Al principio las siniestras predicciones de Brzca resultaron exactas, y sólo el hecho de que Gil hubiera preparado a las víctimas con tanta habilidad y el hecho de que los hubieran atado con tanto cuidado evitó el desastre cuando los inexpertos verdugos comprobaban que rebanar una garganta requería más precisión y exactitud de la que estaban acostumbrados a emplear en el campo de batalla. Brzca discurrió de pronto una sencilla solución: empleando un trozo de carboncillo, marcaba una línea a lo largo de la garganta de las víctimas justo antes de que se las llevaran, para que los verdugos, que cada vez estaban más nerviosos, tuvieran una indicación precisa a la que atenerse. Seguía tratándose de un asunto feo, incluso para gente muy acostumbrada a la fealdad. Pero, como dijo Brzca, tan petulante como triste, cuando todo hubo acabado: «Hasta el más espantoso martirio debe seguir su curso». ¿Y quién iba a saberlo mejor que él?
Hacia la noche la tarea llegó a su fin con su cosecha de brutalidades. Pese a todas las estupideces y los errores cometidos, la gran apuesta de Bosco se estaba decantando a su favor. Hasta aquel loco tranquilo se asombraba de que la trama hubiera funcionado. Faltaba por llegar el vuelco final. Con la ciudad asegurada, con muchos más éxitos que fracasos, con tan sólo unas pocas huidas y algunos errores de identificación lamentables, las noticias de la gran victoria de Cale se difundieron entre la temerosa y confusa población, que estaba asustada hasta el límite por los espantosos sucesos de aquel día. Las noticias de la victoria dieron alas a las afirmaciones de que los antagonistas, que habían estado disimulados e inmersos en la vida ciudadana, se habían rebelado y habían sido derrotados, con un terrible coste en hombres famosos y en Santos Padres de la Iglesia. Todo tenía sentido, y cualquier otra explicación habría pa recido mucho menos plausible. ¿Un golpe de estado? ¿Una revolución? ¿Allí en Chartres? Además, quedaban muy pocos que tuvieran deseos de contradecir la versión oficial. En menos de treinta y seis horas los redentores habían sido redimidos, y en la mente de Bosco el mundo había dado un giro para encaminarse hacia la más grande y definitiva de las purgas.
A últimas horas de la noche, el Papa Bento se había retirado a dormir estando tan al corriente de la real naturaleza de los sucesos de aquel día como las monjas de los conventos sin puertas de las afueras de la ciudad. Bosco pudo por fin hacer una pausa para comer en el propio palacio, acompañado por Gil. Ambos estaban agotados, rendidos hasta un punto que ninguno de los dos habría creído imaginable. Ninguno de los dos hablaba mucho.
—Habéis hecho un trabajo impresionante —dijo Bosco al fin—. Y de inspiración divina, además.
—Y aún podría hacer más —respondió Gil, aunque con voz muy floja, como si apenas tuviera fuerzas para hablar.
—¿A qué os referís...?
Gil le dirigió una mirada extraña. Era como si su mente albergara una enormidad que más valía dejar sin decir.
—No sé si puedo hablar con total libertad.
—A mí me podéis hablar siempre con total libertad. Y ahora más que nunca.
—Pero me gustaría decir algo de lo que no se puede hablar.
—Tiene que ser algo realmente nefando cuando os andáis con tantos rodeos.
—Está bien. He hecho cosas terribles a vuestro servicio. Hoy la sangre de hombres buenos me cubría hasta las rodillas. De aquí al final de mis días, ya no volveré a dormir igual.
—Nadie negaría que habéis arriesgado vuestra alma por mi causa.
—Sí, así es. Mi alma. Pero habiéndola arriesgado hasta las puertas del mismo infierno, no quisiera haber corrido riesgos tan espantosos y dejarlo estar por nada.
—Yo he corrido los mismos riesgos.
—¿Si...?
—¿Qué pretendéis decir?
—Si tenéis el valor, vos podéis convertiros en la voz de Dios en la tierra. Cualquier cosa que liberéis en la tierra la liberaréis en el cielo. Aun así, Su actual representante está durmiendo a tan sólo una docena de habitaciones de aquí, balbuceándole a la almohada y soñando con el arcoiris y leche caliente.
—¿Qué me queréis decir? Se trata del Pontífice...
—Ese ser de mente débil se encuentra ahora en la palma de vuestra mano. Dejadme que os lo acerque.
Quién sabe qué pensamientos martillearon la extraordinaria mente de Bosco, en la que se mezclaban la delicadeza y la brutalidad. Durante un rato, permaneció en silencio.
—Deberíais haberlo hecho —le dijo al fin a Gil—, en vez de decírmelo. Lamento que os pongáis a parlotear de algo a lo que, si lo hubierais hecho sin preguntar, yo habría dado después mi aprobación. Tengo que acostarme.
Abandonó la estancia cerrando la puerta tras él suavemente. Gil se sirvió una gran copa de jerez dulce.
