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Authors: Paul Hoffman

Tags: #Fantástico, Aventuras

Las cuatro postrimerías (29 page)

BOOK: Las cuatro postrimerías
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—Qué bien se siente uno —comentó Cale sonriendo. Pero el problema era que Henri el Impreciso no conseguía reprimir sus sentimientos, pese a todos los esfuerzos que hacía por intentarlo. Se sentía bien, efectivamente, viendo a aquellos hombres cuyos hermanos en la fe le habían amedrentado y acosado toda la vida. En aquel momento, viéndolos disfrutar tanto, calentándose y comiendo bien, con la comida y el carbón que él les había proporcionado y por los que le estaban tan patéticamente agradecidos, empezaba a sentir una extraña conexión con ellos, como si una cuerda los atara a todos juntos. Y eso no le gustaba.

—¿Cómo es posible que sienta compasión por ellos? —le susurró a Cale mientras la cabaña grande pero mal hecha en que se cobijaban se iluminaba con los murmullos, el placer, y la intensa satisfacción que sólo pueden proporcionar unos pies calientes y un estómago lleno. Cale lo miró.

—Cuidado con las lágrimas, os podéis ahogar.

A la mañana siguiente, los dos estaban preparados para partir antes del alba. Cuando el cielo empezaba a clarear, ya estaban montados y empezaban a alejarse del campamento del Golán, que se desperezaba en aquellos momentos como un enorme perro, dando inicio al último día de preparativos.

Acostumbrados como estaban a ver entrar y salir a ambos, con toda la admiración que despertaba la reputación de las victorias de Cale en el Veld, los guardias accedían con un gesto de la cabeza a dejarlos pasar para descender las cumbres en dirección a la llanura del Machair. Sonaban las campanas convocando a los redentores a misa. Los perros paria ladraban al tiempo que ellos dos empren dían su camino. Durante media hora avanzaron rápido pero vigilantes por aquella llanura cómoda de cabalgar. Aquí y allá quedaban obstinados restos de nieve, que se iban haciendo más raros conforme se alejaban de las cumbres.

—De todos modos —comentó Henri el Impreciso cuando se detuvieron durante unos minutos para que descansaran los caballos—, no me preocupa lo duros que sean los lacónicos. Aunque ahora haga bastante calorcito, seis noches a la intemperie con ese frío les quitarán toda la chulería.

—Supongo —respondió Cale.

Cuando los caballos descansaron, volvieron a montar y fueron al paso, pensando que si se encontraban con la caballería lacónica haciendo labores de exploración, sería mucho mejor que los caballos estuvieran descansados. Lo que Cale pretendía era hacerse una idea del terreno, de cómo el deshielo había afectado al suelo, de si había cuellos de botella que defender o atacar. Un suelo embarrado, como era de esperar, sería una desventaja, y tal vez importante, para los lacónicos, que, aparte de sus otras habilidades, siempre buscaban el cuerpo a cuerpo con sus enemigos y empleaban su habilidad para luchar en grandes secciones de diez filas y dominar a sus oponentes merced a su fuerza, ferocidad y habilidades únicas para mover esas secciones como si, más que soldados, fueran bailarines de una compañía de danza.

—Les encanta bailar: eso dice en los documentos.

—Sí, lo hacen siempre que no están dándose por...

—Nunca sabe uno. Según los documentos celebran ese tipo de ceremonias, me refiero en público, en las que cumplen con todos los vicios de Gomorra, como una especie de fiesta.

—A otro perro con ese hueso...

—Yo no digo que sea verdad, sólo digo lo que pone en los papeles.

—Si eso es cierto, entonces mejor que no os atrapen.

—Mejor que no. De todas maneras, a vos no os pasará nada.

—¿Por qué lo decís?

—Porque sois demasiado feo.

—Eso no es lo que aseguran las chicas del Santuario.

—¿Ah, no? ¿Y qué es lo que aseguran ellas?

—Que soy muy hermoso, una absoluta preciosidad.

