De los bolsillos (ahora Cale podía tener tantos bolsillos como quisiera) empezó a sacar comida: una empanadilla, media barra pequeña de pan partida en dos trozos para mayor comodidad, una gran tajada de queso, una manzana y una porción de tarta de panela. Los ojos de la doncella, que ya parecían ocuparle todo el rostro, se le agrandaron aún más.
—Espero que no sea demasiado fuerte.
—¿Fuerte...?
—Para vuestro estómago.
—No soy ninguna vagabunda que no haya probado nunca un pastel o vivido toda su vida de nabos suecos. Vengo de familia importante, sé leer, sé latín.
—Entonces, ¿es por eso? ¿Pecado de orgullo?
—¿Saber leer?
—Me refiero a menospreciar a los pobres. No es culpa de ellos si nunca probaron un pastel ni la tarta de panela. Yo tampoco sabía mucho de esas cosas hasta hace poco. Vuestras palabras me ofenden.
En ese momento sonrió, y ella se tomó bien el reproche.
—¿Puedo...? —preguntó mirando la comida con ojos codiciosos.
—Por favor... —La doncella empezó a comer, pero sus intenciones de no atiborrarse quedaron olvidadas ante la pura maravilla de la empanadilla.
—Por regla general, la comida ya es bastante asquerosa fuera de este lugar, pero en esta pocilga debe de ser aún peor.
—Mnugh bwaarh gnuff —pronunció ella mostrando que estaba de acuerdo, pero sin dejar de comer.
Él la miró alarmado cuando el queso, que tenía que pesar por lo menos medio kilo, emprendió el camino ya recorrido por la empanadilla. Con cierta dificultad, le arrancó de los dedos lo que quedaba del queso, y lo posó en la mesa:
—Os pondréis mala. Dadle al queso una posibilidad de asentarse.
La sujetó por los hombros y la empujó para hacerla sentarse en el catre, dándole un minuto o dos para recuperar la serenidad de una hija de buena familia. Era como si la misma alma de la comida, de la leche, del queso, la impaciencia de probar la miel que llevaba la empanadilla, le estuvieran infundiendo nueva vida. Cale aguardó casi un minuto durante el cual ella le parecía un moribundo que va recuperando la vida: le daba la impresión de que crecía, y de que los ojos ya no se le salían de las cuencas, aunque se le empezaron a llenar de lágrimas.
—No sois el ángel de la muerte: sois el ángel de la vida.
No supo qué contestar a eso, así que no dijo nada.
—¿En qué puedo ayudaros? —preguntó talmente como hubiera hecho la hija de una familia importante en el salón de su padre para impresionar a las visitas con sus buenos modales.
—Me he enterado de lo de los carteles que escribisteis y pegasteis en las puertas de la iglesia. Y que convencisteis a otros para que hicieran lo mismo. Quiero saber por qué.
Ella podía haber parecido una moribunda, pero no era ninguna tonta.
—¿Usarán lo que diga contra mí en el juicio?
—Ya habéis tenido todos los juicios que ibais a tener. —En cuanto lo dijo, se arrepintió de la brutalidad de sus palabras, pero ya era demasiado tarde—. Lo siento.
—No os preocupéis —dijo ella casi sin voz. Volvía a ser la cortés pero aterrorizada hija del alguacil—. ¿Sabéis cuándo me matarán?
Eso lo turbó. Se sintió culpable.
—No. No lo sé. No creo que sea pronto. Por lo que sé, creo que antes os llevarán a Chartres.
—Entonces, ¿volveré a ver el cielo?
Esto lo turbó aún más.
—Desde luego: pero está a doscientos kilómetros.
Hubo un largo silencio.
—¿Queréis saber por qué? —preguntó ella finalmente.
—Sí —respondió, aunque la verdad era que ya no tenía ganas de saber nada más sobre ella.
—Hace unos dos años entré en la sacristía cuando no estaba el sacerdote. Soy una metomentodo: eso es lo que dice todo el mundo.
Él asintió en la oscuridad, pese a que no sabía qué quería decir metomentodo.
—En el reservado de la sacristía, que se supone que tendría que haber estado cerrado, encontré una caja fuerte que también tendría que haber estado cerrada. Dentro se hallaban los cuatro libros de las buenas nuevas del Ahorcado Redentor. Eran las palabras del Ahorcado Redentor, tal como se las dijo a sus discípulos. ¿Habéis leído la Buena Nueva?
—No.
—¿Habéis hablado con alguien que la haya leído?
Se rio ante idea tan descabellada.
