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Authors: Paul Hoffman

Tags: #Fantástico, Aventuras

Las cuatro postrimerías (33 page)

BOOK: Las cuatro postrimerías
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Sería difícil exagerar el golpe que esto supuso para Gant y Parsi. Veían a Princeps, si no corno su última esperanza, sí ciertamente corno la mejor.

—Tenemos que actuar juntos o estaremos perdidos. Habrá que confiar en el muchacho —se lamentó Parsi.

—¡Que me ahorquen si expongo la fe a un acto tan temerario! Si él es un mensajero de Dios, consideraré una visión sangrienta mejor signo que una niebla mágica o que la palabra de ese bastardo de Bosco.

Pero entre los fieles, que estaban ansiosos de un salvador, había demasiado fervor para que los dos se cruzaran de brazos.

—Bien. Entonces —dijo Gant al fin—, dejaremos que el perro olfatee la liebre.

Al cabo de una hora, un mensajero pontificio y ocho guardias armados llegaron a las dependencias de Bosco y pidieron que Cale se presentara de inmediato para una audiencia. Bosco, alarmado por aquel acontecimiento repentino, trató de ir con él, pero el mensajero, aterrorizado, le ordenó quedarse donde estaba.

—He recibido las órdenes directamente, padre —se disculpó—. Vos no podéis venir.

Y de ese modo, incapaz de explicarle a Cale siquiera brevemente qué decir y hacer, o qué no decir y no hacer, se vio obli gado a verlos partir hacia lo que sabía que sería una especie de trampa.

Condujeron a Cale hasta una antecámara y le pidieron que aguardara, con la idea de que tuviera tiempo suficiente para desquiciarse y ponerse hecho un flan ante la perspectiva de la audiencia. Al final de la estancia, iluminada con velas y aromatizada con el humo de cuatro incensarios, había una estatua del primero de todos los mártires redentores, san José, en el momento de ser lapidado.

Aquella escena representaba un acontecimiento notable a causa de un detalle menor: había sido seguramente la última ocasión en que alguien, movido por la compasión, había intentado intervenir a favor de un redentor. Cuando los hombres de la ciudad se reunieron para tomar parte en la ejecución de san José por haber blasfemado contra su propia única Fe Verdadera, un predicador ambulante, aunque muy respetado, había tratado de evitar la ejecución gritándoles: «Aquel de vosotros que esté libre de pecado, que tire la primera piedra». Por desgracia para el compasivo predicador y aún más para el desgraciados san José, un hombre, impertérrito, corrió hacia él con una gran piedra y gritó lleno de confianza: «¡Yo estoy libre de pecado!», y arrojó la piedra a una de las espinillas del redentor, que se partió haciendo un espantoso «¡crac!».

La estatua representaba el instante en que el verdugo libre de pecado levantaba otra enorme piedra por encima de la cabeza y estaba a punto de tirarla sobre el agonizante san José. Cale estaba acostumbrado a ver estatuas de madera policromada de terribles martirios, tallas ordinarias o simplemente pasables, pintadas planamente, con colores simples, hechas en serie para beneficio de los fieles de cada iglesia redentora.

Pero las estatuas de Chartres, que eran muchísimas, no se parecían a nada que hubiera visto antes. Parecían más reales que la realidad misma, y la talla no sólo estaba hermosamente esculpida, sino llena de vida.

Las manos del verdugo no solamente estaban bellamente talladas, sino finamente observadas: eran las manos de un obrero. Había pequeños cortes cicatrizados o casi cicatrizados en casi todos los dedos. Había suciedad debajo de cada uña, salvo una. La expresión de su rostro era algo más que un gruñido de maldad: estaba allí plasmado el deleite de la crueldad, el placer, y debajo del animado rostro había algo de desesperación. Los dientes, hechos del más delicado marfil, habían sido primorosamente descoloridos, dos de ellos estaban partidos, uno parecía cariado.

En cuanto a san José, habría despertado la compasión del más duro de los corazones: la pierna izquierda la tenía no sólo rota por la primera piedra, sino además aplastada, y el hueso le salía de la espinilla, partido, ensangrentado, doliente; el refulgente tuétano que manaba del hueso roto estaba hecho de cristal; la boca estaba abierta en un grito de dolor; no había santa resignación ante su destino, sino miedo y angustia expresados en cada rasgo y cada arruga; había levantado la mano para detener el segundo golpe, con su brazo delgado, un brazo de anciano con manchas de vejez que parecía temblar de miedo y dolor. Pero los ojos de Cale volvieron hacia el hombre que permanecía en pie ante él, con el rostro contorsionado por el odio y los ojos tan llenos de una furiosa ira que sólo la muerte de otro podía satisfacer.

El propio corazón de Cale se llenó de aversión contra el hombre que había hecho aquella obra extraordinaria y trataba de hacerle sentir compasión por un fanático en el momento de su muerte. Sus pensamientos fueron interrumpidos por una tos procedente de la puerta, al otro extremo de la antecámara. Con aquella mezcla de aturdimiento e inquietud que sentía casi siempre antes de una lucha, Cale caminó hacia el redentor que acababa de toser y que le aguardaba.

