—Brzca sólo sirve a su deseo de sangre.
—No es así. No es justo que digáis eso. Como cualquier otro redentor, Brzca podría haber elegido el trabajo de preparar acólitos para la defensa de la fe. O podría haber aprendido a dar sermones sobre el amor que profesa Dios al hombre pese a lo miserable que es éste y lo miserables que son todas sus obras: su visión es corrupta, sus gustos repugnantes, su cuerpo un vil traidor, todo en él es aburrido y banal... Sin embargo, Brzca ha elegido la vocación más ardua de todas: la tortura y muerte de sus congéneres. Nadie querrá comer a su mesa, nadie pasará el día con él ni rezará a su lado. En medio de esa desolación de miedo y odio, Brzca debe consagrarse no a los placeres ordinarios de la voz humana, sino a los gemidos del moribundo. Llega al patio en que se celebra el Acto de Fe delante de una asamblea de sus camaradas, que lo contemplan sólo con horror. Le entregan un hereje o un blasfemo. Él lo coge, tira de él, lo ata a una barra de madera y le levanta los brazos. Hay un horrible silencio en el que sólo se oyen los huesos que se quiebran y los gritos de la víctima. Lo desata. Lo extiende sobre el suelo y le clava un garfio afilado a través del cuerpo, desde el pecho al hueso púbico, para sacarle las entrañas ante sus propios ojos llorosos, y la boca tan abierta como la de un horno...
¿Y os sorprende que lo desprecien?
—No me sorprende lo más mínimo. Pero pese a todo ese odio, el verdugo es todo grandeza, todo fuerza. Suprimid al verdugo del mundo y en un instante el orden cederá ante el caos; la bondad y la camaradería y las buenas obras están indefensas ante el perverso oportunismo del malvado y el cruel, del apóstata y el blasfemo, que robarán a cada hombre su vida eterna en la felicidad. Decidme que Brzca no es un héroe y un santo.
Se miraron por un instante uno al otro.
—Quiero a Hooke.
—Ya os expliqué que eso no será posible.
—Tenéis que hacerlo posible. Los folcolares tienen nuevas armas. Y no las sacaron de debajo de una piedra. Necesitamos a Hooke.
—Todos somos vulnerables. Si desafiáramos en esto al Pontífice, tendrían la excusa que necesitan para enviarnos a la Congregación del Oficio de la Fe.
—Gant es el Peditus de la Congregación, ¿no es eso?
—El Peritus —le corrigió Bosco—. ¡Un peditus es otra cosa!
¡Ah!
—¿Qué queríais decir?
—¿Vendría Gant con la Congregación?
—Nada le impediría aprovechar esa oportunidad de tomar control sobre el Santuario.
—¿Gant podría someteros a un Acto de Fe?
—El deseo ha engendrado ese pensamiento, amigo mío. La respuesta es no. Pero se me podría desposeer de la dignidad de Camarlengo y de todo el poder que lleva aparejada.
—Si yo triunfara en el Veld, ¿eso bastaría para detenerlos?
—No. Los fracasos que cosechamos allí están hiriendo nuestro orgullo, y son una alegría para los antagonistas del este, pero los folcolares son un incordio incluso para ellos. Donde hay un antagonista folcolar hay un fanático. Donde hay dos, hay un cisma. Incluso si nos derrotan en el Veld y nos retiramos, no tardarán en ponerse a pelear entre ellos.
Cale se quedó callado un instante.
—Eso no es problema —dijo al fin.
—¿Por qué decís eso?
—Dadles lo que quieren, la muerte de Hooke, y entonces no tendrán excusa para venir aquí.
—Supongo —dijo Bosco después de un instante— que no queréis decir lo que decís.
—No. Yo quiero a Hooke y quiero conservarlo.
Fuera de la estancia, Model, que le hacía las veces de mensajero, aguardaba nervioso, habiendo oído la voz ligeramente elevada de Bosco hablar sin aparente respuesta durante largo rato. ¿Tendría Cale problemas? Cuando su señor salió, se pasó varios minutos sin hablar, aunque sacudía la cabeza hacia los lados, como si intentara aclarar la espesa niebla que se le había instalado entre ambas orejas.
—¿Puedo hacer algo por vos, señor?
Cale lo miró:
—Sí. Id y pedidme otro desayuno. Después llevadlo a mi estancia y coméoslo por mí.
—Me llamo Thomas Cale y os tengo en la palma de la mano.
