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Authors: Paul Hoffman

Tags: #Fantástico, Aventuras

Las cuatro postrimerías (6 page)

BOOK: Las cuatro postrimerías
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Durante los tres años en que el
Homini Dermis
había arruinado su mente, habían surgido grupos, camarillas y conciliábulos que se preparaban para el momento en que la muerte lo liberara de sus deberes. Los dos grupos más importantes eran los Redentores Triunfantes, liderados por el Cardenal Gant, responsable de la ortodoxia religiosa, y el Oficio de la Santa Sede, controlado por el Cardenal Parsi. Los que controlaban el Oficio de la Santa Sede y a los Redentores Triunfantes no sólo controlaban el acceso al Santo Padre, sino que, estando éste tan enfermo, lo controlaban todo.

Gant y Parsi se diferenciaban como un piojo de una pulga con respecto a cuál de los dos podía odiar más a Bosco. Sin embargo, Bosco con respecto a ellos iba mucho más allá del odio. Aquella antigua animosidad era cosa del Papa Bento, que creía en el principio del divide y vencerás tanto como creía en Dios. En el momento apropiado tendría que haber elegido sucesor, pero tales asuntos parecían encontrarse ya por encima de su capacidad, aun cuando la elección se limitara simplemente a escoger entre Parsi y Gant. En todo caso Bosco habría quedado fuera, pues Bosco era sospechoso de pensar, y a veces incluso de pensar de manera original. Consciente de aquellas reservas, Bosco había trazado otros planes.

Sembrador y cosechador más hábil aún que el Canciller Vipond de Menfis, Bosco había reaccionado con rapidez a la catástrofe de la muerte de Picarbo a manos de Cale y la posterior huida de éste. Es una gran ayuda saber que Dios está del lado de uno, como lo es también saber que Dios ayuda a los que se ayudan a sí mismos. A los que pedían explicaciones, Bosco les había asegurado que los que habían matado a Picarbo eran espías antagonistas, y que Cale se había visto obligado a acompañarlos para descubrir el plan de asesinar al Papa. En lo que se refería a los antagonistas, ninguna acusación era demasiado ultrajante: «Una gran mentira —le encantaba explicarle al padre Gil, que era lo más cercano a un confidente que Bosco tenía— es más fácil de creer que una pequeña, y una mentira simple más que una complicada».

Así pues, había encargado al padre Jonathon Brigade, su burgrave de propaganda, que escribiera un libro, los
Protocolos de los moderadores del antagonismo
, subrayando los detalles de semejante trama. Después de una búsqueda cuidadosa, habían encontrado el cadáver de un redentor que compartía todos los muy exagerados rasgos que generalmente se consideraban típicos de un antagonista: tenía los dientes verdes (síntoma de la enfermedad de la que había muerto), los labios gruesos, la nariz larga y el cabello negro y rizado. Habían tirado su cuerpo al mar a la orilla de la Isla de los Mártires, donde sabían que se lo llevaría la corriente, y dejaron que la propensión general a creer en todo tipo de conspiraciones hiciera el resto. Los
Protocolos
, sin embargo, no se restringían a los detalles de la fantasmal trama, sino que expresaban el temor de que un espía redentor inusualmente valeroso y santo andaba por allí, y que con gran riesgo y santa astucia se había infiltrado en la trama de los antagonistas para intentar salvar al Papa. Más astutamente aún, aseguraba que una quinta columna antagonista había convertido a su herejía a un número no revelado de redentores, y que muchos de aquellos apóstatas habían llegado a ocupar importantes puestos tanto entre los Redentores Triunfantes de Gant como en la Santa Sede de Parsi, desde donde surtían a sus superiores de secretos vitales, aguardando las oportunidades que les ofrecían los momentos de debilidad en la fe. Los Protocolos aseguraban asimismo que, pese a todos los esfuerzos, se habían hecho muy pocos progresos para minar la pureza religiosa de los redentores de Bosco en el Santuario.