—Por supuesto que no. ¿Qué hacía un cura de parroquia con los cuatro libros del Redentor? Se supone que sólo los cardenales tienen derecho a leerlos, y eso sólo una vez, para no profanarlos con la comprensión humana. No son más que cincuenta en total los que pueden hacerlo, y esa cifra no incluye a ningún cura de la parroquia de Quintocoño del Valle. Sin intención de ofender.
Ella dio la impresión de estar, si no ofendida, al menos sobresaltada.
—Era una copia. Estoy segura de que era su propia letra. No era un verdadero amanuense, pero su caligrafía era primorosa.
—O sea que lo hizo de memoria. —Cale pensó en ello, pero no le parecía un gran prodigio.
¿No os interesa saber lo que decía? —preguntó ella, claramente desconcertada.
—No.
La doncella no pensaba desistir.
—Pues decía que había que amar al prójimo como a uno mismo, tratar a los demás como quisiéramos ser tratados, y que si alguien nos pega en el moflete izquierdo, debemos presentar el derecho.
—¿Se refería a los mofletes de la cara, o a los del culo?
—¡Os estoy diciendo la verdad!
—¿Cómo lo sabéis?
—Estaba escrito en el libro.
—Del puño y letra de algún redentor chiflado. Cada año queman a una docena de ésos en el patio, a doscientos metros de aquí: majaretas que han recibido la palabra de Dios, revelada en una visión. La única diferencia es que vuestro cura tuvo la sensatez de intentar al menos guardar bajo llave esas sandeces.
—Era la verdad. Lo sé.
—Eso es lo que dicen todos. ¿Qué más?
—«Paz y buena voluntad para todos los hombres» —añadió.
Cale se rio como si aquello fuera la cosa más divertida que había oído nunca.
—Ofrece la otra —dijo—, ¡a otro perro con ese hueso! «Obedece y sufre...». «Quédate y aguanta las patadas»: eso es más del estilo de los redentores.
La doncella lo miró con ojos tan abiertos, según le pareció a Cale, como cierta extraña criatura del zoo de Menfis que tenía el dedo índice la mitad de largo que el cuerpo entero.
—«Aquellos que hagan daño a un niño serán castigados. Más les valdría tener una piedra de molino atada al cuello y que los tiraran al mar».
Cosa extraña: esto a Cale no le pareció tan divertido, y se quedó callado durante un buen rato. La doncella estaba sentada en el borde del catre, con su aspecto débil y raquítico. Cale pensó en lo que iba a ocurrirle, y se sintió mal por haberse reído de las cosas que la habían llevado hasta allí, a aquel lugar espantoso.
—Haré lo que pueda para traeros algo de comida. —No se le ocurría otra manera de consolarla. Ella lo miró y eso le hizo sentirse muy mal, horriblemente viejo y malo, muy malo.
—¿Podéis ayudarme a salir?
—No. Me gustaría, pero no puedo.
Una vez fuera de la Casa del Propósito Especial, se dio cuenta de que el invierno había llegado por fin, y en el gran patio del Santuario lo cubría todo la nieve recién caída, honda, llana, crujiente. Las chovas graznaban en los árboles sin hojas mientras Cale aplastaba la nieve al pasar, y los perros de caza, con sus dientes como uñas, le ladraban en medio del frío como si se tratara de un ladrón o un fugitivo. Nada podía otorgar ningún encanto a los monumentales pero sosos edificios del Santuario, pero cubiertos de nieve e iluminados por la luna, que las nubes tapaban por momentos, tenían esa noche una belleza glacial para quien no tuviera que vivir en ellos.
Más tarde, le preguntó a Bosco si podía enviarle comida a la doncella.
—Eso no lo puedo permitir.
¿No...?
—No, no puedo. ¿No habéis oído nunca la frase: «Un león en la casa, un spaniel en el mundo»?
—No.
—Bueno, ahora ya la habéis oído.
—¿Qué es un spaniel?
—Un perro que tiene fama por su deseo de agradar. Yo puedo explicar vuestra presencia en su celda... una vez. En cuanto se supiera, y tardaría pocos días en saberse, que la he dejado comer más de lo estrictamente necesario para entregársela con vida al verdugo, se me consideraría al instante un hereje. Y lo sería. Sus pecados contra la fe del Redentor están fuera de toda medida.
—Le hice una promesa.
—Pues más tonto habéis sido.
—¿Sus pecados están fuera de toda medida porque leyó un ejemplar de los dichos del Ahorcado Redentor y habló sobre ellos?
—Sí.
—Supongo que vos quemasteis el libro que ella encontró.
—Era lo mejor.
¿Y...?
—¿Y qué...? —El tono en que retaba a Cale incluía algo que casi parecía alegría.
—Ese libro de dichos del Ahorcado Redentor, ¿qué era?