Riéndose, continuaron cabalgando en silencio durante casi diez minutos.

—¿Lo habéis visto?

—Sí. No parece que se esfuerce mucho en esconderse.

Durante varios minutos, un hombre a caballo los había ido siguiendo a una distancia de doscientos metros. Había salido de detrás de un promontorio pequeño, pero lo bastante alto para ocultarlo si ése hubiera sido su deseo.

Sonó un fuerte chasquido cuando Henri el Impreciso empezó a tensar la cuerda de la ballesta ligera. La ballesta colgaba de la silla de montar de tal modo que el jinete no podía ver que estaba preparando el arma.

—Será mejor que volvamos.

Cale asintió con la cabeza, y ambos empezaron a girar el caballo. El jinete se detuvo un instante, pero no tardó en volver a seguirlos.

—Si se os acerca más, volved a cargar la ballesta. Enviadle una saeta que le pase rozando.

—¿Y por qué no una que le pase a través?

—¿Para qué? Basta con espantarlo.

Henri el Impreciso levantó la ballesta, apuntó con ella e hizo un disparo de advertencia. El caballo dio una coz cuando pasó a su lado la saeta, aún más cerca de lo que había pretendido Henri el Impreciso. Pero, al fin y al cabo, él mismo estaba montado a caballo, y algo falto de práctica. Los dos muchachos se detuvieron y observaron.

—¡Vaya! —gritó el explorador lacónico—. ¿Os importaría si hablamos más civilizadamente?

Cale se detuvo y volvió su caballo, mientras Henri el Impreciso volvía a cargar la ballesta.

—¿Estás preparado? —le preguntó.

—¿Qué pretendéis? Éstos no son momentos para conversaciones civilizadas.

—No estoy de acuerdo. Tal vez no tengamos otra ocasión.

—¡Acercaos! —gritó Cale—. Y mantened las manos donde yo pueda verlas. Mi amigo no falló el disparo anterior, y tampoco fallará el siguiente.

—Mi palabra de honor —gritó el jinete, riéndose.

—¿Tienen palabra de honor los sodomitas? —preguntó Henri el Impreciso.

—¿Por qué me lo preguntáis?

—Acercaos. Despacio —gritó Cale—. Intentad lo que sea, y se os acabarán las ganas de reíros.

El jinete se adelantó tal como le pedían, hasta colocarse a unos diez metros de distancia.

—Es suficiente.

El jinete se detuvo.

—Es una bonita mañana —comentó—. Le hace a uno alegrarse de estar vivo.

—Por poco tiempo en vuestro caso —advirtió Henri el Impreciso—, si es que tenéis algún compañero por ahí pensando en unirse a la fiesta. Podría meteros una en el cuerpo y daríamos alcance a nuestra patrulla antes de que llegarais al suelo.

—No es necesario nada de eso, amigo mío —dijo el joven, que estaba bien afeitado y llevaba el pelo primorosamente trenzado.

—¿Qué queréis? —preguntó Cale.

—Pensé que podríamos charlar.

—¿ Sobre...?

—Sois redentores, ¿no?

—Tal vez. ¿A vos qué os importa?

—Perdonadme por decirlo con tanta franqueza, pero ¿no sois muy jóvenes para andar por ahí cuando se prepara semejante carnicería?

—Pensé que los lacónicos eran cortos de palabras —comentó Cale.

—Normalmente lo somos, es cierto. Pero el mundo sería muy triste si todos fuéramos iguales, ¿no os parece?

—¿Sois de la Kripteia?

El jinete pestañeó repetidamente e hizo la cabeza a un lado. Sonrió.

—Tal vez. Estáis bien informado, si me permitís decirlo.

Cale echó una rápida mirada hacia atrás y hacia los lados para ver por qué volvía él la cabeza, sabiendo que Henri el Impreciso no dejaba de apuntar con la ballesta al pecho de aquel hombre.

—Vuestro amigo... espero que tenga el pulso firme.

