Los caminos cubiertos por una gruesa capa de nieve, la dureza del tiempo, la amargura de los días, las noches insoportables... Bosco tranquilizó a Van Owen respecto a que no importaría que se demorara en el Santuario, pues por malo que fuera el tiempo en Peña Shotover, donde se hallaba el Santuario, sería peor para los lacónicos que intentaban abrirse camino por el Machair. En las raras ocasiones en que nevaba allí, los vientos circulaban por sus espacios anchos y abiertos provocando la formación de enormes montículos. Los lacónicos podían soportar mayores adversidades que ningún otro hombre, pero no podían volar, así que se quedaban atrapados donde estaban, con su sopa negra y sus desgraciados helotos que morían de frío por docenas.
En cuanto llegaron al Golán, Van Owen les hizo sudar la gota gorda a Cale y a Henri el Impreciso, encargándoles cualquier menudencia desagradable o inútil que lograba encontrar para ellos, cosa nada difícil ya que bajo los vientos heladores era una tortura llevar a cabo incluso la más sencilla tarea. Van Owen alojó a los purgatores en los lugares más incómodos y fríos, y les destinó las peores provisiones.
—¿Quiénes son esos tipos? —le preguntó a Cale refiriéndose a los purgatores, de los que estaban algo alejados—. No me gusta su aspecto. Hay algo en ellos que no me encaja.
Pese al hecho de que sabía que Bosco tenía razón, y que revelar algo a alguien que le deseaba lo peor era señal de infantilismo y podría llevarle fácilmente a la tumba en una situación en que man tener la boca cerrada podría significar la diferencia entre la vida y la muerte, simplemente no se pudo refrenar.
—De la madera torcida de la humanidad, padre, nunca ha salido cosa recta. —Ésta era quizá la frase más célebre de san Bernabó, el del pie incorrupto, objeto predilecto de la veneración de Van Owen.
—¿Estáis intentando burlaros?
—No, padre.
—Entonces os lo vuelvo a preguntar: ¿quiénes son esos tipos?
Otra frase famosa de san Bernabó era: «Una verdad que se dice con mala intención sobrepasa a todas las mentiras que puedan inventarse». Cale la conocía porque había hojeado una biografía del santo en la biblioteca la noche anterior a su huida del Santuario. Le había impresionado aquella frase acerca de la verdad, porque le parecía que san Bernabó había dicho muy bien algo que él había aprendido por sí mismo sobre las mentiras, cuando no era más que un niño pequeño.
—Son hombres que han transgredido las normas, pero que expiarán sus errores mediante una especial valentía. Aparte de esto, he jurado por el pie de san Bernabó no decir nada más.
Si Van Owen hubiera estado más acostumbrado a que los acólitos le tomaran el pelo, habría comprendido que se mofaba de él. Era un error tensar tanto la cuerda, pensó Cale, y al mismo tiempo que hablaba se sintió avergonzado de su propia estupidez. Dios sabe qué habría ocurrido si Van Owen hubiera estado más acostumbrado a detectar las gracias de los jóvenes insolentes. Van Owen no sabía muy bien qué pensar de aquel muchacho poco agradable que tenía delante, aparte de que, efectivamente, se trataba de alguien poco agradable. Los niños santos no eran algo desconocido, aunque personalmente él nunca se había encontrado con ninguno. Normalmente eran santos porque habían muerto demostrando su santidad, y por tanto no habían tenido tiempo de convertirse en un incordio. No había habido un niño guerrero reconocido como elegido por Dios desde san Juan, hacía trescientos años, que convenientemente había muerto de viruela unos años después de derrotar a los Cenci en Saint Albans. Pero una cosa era un niño elegido, que te nía visiones encantadoras de la madre del Redentor y además se le daba bien lo de anunciar profecías incomprensibles que podían ser interpretadas a su conveniencia por cabezas más sabias, y otra muy diferente una escurridiza oveja metida en piel de lobo, especialmente si había salido del redil de Bosco. El problema era que Van Owen no era tan sólo un zorro interesado y ambicioso, cosa que desde luego era, sino además un pío creyente en el Ahorcado Redentor. ¿Y si aquel odioso papanatas que tenía delante no era tan sólo una especie de salvaje espadachín especialmente dotado para la carnicería, sino que realmente estaba bendecido por Dios? Cometer un error en aquel asunto era cosa grave, pues ese error atañía a algo más que su posición en la política: atañía a su alma inmortal.
El tiempo anormalmente extremado que había llevado consigo la nieve finalizó tan de repente como había empezado. Los vientos helados del norte fueron reemplazados por otros más cálidos del este, que en menos de tres días provocaron el deshielo de la nieve. La tierra del Machair era ligera, de turba, y los orificios y folículos de las rocas de llamativas formas sobre las que la tierra se asentaba absorbían el agua del deshielo con tanta facilidad como si se tratara de la bañera con el tapón quitado de un palacio de Menfis.
