Dado que la guerra en el Veld era vista por el Papa y sus consejeros más cercanos como una guerra de importancia menor, les habían concedido a Bosco y Princeps mayor libertad para decidir tácticas novedosas, algo visto siempre con cierto recelo en el frente oriental. Incluso antes de que Bosco y Princeps se hubieran visto obligados a atacar a los Materazzi por la absoluta necesidad de Bosco de recuperar a Cale, ya habían cambiado la conducta de la guerra contra los folcolares de manera espectacular: habían establecido una serie de treinta fortines de avanzadilla. No eran fortines de tipo normal, con sólidos muros y claras barreras defensivas, sino posiciones defensivas dinámicas, destinadas a salvaguardar todos los puntos estratégicos importantes del Veld. Tras ellos estaban colocados ocho fortines convencionales mucho más grandes, que podían enviar refuerzos a las posiciones avanzadas si eran amenazadas. Aquél era el plan más original de toda la historia militar de los redentores.
Por desgracia, el problema de todos aquellos planes era que había que ponerlos en práctica. Sin la presencia de Princeps, que se había marchado a atender el ataque contra los Materazzi, que era mucho más apremiante, la ejecución de aquellas tácticas nuevas, encomendada a un sustituto poco brillante, creó una terrible crisis. En vez de grandes números de redentores metidos en las trincheras para defender un territorio que los folcolares no tenían intención de atacar, se habían aventurado ahora a un territorio donde no les servía de nada ninguna de sus terribles destrezas guerreras, y sin embargo todas sus debilidades podían ser aprovechadas muy bien por el adversario. El resultado fue un cambio desde una guerra que no llevaba a ningún lado a otra que estaba próxima al colapso de la derrota. Los fortines de avanzadilla eran incesantemente atacados y tomados por los folcolares con grandes bajas por parte de los redentores y pocas por parte de sus asaltantes. Cuando intentaban recuperar los fortines, los redentores volvían a recibir numerosas bajas. Pero los folcolares siempre sabían cuándo retirarse rápidamente para sufrir lo menos posible. Unas semanas después de haber atacado los fortines que se encontraban al final, hacia las montañas del Dragón, se retiraban y todo el sangriento proceso volvía a empezar. Sólo que resultaba sangriento casi exclusivamente para los redentores. El Vado del Zopenco había ganado su lamentable nombre gracias a la frecuencia con que se había perdido ante los folcolares el más importante de los fortines de avanzadilla.
Imaginaos una gran U formada por un río que traza una curva de ballesta. La tierra que queda dentro de la U se encuentra seis metros por debajo de la que queda fuera, salvo hacia atrás, parte que queda dominada por una pequeña colina. Pasada esta colina circula una importantísima vía que atraviesa el río directamente a la otra parte, cortando la U en dos mitades iguales. Unos cientos de metros más allá, por esta vía, se encuentra un gran cerro. Los seis metros de altura de diferencia entre la orilla norte y la sur implican que durante ciento treinta kilómetros en cada dirección ningún carro podrá salvar los laterales casi verticales, y el único modo de hacerlo es por esta vía que atraviesa el Vado. Todo el campo de defensa apenas tenía dos mil metros de anchura.
El problema que se le planteaba a Cale era tan fácil de exponer como difícil de resolver. En el Veld había tal vez cincuenta de estos cuellos de botella, y no suficientes tropas para defenderlos por medios convencionales. Para cortar la posibilidad de desplazamiento de los folcolares y su capacidad para reabastecerse por el mar, casi todos los puntos tenían que ser defendidos casi todo el tiempo. Por el momento, los folcolares los tomaban a voluntad, defendiéndolos mientras pasaban los suministros y desapareciendo después, en cuanto asomaban los redentores, para ir a tomar otros fortines similares a lo largo de la línea del frente.
Cale se pasó casi ocho horas recorriendo aquella U.
—¿Qué os parece? —le preguntó Gil, ansioso de oír el dictamen del gran prodigio.
—Difícil.
