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Authors: Paul Hoffman

Tags: #Fantástico, Aventuras

Las cuatro postrimerías (37 page)

BOOK: Las cuatro postrimerías
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—Podemos poner cincuenta morteros de éstos en los salientes que hay a media altura en el Golán. Desde esa altura podemos alcanzar el valle a una distancia de casi dos kilómetros. Siempre y cuando pueda obligar a los lacónicos a venir por el paso izquierdo, podremos alcanzar como mínimo su flanco derecho, y probablemente más allá.

Hicieron preguntas, pero no muchas. Era difícil no quedarse impresionado. A cincuenta metros de distancia, los cerdos vivos les gruñían como mostrando que estaban de acuerdo.

—Tendremos que retroceder un poco —les dijo Cale a los dos hombres.

Pero esta vez Hooke, que parecía nervioso, no fue con ellos, sino que se acercó caminando hacia el redil de los cerdos, donde le esperaba uno de los purgatores de Cale con una tea encendida. Tras el muro de troncos, Cale, nervioso él también pero disimulándolo mejor que Hooke, le hizo seña de que comenzara. Hooke se alejó del redil junto con el purgator, pero este último se paró a unos treinta metros del redil mientras Hooke seguía hasta meterse en una gran trinchera. Se oyó un grito de Hooke, y entonces el purgator, elegido especialmente por su velocidad, dejó caer la tea en el suelo y echó a correr por el campo como alma que lleva el diablo, y desapareció metiéndose en la trinchera al lado de Hooke. Unos cinco segundos después, en el redil de los cerdos se abrieron de par en par las puertas del infierno, y un enorme foso de fuego se abrió en torno a ellos con un estallido digno del fin del mundo.

Hasta Cale, que sabía qué esperar, se asustó; y en cuanto a Bosco y Princeps, recibieron tal impresión que cayeron al suelo, impulsados no sólo por el miedo sino por la irresistible convulsión física que había provocado aquel estallido espantoso. En el fondo Cale disfrutó aquella caída casi tanto como la satisfactoria carnicería que vio que había tenido lugar en el redil. Les dejó cinco minutos para recobrarse, y después llevó a los consternados redentores hasta el redil, donde estaban ya Hooke y el purgator, junto a lo que quedaba de los cerdos que lo habían ocupado antes, en espera de su examen. La cosa, como esperaba Hooke, había sucedido rápidamente, pero el daño producido superaba con mucho cualquier cosa que los dos sacerdotes hubieran podido imaginar. El espeluznante pro ceso y efecto de las ejecuciones era algo que habían presenciado a menudo, pero aquellas muertes judiciales eran lentas y laboriosas, porque en realidad así se pretendía que fueran. Lo que veían ahora ante ellos, aquellos cuerpos algo más grandes que los cuerpos humanos, con órganos internos, patas y cabezas arrancados, era la marca de una fuerza que era terrible e inhumana. Aquella violencia era de otro mundo y les resultaba incomprensible. No se habrían quedado más sorprendidos si el demonio mismo hubiera llegado volando hasta allí para desgarrar a los cerdos con sus manos desnudas.

Sin embargo, Cale y Hooke se quedaron estupefactos cuando una hora después, y todavía pálido de espanto, Bosco se negó a permitir que Cale utilizara aquel invento abominable contra los mercenarios lacónicos.

—¿Os dais cuenta —dijo— de lo que haría la Curia si se enterara de esas explosiones? ¡Harían tal hoguera con cada uno de nosotros que podrían calentarse el culo en Menfis! ¿Tenéis idea de lo que habéis soltado hoy vos y ese necio?

—¡Lo que hemos soltado hoy, Señor Redentor —le gritó Cale, respondiendo con furia—, es el único medio seguro de derrotar a un ejército que ya anteriormente nos ha llevado por delante! Y si ahora lo vuelven a hacer, podrán seguir todo el camino hacia el trono del Ahorcado Redentor en Chartres sin que nadie les rechiste.

Esta declaración desmesurada pero cierta en lo sustancial los sobresaltó a ambos, que se quedaron mudos. Princeps y Hooke, con la identidad de Fancher, observaban sin dar crédito a sus oídos aquella discusión de verduleras entre el gran prelado y el niño que no era realmente un niño sino la indignación de Dios hecha carne. Controlándose, fue Cale el que rompió el silencio.

—Si me derrotan, no habrá segunda oportunidad. ¿Eso es lo que queríais de mí?

—Aún no ha llegado la ocasión de enfrentarse a la Curia.

¿Y es que habrá más ocasiones?

No era posible llevarle la contraria, y en cuanto Bosco comprendió que todo aquello por lo que había trabajado durante trein ta años había llegado a su momento decisivo, apenas dijo nada más. Si no era entonces, no sería nunca.

—Tendremos que irnos ahora si vamos a tener que preparar las cosas en Chartres. Si lográis la victoria, enviad noticias con toda celeridad. Si no, serán los lacónicos los que lleven la noticia por vos.

Y así fue la cosa. Bosco dejó la tienda sin decir nada más, pero volvió casi de inmediato con una carta en la mano.