De pronto se encontró en la estancia, ante el Pontífice de todos los redentores. Era una estancia tan espléndida que le dejaba a uno sin respiración, con sus vidrieras que iban del suelo al techo y sus extraordinarias estatuas de escenas religiosas, tan maravillosas y espantosas como la de la antecámara.

A cincuenta metros de distancia se hallaba el Pontífice sentado en su trono, con vestiduras de oro, el rostro de Dios en la tierra, poderoso, austero, lejano y sabio, con el pelo gris que le asomaba bajo el solideo dorado que llevaba siempre. Observando a Cale des de ambos lados del trono, había ochenta redentores vestidos con las diferentes túnicas de las festividades, redentores que estaban allí aquel día con el propósito de atemorizar al presuntuoso acólito de Bosco.

Desde detrás del trono empezó a cantar un coro, con un bajo profundo terrible, imponente y retumbante que parecía reverberar en las mismísimas entrañas de Cale, tal como esperaba Gant. Observando a todos desde sus quince años, Cale recorrió los cincuenta metros que le separaban de la cuerda azul que hacía de barrera antes de llegar al trono. Al concluir el recorrido (y se trataba de una estancia lo bastante grande para llamarlo recorrido), el redentor que tenía a su lado le tocó el brazo como para evitar que pasara al otro lado de la cuerda.

El gran coro alcanzó un clímax capaz de destrozar los nervios. Hubo un instante en que la nota final pareció llenar el aire de alguna sustancia celestial, una sustancia enorme, capaz de llevarse consigo cualquier recuerdo de uno mismo y de cualquier otra cosa para dejar sólo el sentido religioso. Durante una larga pausa, el fuerte Pontífice de cabeza de león, el señalado por Dios, miró al niño que tenía delante, exponiendo su alma a la sabiduría divina.

—¿En nombre de quién habéis venido a molestar al ungido del...?

—Vos no sois el ungido —repuso Cale con naturalidad.

Algunos se quedaron con la boca abierta, y la majestuosa cara del hombre que estaba sentado en el trono se encogió como el globo de un niño de Menfis al que se le sale el aire.

—¿Qué queréis decir con que...?

—Que vos no sois él.

—¿Quién es, entonces? —La voz del hombre sonó ahora muy alejada de la voz propia de la Santa Majestad: sonó quejumbrosa, ofendida, claramente enfadada por la facilidad con que había sido descubierto.

Cale fijó unos ojos insolentes en los ojos del contrahecho Pontífice, y sin mirar elevó la mano derecha para señalar a un anciano fraile que se encontraba de pie, a mitad de la fila de cuarenta redentores que flanqueaba el camino al trono. Un asombro que a Cale le resultó completamente satisfactorio se apoderó de los presentes. Lenta, solemnemente, Cale volvió el rostro en dirección al fraile al que estaba señalando con la mano. Inclinó la cabeza ante aquel anciano fraile. El redentor que estaba a su lado le hizo un gesto para que se adelantara hacia él, y Cale se acercó al verdadero Pontífice hasta casi tocarlo. El Santo Padre lo miró y sonrió distraídamente, ofreciendo la mano para que se la besara.

—¿Habéis venido de lejos?

17

C
ale no había visto nunca a Bosco riéndose. Pero cuando se presentó ante él después de la audiencia, su viejo maestro se mostró decididamente contento.

—¡Ja, ja! ¿Cómo adivinasteis que el del trono era ese pomposo tonto de Waller, disfrazado de Pontífice? ¡Me apuesto algo a que lo hacía muy bien!

—Por los zapatos —dijo Cale, un poco desconcertado por la extremada jovialidad y admiración que encontraba en Bosco.

Durante un instante Bosco pensó en lo que le decía, y de pronto comprendió: el rostro se le iluminó con una alegría aún más intensa.

¡Maravilloso! ¡Maravilloso!

—¿Qué queréis decir? —preguntó Henri el Impreciso desde el otro lado de la estancia.

No era fácil para Cale responder mencionando a Bosco, porque cuando hablaba con Henri no tenía costumbre de referirse al redentor que ahora tenía ante él de otro modo que como «ese cerdo de Bosco».

—Por alguna razón, recuerdo que hace años, cuando yo era muy pequeño... Recuerdo que el redentor aquí presente me habló de los zapatos del Papa, y me contó que se los hacían especialmente para él en seda roja, y que nadie más que el Vicario del Ahorcado Redentor estaba autorizado a llevar zapatos de seda de ese color. No sé por qué me acordé de eso, y vi de pronto aquellos zapatos rojos a mi derecha. Todos los demás llevaban zapatos de cuero negro. Es como si le hubieran colgado un cartel al cuello.

—Nada de eso... —dijo Bosco muy contento—. Jamás en mi vida he visto con tanta claridad la mano de Dios: Él os inspiró.

