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Authors: Paul Hoffman

Tags: #Fantástico, Aventuras

Las cuatro postrimerías (8 page)

BOOK: Las cuatro postrimerías
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—Mirad —le dijo Cale—. Si coméis demasiado de esto, vomitaréis hasta las entrañas antes de media hora. Creedme. ¿Qué comíais en Stuttgart?

—Gachas y bunge.

—¿Bunge?

—Es una especie de grasa con frutos secos y tal.

—¡Ah, aquí lo llamamos pies de muertos!

¡Ah!

Cale le quitó la piel a un trocito de pollo, y raspó la deliciosa gelatina que estaba pegada a la parte de dentro. Después le sirvió a Model una porción muy pequeña de clara de huevo y una cucharada algo más abundante de gachas. Pero no demasiada cantidad, tan sólo un poco.

—Tened cuidado. Comprobad que os va sentando bien.

La respuesta fue positiva: al acólito aquello le iba sentando como una bendición.

Ni siquiera inmerso en aquella furia podía Cale dejar de deleitarse ante el placer que experimentaba Model al comerse la patata frita, la clara del huevo y las gachas que se deslizaban por su hambrienta y reseca garganta como si provinieran de los jardines del Edén, donde se decía que había manantiales de limonada y que las peñas estaban hechas de caramelo.

Cuando Model terminó, se recostó en la silla y volvió a mirar a Cale fijamente.

—Gracias.

—De nada. Ahora id a acostaros cinco minutos, mirando a la pared para no verme a mí mientras me termino esto, porque podría sentaros mal.

Model obedeció, y Cale se terminó su desayuno sin volver a acordarse de él. Cuando ya había acabado con todo, llamaron a la puerta.

—Marchad —le dijo, haciendo señas al alarmado Model para que se levantara. Volvieron a llamar. Aguardó un poco—. Entrad.

Era Bosco.

Diez minutos más tarde, los dos se encontraban a solas en el Posteriorum, contemplando en silencio los doscientos noventa y nueve cadáveres que eran cuanto quedaba de diez años de planes y esfuerzos para acercar el mundo a su final.

—Quería mostraron esto porque no deseo que haya secretos entre nosotros. No pretendo que aprendáis de mi error, porque yo no he cometido ningún error. Me gustaría haberlo hecho, porque entonces yo también podría aprender de él. Pero este error, llamémoslo así, no es más que lo que es: un suceso. Había un plan, un plan diseñado con esmero y concebido con toda exactitud. Lo que tenéis que aprender de esto es que no hay nada que aprender. Que hay idiotas y hay inexpertos y hay malentendidos. Así son las cosas. ¿Me comprendéis?

—Sí.

—Pensaré alguna alternativa.

Pero pese a su serena aceptación de la terrible carnicería hecha a sus años de irreemplazable planificación (Bergeron había sido sustituido, pero para su asombro y gratitud no le habían sacado las tripas, ni tan siquiera castigado), Bosco permanecía blanco del susto.

—Pensad en ellos durante una hora, y después marchaos.

—No necesito una hora —repuso Cale.

—Me parece que...

—No necesito una hora.

Bosco movió la cabeza con un movimiento muy leve. Se volvió para irse, y Cale lo siguió. Subieron por una escalera sinuosa conocida como «escalera al cielo» cuando se subía por ella y, por razones que nadie recordaba, «escalera de los placeres» cuando se bajaba. Dejaron atrás la rotonda lentamente, pues las rodillas de Bosco ya no eran lo que habían sido en otro tiempo, y entraron en la Bolsa, el salón que daba a varios departamentos de la Casa del Propósito Especial.

Hacia la parte de atrás de la Bolsa, un hombre, un redentor, despojado de su ropa, era conducido a un patio abierto. Se lamentaba en voz baja, sollozando y lloriqueando como un niño cansado. Cale observó cómo lo hacían pasar por la puerta los tres redentores que lo acompañaban. Los contempló como lo hubiera hecho un águila o uno de esos halcones de comportamiento reflexivo.

