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Authors: Paul Hoffman

Tags: #Fantástico, Aventuras

Las cuatro postrimerías (27 page)

BOOK: Las cuatro postrimerías
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—¿Dónde está Bosco? —le gritó al Capellán Abanderado.

—El Señor Redentor ha ido a acostarse, padre. Os recibirá mañana por la mañana después de la misa. Os conduciré a vuestra habitación. Vuestros hombres tendrán que dormir en el salón principal, que quedará cerrado con llave.

Echando chispas, a Van Owen lo llevaron a través de la prístina capa de nieve, sin que lo observaran sus hombres, que sólo estaban interesados en acomodar a los caballos y en entrar en calor. Pero había alguien que sí lo observaba atentamente desde una ventana elevada. Cuando lo vio penetrar con todo su malhumor en el edificio principal, Cale encendió una vela de cera de abeja y se fue hacia la biblioteca, abrió la puerta con una llave que le había robado a Bosco, y buscó atentamente en las estanterías la carpeta sobre Van Owen, y después un documento mucho más delgado: «Tácticas del mercenario lacónico». Entonces se sentó ante la mesa de Bosco y sobre la acolchada silla de Bosco, y empezó a leer.

—Tengo que estar de vuelta en el Golán en dos días.

—¿A qué viene tanta prisa, padre?

—Decidle a vuestro acólito que se vaya, si sois tan amable.

—¿Mi acólito? —Aquello le hizo gracia a Bosco—. ¡Ah, éste no es «mi acólito»! ¡Éste es Thomas Cale!

Van Owen miró a Cale con una expresión que era mezcla de asombro y desprecio. Cale le devolvió la mirada más inexpresiva que os podáis imaginar.

—Como queráis.

—Pues eso quiero. Ahora, como el tiempo apremia tanto... Van Owen hizo una pausa, pero sólo para otorgar su importancia trascendental a las noticias que tenía que transmitir.

—Hay ocho mil mercenarios lacónicos a sueldo de los antagonistas, marchando a través del Machair hacia los Altos del Golán.

—Y vos vais a tomar el mando de la defensa. —Se trataba de una afirmación más que de una pregunta.

—No —repuso Van Owen, claramente encantado de poder contradecir a Bosco—. No es ésa mi intención. El Golán va a ser la base para una posterior defensa de los Altos. Yo estoy decidido a no permitir que esos seres inspiren el miedo y la alarma que están acostumbrados a inspirar. Un ejército redentor no tiene nada que temer de ningún soldado, y menos de esos espantosos sodomitas. Tengo ocho mil de mis hombres aguardando en el Golán, y mañana se les unirán diez mil hierofantes.

—¿No tenéis nada que temer, pero pretendéis sobrepasarlos por más de dos a uno?

Van Owen sonrió, sintiendo que había sorprendido a Bosco con su audacia.

—No sois el único, Bosco, que cree en las tácticas nuevas. Pero yo prefiero ser audaz sin correr riesgos innecesarios.

—Sí —dijo Bosco, como si admitiera algo—. Es una audacia.

Hubo un reconocimiento satisfecho pero mudo por parte de Van Owen. Cale habló por primera vez:

—Es una locura atacarlos en el Machair.

—¿Conocéis bien esos terrenos, pequeño?

—Sé que son bastante llanos. Y el terreno llano es terreno llano en cualquier parte. No podría ser un campo mejor para los lacónicos. Atacadles allí, y les haréis el mejor regalo de cumpleaños que hayan recibido en su vida. —Esta frase de los cumpleaños la había oído en Menfis y le había gustado cómo sonaba. Como comprendió nada más pronunciarla en voz alta en las habitaciones de Bosco, no sonaba igual de bien usada ante gente que no celebraba su cumpleaños. Recordaréis que un redentor tenía derecho a matar a un acólito que hiciera algo lo suficientemente inesperado. Quién sabe qué podría haber ocurrido si Van Owen se hubiera quedado menos pasmado de que se le hablara de tal modo, o simplemente si hubiera llevado un arma con él.

Bosco alargó el brazo a través de la mesa y le propinó a Cale un tremendo golpe en el rostro. Esta vez, le tocó a Cale el turno de no poder responder a causa de la sorpresa.

—Debéis perdonarle —le dijo Bosco a Van Owen con voz tranquila—. Por la gloria de nuestro Redentor, le he consentido demasiado debido a su talento, y se me ha vuelto algo insolente y engreído. Si nos disculpáis, os aseguro que vos recibiréis toda la ayuda posible y que yo le castigaré. Lo lamento profundamente.

