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Authors: Paul Hoffman

Tags: #Fantástico, Aventuras

Las cuatro postrimerías (36 page)

BOOK: Las cuatro postrimerías
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—¿Por qué no lo decís ya?

—Estáis participando en demasiados robos. Es muy peligroso.

—Creedme si os digo que sé lo que son los riesgos. Y os aseguro que corro muy pocos. No me pongo nunca a menos de cuatrocientos metros de nada que esté afilado.

—No os creo en lo de que estéis tan a salvo. Pero mi gente ahora comete el doble de asaltos que antes por vuestra causa.

¿Y...?

—Los musulpanes no se van a quedar así. Hay musulpanes mercenarios que saben luchar mejor que nosotros.

—Cualquiera puede luchar mejor que vosotros. Dejar caer una roca sobre la cabeza de alguien que no está mirando no es una habilidad que os vaya a encumbrar a la gloria.

—Ahí lo tenéis. Todo el mundo se vuelve avaricioso. Esto no puede durar.

—Vuestro padre... Le dará un ataque si me niego a ir. Y si me niego a prestar ayuda, me convertiré en alguien tan querido como un caso de almorranas.

—Pero comprendéis lo que quiero decir, ¿no?

—Sí.

—Hablaré con mi padre. Sólo quería comentároslo antes a vos.

—¿Y si no os diera permiso?

Ella lo miró, más asombrada que molesta.

—No digáis tonterías.

Se dice de la infortunada Sharon de Túnez que estaba destinada a decir siempre la verdad y a no ser creída nunca. Los cleptos tal vez no fueran hostiles a las mujeres que mostraban voluntad propia, pero no eran más entusiastas con respecto a las opiniones, que no se preocupaban de escuchar, de lo que suele ser el común de los mortales.

Al principio, la irritación de su padre sólo se dirigió contra Daisy, a la que le dijo de muy malos modos que no metiera las narices en asuntos que no tenían nada que ver con ella. Ofendido por la manera en que su suegro se dirigía a su esposa, Kleist defendió sus argumentos, y de esa manera se ganó la general acusación de que todo había sido idea de él, y que utilizaba a su esposa como escudo de opiniones que en realidad eran suyas, una estrategia tan común entre los cleptos que se la conocía como «darle a otro los platos sucios para que los friegue». Lo acusaron de pereza, de cobardía y de ingratitud, normalmente cualidades que los cleptos admiraban decididamente cuando eran propias. Dejaron de hablarles todos salvo su hermana y unas pocas amigas de ella, y quedó claro que si Kleist se negaba a ayudarles se enfrentarían a problemas en forma de votación, que previsiblemente implicaría el ostracismo para ambos.

La pareja se enfrentó a la disyuntiva de irse cuando se acercaban los fríos (con Daisy en un estado avanzado de gestación y sin tener a dónde marchar), o bien quedarse y hacer lo que les decían. Si había otra posibilidad, Kleist no sabía cuál era. No era ceder lo que le preocupaba a él. Daisy se consumía de indignación y se lo hacía ver claramente a su padre, pero Kleist estaba acostumbrado a una vida de obediencia hostil pero silenciosa. Aun así, fue de modo cabizbajo como se echaron para atrás.

Nuevas noticias sobre Cale le hicieron sentirse incómodo. En parte esas noticias removían desagradables sentimientos de culpa, no relacionados con Cale, sino con Henri el Impreciso; pero además despertaban el fantasma de algo enterrado aún más hondo, tan hondo que nunca lo había afrontado cara a cara. Mientras que Henri el Impreciso nunca se había tomado en serio la idea de que hubiera algo inhumano en el talento de Cale para matar, los confusos rumores que llegaban a los Quantocks, pese a lo ridículos que normalmente los hubiera juzgado, crispaban un nervio en el alma de Kleist. Con la distancia, la imagen de Cale como un tipo de fantasma viviente que iba por ahí causando catástrofes sobrenaturales, parecía cobrar una especie de inquietante sentido. Kleist había tenido la ocasión de poner una distancia enorme entre él y Cale, pero esa ocasión ya había pasado. El escalofrío que le recorría la columna se parecía demasiado a la impresión provocada por alguien que caminara sobre vuestra tumba.