Allí, delante de los doscientos diecinueve abyectos purgatores y bajo numerosas capas de todo tipo de emociones superpuestas (ira, pérdida, autocompasión, miedo, desesperación, pena, cólera, odio, amor y un largo etcétera), Cale disfrutaba el curioso placer de permanecer delante de tantos redentores a los que en realidad, como anunciaba la alegre pompa de su proclama, tenía en la palma de su mano. ¿Quién podría echárselo en cara? ¿Quién no hubiera disfrutado con la posibilidad de tener que moldear a aquellos redentores como si fueran niños recién nacidos? ¿Quién no hubiera disfrutado de tener tanto poder, y ni siquiera la más leve preocupación por tener que ser justo, generoso, ni nada parecido? Según el derecho canónico ellos ya estaban muertos, con la pequeña salvedad de que el acto de ejecución propiamente dicho (una cuestión técnica de impor tancia menor) aún no había sido llevado a cabo. Podía hacer con ellos lo que le viniera en gana. Y su sensación no era la de tener un permiso para la venganza, sino más bien una ocasión para satisfacer su curiosidad. ¿Qué pasaría si uno hacía todo lo que quería, y encima salía bien?
—Voy a pediros que hagáis grandes cosas que no habréis hecho nunca. Si desobedecéis, seréis castigados. Si calláis, seréis castigados. Si os quejáis, seréis castigados. Si falláis, seréis castigados. Si me apetece, seréis castigados. Pero hay una cosa, y sólo una, por la que no recibiréis un castigo leve: si no pensáis por vosotros mismos. En ese caso, se os devolverá a este patio para la inmediata ejecución de vuestra sentencia de muerte.
Entonces se dispuso a salir del patio. Por el rabillo del ojo distinguió a uno de los purgatores y lo reconoció: se trataba del padre Avery Humboldt, al que conocía de mucho tiempo atrás. La expresión de su rostro era de un intenso desdén, odio y desprecio. Al pasar a su lado, Cale le propinó un golpe en la cabeza con todas sus fuerzas. Humboldt cayó al suelo como una marioneta a la que de pronto le cortan las cuerdas de las que pende. Sin inmutarse, Cale siguió caminando y salió del patio.
En realidad, Cale se había equivocado completamente en cuanto a la expresión de la cara de Humboldt, que no era de desdén ni de desprecio ni de odio. El gesto aparentemente despectivo era resultado del daño sufrido por los nervios del lado izquierdo de su rostro, que habían hecho que la mejilla se cayera, daño producido por la paliza que le habían propinado dos guardias que le habían entreoído y se habían sentido ofendidos ante su opinión de que la doncella de los ojos de mirlo era una mujer de buena intención y no debería ser sometida a los horrores de un Acto de Fe. Por otro lado, el error de Cale hizo su efecto en los demás purgatores.
Un rasgo muy peculiar de los redentores era el hecho de que, si bien creían en un montón de ideas fantásticas, tenían muy poca o ninguna imaginación. Y esto le pasaba incluso a un hombre tan inteligente como Bosco. Capaz de creerse siete cosas imposibles antes del desayuno, siempre y cuando fueran milagros, retorcidos castigos divinos, cálculos biliares o prepucios de santos mártires, se quedó pasmado, sin embargo, ante el elaborado plan de Cale para sacar de la prisión a Guido Hooke.
—Puedo enviar simplemente a unos guardias para que lo saquen de allí.
—Pero ¿qué pasa si hay una investigación del Oficio para la Propagación de la Fe y averiguan que antes de su misteriosa muerte él se hallaba en perfecto estado de salud y no había razón para sacarlo de su celda en contra de todo protocolo y convención?
Siendo en su juventud un creyente apasionado y convencional, Bosco había llegado tarde a la mentira. Ahora inventaba mentiras admirables, por supuesto, pero las cosas que decía no eran puestas a prueba mediante intensos interrogatorios, dado que para cuando había empezado a mentir a sus compañeros redentores, él ya era un hombre muy poderoso. Tenía enemigos recelosos, pero era poca la presión que podían ejercer sobre él, corta la soga de la que podían colgar las preguntas incómodas. Por el contrario, Cale, Kleist y Henri el Impreciso se habían pasado la vida engañando, estafando y mintiendo a personas que habrían podido someterlos a cualquier castigo si hubieran tenido la más leve sospecha de que habían obrado, sentido o pensado de modo incorrecto. En los acólitos, una mirada levemente temerosa era prueba de que se había obrado mal, así como la expresión de inocencia era prueba del repugnante pecado de orgullo. El resultado era que todos ellos, eternos mentirosos, habían aprendido a decir mentiras de la misma manera que habían aprendido a caminar, al principio de modo un poco vacilante, pero enseguida adquiriendo tal soltura que ni siquiera tenían que pensar para hacerlo. Un mentiroso sin poder tiene que saber muy bien lo que hace para que no lo descubran. La mentira tiene que ser muy vívida, y tener total apariencia de verdad, de modo que no haya posibilidad de que aparezcan esos cien errores que cometen los malos mentirosos y por los que los descubre hasta el más tonto. La regla número uno a ese respecto era que nunca había que interrumpir la rutina de la explicación, pues en cuanto se descubre un leve cambio en la manera de decir las cosas, hasta el más alelado de los interrogadores empezará a sospechar que hay gato encerrado.
