—Vamos —dijo en voz muy baja.
Entonces fue lanzada otra sarta de flechas, con una media docena de impactos. Pero en aquellos instantes se acercaban más folcolares que, agachados, ascendieron a un montículo dentro de la colina, y quedó claro que sólo al ascender el montículo los atacantes tenían que sufrir las flechas que llegaban de las trincheras. Al tornar las decisiones sobre la defensa de la colina, la pendiente por la que se ascendía a la cima le había parecido que estaba desprovista de todo refugio, y por eso la ascensión parecía casi imposible. Pero en aquel momento quedaba claro que algo se había escapado a su examen. En cuanto hubieron ascendido los dos tercios de la ladera, los atacantes folcolares fueron capaces de meterse en una ligera hondonada que los protegía de las flechas y les permitía reunirse lo bastante cerca de la cima como para emprender un ataque. ¡No era posible que se le hubiera pasado por alto algo tan evidente!
Eran incontables las veces que le habían metido en la cabeza a Cale lo de las santas revelaciones, aquellas visiones en medio de un camino o en la cima de una montaña que hacían que se le cayeran a uno las telarañas de los ojos. Y si bien no había nada divino en lo que sorprendía a Cale en la cima de aquella elevación que dominaba el Vado del Zopenco, no dejaba de ser una revelación de la realidad. Y no podía permitirse fracasar.
Su deseo más vehemente, hasta donde le alcanzaban los recuerdos, era que lo dejaran solo. Pero en aquellos momentos, viendo a los folcolares ascender hacia la cima de la colina, podía observar el fracaso de su gran esperanza. Si ellos tomaban la colina, podrían tomar el Vado. Matarían a los purgatores, y con ellos se perderían las posibilidades de Cale de permitir que Bosco se mantuviera a salvo. Al precio de no volver a recobrar la tranquilidad nunca. Por supuesto, podía huir en aquel mismo instante, pero no había más que redentores por detrás y antagonistas por delante. Se hallaba a ochocientos kilómetros de distancia de... ¿de qué? De nada que se pareciera a la seguridad. Encontrarse solo en aquel mundo era encontrarse aislado y vulnerable. Toda paz y toda calma tenían que ver con el placer de otros. No había grieta ni rincón, por pequeños que fueran, donde pudiera esconderse del resto del mundo y ser feliz consigo mismo. El techo había que ganarlo, la comida que comprarla. Tenía que luchar y seguir luchando, y si dejaba de luchar se ahogaría. Tenía que despertar. Avanzar o morir. Avanzar o morir.
En Menfis había hecho enemigos con la misma facilidad con que respiraba porque era idiota y cometía errores. Las únicas personas a las que conocía y comprendía eran los redentores. Allí tenía alguna oportunidad, porque era uno de ellos y tenía un lugar entre ellos. En cualquier otro sitio no era más que un niño muy dado a la furia. Se sentía tan ligado a los purgatores que estaban a punto de ser aniquilados en el Vado como si amara y creyera en cada uno de ellos. Ni había elección ni la había habido nunca. Estas ideas, comprendidas en menos tiempo del que lleva expresarlas, lo inundaron como una enorme ola, como si hubiera estado de pie ante un gran dique que de pronto se colapsara. Y aunque su corazón y su alma clamaran contra lo que estaba haciendo, Cale siguió en pie y corriendo pendiente abajo hacia los veinte purgatores que aguardaban con los caballos, ignorantes del desastre que se cernía justo más allá del alcance de la vista.
Con la urgente necesidad de atacar, pero necesitando explicar su plan, Cale empezó a dibujar en la tierra el Vado del Zopenco y a dar instrucciones mientras lo hacía.
—¿Entendido?
Asintieron con la cabeza.
—Entonces —dijo—, repetídmelo.
Los purgatores se mostraron dubitativos, pero ofrecieron un buen resumen de lo que Cale les había explicado. Cale volvió a repetirlo y les hizo montar.
—Si lo conseguís, el padre Bosco os considerará tan buenos como si fuerais santos. —Si bien él añoraba el ostracismo para sí mismo, la temible visión de la ladera le había hecho darse cuenta de que para aquellos hombres pertenecer al grupo era más importante que la vida misma. Había pensado que les ofrecía una escapatoria de la espantosa muerte, pero en realidad les había ofrecido más aún. Si hubiera sido un ángel enviado para perdonarlos y liberarlos en el mundo, se habrían encontrado perdidos, convertidos en vagabundos sin lugar ni propósito. Su libertad habría sido la libertad de un fantasma.