Esta respuesta fue todo lo que obtuvo, aparte de una petición para hablar con los supervivientes del último ataque. No había más que dos, pues aquélla no era una de esas guerras en las que se cogen prisioneros. Pero el caso fue que Cale se pasó toda la tarde hablando con ellos.
—¿Cuántos hay aquí ahora?
—Dos mil.
—¿Cuántos podéis mantener aquí?
—No más de doscientos. No tenemos tropas suficientes, y si las tuviéramos no dispondríamos del avituallamiento.
—Enviad los mil ochocientos.
Gil era demasiado inteligente para preguntar por qué le daba aquella orden. Tal vez fuera porque tendría que haber un número insuficiente de soldados, o de lo contrario no habría ataque.
—¿Qué os proponéis entonces?
—Nada —dijo Cale—, salvo irme.
Cale sólo pretendía fastidiar, y dejó a Gil in albis, en la retaguardia de los mil ochocientos hombres que se retiraban sin hacer nada por la defensa del Vado. Habiendo viajado unos ocho kilómetros de la retirada, Cale volvió el caballo hacia un lado, y el enfurecido Gil se vio obligado, junto con los dos guardias, a ir con él. Cale no tardó en volverse en dirección al campamento, hacia la pequeña elevación que había a unos setecientos metros por detrás del Vado. No era probablemente lo bastante alta ni estaba lo bastante cerca para atraer a los exploradores de los folcolares, habiendo atalayas mejores y más cercanas que podían visitar primero. Cale desmontó e indicó a los demás que hicieran lo mismo. Entonces empezó a subir a la cima. Recorrió los últimos metros agachado. Gil, que estaba algo aliviado y menos furioso, subió tras él.
—¿Queréis algo? —preguntó Cale, hostil.
—Sólo hago lo que me diría el padre Bosco que hiciera, señor.
Eso era bastante cierto, así que no tenía mucho sentido ponerse a discutir, aunque no por eso dejaría de pensar en ello. Cogió del morral un objeto que parecía una botella forrada de cuero y sin tapón, y dos círculos de cristal que encajó uno a cada extremo de aquella extraña botella de cuero, tiró de dos correas que había en el medio, y las ató para que quedaran firmes: acababa de montar el catalejo con el que Bosco le había mostrado la imperfección de la luna. Era idéntico al que le había robado al redentor Picarbo y que había robado después por turno cada uno de los soldados que lo habían capturado en el Malpaís. Parecía que hubiera transcurrido media vida desde aquello.
Cuanto más desagradable y reservado se mostraba Cale con Gil, más parecía disiparse el inicial malhumor del redentor por ser tratado como si no fuera una persona de importancia. El cambio de categoría experimentado por Cale, que había pasado de ser un prescindible acólito a manifestación de la ira divina, era un salto importante y motivo de desconcierto hasta para el más obediente de los redentores. Y cuanto mayores eran el desprecio y la indiferencia con que lo trataba Cale, más dispuesto se hallaba Gil a transformar la familiaridad que había durado diez años en una intensa admiración y fe. Gil sentía un deseo natural de venerar y, pese a su inteligencia, era como si la extrema seriedad y la indiferencia aparentemente total que se habían apoderado de Cale en los últimos ocho meses ejercieran un poder mágico sobre un hombre muy sensible a tal poder. Cale notaba el cambio: un respeto, una admiración y un temor que eran más que físicos, algo de lo que sabía que Gil apenas era consciente. Lo que le sorprendía más era que podía sentir que aquella creciente adoración lo iba inflando, como el aire que él y Henri el Impreciso insuflaban en los odres que contenían el agua bendita de la sacristía, para hacerlos botar en el suelo con sacrílego deleite. Era toda una experiencia pasar caminando por delante de un grupo de hombres y sentir cómo se achicaban delante de uno.