Bosco hizo una mueca reflexiva, y al mismo tiempo un poco socarrona.
—Era un libro de dichos del Ahorcado Redentor.
Silencio.
—Os estáis riendo de mí.
—Efectivamente. Pero aun así, seguía siendo una copia de los dichos del Ahorcado Redentor.
—Una buena copia.
—Bastante buena. Cometió algunos errores, pero aun así el copista era un hombre inteligente, con una excelente memoria.
¿Era...?
—Ahora os estáis haciendo vos el tonto.
—¿Por qué es tan terrible lo que hizo ella?
Bosco se rio.
—Como vos mismo dijisteis: la comprensión humana puede corromper fácilmente la palabra del Señor. Por cierto que es una gran frase. ¿Os importaría si la uso alguna vez en un sermón?
—¿Estabais escuchando?
—¿Pensabais que no?
Cale tardó un momento en responder:
—En realidad, no sé lo que significa. No es más que una frase que oí una vez a un amigo mío, en Menfis. Estaba bromeando.
Bosco se quedó un poco decepcionado. Se había sentido orgulloso de Cale al oírsela decir. Al fin y al cabo, la frase era completamente acertada. Tal vez el hecho de no poder cumplir la promesa que le había hecho a la doncella había hecho desaparecer por un instante su gran vanidad. ¿Y por qué no explicársela, al fin y al cabo?
—Incluso para aquellos redentores que no han comprendido que Dios ha decidido empezar de nuevo, lo que está claro es que en lo que se refiere a hombres y mujeres, no hay fin para sus riñas y barullos con respecto a todo. No hay declaraciones que Dios haya hecho directamente por su boca, no importa lo sencillas y fáciles de comprender que sean, que no nos inviten a rebanarnos la garganta unos a otros a propósito de su verdadero significado. Por lo que a mí respecta, hacer pública la palabra de Dios a la humanidad es como echar margaritas a los cerdos. De cualquier modo, lo que ha hecho la doncella de los ojos de mirlo es imperdonable.
Algo más tarde, esa misma noche, la nieve llevó al Santuario algo más que su acostumbrada belleza: llevó allí también al General Redentor Guy van Owen en busca de refugio. El general llevaba diez minutos esperando ante la gran cancela, y se hallaba de un humor de perros porque los guardias no lo dejaban entrar. Van Owen intentaba volver a su puesto en los Altos del Golán que protegían el frente oriental, y ése era un viaje que normalmente pasaba a treinta kilómetros de distancia del Santuario. Pero la nieve había hecho impracticable el camino, y como con las prisas por volver no se había preparado para un tiempo tan extremado, se vio obligado a elegir entre refugiarse en el Santuario o morir.
Van Owen odiaba a Bosco porque treinta años antes había creído verlo sonriendo desdeñosamente durante un sermón que había pronunciado él sobre la Santa Emulsión. Lo cierto es que en aquella ocasión Bosco no estaba más que aburrido y pensando en el chocolate caliente que seguiría al sermón de Van Owen, un placer muy propio de aquella festividad en particular, dado que el santo en cuestión había sido sumergido en azúcar hirviente.
Hicieron esperar a Van Owen durante diez minutos bajo el viento helado hasta que Bosco, levantado de la cama, apareció en una de las torres que guarnecían la gran cancela.
—¿Quién sois vos y qué deseáis?
—Sabéis perfectamente quién soy, voto al Diablo —le gritó en respuesta Van Owen.
—Yo no sé más que lo que le habéis dicho al Capellán Abanderado. Si pensáis que con eso basta para dejaros entrar a vos y a vuestros cien hombres en el Santuario y en medio de la noche... —No terminó la frase.
Van Owen soltó maldiciones y gritó a su farero que levantara la linterna para que pudiera vérsele el rostro al levantarse la capucha.
—¿Satisfecho?
—Decidle al farero que vaya pasando a lo largo de las filas. Quiero ver a los hombres que van con vos.
—¡Por todos los santos bujarrones! —exclamó, volviéndose hacia el farero—. Haced lo que os dice.
Le costó a Bosco otros diez minutos darse por satisfecho. Ciertamente, hubiera hecho lo mismo aunque Van Owen hubiera sido un amigo, pero en el caso de Van Owen, forzar aquella espera le proporcionaba un considerable placer. Finalmente se dio por satisfecho y desapareció de delante de Van Owen. Éste tuvo que aguardar, cada vez más furioso e inseguro, durante otros dos minutos hasta que se abrió la cancela lentamente y sólo en parte, de tal modo que los hombres y los caballos se vieron obligados a ir pasando despacio, de uno en uno.
Van Owen pasó el primero, con intención de decirle a Bosco cuatro cosas.