Ocupado en sus preparativos, Van Owen no tenía tiempo de pensar en Cale, que en cuanto pudo se llevó consigo a Henri el Impreciso en busca de comida extra para los purgatores.
—Dejadlos que se mueran de hambre —repuso Henri el Impreciso—. Y que se congelen. Espero que atrapen la fiebre porcina para que la columna vertebral se les tuerza hacia un lado y la oreja izquierda se les caiga de puro podrido en el bolsillo de la derecha.
—Tranquilo, Henri. Antes o después, tu vida y, lo que es más, la mía, dependerán de ellos.
Fue durante una de aquellas tareas inútiles, la innecesaria custodia de una caravana que llevaba combustible de las minas de carbón de Sluff, que estaban situadas a unos dieciséis kilómetros al sur del Golán, cuando tuvo lugar un encuentro muy curioso. Forzados en su regreso a dar un rodeo hasta el Golán a causa de una pequeña avalancha que había cerrado el camino principal, se vieron bordean do las espantosas fundiciones de las minas, que dependían del carbón que se extraía de ellas para obtener el calor que se necesitaba para producir el hierro y el mucho más raro acero, tan caro y tan difícil de elaborar que apenas era empleado por los redentores. Al llegar a una pequeña colina, ambos vieron casi al mismo tiempo el gran montículo que se alzaba a sus pies. Sujetaron las riendas de los caballos. Mudos, alelados, espantados, se quedaron contemplando la pequeña montaña, allí abajo. Amontonadas todas juntas en el enorme montículo, azotadas por el viento y sólo en parte cubiertas por restos de nieve, estaban las armaduras de los Materazzi, provenientes del gran desastre del monte Silbury. Desde la distancia, parecía un enorme montón de caparazones de alguna criatura marina de forma humana, caparazones vacíos y olvidados como los de los cangrejos y langostas que tiraban al suelo después de vaciarlos, junto a los puestos de marisco en la bahía de Menfis. Cinco minutos después, Cale y Henri el Impreciso se hallaban a las puertas de aquel vertedero, donde dos ancianos estaban encogidos ante un brasero, calentándose mientras observaban a media docena de hombres que cargaban un carro con piezas de la gran montaña de armaduras que tenían delante.
—¿Qué ocurre?
El más anciano los miró preguntándose si el niño redentor se merecía una insolencia. Adoptó una actitud intermedia.
—Éstas son las armaduras de aquella victoria sobre los Mazzi. ¿Dónde están ahora ellos con todo su orgullo? —Entonces añadió en tono piadoso—: Convertidos en polvo.
—¿Adónde se las llevan?
—A fundir. Allí. En la gran fundición. Aunque ahora no está en funcionamiento. No hay bastante carbón, como veis. Tal como está el tiempo...
Los hombres del carro trabajaban con rapidez, no tanto por celo laboral como por entrar en calor. Uno de ellos cantaba mientras trabajaba una parodia blasfema que mezclaba uno de los más venerables himnos de los redentores y una canción de taberna sobre Barnacle Bill:
Muerte, juicio, infierno y gloria:
las cuatro postrimerías de la historia.
Yo más quisiera a Marie la zorra:
a ver qué hace con una buena porra.
Congelados, los otros seguían sin escuchar, separando cada trozo de la armadura y cortando las correas de cuero cuando no estaban podridas, para después arrojar al carro las piezas más ligeras. Los guanteletes repicaban, los yelmos y espaldares repiqueteaban, los codales y brazaletes resonaban levantando chasquidos metálicos y mucho barullo al chocar unos contra otros, y así iban llenando el carro hasta arriba del todo. Uno de ellos vio a Cale y Henri el impreciso y advirtió:
—¡Callaos, Cob!
El que cantaba se calló al instante, y su buen humor quedó, como por arte de magia, reemplazado por una hostil cautela.
Cale permaneció allí inmóvil, viendo a Henri el Impreciso dirigirse hacia el montón.
—Es un dólar por mirar, amigo —comentó uno de los hombres.
—Cerrad el pico —respondió Henri el impreciso de buen humor.
—No está permitido el paso.
—Y ahora serán dos dólares —dijo el que había estado cantando.
—Descuidad —respondió Henri el Impreciso—, que os daré lo que os merecéis.
Cale se acercó a los hombres y les entregó un dólar sin decir palabra. ¿Qué era lo que hacía a Henri el Impreciso actuar de aquel modo?
—Hemos dicho que dos.
—No forcéis más la suerte.