Semejante humildad por parte de su enemigo era casi tan sorprendente como la rudeza de Cale, y Van Owen se encontró a sí mismo asintiendo estúpidamente, y saliendo al corredor en cuanto Bosco le mostró la puerta, que cerró tras él.

El General Redentor se volvió hacia Cale casi sin respiración. No era agradable verlo. El muchacho se había puesto blanco de la furia, algo que Bosco no había visto nunca antes, no ya en Cale, sino en nadie.

—Hay un cuchillo en el cajón, justo a la izquierda —dijo Bos co—. Pero antes de que me matéis, cosa que sé que podéis hacer, os pido que me escuchéis.

Cale no respondió ni cambió de expresión, pero tampoco se fue a buscar el cuchillo.

—Vos estabais a punto de decir algo que podría haber cambiado el mundo. Nunca —dijo en voz baja pero levemente temblorosa—, nunca debéis interrumpir a vuestro enemigo cuando está cometiendo un error.

Cale no se movió, pero poco a poco algo parecido al color, una especie de tono rojizo impropio de un ser humano, comenzó a regresar a su rostro.

—Voy a sentarme —dijo Bosco—. Aquí. Cuando termine, podréis decidir si me matáis o no.

Por primera vez desde que había vuelto de la puerta, apartó la mirada de Cale y se sentó en un banco de madera que había arrimado a la pared. Los ojos de Cale perdieron aquella mirada amarilla de perro salvaje y recobraron cierto aspecto humano.

Bosco resopló, y volvió a hablar.

Eso fue veinticuatro horas antes de que Cale apareciera en el convento para contarle a Henri el Impreciso lo que había sucedido.

—Faltó esto —dijo Cale, juntando casi del todo el pulgar con el índice— para que lo matara.

—¿Por qué no lo hicisteis?

—Por mi ángel de la guarda. Mi ángel de la guarda me detuvo.

Henri el Impreciso se rio:

—¿Os dijo cómo se llamaba? Porque me gustaría darle las gracias a ese ángel de la guarda vuestro. También a mí me salvó el cuello.

—No os alegréis demasiado, porque también hay malas noticias.

—¿Cuáles?

—Bosco llegó a un acuerdo con Van Owen para que se llevara con él a los purgatores, y a mí.

—¿Por qué?

—Como observadores. Le dijo a Van Owen que los purgatores y yo, pese a los éxitos cosechados en el Veld, teníamos mucho que aprender de un soldado como él. Lo convenció diciéndole eso, y con un pequeño soborno además.

—¿Un soborno...? —Henri el Impreciso se quedó con los ojos como platos al oír aquella palabra. Tal vez existe un nivel en el que el corazón humano alberga tanto odio que ya no puede aceptar más. Así pensaba Henri el Impreciso que le ocurría a él en relación con los redentores. Pero le desconcertaba la simple idea de que uno de ellos aceptara un soborno.

—Bosco le ofreció —dijo Cale— el pie incorrupto de san Bernabó—. Van Owen siente una especial devoción por san Bernabó. Ya habéis oído hablar de esa cosa que los gatos de Menfis se vuelven locos por conseguir. A él le pasó lo mismo.

Cale no fue capaz de contarle a Henri el Impreciso que también había tenido que disculparse ante Van Owen. Era necesario, pero fue algo muy duro de hacer. «Tendréis que hacer de tripas corazón —le había dicho Bosco—. No tardaréis en verle fracasar, y eso os resarcirá». «¿Estáis seguro de que fracasará?», le había preguntado Cale. A lo que Bosco había respondido: «No».

—¿Cuáles son las malas noticias? —preguntó Henri el Impreciso.

—Que vais a venir conmigo.

—¿Yo...? ¿Por qué...?

—Porque yo se lo he pedido.

—¿Por qué demonios hacéis eso?

—Porque necesito que me acompañéis.

—Eso no es cierto.

—Deberíais tener un concepto más alto de vos mismo.

—No hay nada de malo en el concepto que tengo de mí mismo.

—Necesito a alguien que escuche mis ideas. ¿A quién más podría contárselas?

—Yo no quiero ir.

—De eso estoy seguro. Apuesto a que preferiríais quedaros aquí echando polvos con un montón de chicas muy dispuestas a la labor y que piensan que el sol sale de vuestro trasero. Pero no es posible. Ha llegado el momento de ponerse en funcionamiento.

—¡Vale! —exclamó Henri el Impreciso—. ¡Vale, vale, vale! —Resopló como un caballo enfurecido, y lanzó una maldición—. ¿ Cuándo...?