—Detenedlos.

—La compasión no tiene nada que...

—Detenedlos y decidles que lo devuelvan a su celda.

Bosco se acercó al grupo al tiempo que ellos se paraban para hacer pasar por la puerta al prisionero y salir al brillante sol del patio.

—¡Alto un momento!

Diez minutos después, Cale, seguido por un cauteloso Bosco, atravesaba en silencio las celdas donde permanecían los purgatores, aquellos cuyos pecados de blasfemia, herejía, ofensa contra el Espíritu Santo y una larga lista de delitos los mantenían allí esperando a que se decidiera su destino, que normalmente era un destino muy simple, y el mismo para todos. Cale fue de un lado al otro mirando con atención a los expectantes prisioneros: a los aterrorizados, los desesperados, los desconcertados, los fanáticos y los que estaban claramente locos.

—¿Cuántos son?

—Doscientos cincuenta y seis —respondió el alcaide.

—¿Qué hay ahí? —preguntó Cale señalando con un gesto de cabeza una puerta cerrada con llave.

El alcaide miró a Bosco y después a Cale. ¿Sería de verdad aquel muchacho el Tétrico prometido? No parecía gran cosa.

—Tras esa puerta sometemos a los condenados a un Acto de Fe.

Cale miró al alcaide.

—Abrid la puerta y marchaos.

—Haced lo que os dice —añadió Bosco.

Lo hizo así, con la cara roja de resentimiento. Cale empujó la puerta, que se abrió sin esfuerzo. Había allí diez celdas, cinco a cada lado del pasillo. Ocho de ellas estaban ocupadas por redentores cuyos delitos requerían una ejecución pública para alentar y mantener la moral de los fieles presentes. De los otros dos, uno era un hombre, aunque era evidente que no se trataba de un sacerdote, pues llevaba barba e iba vestido de paisano. El otro era una mujer.

—La doncella de los ojos de mirlo —explicó Bosco cuando volvieron a sus aposentos—. Ha estado profetizando blasfemias relativas al Ahorcado Redentor.

—¿Qué tipo de blasfemias?

—¿Cómo podría repetirlas yo? —dijo Bosco—. Son blasfemias.

—¿Cómo se la acusó entonces en el juicio?

—El caso se escuchó en la Cámara. Sólo un único juez estaba presente cuando ella repitió sus afirmaciones y se condenó a sí misma.

—Pero el juez lo sabe.

—Por desgracia, el juez descansa en paz, pues murió de apoplejía justo después, evidentemente por el horror que le causó lo que había oído.

—Mala suerte.

—La suerte no tuvo nada que ver. Ha ido a un lugar mejor, o al menos a un lugar del que no regresa ningún viajero ni nada de lo que el viajero pueda haber sabido antes de su partida. Está todo en las actas.

—¿Puedo leerlas?

—Por supuesto. Vos no sois una persona que pueda mancharse: vos sois la ira de Dios hecha carne. No importa lo que vos leáis, ni lo que hagáis, pues sois tan imposible de corromper como el mismo mar.

Cale meditó en ello durante unos instantes.

—¿Y el hombre de la barba?

—Es Guido Hooke.

¿Y...?

—Se trata de un filósofo naturalista que asegura que la luna no es perfectamente redonda.

—¡Pero es redonda! —exclamó Cale—. No hay más que mirarla. Si vais a matar a la gente por ser tonta, necesitaréis muchos más verdugos.

Bosco sonrió.

—Guido Hooke no tiene ni un pelo de tonto, por muy excéntrico que sea. Y en cuanto a la luna, tiene razón.

Cale lanzó un bufido con el que expresaba su incredulidad.

—Cualquiera puede ver en una noche sin nubes que la luna es redonda.