Durante el resto del día, Cale apenas habló, y se le pasó el tiempo entre vigilar el terreno y trazar en la arena mapas del campo de batalla para después borrarlos, volverlos a trazar, y borrarlos de nuevo. Mientras lo hacía, trataba de evitar que el muy curioso Gil viera y comprendiera lo que veía él en los diagramas que trazaba de trincheras, cerros, líneas de visión, etcétera. Y no era tanto porque sintiera que fuera necesario guardar las cosas en secreto corno por el simple deseo de molestar a Gil. Pero, aunque frustrado, Gil parecía aún más impresionado por aquel secretismo. Al cabo de un rato, Cale empezó a disfrutar de aquel sentimiento de boquiabierta admiración que despertaba en Gil. Empezó a trazar marcas y signos tan sólo para divertirse y convertir sus dibujos en algo insensatamente complejo. Evidentemente, eso hacía crecer la admiración de Gil hasta cotas insoportables.
Justo antes de que se hiciera de noche, Cale volvió a bajar la colina seguido por Gil. Comenzó a preparar la lista de los turnos de guardia. Estaba dividiendo por cuatro cuando comprendió algo. Así que, sin levantar un murmullo de protesta, empezó a dividir las guardias nocturnas por tres. A ojos vistas, su insolencia incrementaba la admiración que conseguía suscitar.
Profundamente satisfecho con su maldad, regresó a la cima del cerro y se puso todo lo cómodo que era posible antes de caer dormido y empezar a soñar con Arbell Cuello de Cisne. Con su imposible belleza, Arbell lograba eludirlo cada vez que él la perseguía por los pasillos del palacio, corno si él, en vez de un antiguo y adorado amante, fuera un incordio con el que debía lidiar cortésmente, aunque sin pasarse de cortés. En sus sueños, Cale a menudo era presa de ira e impulsos violentos, o bien se veía rebajado a la categoría de un humillado suplicante, que no podía aceptar ser gentilmente despreciado y que absurdamente confiaba en que, de poder hablarle, ella pudiera explicarle que su aparente traición no había sido en realidad más que un terrible malentendido. Y todo quedaría arreglado. Y volvería a ser feliz. Pero no: ella se alejaba siempre, corno si la presencia de Cale le resultara profundamente desagradable.
Despertó antes del alba, triste y enrojecido de vergüenza y cólera hasta la debilidad. Comió y bebió en silencio, y entonces, en compañía de Gil, esperó a ver emerger lentamente, a la luz del alba, el Vado del Zopenco. Ahora las trincheras estaban llenas de arqueros en el centro de la u, donde estaban construidas en ángulos, para que las flechas y saetas no tuvieran una línea recta a la que apuntar. El problema, más claro ahora que nunca, era que la roja tierra ex traída al excavar producía un llamativo contraste con la hierba verde del Veld, haciendo del lugar un sitio tan visible como una diana pintada de círculos de colores. Desde aquella distancia, los aproximadamente cincuenta arqueros que estaban escondidos en la curva del río con sus grietas y rendijas parecían bien ocultos, nada fáciles de ver ni siquiera con su catalejo.
Una hora después, con el sol bien alzado, Gil le tiró de la manga y señaló una nube de polvo que se acercaba desde el norte por el lado del cerro, enfrente del Vado. La nube de polvo fue revelando poco a poco una gran formación de folcolares: soldados a caballo que arrastraban cuatro carros tras ellos y que se encaminaban hacia el Vado. Al principio parecía que fueran a pasar por el medio sin pararse, una maniobra de suicida estupidez que sólo los sucesos del monte Silbury podían hacer parecer verosímil.
Se detuvieron a cuatrocientos metros de distancia. Tras una pausa de unos diez minutos, la formación se desgajó en dos partes: una parte se dirigió al este, siguiendo el río, y la otra hacia el oeste. Un pequeño número de hombres con los carros cubiertos retrocedió hacia el cerro. Cale fue incapaz de seguirlos, pese a su mucho interés. Había algo raro en aquellos carros: estaban cubiertos de una manera muy peculiar.
Los redentores que estaban en el Vado del Zopenco no tendrían más remedio que aguardar al ataque. Pasó casi una hora, y entonces Gil volvió a tirarlo de la manga.