Tal corno ocurrieron las cosas, no queda claro si aquella peculiar payasada tuvo mucha o poca influencia a la hora de nombrar a Cale corno cabeza del Octavo Ejército. Ya había predicadores por las esquinas de las calles de Chartres que preconizaban a Cale corno encarnación de la ira de Dios, y sólo algunos de ellos eran obedientes subordinados de Bosco. Si ha habido algún momento en que la gente estuviera más preparada y dispuesta a recibir a un salvador que entonces, la Historia no lo recuerda.

Las noticias sobre la inexplicable dejadez de los lacónicos al no atacar ni rodear el Golán habían llegado ya a Chartres, pero el que estaba a punto de ser nombrado jefe del Octavo Ejército no pensaba en lentos mercenarios ni en asombrosos planes de ataque. Estaba, como un tierno cachorro, llorando por su amor perdido. Sus lágrimas, sin embargo, no eran, como requieren las convenciones de las leyendas populares, lágrimas de ausencia y arrepentimiento, aunque en el batiburrillo de sentimientos que albergaba hacia Arbell Cuello de Cisne, la ausencia y el arrepentimiento también estaban presentes. Pero las suyas eran más que nada lágrimas de cólera y humillación, especialmente de humillación; lágrimas centradas en un día en particular en el que no quería pensar, pero al que se veía siempre arrastrado en el amargo insomnio de la noche, igual que la lengua se va siempre hacia la muela picada.

Había sido la noche más feliz de su vida.

Ciertamente, no había mucha competencia para alcanzar aquel honor de ser la noche más feliz de su vida. Pero, a diferencia de lo que ocurre en las leyendas populares a las que ya se ha hecho alusión, la vida real no tiene ningún interés en ir preparando las cosas para que poco a poco lleguen a un clímax final que será, después de muchos dolores y sufrimientos, el punto álgido de la historia, que ya después concluye con pasos amplios y seguros. Porque ¿cuántos hombres y mujeres, cuántos niños incluso, han comprendido un día que el momento álgido de su vida quedaba muy atrás? Éste es un pensamiento triste, cuyo único consuelo es que uno nunca puede estar seguro: las cosas siempre pueden remontar, siempre podrá su ceder algo que arregle las cosas: un hermoso desconocido, el éxito de un hijo, el reconocimiento repentino, el encuentro casual, el feliz regreso: cualquiera de estas cosas es posible. El último y gran consuelo es que nunca se sabe.

Cale, sin embargo, no estaba aquella noche muy receptivo a los consuelos de la filosofía. Los recuerdos lo habían llevado al lecho de Arbell, un lugar que le parecía que había quedado varios siglos atrás. Ella estaba a su lado, adormecida, respirando con suavidad y emitiendo de vez en cuando un sonido de placer. Por algún motivo él no lograba dormir aquella noche, pues con la blandura de los tiempos lo había abandonado aquella facilidad para dormirse y despertarse en un santiamén que tenía antes. Varias velas ardían al otro lado del dormitorio, y a su tenue y cálida luz se levantó para servirse algo de beber. Al hacerlo, apoyando la espalda contra la pared, vio su rostro dormido. Cale odiaba los rostros de los hombres cuando dormían, el ruido que hacían, el olor, todo lo que los envolvía cuando dormían alrededor de él. Pero la luz de las velas no le hacía daño al rostro de ella: ni a la nariz ligeramente larga (otra más pequeña habría dejado su rostro tan banal como el de una muñeca), ni a los labios mucho más gruesos de lo que tendrían que ser (pero que en su rostro resultaban perfectos). ¿Cómo era posible que estuviera él allí? ¿Cómo podía haber ocurrido tal cosa? Una repentina ráfaga de felicidad le invadió el pecho, una comprensión de lo maravilloso, de todas las infinitas posibilidades de la vida. Despacio, con cuidado, se acercó a la cama y descubrió la sábana que la tapaba. Aquel esbelto cuerpo estaba tendido desnudo, delante de él, con la leve barriga, con aquel poquito de grasa de bebé, con aquellos pechos pequeños (¿cómo podía existir algo tan bello?), con aquellas piernas largas, con aquellos dedos de los pies, algo retacones. La miró de arriba abajo, admirado, y después, casi en contra de su voluntad, contempló el vello oscuro y escondido entre las piernas, en un rincón que le cortaba el aliento. ¿Cómo podría el paraíso ser mejor que aquel aturdimiento de piel suavemente plegada?

—¿Qué hacéis?

Arbell no se había movido. Tan sólo había abierto los ojos, despertando de repente. Si él hubiera estado contemplando su rostro, como hacía la mayor parte del tiempo, o hubiera tenido el cuerpo vuelto hacia ella, Arbell habría visto la ternura en sus ojos. Pero entonces volvió a taparse, y esa simple acción fue como una regañina, acompañada por una expresión de disgusto del hermoso rostro.

—Me siento expuesta —dijo ella, temblando de una manera que a él le resultó incomprensible. Cale comenzó a hablar, a explicarse.

—No. Marchaos, por favor.

Y eso hizo Cale. Con un poco de suerte, la humillación de aquella noche podría no haber tenido lugar: él podría haber conciliado el sueño con más facilidad, o ella podría haber seguido dormida, y todo habría ido bien y como tenía que ir.

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