—Ésa es una ilusión creada por la distancia que nos separa de ella. Pensad en el monte del Tigre. Desde cierta distancia, su falda parece tan lisa como la mantequilla, pero de cerca se ve que está tan arrugada como el catre de un viejo.

—¿Cómo lo sabéis? Lo de la luna, me refiero.

—Os lo puedo mostrar esta noche, si queréis.

—Si Hooke tiene razón, ¿por qué va a morir por decir la verdad?

—Cuestión de autoridad. El Papa ha asegurado que la luna es completamente redonda porque es expresión de la perfecta creación de Dios. Guido le contradice.

—Pero vos sabéis que es verdad.

—¿Y qué importa eso? Él ha contradicho a la roca sobre la que se asienta la única Fe Verdadera: el derecho a la última palabra. Si le permitiéramos hacer semejante cosa, imaginaos cómo terminaría la fiesta: en el fin de la autoridad. Sin autoridad no hay iglesia, y sin iglesia no hay salvación —dijo, y sonrió antes de concluir—: Hooke habla desde su llana verdad; pero el Papa lo hace desde una verdad más elevada.

—Pero vos no creéis en la salvación.

—Por eso tengo que llegar a Papa, para que la verdad y lo que yo creo se conviertan en la misma cosa. Decidme, ¿por qué estáis tan interesado en los purgatores?

5

K
leist cantaba a lo loco, desafinando pero contento:

En la montaña de caramelo

las abejas zumban en el cuelo,

las cigarras nacen en las ramas,

las fuentes dan zumo de pomelo,

y las piedras sirven de camas

a manantiales de limonada,

en la montaña de caramelo.

En la montaña de caramelo

los curas graznan como un pato,

las chicas guapas están en celo,

de la cena siempre hay otro plato.

Y nadie ha oído nunca hablar

de que hubiera que trabajar

en la montaña de caramelo.

Sin fijarse mucho en lo que hacía, comprobó el cuchillo que iba metido en una vaina en la silla del caballo, y siguió berreando sin mucho respeto por la melodía:

Hay un lago de whisky y hielo

que se puede cruzar a nado

en la montaña de caramelo...

Entonces se fue con el cuchillo hacia unas zarzamoras. Se colocó en medio de un salto, transportado por su velocidad y su peso. A su paso las espinas le arañaron y encendieron de rojo la piel. Pero la maraña de brotes era más tupida de lo que había creído en un principio, y los chupones viejos de la parte del medio eran fuertes y erizados, de manera que su precipitada carrera se frenó de modo doloroso.

Unas fuertes manos lo agarraron por los talones y lo sacaron a rastras de entre las zarzas. Tenían que tirar con fuerza, y eso le dio a Kleist un par de segundos para tomar una decisión: dejó caer el cuchillo entre las zarzas, y entonces lo sacaron de allí y lo arrastraron a campo abierto.

Mientras Kleist daba patadas y se retorcía, otras manos lo agarraron de las muñecas. Entonces comprendió que no tenía sentido resistirse, y dejó de forcejear.

Delante de él, de pie, había un hombre cuyos precisos rasgos quedaban escondidos por el sol que le daba a Kleist en los ojos.

—Vamos a registraros, así que no os mováis. ¿Lleváis alguna arma?

—No.

Dos manos rápidas y diestras lo cachearon hábilmente.

—Bien. Si nos hubierais mentido, habría sido lo último que hubierais hecho. Levantadlo.

Tiraron de Kleist con brusquedad para colocarlo en posición de sentado, y los cuatro hombres, con cuchillos y espadas desenvainadas, lo fueron soltando en disciplinado orden. Era gente que sabía lo que hacía.

—¿Cómo os llamáis?

—Thomas Cale.

—¿Qué andáis haciendo por aquí vos solo?

—Me dirigía a Post Moresby.

Le cayó un buen golpe en un lado de la cabeza.

