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Authors: Paul Hoffman

Tags: #Fantástico, Aventuras

Las cuatro postrimerías (12 page)

BOOK: Las cuatro postrimerías
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Los folcolares les permitieron huir durante unos cincuenta metros antes de que un torrente de flechas y saetas los alcanzara desde ambos lados de la gran U, como un niño azotando la hierba con un palo. Unos veinte redentores se rindieron. De los alrededores de la U salieron soldados folcolares que estaban escondidos en los matorrales y tras los grandes termiteros. Debían de ser ciento sesenta hombres en un centenar de metros. Cuando un puñado de folcolares se acercaron a tomar los presos, y Cale se preguntaba si los redentores iban a recibir más compasión de la que ellos hubieran otorgado, media docena de flechas cayó de la colina que estaba tras la U, y tres de los folcolares que iban avanzando se desplomaron entre gritos. Las habían disparado desde cierta posición diez redentores que se negaban a rendirse.

Cale vio que existía un punto ciego a la derecha de la colina, un punto que permitía a un pelotón de folcolares internarse a una distancia de menos de cincuenta metros de los recalcitrantes redentores. Desde allí estaban en condiciones de inmovilizar a los redentores, y además podían recibir refuerzos fácilmente. Estando tan cerca, y en número tan grande, ahogaron a los redentores de la colina con una gran descarga. Cualquiera que fuera la posibilidad de recibir compasión que hubieran tenido los defensores de la gran trinchera, ya la habían perdido. Diez minutos después, todos los redentores habían muerto, y los folcolares habían vuelto a humillar a una de las más grandes fuerzas de combate de la tierra sin sufrir más bajas que las recibidas durante la abortada rendición.

Tres días después, los redentores regresaron a defender el Vado con los mil quinientos hombres que Cale había enviado antes al fortín mayor más cercano. En el ínterin, los folcolares habían permitido el paso de más de doscientos carros de suministros y casi un millar de hombres. Al acercarse los redentores, simplemente se desvanecieron en el Veld, seguros de que podrían volver a tomar el Vado del Zopenco o cualquiera de las otras vías del interior con la misma facilidad en cuanto fuera necesario.

Cale congregó a su alrededor a diecisiete centenarios que pese a su nombre eran apenas responsables de noventa hombres, y durante una hora les ilustró con la táctica de los difuntos redentores, cuyos restos habían sido enterrados en un pozo poco profundo a unos quinientos metros de allí. A continuación explicó por qué habían sido derrotados con tanta facilidad. Pidió que hicieran preguntas. Hubo pocas. Pidió que dieran respuestas. También hubo muy pocas. Ninguno de ellos, eso le resultaba claro a Cale, hubiera sido capaz de alcanzar un resultado distinto, aunque había dos que seguramente hubieran podido resistir durante un poco más de tiempo a los folcolares.

—Tenéis dos horas para elaborar un plan. Entonces doscientos de vosotros os quedaréis aquí a ver si podéis resistir durante los tres días que costará conseguir refuerzos.

—¿Cómo elegiréis a esos doscientos, señor? —le preguntaron.

—Mediante la oración —respondió Cale. En su camino de vuelta a la tienda, Cale tuvo tiempo de darse cuenta de que su respuesta había demostrado muy mal gusto. Redentores o no, iban a morir doscientos hombres.

Que es exactamente lo que sucedió. Cale escuchó la nueva táctica de defensa, decidió ordenar algunos cambios porque quería ver sus maniobras en operaciones prácticas, y después eligió a los hombres que lucharían. Prefirió hacerlo a suertes antes que pidiéndoles blasfemas declaraciones de devoción, aunque añadió después un nombre: el de cierto centenario al que había reconocido durante la discusión inicial, que era el redentor que en una ocasión, por hablar durante una sesión de entrenamiento, le había pegado en el culo con una soga tan gruesa como la muñeca de un hombre adulto. Tal vez el redentor hubiera podido salvar el pellejo, pese a todo, de no ser por el hecho de que ni siquiera había sido Cale el que hablaba, sino Dominic Savio, que le había estado susurrando a Henri el Impreciso que podría morir esa misma noche (cosa de hecho muy probable) para ser defecado una y otra vez por los demonios durante toda la eternidad.

Por segunda vez Cale se retiró junto con Gil a un promontorio cubierto de maleza, a menos de un kilómetro del Vado del Zopenco. De nuevo tuvieron que aguardar, esta vez durante dos días que Cale pasó atormentando a Gil de cualquier manera tonta que se le viniera a la mente, a menudo relatando sus lascivas experiencias en Ciudad Kitty, lugar que en realidad, hallándose en las primeras fases del amor por aquel entonces, Cale no había visitado con Kleist y con Henri el Impreciso, quien por hacerlo se sentía tan culpable como fascinado.