Bosco confiaba en que no importaba que los
Protocolos
fueran tan burdos como el Ahorcado Redentor pintado por un niño de cuatro años, siempre y cuando los fieles estuvieran convencidos de la autenticidad de su origen. Y esta confianza resultó mayor de lo que él mismo hubiera esperado. La aparición del cuerpo que había llegado por el mar, algo tan improbable como un milagro, fue para todos la demostración de que todo era verdad. A todo el mundo le pareció algo tan natural, que la cuestión de la posible falsificación ni siquiera llegó a plantearse.

La Santa Sede y los Redentores Triunfantes no tuvieron más posibilidad que argumentar que, si bien la amenaza era claramente real, los antagonistas mentían en cuanto a lo de haber introducido a herejes en sus filas. Aun así, tuvieron que hacer purgas importantes. Estaba prohibido que se empleara en los redentores tortura propiamente dicha, pero el Oficio de Interrogación no tenía necesidad de potros ni de hierros candentes: unas noches sin dormir, seguidas de unos buenos chapuzones en el agua, no tardaban en hacer confesar a hombres inocentes (inocentes de herejía, al menos) su connivencia y su apostasía y su trato con demonios, todo ello seguido por una copiosa lista de nombres.

Bosco contempló con agrado cómo iba ardiendo en la pira un gran número de sus enemigos por orden de otros enemigos suyos. Adquirió prestigio gracias a que el Santuario aparecía acusado en los
Protocolos
de ser un modelo de resistencia contra los antagonistas. Y ese prestigio le proporcionó una renovada influencia, influencia suficiente para lanzar el ataque contra los Materazzi, que tuvo aquel resultado totalmente inesperado y magnífico. Ahora iba escalando posiciones, acercándose a Parsi y Gant. Además, había demostrado a sus seguidores, por encima de cualquier asomo de escrúpulo o duda, que Dios había bendecido su peligroso y osado plan y que Cale era, efectivamente, un instrumento de Dios. Pero quedaba aún mucho trabajo por hacer. Ni Gant ni Parsi lo iban a pillar con la guardia baja. En cuanto a ellos dos, comprendiendo la amenaza que representaba Bosco, se habían conjurado contra él. La purga contra los antagonistas había finalizado gracias a los esfuerzos concertados de ambos, y ahora, costara lo que costase, tenían que hacer algo contra Bosco.

Esa noche Bosco se acostó dándoles mil vueltas en la cabeza a los muchos planes que había puesto en marcha para destruir a sus rivales y desencadenar el fin del mundo. Lo mantenían despierto tanto la euforia como la preocupación. Pues, al fin y al cabo, ¿qué podía resultar más desvelador que aquella decisión de acabar con todas las cosas, que el terrible vértigo de asumir la responsabilidad de la solución última al mal mismo? En cuanto a sus miedos, eran de índole más ordinaria pero no menos importante: Bosco no era tan idiota como para aceptar grandiosas ideas sin saber que para llevarlas a cabo era imprescindible hacer las cosas con mucha inteligencia y habilidad. Además de, claro está, la suerte.

Punto y aparte eran los miedos y esperanzas que albergaba con respecto a Cale. De cuanto había esperado siempre de aquel niño, se había convertido en realidad todo y más. Y, sin embargo, le desconcertaba que el Dios que había cumplido con todo cuanto le había prometido su visión, y algo más de propina, hubiera dejado en aquel muchacho trazas de algo inadecuado: una ira inútil y un resentimiento que no se acababan de transformar en la rectitud que resultaría adecuada a una criatura divina. Antes de quedarse dormido, se consoló a sí mismo pensando que Dios no había pretendido que Cale se revelara al mundo al menos hasta diez años después. De no haber sido por aquel lunático de Picarbo y sus tenebrosos experimentos, las cosas habrían resultado muy distintas. Tras breves lamentaciones, Bosco dejó de satisfacer su malhumor y se consoló con uno de sus más viejos dichos: «Un plan es como un bebé en la cuna, que soporta mal la comparación con el adulto».