—Decid Lord Dunbar cuando os dirijáis a Lord Dunbar.

—Vale. ¿Cómo iba a saberlo?

Otro golpe para que aprendiera a no ser contestón.

—¿Para qué ibais allí? —le preguntó Lord Dunbar.

Kleist lo miró: se trataba de un tipo desaliñado, sucio y mal vestido, con un tartán de mala pinta. No se parecía a ningún gran señor que Kleist hubiera visto nunca.

—Quería coger un barco y alejarme de aquí lo más rápido que pudiera.

—¿Por qué?

—Los redentores mataron a mi familia en la masacre de Monte Nugent. Cuando tomaron Menfis comprendí que era tiempo de irse a donde no los volviera a ver nunca.

Aquello tenía una parte de verdad.

—¿Dónde cogisteis ese caballo?

—Es mío.

Otro golpe en la cabeza.

—Lo encontré. Creo que se perdió en la batalla del monte Silbury.

—He oído hablar de ella.

—Tal vez los redentores paguen algo por él —apuntó Johnny el Guapo.

—Tal vez os cuelguen en cuanto intentéis pedírselo —respondió Kleist, lo que le valió otra bofetada en la oreja.

—¡Lord Dunbar!

—Lord Dunbar, vale.

—Johnny el Guapo —ordenó Dunbar—, registrad el caballo.

Dunbar se puso en cuclillas al lado de Kleist.

—¿Qué andan buscando esos redentores?

—No lo sé. Lo único que sé es que son un montón de putos asesinos, Lord Dunbar, y lo mejor que puede hacer uno es alejarse lo más posible de ellos.

—Los Materazzi no han podido atraparnos en veinte años —dijo Lord Dunbar—. No nos importa mucho quién intente hacerlo ahora.

Johnny el Guapo regresó y dejó en el suelo un brazado entero de pertenencias de Kleist. Era un buen botín: Kleist se había asegurado de que todas las cosas que robaba en Menfis, por simples que fueran, fueran de la mayor calidad: espada de acero portugués con incrustaciones de marfil en la empuñadura, una manta de lana de Cachemira... y así todo. Aparte del dinero, que eran ochenta dólares guardados en una bolsa de seda. Aquello animó considerablemente a los cinco hombres. Pese a todo lo que presumía Dunbar, sus ganancias debían de ser muy escasas a juzgar por el estado andrajoso de la ropa que llevaban él y sus hombres.

—De acuerdo —dijo Kleist—. Ya tenéis todas mis pertenencias. No está mal. Ahora dejadme que me vaya.

Otro golpe.

¡... Lord Dunbar!

—Deberíamos dejar frito a este imbécil impertinente.

A Kleist no le gustó cómo sonaba aquello.

—Dejádmelo a mí —propuso Johnny el Guapo—. Os ahorraré problemas.

Lord Dunbar le dirigió una significativa mirada.

—Ya sé la bestialidad que queréis hacer antes de cargároslo, Johnny —le gritó, y volvió a mirar a Kleist—. Levantaos. —Kleist se puso en pie—. Dadnos vuestra chaqueta. —Kleist se quitó su jubón corto, que había robado de una percha en la antecámara de Vipond. Era de suave cuero y de corte sencillo pero elegante—. Me habéis estado mintiendo, y eso es algo que me gusta en un hombre —dijo Dunbar, admirando la chaqueta y lamentando que fuera demasiado pequeña para él—. Pero tenéis razón sobre lo que consideráis justo. —Indicó un incómodo camino—. Por ahí saldréis del bosque. Os dejaremos en paz. Ahora, ¡marchad con viento fresco!

Kleist no necesitó que se lo dijeran dos veces. Pasó al lado de Johnny el Guapo, que lo observaba irse con lascivo resentimiento, y desapareció en la espesura del bosque sin conservar otra pertenencia, de todo cuanto había tenido cinco minutos antes, que la ropa.

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