Mientras cabalgaban en orden hacia la cima, observados por el regocijado Hooke, Cale sentía la fuerza de la hermandad y la lealtad fortaleciéndose en ellos incluso en las fauces de su propia muerte. Entonces ascendieron la elevación y poco a poco aumentaron la velocidad formando fila con Cale, acercándose cada vez más rápido a la colina mientras los folcolares preparaban el asalto final a la cumbre, con la cabeza puesta en la lucha que les aguardaba y sin dedicar un instante a pensar en la retaguardia, hasta que los purgatores se encontraron a sólo cincuenta metros de sus espaldas, y avanzando hacia ellos a toda carrera. Una vez descubiertos, los purgatores empezaron a gritar por el santo no sé cuál y por el mártir qué sé yo, hasta que empezó la carnicería.
Los caballos de los purgatores llegaron a la carga hasta la hondonada y se detuvieron (los jinetes habían recibido entrenamiento como infantería montada, no como caballería, y no sabían luchar encima de un caballo) para desmontar a toda prisa y cargar contra los folcolares desde un lateral. Como árboles golpeados por un maremoto, las primeras filas de folcolares cayeron bajo el empuje de los furiosos redentores, cuya rabia contenida durante meses de aterrorizada prisión estallaba de pronto contra ellos. Por delante de Cale iban doce purgatores, temerarios e imbuidos de odio, sanguinarios entusiastas de la muerte. Al principio Cale se encontró siguiendo a aquellos hombres que iban al frente, como si marchara protegido por un muro en movimiento. Pero, en pleno frenesí, los purgatores empezaron a perder la formación mientras los folcolares, al principio sorprendidos, comenzaban a asimilar la sorpresa y retroceder. A la derecha, los folcolares se alzaron contra la fila ya irregular de los redentores y quebraron el muro que formaban. Una brecha se abrió al contraataque, y entonces Cale volvió a ejercer sus dotes para la brutalidad.
Primero llegó Ben van Brida, un muchacho de dieciocho años de tupida barba, lanzando potentes gruñidos mientras se balanceaba dos veces ante el chico que tenía delante. Así lo estuvo haciendo hasta que Cale le atravesó la garganta, justo por debajo de la barbilla, con el cuchillo, cuya punta volvió a salir por la nuca. Pero Cale había clavado el cuchillo con demasiada fuerza: al penetrar en la médula espinal, la hoja del cuchillo se había quedado atascada en el hueso, y la caída de Van Brida se lo arrancó de la mano. Cale se agachó ante el primer golpe del siguiente atacante, y de otro más: ninguno de los dos parecía dispuesto a aguardar su turno, así que embistieron contra él a la vez. Cale no retrocedió, sino que se acercó a ellos, agarró al hombre de la izquierda por la cintura, y haciéndole perder el equilibrio lo giró contra el segundo atacante, utilizándolo como escudo contra un nuevo golpe. Pisó con toda su fuerza en el empeine de su enemigo, de nombre Frans Arnoldi de Nakuru, que lanzó un grito de dolor ante su pie roto. Cuando cayó al suelo, Cale le echó encima al otro hombre, que se tambaleó hacia atrás sólo para verse apuñalado por un purgator que llegaba. La puñalada le alcanzó el hígado y le produjo la muerte instantánea. Tuvo mucha suerte: son pocos los que mueren tan rápido en una batalla. No había tiempo para dar las gracias mientras Cale terminaba con Arnold, el del pie roto: éste extendió ambos brazos gritando «¡No!». De poco le sirvió: el golpe de Cale le cortó la columna vertebral, que va del cuello a la rabadilla. Entonces el siguiente hombre se lanzó contra Cale, tan sólo para recibir una muerte inevitable. Juanie de Beer, que había luchado encarnizadamente en el Camino de la Corrida y se había ganado el sobrenombre de Amargo Final, recibió un golpe de Cale justo por encima de los genitales. Se tragó todo su valor, retorciéndose en la arena en plena agonía. Entonces Cale ordenó a los purgatores que estaban detrás que cerraran la brecha que se había abierto ante él.
Los folcolares dejaron de atacar por unos instantes. Asustados por la brutal agresividad del muchacho que tenían ante ellos, se habían quedado con la boca abierta, como campesinos al ver pasar a un gran cardenal. Parecía que no necesitaba a nadie, de tan espantosa y tan natural corno era la ira que descargaba contra todo aquel que se enfrentaba a él. Reaccionando a sus gritos, los purgatores se apresuraron a rodearlo mientras volvía a empezar la avalancha de atacantes. Cale retrocedió, con recelo, consciente de nuevo del peligro en que se veía a causa de las lanzas cortas que de una en una o de dos en dos trazaban una curva en el aire hasta clavarse en el cuerpo de los monjes que estaban tras él. No existe ningún sonido corno ése, ni siquiera lo había entre todos aquellos gritos y chillidos; ninguna flecha ni saeta se parece al latigazo corno ese ruido sordo de la jabalina que va a detenerse de pronto en la carne y la sangre.
