro que se precisaba para comprar ese tiempo se ganaba mediante esclavos. Esos esclavos no los conseguían en los cuatro cuartos de la tierra, destruyendo familias y todos sus demás vínculos, sino mediante la esclavización de pueblos enteros que vivían junto a ellos, codo con codo. Y los esclavos eran muchos, mientras que los lacónicos eran pocos. Apenas había un guerrero lacónico que tuviera miedo a la muerte, y sin embargo no había ninguno que no se lo tuviera a los hombres y mujeres que le pertenecían. En la batalla de los Ocho Mártires, los lacónicos mataron a catorce redentores por cada una de sus bajas. Y sin embargo estaban traumatizados con aquella pérdida. El trabajo que se había ido a la tumba con aquellos mil cien hombres era tal que no podrían reemplazarse ni en una generación entera, dado lo poco numerosos que eran los lacónicos y lo dura y larga que era su preparación.

A la luz de un éxito tan catastrófico, los éforos de Laconia tendrían algo que decir. Por eso se habían detenido los lacónicos, cuando de haber rodeado los Altos del Golán y tornado las trincheras de los redentores por la retaguardia, aquella gran guerra podría haber acabado en meses o incluso en semanas.

Los éforos ordenaron a sus tropas ante el Golán que se atrincheraran e hicieran una oferta a sus esclavos helotos: que eligieran a los tres mil hombres más fuertes, más valerosos y más vivos de entre ellos. Si esos tres mil hombres luchaban con los lacónicos en el Golán, al regreso serían liberados y se les daría doscientos dólares y una franja de tierra a cada uno. Los helotos aprovecharon aquella oportunidad sin precedentes de conseguir la libertad y la prosperidad, y tres mil de sus mejores hombres se presentaron sin armas en el momento y el lugar designados. Allí mismo, los lacónicos los mataron a todos. Y de ese modo, seguros tanto de haber matado a los más fuertes como de haber al mismo tiempo aterrorizado a los helotos que quedaban, los éforos tomaron el dinero adi cional ofrecido por los antagonistas y decidieron volver a avanzar. Pero planear y llevar a cabo una masacre lleva su tiempo, y sacarles más dinero a los antagonistas también, y por eso pasaron casi tres semanas antes de que el ejército lacónico se pusiera en marcha, tiempo que Bosco aprovechó para lucirse.

En menos de dos días le llegaron noticias de la derrota, y al cabo de otros dos ya se había aprovechado de la parálisis en que se había sumido la Santa Sede y se hallaba en Chartres insistiendo en que se le concediera audiencia papal, al tiempo que enviaba sin cesar mensajeros, con mensajes muy persuasivos destinados a su secreta fraternidad de seguidores, quienes, aunque muertos de miedo, también querían saber qué podían hacer de provecho en medio de aquel desastre.

Pese a la desesperada necesidad de salvarse de los lacónicos, no todo el mundo tenía tantas ganas de creer en Cale. Los enemigos de Bosco estaban en un aprieto. Por un lado, estaban tan consternados por la derrota ante los lacónicos como cualquier redentor, e igualmente horrorizados por sus probables consecuencias. Y el hecho de que fueran traicioneros, intrigantes y egoístas no quería decir que carecieran de auténtico celo religioso. ¿Y si Cale resultaba ser el Tétrico prometido desde hacía tanto tiempo, si bien en términos vagos y por medio de rodeos y ambigüedades? Algunos incluso dudaban de que el Tétrico fuera una profecía en absoluto, pues podía tratarse de una mala traducción del texto original, que se hallaba en un estado francamente defectuoso, y tal vez no significara un destructor mortal de los enemigos de los redentores, que podría o no traer consigo el final de todas las cosas, sino un tipo de pastel sagrado de setenta uvas pasas y frutos secos que sería otorgado por el Señor para poner fin al hambre que los habría asolado durante más de un año. El debate sobre si la profecía hablaba de un oscuro destructor o de un enorme pastel era muy poco importante, teniendo en cuenta que no cabía ninguna duda de que la fe del Redentor encaraba decididamente la aniquilación.

Al principio, la asombrosa petición de que Cale fuera puesto al mando del Octavo Ejército del Wras fue rechazada de plano. Una decisión mucho más cauta y plausible fue la que tomó el Papa en un breve instante de lucidez al pedirle al General Redentor Princeps, vencedor de los Materazzi y ya en Chartres, que tomara el mando. Sin embargo, por órdenes de Bosco, Princeps aseguró que se hallaba a las puertas de la muerte, con una espina de pescado atravesada en la garganta. Escribió una carta, no por primera vez, dejando claro que él sólo había seguido los planes de Cale en su victoria sobre los Materazzi, y pedía con toda humildad al Pontífice que confirmara al joven como cabeza del Octavo Ejército. Para convencer a los que no creían en su enfermedad, que eran muchos, Princeps pedía que el mismísimo Papa rezara por él oraciones de esas que se destinaban a los moribundos. Aquello era un sacrilegio que no hubiera aceptado cometer más que ante la fuerte insistencia de Bosco, que sostenía que de no implorar esas oraciones, a sus enemigos les olería a gato encerrado.

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