—Y me recompensaríais sin duda —dijo en voz alta a nadie más que a sí mismo— con un cargo en el frente de la más reñida batalla, como a Urías el hitita. —Tomó un profundo sorbo del espantoso vino, y cantó con voz delicada:
Hasta un burro sabe
que sólo llama una vez
la ocasión suave.
Pero, como hasta un burro sabe, no hay final para el tumulto.
22
E
n los Altos del Golán, los redentores celebraban la victoria con más tristeza aún de lo acostumbrado. Había sido un trabajo duro, áspero, demoledor, y estaban agotados. Pese al cansancio, Cale no podía dormir, y llamó a un par de guardias para que le llevaran a su presencia a un prisionero que había visto introducir en el campamento: el jovial explorador que había hallado en la llanura tres semanas antes, aunque parecieran mil años. Mandó dejarle las manos atadas por delante y los pies sujetos a la silla, y les dijo a los guardias que salieran y se alejaran de allí: no quería que nadie escuchara lo que iban a hablar.
—¿Y si me soltáis las manos? —dijo Fanshawe—. No resulta muy cómodo hablar con las manos atadas.
—Me da igual que estéis cómodo o no. Quiero llegar a un acuerdo con vos.
—¿Cómo decís?
—A un acuerdo..., un trato.
—¿Sobre...?
—Tenemos quinientos prisioneros. Sus perspectivas son poco halagüeñas. Pero quiero dejaros a doscientos cincuenta para que salgáis de aquí e intentéis escapar hasta vuestra tierra.
—Eso suena a trampa.
—Ya me supongo. Pero no lo es.
—¿Por qué debería confiar en vos?
—En lo que podéis confiar, Fanshawe, es en que mañana a mediodía aquí habrá dos tipos de prisioneros lacónicos: los muertos, y los que estén a punto de morir.
Dejó a Fanshawe un rato para que pensara en ello.
—Algunos dirían que es mejor morir afrontando la muerte que hacer la cabra en un juego.
—No se trata de ningún juego.
—¿Cómo lo puedo saber?
—¿Tengo pinta de estar jugando?
—Desde luego que no.
—Yo tengo mis motivos para lo que os propongo, de los que no tenéis por qué saber nada. ¿Cuánto tiempo os costará llegar a la frontera?
—Cuatro días si no hay contratiempos.
—No tendréis contratiempos porque yo os iré siguiendo... a unos kilómetros de distancia.
—¿Por qué?
—¿Otra vez...?
—Tenéis que admitir que suena bastante sospechoso.
—Admito que suena bastante sospechoso.
Fanshawe se recostó en el respaldo y lanzó un suspiro.
—No.
—¿Qué...? —Por primera vez en su conversación, Cale sintió que era él el atacado.
—Esos doscientos cincuenta hombres no querrán dejar aquí a la mitad de los suyos.
—Dejadme persuadiros. Si no os vais, seréis ejecutado mañana. No puedo hacer nada para impedirlo. Ya deberíais estar muerto.
—¿Yo? —contestó Fanshawe, sonriendo—. A mí me podéis convencer con sólo mencionar la palabra ejecución, pero los demás lacónicos no lo verán del mismo modo. No entra dentro de su manera de ser, y si intento persuadirlos de que se traicionen unos a otros, ni siquiera llegaré a mañana. ¿No tenéis nada de beber?
Cale le llenó de agua una taza y se la acercó a los labios.
—Otra más sería una maravilla.
Cale hizo lo que le pedía.
—¿Cómo sé que puedo confiar en que os vayáis, y que no intentaréis luchar en cuanto os veáis libres?
—No nos han pagado para hacer guerra de guerrillas —dijo Fanshawe—. Si podemos irnos honorablemente, lo que quiere decir sin dejar en la estacada a la otra mitad, estaremos obligados a volver a casa lo más rápido posible. Somos propiedad del estado, y una propiedad muy cara. —Se quedó callado durante un rato—. ¿Cuántos de los míos han muerto hoy?
Cale meditó la posibilidad de mentir.
—Trece mil, más o menos.
Eso le impresionó incluso a Fanshawe. Se quedó pálido y tardó un rato en volver a hablar.
—Seré claro y honesto con vos.
Cale se rio.
—No, lo seré yo.
—No podremos reemplazar a tantos hombres ni en veinte años. Necesitamos que vuelvan a casa esos quinientos, hasta el último de ellos. No habrá ataques de venganza.
—Me importa un bledo lo que hagáis una vez cruzada la frontera, siempre y cuando nos permitáis a mí y a doscientos de mis hombres ir con vos. Ése es el trato. Está bien, soltaré a todos los prisioneros. Vos aseguraos de que cruzamos la frontera sanos y salvos.
—Si tuviera la mano libre la estrecharía con la vuestra.
—Pero no la tenéis.
—De acuerdo entonces —mintió Fanshawe.
—De acuerdo —mintió Cale en respuesta. Discutieron los detalles, y en cosa de una hora Fanshawe se volvía con los demás lacónicos.