Avanzó unos pasos para evitar las lanzas, utilizando a los purgatores como muro protector. Pero la hondonada en la cuesta que había protegido a los folcolares no estaba lo suficientemente resguardada de los arqueros de la cima de la colina. Tenían que mantenerse en pie para repeler el ataque lateral, pero eso los dejaba expuestos a las flechas. Cercados y apretujados por el muro que formaban los hombres de Cale, la hondonada a treinta metros de la cima, que hacía poco parecía prometerles la victoria, les convertía ahora en una presa fácil.
Fue el Predikant Viljoen, sermonero en Enkeldoorn, quien comprendió que su única posibilidad residía en romper y atravesar el muro de redentores y mezclarse con ellos en la lucha de tal modo que los arqueros de la colina tuvieran que dejar de disparar flechas.
El infierno era la gran pasión de Viljoen: sus sermones solían erizar los pelos de la espalda a toda su congregación y ponerlos como las púas de un puercoespín atemorizado. En aquel momento, él mismo repartía infierno a paladas. El Predikant, cuyo tamaño era el de hombre y medio de los demás folcolares, y tenía la cara como un plato de los grandes, y orlada con una buena barba, llevaba consigo, como todos los folcolares, un tipo de pala pequeña que se usaba en el Veld para todo, desde cavar agujeros a sacrificar animales. Era una pala ligera, con el mango de bambú y terminada en un cuadrado de acero afilado por los tres lados. Afilados con piedra basáltica, los bordes de la pala que blandía de un lado a otro rebanaban hombros, caderas y rodillas.
Fue con la pala como el Predikant rompió el muro de los purgatores, gritando a su rebaño que lo siguiera, blandiéndola de lado a lado con habilidad y santa locura. A uno de los redentores le rebanó la parte de arriba de la cabeza como hubiera hecho una dama de Menfis con el huevo pasado por agua de su desayuno. Fue una muerte piadosa e instantánea que consternó a los redentores de uno y otro lado, que vieron desaparecer su valor en el mismo instante en que caía al suelo su compañero. A continuación el Predikant le hundió la pala a otro en pleno rostro con un golpe directo y frontal, partiéndole dientes y mandíbula y seccionándole la lengua. Con el siguiente golpe cortó un brazo, y con el otro un pie. Ahora la brecha que necesitaba ya estaba abierta, pero él seguía repartiendo mandobles a diestro y siniestro, no como un buey o un oso, sino corno un pastor al que el Señor hubiera dado orden de hacer sitio en el séptimo círculo del infierno. Cale había retrocedido hacia la izquierda: se daba cuenta de cuándo Dios y la naturaleza conspiraban juntos en santa violencia, y que se las veía con un hombre que se comportaba corno un huracán.
Lanzando un rugido de cólera y soberbia, el Predikant siguió asestando rnandobles. Los folcolares avanzaban ahora tras él con el corazón fortalecido y el valor en aumento. La pala mordía como un perro, rajando manos, abriendo caderas al ser blandida en el aire corno hace un carnicero con su cuchillo recién afilado. El Predikant abría costillas y éstas dejaban caer a la tierra hígados y pulmones: ni siquiera los animales morían de manera tan cruel. Pero el Predikant seguía su rumbo, acompañado por los demás folcolares, que se extendían tras él, mientras Cale se mantenía a distancia, tras los aterrorizados purgatores.
Cale buscó una salida, meditó la posibilidad de huir... Había llegado el momento en que todas las posibilidades quedaban abier tas. Aquél era el lugar donde el camino se bifurcaba, donde se encontraban dos hados. Y a continuación llegó el error: invocando a Dios, el Predikant encontró los ojos de Cale, y la vanidad acabó con él. La vanidad de Cale y la suya se enfrentaron al encontrarse por un breve instante sus miradas. El Predikant mostró su desprecio ante alguien que no era más que un muchacho sin importancia. Cale se volvió al tiempo que una lanza corta pasaba a su lado para ir a clavarse en el tobillo de un purgator que se había dado la vuelta para echar a correr. Cale la extrajo del pie del desgraciado como si fuera un regalo que le entregaban los cielos. Mientras el Predikant rasgaba el estómago de un purgator que se había quedado para luchar en vez de huir, Cale cogió la jabalina y extendió el brazo derecho hacia atrás, equilibrándolo con el izquierdo, que proyectó hacia delante. Avanzó dos pasos, y la arrojó.
Nada de cuanto hayáis visto habrá tenido nunca tal gracia ni tal fuerza, en una serie de equilibrios combinados para conseguir la perfección. Jamás una serpiente ha clavado sus colmillos con tal instinto. La lanza alcanzó al pastor justo sobre la ingle, partiéndole la vejiga y rompiéndole la pelvis hasta emerger por una de las nalgas. El Predikant cayó al suelo gritando de agonía. Su sangre y su orina se derramaron en la arena como el vino y el agua, y elevaron el vapor resultante. Cale lo recordaría siempre. Ahora estaba gritando y los apremiaba a seguir avanzando.