—Parece que él quiere salir mañana.

—¿Y Bosco por qué me deja ir?

—Porque piensa que ninguno de los dos dejará a las chicas en la estacada.

¿Y no lo haremos?

—No lo sé. ¿Vos qué pensáis?

Henri el Impreciso no contestó directamente.

—Al menos eso explica por qué nos ha dejado gozar los pecados de la carne.

—Explica por qué os permitió a vos disfrutar de ellos. A mí me dejó entrar ahí porque no se puede corromper a la ira de Dios.

—¿Y es eso lo que sois?

¿A vos qué os parece?

—¿Insistís en preguntármelo a mí?

—Porque quiero saberlo. Ya os he dicho que valoro vuestra opinión. —Hubo un silencio—. Por cierto, ¿os parece que debería llevar ami acólito, Model, al convento antes de que nos vayamos?

—¿Por qué?

—Por bondad. ¿Quién sabe qué nos ocurrirá a nosotros? Tal vez nunca tenga la ocasión de ver a una mujer...

Henri el Impreciso lo miró, furioso de pronto.

—Ellas no son animales del zoo de Menfis. No os pertenecen, así que no podéis andarlas prestando a vuestros amigos.

—De acuerdo, no os sulfuréis. No recuerdo que pusierais pegas cuando os tocó el turno.

—Ellas no tocan por turnos.

—Como queráis. ¡Dios mío!, no fue más que una idea.

Henri el Impreciso no contestó.

Al día siguiente, cuando llevaban dos horas en el camino hacia los Altos del Golán, Henri el Impreciso tenía frío, se sentía fatal, y echaba mucho, mucho de menos a las adorables muchachas que dejaba atrás, a casi todas las cuales dejaba llorando, salvo a su favorita, Vincenza, que lo besó en ambas mejillas y después levemente en los labios. Él temblaba, y no a causa del frío, al recordar lo que ella le había dicho al oído entre un suave beso y otro. Vincenza, que era con diferencia la más inteligente de todas las chicas, lo convertía en suyo al decirle: «Regresad a mí y os mostraré algo que no habéis visto nunca».

Las echaba horriblemente en falta. ¿Quién podría reprochárselo? Si existía el cielo, no podría ser mejor que la vida en el convento. El único aspecto en que podía mejorarlo era en no encontrarse rodeado de infierno. Y éste era el gran problema: estaba deseando atravesar el infierno para volver con ellas, pero no podía. Sólo había una persona con la habilidad, con la capacidad de amenaza, la violencia y la ira necesarias para hacerlo.

Pasaron otros seis días antes de que llegaran al Golán. El Golán es un gran resalto en el terreno que tiene unos setenta kilómetros de largo, la misma distancia que va hasta el palacio oficial del Papa en la ciudad santa de Chartres, cuyo flanco protegía. El lado izquierdo del Golán da a los Macmurdos orientales, unas montañas que resultan intransitables para cualquier ejército antes de descender, trescientos kilómetros después, en un paso llamado el Paso de Buford, disputado por los lacónicos y los neutrales suizos. Ésta era la única debilidad en las defensas naturales de los redentores, en el este del Golán. Si los lacónicos acordaban sumarse a los antagonistas, aquel paso sería el lugar por el que atacarían. A la izquierda del Golán, Chartres y los vastos territorios de los redentores que había detrás eran protegidos por los Frentes, una línea de trincheras que en ocasiones podía consistir hasta en diez trincheras paralelas, y que se alargaban durante ochocientos kilómetros hasta la siguiente defensa natural: el mar Weddell. Desde tiempo inmemorial, los antagonistas estaban inmovilizados tras aquellas grandes defensas, tanto naturales como artificiales. Sólo la mina de plata descubierta en Argento podría persuadir a los lacónicos de colocar un ejército entero en el campo, porque su política era la de no poner al servicio de nadie más de trescientos soldados a la vez, para proteger del desastre su más grande recurso. También tuvieron que ser sobornados para afrontar la guerra contra los suizos a cuenta de la posesión del Paso de Buford, que por lo demás era un lugar de poca importancia estratégica para ninguno de los lados.

No hubo avances hacia el Golán para los lacónicos durante el verano. Normalmente el Golán era un lugar de inviernos suaves que hacían que mereciera la pena contemplar la posibilidad de emprender campañas en época tan desacostumbrada, siempre que el dinero no diera problemas, pero habían llegado unos fríos que hacían de aquél el peor invierno que nadie recordaba.

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