Esa mañana, muy temprano, Bosco aguardaba impaciente en el patio de la Sangre de los Mártires a que se empezara a hacer realidad uno de sus planes más cuidadosamente trazados. Las grandes cancelas chirriaron al abrirse para dejar entrar en el Santuario a trescientos redentores. Describirlos como la flor y nata del ala militar del sacerdocio parecería inadecuado, pues las palabras flor y nata dan la sensación de algo suave, blando y sabroso. Eran posiblemente el grupo más imponente que se hubiera reunido nunca: tan sólo grandes esfuerzos y una paciencia de casi diez años los habían ganado a la causa de Bosco, pues no era tarea fácil moldear las mentes inflexibles ni razonar con los fanáticos. Lo más duro de todo había sido preservar aquella chispa de audacia e imaginativa violencia que le había llamado la atención de ellos en un principio. Aquéllos eran redentores que habían mostrado un insólito talento para la innovación, además de disposición a obedecer y unas dotes ya más convencionales para la crueldad y la brutalidad. Estaban destinados a convertirse en los más directos servidores de Cale: Cale los entrenaría, y a su vez cada uno de ellos entrenaría a otros cien, y cada uno de esos cien, a cien más. Ahora que tenía consigo a Cale y a sus trescientos hombres, tenía ya ante sus ojos el principio del final de todas las cosas.

Bosco podía carecer aún del poder de sus rivales de Chartres, pero contaba con una gran variedad de seguidores de diferentes tipos, muchos de los cuales no se conocían entre sí. Algunos le profesaban una devoción fanática, siendo verdaderos creyentes en su plan de cambiar el mundo para siempre; pero la mayoría no tenían ni la más remota idea de cuáles eran sus intenciones últimas, y lo veían simplemente como a alguien más puntilloso en materias de fe de lo que pudieran ser Parsi o Gant. Otros, más tibios en su manera de pensar, lo consideraban un hombre poderoso que deseaba acumular mucho más poder del que ya tenía. Tal vez quedara eclipsado tras la muerte del Papa, que Dios tuviera en su Gloria, pero uno nunca podía estar seguro.

A través de aquel batiburrillo de alianzas, Bosco había propagado rumores sobre Cale que daban cuenta del heroísmo de su actuación al salvar al Papa no sólo de la maldad de los antagonistas sino también del expansionismo de los ahora maltrechos Materazzi. Se habían escrito panfletos oficiosos que contaban con desaprobación pero de modo sicalíptico las tentaciones y peligros que había afrontado Cale. La descripción que esos panfletos hacían de Menfis resultaba cruda pero en absoluto falsa: la disponibilidad de la carne, la astucia de los políticos, y las artimañas de las hermosas pero corrompidas mujeres... Si bien los redentores podían disfrutar con la lectura de todos aquellos lujuriosos horrores, la mayoría no eran hipócritas y sentían que realmente les hervía la sangre con lo que leían. Tal vez sorprenda pensar que hombres como aquéllos fueran capaces de sentir amor, pero así era. Lo sentían. Y Cale había salvado al Papa que amaban.

El gran aumento del número de acólitos que había tenido lugar durante los últimos años, motivado por el hecho de que Bosco estaba preparando su futuro control militar sobre los redentores, implicaba que, con todo lo grande que era el Santuario, no hubiera suficiente espacio para acomodar a aquellos trescientos hombres que constituían la élite recién llegada. Los redentores en general no podían esperarse grandes lujos, pero cuando no estaban en servicio activo, el disponer de un espacio propio, aunque fuera pequeño, era cosa de gran importancia en unas vidas por lo general llenas de privaciones. Las muchas celdas de la Casa del Propósito Especial habían sido construidas cuando el espacio no era aún un bien escaso, y Bosco había decidido sacar de allí a los que llevaban tiempo pudriéndose en aquel lugar. Así pues, durante las últimas semanas había tenido lugar un elevado número de ejecuciones destinadas a despejar el espacio necesario para albergar a los nuevos visitantes.

Como suele suceder en todas las instituciones cerradas, los que vivían dentro del Santuario tendían a ser unos tremendos cotillas, y como tales eran también unos entrometidos incorregibles, así que no tardarían en correr rumores acerca de la llegada de aquellos oficiales de imponente aspecto. Ya demasiado tarde, Bosco comprendió que debería haberse preocupado de buscar una explicación convincente a su presencia.