—Hace ya varios días que quería entregaros esto. Es sobre vuestro reemplazo en el Veld. Pensé que os interesaría.

Cale hizo alarde de metérsela en uno de sus bolsillos, que resultaban ostentosamente numerosos. Ostentosamente, porque los acólitos tenían prohibido tener bolsillos, que para las creencias de los redentores representaban todo lo que había de secreto y oculto en el alma humana. «Bolsillo» era un apodo que se utilizaba para el mismísimo demonio.

Veinte minutos después, Bosco y Princeps marchaban de camino a Chartres. Cale estaba terminando de contarle a Henri lo que había sucedido mientras él, desde fuera de la tienda, trataba de enterarse de lo que se decía dentro. Se quedaron en silencio, allí sentados, durante un rato.

—Ésta podría ser una oportunidad para escapar, si queréis intentarlo —dijo Cale.

—Creía que habíais dicho que era demasiado arriesgado.

—Tal vez no. Y ahora Bosco tendrá que confiar en mí tanto si quiere como si no. Nadie os perseguirá. También es arriesgado quedarse. Más o menos igual.

—No puedo irme.

Era evidente que Henri tenía algo más en mente.

—¿Por qué?

—No puedo dejar a las muchachas.

Cale lanzó un gruñido de incredulidad.

—No podéis hacer absolutamente nada por ellas.

¿O sea que debería irme?

—Si no hay nada que podáis hacer, ¿por qué no?

—¿Y si vencéis? ¿Qué haréis con respecto a ellas?

—Lo que pueda, que seguramente no será mucho. O nada. Ni siquiera sé qué hacer conmigo mismo, ni con vos.

—Pero sabéis cómo derrotar al mayor ejército que jamás haya luchado en una batalla.

—Tal vez.

—¿Cómo puede ser eso?

—Porque derrotar a los lacónicos es posible, pero entrar y salir del Santuario volando a lomos de un ángel no lo es.

—Queréis luchar contra ellos, ¿verdad?

—Prefiero probar suerte haciendo lo que se me da bien, que escapando, que está claro que no es mi fuerte.

—No es sólo eso. Deseáis luchar contra ellos. Os gusta.

—Decidme qué otra elección tengo.

—Iros.

—Ya os lo he dicho. No. Una posibilidad peor no es una posibilidad.

—Pero sí lo es para mí, ¿no?

—Yo no he dicho eso. ¿Por qué buscáis pelea?

—Mirad quién habla. Buscar pelea es precisamente lo que hacéis vos. Es lo que sois. Buscarías pelea con un perezoso de un ojo.

—Eso no tiene ningún sentido. ¿Qué demonios es un perezoso?

—Los tienen en el zoo de Menfis.

—¿Tienen buen carácter?

—Buenísimo.

—Si subís con Hooke al Golán, estaréis allí más seguro que en ningún otro sitio.

—Lo haré.

—Entonces, ¿no me vais a insistir en que queréis permanecer conmigo en el meollo de la batalla?

—No.

—Al fin dais muestras de algo de sentido común.

—¿Vais a estar vos en el meollo de la batalla?

—No si puedo evitarlo.

—Eso pensasteis en los Ocho Mártires.

—Trataré de aprender de mis errores.

—Esta vez será mejor que no cometáis ninguno.

—No.

—No podernos abandonarlas.

—Claro que podemos. Bosco no las matará sólo porque sí.

—No siempre teníais tan buena opinión de él.

—Es cierto. Pero ahora lo conozco mejor. Lo que cree que yo puedo hacer le importa más que su propia vida. Desde luego, le importa mucho más que las chicas del Santuario.

—¿Y qué es lo que pensáis vos que podéis hacer?

—¿Qué queréis preguntar con eso?

—No estoy seguro. Tal vez quiera sugerir que os está empezando a gustar la idea de ser un Dios.

—Sois vos el que se piensa que puedo llevarme a las chicas volando por los aires, no yo. Lo único que yo trato de hacer es conservar el pellejo. Y, por alguna razón que se me escapa, hago lo mismo por vos.

—Decidme que no ansiáis que llegue el día de mañana.

—No ansío que llegue el día de mañana.

—No os creo.

—Me importa un bledo que me creáis o no.

Se hizo un silencio, mientras ambos trataban de encontrar algo más desagradable que decir. Curiosamente, fue Cale quien renunció a hacerlo.

—No matará a las muchachas aunque huyamos —dijo.

—¿Por qué no?

—Porque si las guarda podrían serle útiles.

—Eso no lo sabéis.

—No, pero es lo que pienso.

—Es lo que pensáis que yo quiero oír.

—Eso además. Pero de todos modos es cierto. Todo lo que Bosco hace es por un motivo. Yo antes pensaba que me pegaba porque era un cerdo. Pero la cosa es mucho más complicada.

—¿Os gusta Bosco?

—Lo admiro.

—Os gusta.

—Está tan loco como una cabra, pero todo lo medita. Eso es lo que admiro. Y lo que me gusta, sí. Ése es un rasgo que me salvará, que nos salvará... si logro adivinar qué es lo que pretende.