—Mirad, señor: en el saliente de aquella colina.
Señalaba con el dedo un lateral plano del cerro. Siguiendo la dirección del dedo, Cale examinó los carros que se hallaban en aquel momento a varios metros por encima del Vado. Vio que los hombres estaban descubriendo tres de los carros, aunque desde allí se veían borrosos, pues los cristales no funcionaban bien a tanta distancia. Lo poco que podía distinguir parecía un amasijo de cuerdas y armazones. No eran estructuras que pudiera reconocer, pero parecían una especie de catapultas. Le pasó el catalejo a Gil, que dijo que le parecía que se trataba de balistas, unos artilugios muy usados durante algún tiempo por los antagonistas en el frente oriental.
—No había oído hablar de ellas —dijo Cale.
—La balista es una ballesta con pretensiones, mucho más grande que la ballesta normal. La estuvieron empleando durante un tiempo, hace unos nueve meses, pero sólo les servía contra las defensas de las colinas, y no tenían muchas en el frente oriental. No entiendo de qué les pueden servir aquí.
No tuvieron que esperar mucho para recibir la primera sorpresa. Tras cinco minutos de frenética actividad, las balistas quedaron montadas, pero en vez de mirar al arco de tres metros que había en las trincheras del Vado, las tres estaban claramente colocadas en dirección al cielo, apuntando casi en vertical. Al ser disparadas, los potentes arcos lanzaron su enorme saeta hacia arriba, en un ligero ángulo. Por los aires se elevó un desagradable silbido que crispaba los nervios.
—Le han puesto al asta de la saeta algo que produce ese sonido: para hincharnos las pelotas.
Las quejumbrosas saetas subieron hacia lo alto y después se curvaron en un arco cerrado para caer con ímpetu sobre la hierba corta y amarilla que rodeaba las trincheras, como si llegaran directamente de las nubes. Durante los siguientes veinte minutos las balistas dispararon una y otra vez, afinando progresivamente la puntería hasta que llegó un momento en que casi dos de cada tres saetas caían en las trincheras. Los gritos dejaban claro que algunas de las enormes saetas habían dado en el blanco, pero aunque eso resultara al mismo tiempo extraño y desagradable, Cale no creía que pudiera tener una importancia decisiva.
Hubo otra pausa, y entonces volvió a sonar el chasquido metálico de las balistas al disparar, pero esta vez con una extraña diferencia tanto para el ojo como para el oído: las saetas gigantes se hallaban casi a mitad de vuelo antes de que el metálico ruido que producían sonara sobre la distante elevación del terreno en la que se encontraban Cale y Gil. Había ahora algo aún más raro en el sonido, que resultaba más profundo, y en la curva que trazaba la saeta al alcanzar la cima de su recorrido natural y comenzar a descender hacia la tierra. Incluso sin necesidad de catalejo, se veía claramente que el asta era mucho más gruesa que las anteriores. Cale buscó a tientas el catalejo para observar su recorrido. Justo cuando logró mirar por él, el grueso proyectil comenzaba a desgajarse en medio del aire, y una docena de saetas mucho más pequeñas se separaron suavemente del asta principal para formar poco a poco un grupo de elementos sueltos antes de impactar en las trincheras cada uno por su lado: se oyó el golpe, y después los gritos de media docena de hombres. Entonces dispararon otro de aquellos gruesos proyectiles, y después otro más. De vez en cuando alguno de ellos no lograba desenredarse, pero la mayoría de los nueve proyectiles que salían disparados cada minuto caían sobre los redentores de las trincheras, convertidos en un total de ciento ocho saetas. El espantoso griterío de los heridos era ya un lamento continuo. El rostro de Gil exhibía una estoica palidez. A través de los cristales, podía verse cómo los redentores supervivientes se metían lo más hondo posible, pero les servía de tanto como si intentaran esconderse de la lluvia. Conscientes de ello, los que aún no habían muerto empezaron a salir de las trincheras y escapar corriendo.