Cale le explicó el acuerdo a Henri el Impreciso y le dejó que les dijera que podían irse a los purgatores que vigilaban a los lacónicos. Éstos estaban atados de pies y manos en un pequeño cercado levantado para no más de cincuenta prisioneros, dado que los prisioneros raramente constituían un problema para los redentores. Los purgatores fueron reemplazados por un surtido de cocineros, dependientes y otras personas muy poco apropiadas. Otro tanto se hizo con los soldados que guardaban los caballos que necesitarían los lacónicos para huir: Cale anunció que tendría lugar una fiesta muy lejos del cercado, y les ofreció todo el jerez dulce del que disponía.
La huida en sí fue muy discreta, salvo para los pobres cocineros y friegaplatos, de cuyo destino no daremos más tristes noticias. Henri el Impreciso se encontró con Fanshawe cuando atravesaba la empalizada del cercado con los quinientos lacónicos que Fanshawe había desatado con el cuchillo que le había dado Cale. Tan en silencio como una bandada de cisnes que emprende el vuelo, se dirigieron hacia los desventurados guardianes de los caballos, y en diez minutos se llevaban del campamento redentor las monturas robadas y emprendían camino hacia los Altos del Golán, atravesando el enclave de su reciente y desastrosa derrota.
Gracias al deliberado error de no aclarar quiénes tenían que hacer la siguiente guardia en el cercado de los prisioneros y en los caballos, se hizo de día antes de que se descubriera la huida. Al ser informado, Cale fingió amenazar con todo tipo de muertes y torturas a los responsables, antes de ordenar los instantáneos preparativos para que los purgatores, encabezados por él mismo, salieran en su persecución, jurando borrar él personalmente aquella mancha en su reputación. Si había incómodas preguntas que hacer, no las hizo nadie. Y de ese modo, a las nueve en punto, Cale, Henri el Impreciso y unos doscientos purgatores salieron en persecución de los huidos, cargados con lo que en otras circunstancias podría haberse considerado una cantidad de provisiones sospechosamente excesiva para una salida de aquel tipo.
Gil o Bosco habrían preguntado también para qué se llevaba Cale consigo a Hooke, un hombre que no podía resultar de ninguna utilidad en tales circunstancias. Justo antes de que Cale se fuera, llegó un mensaje de Bosco felicitándolo por la victoria, poniéndole resumidamente al corriente de los acontecimientos que habían tenido lugar en Chartres, y ordenándole que volviera de inmediato, siempre y cuando lo permitieran las circunstancias de la victoria. Le pasó la carta a Henri el Impreciso.
—Es curioso. Me pregunto qué sucede.
—Espero que no tengamos nunca ocasión de averiguarlo.
—¿Vais a responder?
—Mejor será.
Dando orden al mensajero para que no saliera hasta el día siguiente, Cale escribió una rápida respuesta mintiendo por el proce dimiento de emplear todas las verdades posibles, tal como tenía por costumbre: que un cierto número de lacónicos habían escapado, y que temía que pudieran reunirse con aquellos que habían huido de la batalla, lo que tal vez les colocaría en situación de emprender un contraataque; que teniendo esto en mente, había ordenado que cavaran trincheras para organizar una importante defensa; y que había decidido salir en persecución de los fugados para eliminarlos o al menos para asegurarse de que volvían a la frontera y no planeaban ataques sobre Chartres. Con un poco de suerte, pasarían varios días antes de que Bosco descubriera lo que realmente sucedía, y para entonces él, Hooke y Henri el Impreciso estarían ya bastante lejos.
Pero seguía habiendo dos problemas: el primero era el peligro de perseguir a un grupo de tropas que los doblaba en número, y que además tenían importantes razones para volverse y atacarlos si se percataban de ello; y el segundo, lo que les diría a los purgatores cuando comprendieran que, en vez de regresar como hijos pródigos al seno de los redentores, habían vuelto a convertirse en proscritos.
Cale le había pedido a Fanshawe que encendiera una pequeña fogata durante la segunda noche de la persecución para que pudiera comprobar su posición sin necesidad de acercarse demasiado durante el día, algo que le forzaría a contar embustes a los purgatores para explicar por qué no atacaban. Cale hizo adelantarse a Henri el Impreciso en busca de la fogata, y a su regreso le sorprendió descubrir que Fanshawe había cumplido con lo acordado.
—Creí que no lo haría.
—En parte ha cumplido y en parte no. La fogata no estaba en el campamento. Eran sólo dos lacónicos que la habían encendido por su cuenta.
—O sea, que podría encontrarse a muchos kilómetros de distancia.
—Podría, pero no es así. Yo llegué cuando cambiaban la guardia, y seguí a los vigilantes. Fanshawe y el resto de ellos están a unos seis o siete kilómetros de distancia.
—Asesinos bujarrones que mantienen su palabra. Qué tipos tan raros.
—¿Cuándo vais a hablar con los purgatores?