—Si termináis de comprender a Bosco, será mejor que os andéis con cuidado.

—Bla, bla, bla... ¿Estáis hablando, o no es más que el sonido del aire que expedéis por vuestra zona posterior?

—Esa palabra no existe.

—Demostradlo.

20

—¿E
n qué puedo ayudaros, IdrisPukke? O, por decirlo de otro modo, ¿qué tenéis vos que ofrecer que pueda interesarme?

El que hablaba era el
señor
[10]
Bose Ikard, que estaba sentado enfrente de IdrisPukke, al otro lado de una mesa que era tan grande como el colchón de un rey. Tenía una expresión de certeza cínica, de autosuficiencia, una mirada que decía «lo sé todo sobre vos, no os quepa la menor duda». Era famoso en todo el mundo como abogado, como filósofo natural (había inventado un método para conservar el pollo en nieve) y, ante todo, un consejero de grandes hombres, especialmente del rey Zog de Suiza, hombre famoso tanto por sus saberes como por su estupidez y hábitos personales desagradables. En el mundo en general no había muchas dudas de que Suiza habría perdido su conocida habilidad para permanecer al margen de cualquier tipo de guerra, habilidad demostrada durante los últimos quinientos años, de no haber sido por Bose Ikard; pero sí que las había respecto a que incluso un hombre tan inteligente y carente de principios como él siguiera siendo capaz de mantener a Suiza neutral en la ampliamente pronosticada tormenta que estaba a punto de llegar. Esto explicaba aquella hostilidad ante la presencia de IdrisPukke, un hombre que había llevado las nubes de esa tormenta al corazón del Leeds Español y de Suiza.

Habían pasado diez años desde la última vez que habían hablado IdrisPukke y el señor Bose Ikard. Y ni siquiera entonces lo que había tenido lugar era una conversación propiamente dicha, a menos que se entienda como tal el hecho de que el segundo dictara pena de muerte contra el primero, y le preguntara si tenía algo que decir antes de que él lo hiciera. En aquella ocasión, Ikard sabía muy bien que IdrisPukke no era culpable de la acusación de asesinato, por el sencillo hecho de que había sido precisamente él quien había ordenado el asesinato por el que se juzgaba a IdrisPukke. No había sentimientos especialmente enconados entre ellos, pues el veredicto en sí era tan sólo un medio de presionar a los gauleiters que habían empleado a IdrisPukke. Por aquel entonces, los gauleiters tenían a IdrisPukke en la estima suficiente para entregarle a cambio a uno de los contrincantes políticos de Bose Ikard (al que habían dado refugio, según pensaba Ikard, debido a que ellos simpatizaban con su causa, que era una causa complicada y apasionada, de la que pocos podían dar algún tipo de explicación coherente). El hecho es que los gauleiters eran efectivamente simpatizantes de la causa del exiliado, pero no lo suficiente para no canjearlo por IdrisPukke. En su forzado retorno, el exiliado fue ejecutado sumarísimamente.

Aquellos días Ikard se encontraba en un estado de irritación política más o menos permanente. En la vida cotidiana Bose Ikard era un tipo bastante agradable, y era capaz de seguir siendo agradable incluso mientras sus esbirros arrojaban los restos de quien fuera a un aislado pozo junto con media bolsa de cal rápida. Era, tal como lo había descrito Vipond: «... casi el tipo estándar de político maquiavélico, sólo que mucho más astuto. Su punto flaco consiste en creer que todo el mundo que no esté dispuesto a admitir que ve el mundo exactamente igual que él, es un hipócrita».

Era precisamente la presencia de Vipond en el Leeds Español, la mayor de todas las ciudades de frontera de Suiza, lo que preocupaba a Ikard. Ciertamente, el problema no era Vipond como tal, sino los maltrechos, pero sustanciales, desechos de los Materazzi que habían huido allí. En opinión de Ikard, éstos habían perdido su imperio de un modo vergonzosamente fácil tan sólo para ir a refugiarse a su país decididamente neutral y convertirse de este modo en un problema de mil pares de narices que amenazaba con ir a peor. Bose Ikard había intentado aplicar los principios de su política con respecto a aliados que habían dejado de ser útiles: ofrecerles toda la ayuda del mundo, y darles muy poca. Pero el rey Zog de Suiza era un esnob sentimental, y había insistido en dar refugio y asistencia financiera a la realeza amiga que se hallaba en peligro. Ikard veía aquella actitud como un gasto ruinoso, por un lado; y como un campo abonado para Dios sabía qué imprevisibles problemas, por otro. Precisamente para tratar de averiguar cuáles podían ser esos problemas, se había avenido a hablar con IdrisPukke, después de haber dejado muy patente su rechazo a recibir a su hermanastro, con la idea de hacer «que ese puto bastardo se sienta lo peor recibido posible».

—Así pues —le preguntó a IdrisPukke—, ¿en qué podéis servirme?

—Como siempre, señor, da gusto comprobar vuestra franqueza.

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