Volvió la espalda a los hombres, que parecían haber aceptado que efectivamente no era prudente forzar más la suerte. Cale observó cómo Henri el Impreciso caminaba por entre los restos de armaduras esparcidos al pie del gran montón, y se agachaba para coger un yelmo medio aplastado. El yelmo ostentaba una insignia esmaltada sobre la protección nasal, que era sólo un poquito más grande que el pulgar de un hombre: una insignia de ajedrezado rojo y negro con tres estrellas azules.
—Éste es el escudo de armas de Carmella Materazzi. —Hizo un gesto con la cabeza señalando otro yelmo que era exactamente igual, pero que, incluso pese a la mugre que se había acumulado encima, se veía claramente que era completamente nuevo—. Y ése debe de ser el de su hijo. Oí que habían muerto los dos, aunque nadie lo sabía con seguridad. Kleist robó la bolsa del muchacho, y después recibió diez dólares al devolverla diciendo que la había encontrado en los jardines de Sally. Colocó el yelmo con delicadeza en el suelo, y caminó hasta el borde del montón, posando un pie en alto, como si se dispusiera a escalar aquella montaña. Con esfuerzo extrajo un nuevo yelmo, éste con una pluma sucia y enmarañada, retorcida, a la que no le quedaba nada de color debido a la exposición al duro invierno—. Ya me parecía que me era familiar. Este yelmo —dijo presentándoselo a Cale— perteneció a aquel despreciable Lascelles. Una vez me tiró de las orejas por meterme en su camino.
—Bueno, espero que aprenda la lección.
Henri el Impreciso se rio.
—Tenéis razón. La maldición de Henri cae sobre todo aquel que me juega una mala pasada. —Abrió y cerró la celada tal como había visto hacer a los marionetistas en el mercado de Menfis—. ¿Dónde quedaron vuestras pullas, amigo? —Contempló la enorme montaña. A fin de cuentas, Menfis le había proporcionado grandes alegrías—. Sería una pena —dijo al fin— no darle una utilidad a todo esto. ¡Esto vale una fortuna!
Los hombres, que ponían mucho cuidado en aparentar que no escuchaban, no pudieron contenerse al oír aquello:
—¿Cuánto, señor?
—¿Diez mil dólares? ¿Quince mil?
—Mentís...
Tanto Cale como Henri el Impreciso se rieron a carcajadas al oír aquello.
—Lo siento, señor, pero eso no es posible.
—Como vos digáis. Pero mirad su estado. Apenas queda ya nadie vivo que pueda llevar semejantes trastos. Se necesitan años para aprender a moverse con estos tegumentos. De todas maneras, no les sirvió de gran cosa. Las armaduras tienen su precio. En cualquier caso —añadió Henri el Impreciso—, es una locura echarlo todo a fundir.
—¿Por qué una locura? Dentro de tres horas será de noche. Mejor nos vamos.
Cuando se iban, los llamó uno de los hombres.
—¿Dónde podríamos llevarlas, señor? Decídnoslo y os recordaremos en nuestras oraciones.
En las grandes Bodegas de Vituallas del Bendito Honorato en las laderas traseras del Golán, Cale pidió las dos mitades de un buey mediante una solicitud que había robado de los cuarteles de Van Owen falsificando la firma del intendente.
—¿Y si averigua que habéis sido vos?
—Con un poco de suerte, la habrá palmado antes de que eso ocurra.
—¿Y si vencen? O, sencillamente, ¿y si sobrevive?
—No creo que eso pueda pasar. Que puedan pararles los pies, me refiero.
—Eso pensábamos también en el monte Silbury.
Como podéis imaginaros, no es pan comido introducir en un campamento las dos mitades de un buey sin llamar la atención. Pero había mucho bullicio en el lugar, y Cale y Henri el Impreciso esperaron a que se hiciera casi de noche, además de llevarlas por el camino más largo y seguro, así que la carne, acompañada con nabos suecos, llegó a su destino sin contratiempos, donde fue recibida con agradecida emoción por los purgatores. Asaron y estofaron las dos mitades del buey en un santiamén.
Además Cale había arrancado una hoja del libro de Bosco, y había puesto en ella el trozo que había cortado de los cimientos de madera de los cuarteles de Van Owen, en una pequeña caja de latón que había hallado entre las pertenencias de un cadáver del Veld, y cuyo aspecto le gustaba. Le aseguró al padre carbonero que se trataba de una astilla de la auténtica horca en que había sido sacrificado el Ahorcado Redentor. A cambio, éste le había entregado catorce sacos de carbón y un manojo de leña. Cale y Henri el Impreciso contemplaban a los dichosos purgatores comer y calentarse ante el fuego como si fueran unos niños malcriados.