—La verdad es que no lo sé —respondió Cale—. Así que yo no me movería si fuera vos. Ya os lo he preguntado: ¿qué queréis?

—Simplemente pensé que podríamos charlar.

—¿Así lo llaman ahora? —preguntó Henri el Impreciso.

—No estoy seguro de entenderos —respondió el joven, aunque reconocía una burla en cuanto la oía.

—Si yo fuera vos, no lo distraería —comentó Cale—. Al menos no lo haría mientras tuviera esa cosa apuntándome al pecho.

El joven miró a Cale. Parecía que se estaba divirtiendo, nada nervioso.

—¿Vuestro nombre, muchacho?

—Vos primero.

—Robert Fanshawe. —Inclinó la cabeza, pero sin apartar los ojos de Henri el Impreciso—. Vuestro seguro servidor aquí y en el infierno.

—Dominic Savio —dijo Cale. La inclinación de su cabeza fue tan ligera que para notarla hubiera hecho falta tener la vista de un águila—. Y ya que mencionáis el infierno, ahí es adonde iréis a parar si hacéis cualquier cosa que no le guste a mi amigo aquí presente. Siempre me enfado con él por su facilidad para disparar.

—Es un honor conoceros, Dominic Savio.

—El honor es todo vuestro.

Pero entonces ocurrió algo raro. Los ojos de Fanshawe parpadearon. Inquieto por alguna razón, el caballo de Cale empezó a irse para un lado. Dio un paso más.

—¡Quieto! —le gritó al caballo, pero Cale no era un gran jinete, y el caballo siguió moviéndose. Los cascos del caballo parecían hundirse de modo imposible en la maraña de brezo, cálamo y hierbajos, y entonces el mismo suelo se elevó como si fuera un depredador que hubiera estado acechando a su presa. Relinchando de terror y perdiendo el equilibrio, el caballo se alzó sobre las patas de atrás y derribó a Cale, que cayó al suelo con un fuerte golpe. La caída fue tal que Cale se quedó allí tendido, boca arriba, gimiendo. Entonces las cosas sucedieron demasiado aprisa para verlas: un hombre surgió de entre los matorrales y agarró al desconcertado Cale, lo levantó para utilizarlo a modo de escudo, y le puso un cuchillo en la garganta.

—¡Tranquilo, tranquilo! —le gritó Fanshawe a Henri el Impreciso, quien, tan conmocionado por lo sucedido como por la velocidad con que había sucedido, no había llegado a disparar. Fue mejor así, pues si lo hubiera hecho, habría acabado con la vida de Fanshawe, pero también con la de Cale—. ¡Tranquilo, tranquilo! —repetía Fanshawe—. Podemos vivir todos para contarlo. Dejadme que os explique.

Temblando, Henri el Impreciso dijo:

—Adelante.

—Simplemente, dejé ahí escondido a mi amigo. —Echó un vistazo a la tela de dos metros por poco más de uno que aparecía cubierta de cálamos y hierbas, que estaban cosidos a la tela—. Eso fue cuando os vi acercaros a él. Pensé en seguiros para asegurarme de que pasabais de largo, pero os estabais acercando demasiado. Entonces me di cuenta de que no erais lo bastante mayores para ser soldados. Pensé en alejaros. Me volví a equivocar, ¿verdad?

Esbozó una sonrisa, esperando tranquilizar con ella a Henri el Impreciso. Según pensó Fanshawe, aquel muchacho daba muestras de una combinación peligrosa: era impulsivo, y sabía lo que hacía.

—Podemos salir de ésta todos con vida —repitió Fanshawe—. Bajad un poco la ballesta, y mi amigo soltará a Dominic.

—Vosotros primero —dijo Cale—. Ya os lo dije.

—¡Le rebanaré la garganta a este niño, y después a vos! —amenazó el hombre que agarraba a Cale.

—A ver si nos calmamos todos. Ahora le pediré a mi amigo que levante a Dominic, y podremos irnos todos de aquí. ¿De acuerdo?

Henri asintió con la cabeza.