—Os pueden hacer un bisibisi —le explicaba Cale al padre Gil— por un dólar o menos. Y —añadía— un pumbapumba por dos.

Se había inventado los nombres de estas perversiones, y por lo tanto pensaba que no existían. Se equivocaba. En Ciudad Kitty se podía conseguir incluso una perversión en la que nadie hubiera pensado nunca, con tal de tener el dinero suficiente para pagarla.

El resto del tiempo Cale lo dedicaba a dormir, a zamparse la mayor parte de la comida destinada a Gil y a los dos guardias, a tomar notas, y a recrear una y otra vez el ataque que había tenido lugar en el Vado del Zopenco y los que podrían tener lugar en un futuro. Y también a pensar en Cuello de Cisne y en su próximo encuentro, en el que ella se arrojaría en los brazos de él llorando por haberlo perdido, mientras el moribundo Bosco, dando sus últi mos estertores, admitiría que la traición de ella no había sido más que un perverso engaño suyo. Entonces a él le daba vergüenza haber caído en la trampa, aunque se imaginaba retorciendo lentamente, sin piedad ni remordimiento, aquel hermoso cuello mientras ella se ahogaba y boqueaba bajo sus manos inclementes. Después de aquellas ensoñaciones que a menudo duraban un día entero, Cale se sentía avergonzado y un poco furioso. Pero eso no le impedía seguir entregándose a ellas en múltiples ocasiones, incurriendo en el «pecado de perseguir malos pensamientos», como lo llamaba el Santo Redentor Clemencio. Y efectivamente Cale se encontraba persiguiendo malos pensamientos que tenían lugar a una escala cada vez más épica y demente, una escala que ni siquiera Clemencio habría podido imaginarse.

«Es una suerte para el mundo —le había dicho una vez IdrisPukke a Cale— que generalmente los muy perversos sean tan pusilánimes como el resto de las personas a la hora de convertir sus pensamientos en realidad».

Al mirar hacia abajo desde el Gran Promontorio del monte del Tigre, Cale había sentido una molesta alegría y un desagradable placer. Ahora, sobre la altura que dominaba el Vado del Zopenco, sentía la misma molestia y el mismo desagrado, juntamente con la misma alegría y el mismo placer. No hay nada, al fin y al cabo, como sufrir picores y poder por fin rascarse.

A las órdenes de un milinario, los centenarios se habían mostrado de acuerdo en que, si bien profundizar en las trincheras no servía de nada, aquel suelo era lo bastante sólido para poder cavar un hueco lateral en el fondo de la trinchera para que los hombres pudieran escapar de la lluvia de proyectiles que salía de las balistas. Para cubrir la trinchera principal, que estaba en el centro de la U, se habían cavado más trincheras a derecha e izquierda. Cale impidió llevar a cabo el plan de cortar y quemar cada arbusto que se hallara a menos de cuatrocientos metros de la U, pues sólo permitió que hicieran el trabajo doscientos hombres en vez de los mil quinientos que había disponibles:

—Después sólo contaréis con doscientos hombres, así que ¿para qué queréis más ahora?

Además, había escondites suficientes tras las grandes rocas y los termiteros duros como el hormigón, que estaban diseminados por el terreno como colmenas enhiestas pero mal construidas. En la colina que había dentro de la U, la trinchera fue alargada para cubrir el punto ciego que se les había pasado por alto en el ataque previo.

6

S
ois mi héroe.

Kleist y la muchacha estaban sentados frente a un roble parcialmente seco y hueco en el que habían hecho una fogata, de tal manera que parecía un horno.

—No soy vuestro héroe.

—Sí que lo sois —le provocaba la muchacha—. Me habéis salvado.

—Yo no os he salvado. Lo único que pasó es que aparecisteis entre los arbustos cuando yo estaba recuperando mis cosas. Yo ni siquiera sabía que estabais allí.

—Vuestro corazón lo sabía.

—Pensad lo que queráis —dijo Kleist—. Mañana seguiréis hacia donde ibais, y yo me dirigiré a algún lugar donde esté lo más lejos posible de vos.

—Mi gente piensa —dijo la muchacha parloteando tan aprisa como un estornino— que cuando se le salva la vida a alguien, entonces uno se convierte en responsable de esa persona para siempre.

Esta declaración era la mentira más descarada que hubiera dicho en toda su vida, y contraria a todo lo que creían los cleptos en cuestión de obligaciones.

—¿Qué sentido tiene eso? —dijo Kleist, exasperado—. Debería ser más bien al contrario.

—De acuerdo: pues ahora yo soy responsable de vos.

—En primer lugar —repuso Kleist—, me importa un pito lo que crea vuestra gente. Y en segundo lugar, no quiero que seáis responsable de mí. Lo que quiero es dejar de veros.