—Sólo la enfermedad hará que parezca correcto sacar de su celda a Hooke. Por si llegara a haber una investigación eclesiástica ante la que debierais responder, tenéis que tener una historia preparada. Debéis trabajarla en la cabeza hasta que se convierta en algo tan real como si hubiera sucedido de verdad. O más real aún. Enviad a un médico en el que podáis confiar. ¿Tenéis alguno?
—Lo tengo.
—Pedidle que coja escabiosa gigante. Eso le hará sudar y enrojecer. El médico puede encontrarla detrás de la Gran Estatua del Ahorcado Redentor.
Bosco se sintió engañado: en tres ocasiones, había permitido que Cale se metiera en la cama por mostrar justamente aquellos síntomas.
—¿Qué esperabais —se burló Cale— de la ira del Señor? Un día después de que Hooke la tome, todos los guardias estarán muertos de miedo ante la posibilidad de que el tifus se extienda por la prisión. Entonces tendréis un buen motivo para sacarlo de ella, y no habréis hecho nada fuera de lo común. Vos me decíais que hacer cosas fuera de lo común era pecado.
—Está claro que no conseguí convenceros de ello. Y en el fondo me alegraba no conseguirlo, supongo que lo recordaréis. Dios coloca a sus grandes mensajeros en muchos lugares. La mayoría enloquecen por falta de un guía que les diga quiénes son y qué es lo que tienen que hacer.
Esa noche tuvo lugar la revisión semanal en busca de señales de tifus, adelantándose un día sobre el calendario. Guido Hooke recibió una tintura de escabiosa y la tomó sin poner objeciones, pues al fin y al cabo, ¿por qué iba a sospechar que los redentores quisieran envenenarlo, cuando tenían planes para matarlo de manera pública y mucho más desagradable?
Al día siguiente tenía la fiebre que necesitaban, acompañada de sudores y ampollas. Si no eran los síntomas del tan temido tifus (temido porque muy fácilmente podía extenderse a la mayor parte de los redentores), era lo bastante alarmante para asegurarse de que los carceleros llamarían al médico, y esos carceleros nunca tendrían el ingenio ni el valor suficientes para mentir al Oficio de la Fe. Así que la primera parte de la mentira estaba fuertemente asentada en la verdad. Se armó mucho revuelo para sacar a Hooke de la celda y hacerlo pasar por entre todos los purgatores, para que hubiera tantos testigos de la evidencia de su enfermedad como fuera posible. Su rostro era inconfundible a causa de la ausencia de bigote y de su exagerada barba roja. Eso le daba un aspecto espantoso, pero veinte años antes le había dicho una jovencita picarona que le sentaba muy bien, y desde entonces se había empeñado en conservarla. Ahora, despotricando y delirando porque el boticario había triplicado la dosis por error, Hooke fue conducido a una estancia aislada donde se dejaba morir sin agua ni comida a los enfermos de tifus. Por una vez, aquélla era la solución más bondadosa que podían ofrecer los redentores. Era mejor morir razonablemente deprisa de fiebres altas agravadas por la falta de agua que prolongar los espantosos últimos tramos de la enfermedad. Unos minutos después llegaron Cale, Bosco y Gil para observar al joven que pasaba con cierta dificultad su engañosa enfermedad, dado el delirio que sufría. Cale le cortó la descomunal barba roja tan a ras de la piel como fue posible, reservando un barullo de pelo rojo que era al mismo tiempo impresionante y repulsivo.
—Ponedle ojos y cola y parecerá una rata roja.
Entonces salieron Gil y Bosco, pero volvieron a los diez minutos con un cadáver de edad y peso similares a los de Hooke. Cale había pedido que trajeran un cadáver, sugiriendo que lo buscaran en el depósito de cadáveres. Pero no preguntó si aquel cadáver tan semejante a Hooke provenía realmente del depósito, y Gil y Bosco tampoco ofrecieron explicaciones.
Cuando Bosco y Gil regresaron con el cadáver, Cale ya había desnudado a Hooke, y entonces hizo lo mismo con el cadáver que habían traído y que era claramente un muerto reciente. Entonces lo vistió con la ropa de Hooke y le puso una gran venda alrededor de la cabeza y bajo la barbilla, como era costumbre hacer con los fallecidos. A continuación metió el pelo embarullado dentro de la venda para dar la impresión de que la barba de Hoole había quedado aplastada bajo las vendas.