Confió en la considerable inteligencia del muy experimentado Alcaide jefe para que llevara a cabo sus órdenes de tratar bien a los hombres y aposentarlos en el ala norte de la prisión, ahora vaciada de prisioneros gracias a las últimas ejecuciones. Bosco dio instrucciones para que dieran de comer magníficamente a los trescientos hombres, y explicó que se cerraría aquella ala del Santuario para que los curiosos no entraran a husmear. Todos sabían que había un elegido, y que guardar el secreto era cosa de vital importancia para la supervivencia de todo el mundo, así que no hubo objeciones.

Entonces Bosco se pasó varias horas explicando sus intenciones a un Cale muy poco hablador:

—¿Bajo la autoridad de quién están esos hombres?

—Bajo la vuestra.

—Y yo, ¿bajo qué autoridad estoy?

—Vos no estáis bajo ninguna autoridad. Ciertamente, no estáis bajo la roía, si es eso lo que queréis preguntar. Vos sois el rencor de Dios hecho carne. Limitaos a imaginar que sois un hombre y que la voluntad de otro hombre puede resultar importante para vos. No os apartéis de vuestra naturaleza, porque si lo hicierais os destruiríais a vos mismo. Por eso os traicionó Arbell Cuello de Cisne y también lo hizo su padre, aun cuando le salvasteis la vida a su hija y a su único hijo lo devolvisteis con los vivos, lo mismito que si lo hubierais resucitado de entre los muertos. La gente no es para vos, y vos no sois para la gente. Haced aquello para lo que estáis aquí y regresaréis con vuestro Padre que está en los cielos. Por el contrario, si intentáis ser algo que nunca podréis ser, entonces sufriréis más dolor y más tristeza que los que haya sufrido nunca ningún ser vivo.

—Dadme Menfis.

—¿Para qué?

—¿Para qué pensáis?

—¡Ah! —exclamó Bosco, sonriendo—. Para que podáis derribarla ladrillo a ladrillo y echar sal en sus cimientos.

—Algo así.

—¡Cómo no! Al fin y al cabo, para eso estáis aquí. Pero yo no tengo la autoridad sobre Menfis, y por lo tanto tampoco la tenéis vos. Para eso necesitamos un ejército. Y para poder disponer de un ejército, los hombres que lo integran tienen que dormir en la Casa del Propósito Especial. Aun así, tendré que llegar a Pontífice antes de que vos podáis hacer diabluras a una escala tan gigantesca. Como habéis descubierto ya, nada de lo que podáis hacer por un hombre o una mujer logrará que os quieran. Salvo yo, Thomas: yo os quiero.

Y tras decir eso, se levantó y se fue.

Esa noche, un muy nervioso padre Bergeron, ayudante del Alcaide jefe, llegó con la lista de los trescientos nombres que Bosco había pedido para cotejar con sus propios datos y protegerse así de posibles infiltrados. La nueva lista confirmó que había, de hecho, nada más que doscientos noventa y nueve. Habría que tener en cuenta a aquel redentor que faltaba, por si había cambiado de opinión o hubiera sido arrestado. Algún tiempo después, se supo que había muerto de viruela cuando iba a reunirse con los demás. El alcaide estaba nervioso porque era nuevo en el trato con el temible Bosco. Su superior, el Alcaide Jefe, había sido encarcelado tan sólo el día antes acusado de cargos de impía malatesta, una ofensa lo bastante grave para hacerle arrestar pero no tanto como para informar de ello a Bosco. El Alcaide Jefe había elegido a su ayudante ahora en el cargo basándose en que, por su limitada inteligencia, no llegaría nunca a representar ninguna amenaza a su propia posición. El ayudante regresó una hora después de que Bosco hubiera leído la lista de nombres. Bosco no levantó la vista cuando él entró: se limitó a acercar un poco la lista en la dirección en que él llegaba. El alcaide la cogió muy nervioso, sin mirarla, y escapó de la intimidante presencia de Bosco lo más aprisa que podía.

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