La muchacha se rio.

—No sentís lo que decís. ¿Cómo os llamáis?

—No tengo nombre. Soy un innombrable.

—Todo el mundo tiene nombre.

—Yo no.

—¿Os digo yo mi nombre?

—No.

—Sabía que contestaríais eso.

—Entonces, ¿por qué habéis preguntado?

—Porque me encaaaaanta —respondió ella, alargando la palabra— oír el sonido de vuestra voz. —Y volvió a reírse. A Kleist le costó unas dos horas rendirse completamente.

Dos días después, Cale y Gil observaban cómo los folcolares aceptaban, obviamente después de un poco de discusión y con mucha más cautela, la rendición de los seis redentores supervivientes. Los ataron, los cargaron en un carro, y diez minutos después habían desaparecido por el otro lado del cerro.

—¿Cuántas veces más vamos a repetir esto? —preguntó Gil, taciturno.

Cale no respondió, sino que descendió de aquella elevación, montó en el caballo, y se dirigió al Fuerte Bastión, cuyo nombre resultaba excesivo. Cinco días después de su llegada, los cuatro estaban de vuelta en el Santuario, encarándose con un Bosco muy malhumorado.

—Os dije que os quedarais en el Veld hasta que hubierais resuelto el problema.

—Lo he resuelto.

Cale disfrutó dejando a Bosco sin palabras a causa de la sorpresa, que era algo que no le había ocurrido nunca hasta entonces a lo largo de toda su prolongada relación.

—Explicaos.

Se explicó. Cuando terminó, Bosco parecía dubitativo, no porque Cale no hubiera resultado convincente, sino porque lo que decía parecía demasiado bueno para ser cierto. Le ofrecía a Bosco una salida de algo que se estaba convirtiendo en una terrible trampa, con origen en los ridículos acontecimientos que causaron la ejecución de sus doscientos noventa y nueve hombres de élite, tan cuidadosamente elegidos. Cuando una persona le ofrece a otra una salida al décimo de sus más graves problemas, ésta no tenía, según pensaba Bosco, que preocuparse por el precio, ni por si sería un engaño que tan sólo el intenso anhelo hacía creíble. Las personas creen lo que desean creer. Ésta era tal vez, pensaba Bosco, la verdad más hermosa de todas las hermosas verdades de Perogrullo. Bosco tenía pocas opciones aparte de aceptar lo que le decía, aparte de que aquello coincidiera exactamente con sus necesidades.

—Mientras vos estabais fuera, puse en formación a los purgatores e hice ejecutar a uno de ellos delante de todos los demás. Fue una muerte dura. Y cuando digo dura, me refiero a dura de contemplar. Así, cuando les deis vuestras instrucciones, tendrán un recuerdo muy reciente de lo que les ocurrirá si no dan la talla.

—No todos los purgatores valen. Hay unos treinta que son demasiado locos o tontos para ser de ninguna utilidad. Pero yo no soy un verdugo. Quiero enviarlos a la Bastilla en Marshalsea.

—¿Qué os hace estar tan seguro de que sería mejor enviarlos fuera?

—Es una posibilidad. Ya os he dicho que no soy un verdugo.

—Muy bien. Pero no tenéis derecho a desacreditar el buen hacer de Peter Brzca.

No debería haber dicho eso, pero estaba todo gallito porque había logrado engañar a Bosco sobre el Veld, y no podía contenerse.

—¿El buen hacer de...? Ese carnicero...

—¿Cuántas veces se os tendrá que decir que no dejéis que los demás sepan lo que estáis pensando? —le recriminó Bosco con voz de cansancio—. Sin embargo, escuchad: Dios ha hablado. Y no puede caber duda de que lo que ha dicho es la verdad. La única Fe Verdadera no es intolerante al modo en que lo es un pomposo pro fesor al que aterra que le lleven la contraria; es intolerante porque la Verdad es intolerante por el hecho de ser verdad. No es intolerante por negarse a permitir que un profesor llegue a la conclusión de que dos más dos son tres o cinco; pues semejante profesor sufriría persecución en cualquier sociedad y en cualquier época. Y, sin embargo, cuánto menos se deberá tolerar una mentira que le impide a un hombre ser salvado por toda la eternidad, que un error en las cuentas que implica que le darán mal el cambio cuando vaya al mercado a comprar carne de cerdo o dos kilos de patatas. Así pues, está claro como que dos y dos suman cuatro que, por nuestro propio bien, no puede haber tolerancia en lo que respecta a la verdad de Dios. El Papa es fuente de toda la fe que existe en la tierra, y debe formar una fuerte asociación con el verdugo para obligar al único amor que existe de verdad: el más estrecho, el más duro e inflexible dogma.

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