—Contaré hasta tres: uno, dos, tres...

Entonces el hombre que sujetaba a Cale tiró de él hacia arriba hasta que ambos se encontraron de pie, pero no apartó un centímetro el cuchillo de su garganta.

—Muy bien —dijo Fanshawe—. Lo estamos haciendo a las mil maravillas.

—¿Y ahora qué? —preguntó Henri el Impreciso.

—Está complicado, lo admito. ¿Y si nos...?

En ese momento Cale levantó el pie derecho, lo pasó raspando la piel del hombre que lo agarraba al tiempo que le hundía un codo en las costillas. Lo agarró de la muñeca y se la retorció con todas sus fuerzas. El grito del hombre fue ahogado por el aire que le salía de los pulmones. Raudo como el rayo, Cale se desembarazó y se giró hacia un lado, volvió a hundir el codo en el antebrazo del hombre, y le desprendió el cuchillo de los dedos. Para sorpresa de Cale, el hombre todavía podía moverse: paró el golpe que le asestaba Cale con el cuchillo, y le lanzó a Cale un puñetazo que le dio en un lado de la cabeza. Lanzando un grito de dolor, Cale se echó un poco hacia atrás, para tener el espacio necesario para lanzar otro golpe. Fue directo al pecho, pero el hombre esquivó el golpe una vez, dos veces, y después lanzó una patada a la espinilla izquierda de Cale, levantándole un pie del suelo de tal manera que Cale cayó sobre la rodilla. El hombre lanzó otro golpe terrible, que de haberle acertado lo habría dejado sin un solo diente, pero Cale consiguió esquivarlo echándose hacia atrás. Los nudillos del amigo de Fanshawe le dieron en la parte de abajo de la barbilla y rebotaron en otro sentido. Se había vuelto a poner en pie, mientras su contrincante perdía el equilibrio a causa del puñetazo fallido, y se tambaleaba. Se pusieron frente a frente, de pie los dos, Cale con el cuchillo y con todas las de ganar. Se miraban el uno al otro, aguardando la ocasión de atacar.

—¡Alto! ¡Vamos a dejarlo aquí! ¡Díselo! —le gritó Fanshawe a Henri el Impreciso—. Podemos irnos todos de rositas. No es necesario que muera nadie.

—A mí me da igual —repuso el hombre mirando a Cale.

—¡A mí no! —gritó Fanshawe—. Haced lo que os estoy diciendo, y dejad de pelear. Hacedlo así o, voto a Dios, iré ahí a ayudarle.

Aún más adiestrado en la obediencia que en la muerte, el hombre retrocedió un paso y después otro, con toda la cautela que os podéis imaginar.

—Enhorabuena. A todos. Subíos detrás de mí, Mawson —dijo mirando a Henri el Impreciso—. ¿Puedo, mi niño?

—No soy vuestro niño.

Fanshawe cogió las riendas y acercó el caballo a Mawson, que seguía mirando a Cale como si tratara de decidir si se comería primero el corazón o el hígado.

—Detrás de mí, Mawson.

—Mi cuchillo —dijo Mawson. Fanshawe lanzó un suspiro y le dirigió a Cale una mirada que quería decir: «Ya veis lo tonto que se pone».

Cale se echó hacia atrás, levantó el cuchillo, y lo tiró con considerable fuerza a unos treinta y cinco metros en la dirección que quería que tomaran.

—Gracias —dijo Fanshawe. Sin esperar órdenes, Mawson, ya sin aquella expresión de experto asesino, cogió su manta de cálamo y saltó a la grupa del caballo de Fanshawe con la misma facilidad con la que hubiera sacado una silla para sentarse a cenar. De pronto parecía mucho más joven.

—Hasta la próxima, muchachos —dijo Fanshawe. Entonces volvió el caballo y, deteniéndose tan sólo para permitirle a Mawson recuperar el cuchillo, enseguida se encontraron a quinientos metros de distancia, y se perdieron tras el promontorio del que había surgido Fanshawe tan sólo diez minutos antes.

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