—Como mi abuela no decía nunca —observó Daisy—: la gente cree lo que quiere creer.

—En eso no andáis equivocada —le contestó Kleist a su joven esposa.

19

—¿P
or qué no avanzan?

Bosco quería oír lo que tenía que decir Cale sobre la desconcertante inactividad de los lacónicos, y al mismo tiempo confirmar que Cale entendía lo incomprensible que resultaba esa inactividad.

Cale no levantó la mirada hacia Bosco mientras le hacía aquella pregunta, sino que siguió examinando la docena de yelmos que estaban sujetos con correas a las cabezas de madera.

—¿Tenéis esperanzas de averiguarlo? —le preguntó Cale a Bosco, aún sin levantar la mirada.

—No.

—Entonces, ¿por qué os preocupáis por eso?

—Os habéis vuelto muy insolente.

Esta vez sí que miró a Bosco.

—¿Estoy equivocado?

Bosco sonrió, pero su sonrisa nunca resultaba agradable.

—No. No os equivocáis.

El maestro herrero al que aguardaba Cale, llegó y le mostró el yelmo sobrante.

—¿Qué pensáis? —le preguntó Cale.

—Que se trata de un buen trabajo. Y el acero es bueno, pero está demasiado oxidado, diría yo. No me lo pondría yo para protegerme la cabeza. ¿Puedo ver los otros?

—Cuando haya terminado. Apartaos.

Y diciendo eso, le dio a cada uno de los seis yelmos de los Materazzi unos feroces golpes con una de las espadas curvas de los lacónicos.

—Ayudadme a desprenderlos —le dijo al herrero cuando terminó. Tres habían aguantado bien, uno estaba dañado, otros dos atravesados.

—Se supone que mañana recibiremos un par de miles de éstos.

—¿En las mismas condiciones?

—Probablemente. No lo aseguro. —Señaló los yelmos que había atravesado—. ¿Podréis repararlos? Soldadles una chapa de hierro en la parte de arriba.

El herrero los examinó detenidamente durante un minuto entero.

—Señor, creo que podría hacer algo para fortalecerlos. ¿De cuánto tiempo dispongo?

—No lo sé. De un par de días al menos, tal vez más. Hacedlo lo más aprisa que podáis. Que os ayuden todos los herreros que haya aquí. La primera tanda llegará aquí esta tarde. El intendente tiene orden de proporcionaros cuanto pidáis. Si hubiera algún problema, venid a mí directamente. No paséis por nadie más, ¿entendido?

El herrero miró a Bosco. Cale estuvo a punto de hacer un comentario, pero lo pensó mejor. Bosco asintió con la cabeza.

—Sí, señor.

Cuando salió, Bosco no pudo evitar hacerle una pregunta:

—¿Para qué necesitáis los perros?

—Cuando estaba en el Veld, los folcolares siempre echaban un animal muerto en los depósitos de agua para hacernos la vida un poco más difícil. Si hubiera un pozo habrían tirado uno también en él.

—Ya veo.

—No, no lo veis —dijo Cale—. Con el agua estancada no se puede disimular el hecho de que esté podrida, a causa del olor. Los lacónicos cogen su agua del arroyo que corre más allá de su campamento. Los perros los echaremos arriba, donde los lacónicos no podrán oler nada.

—Si el agua corre, entonces el veneno queda atenuado.

—Sí.

—En el monte Silbury los redentores andaban todos con diarrea, y pese a eso vencieron.

—Efectivamente.

—¿Sabéis que envenenar el agua es pecado mortal?

—Entonces es una suerte que yo no tenga alma.

Los doce perros muertos se quedaron en ocho cerdos muertos y una caja de pichones, todos convenientemente rancios y cuidadosamente colocados por Henri y una veintena de purgatores lo más cerca del campamento lacónico que se atrevieron a llegar. En medio de la noche y con el agua helada, manejar grandes cantidades de animales podridos era la tarea más desagradable que os podáis imaginar.

Habían pasado cuatro días y seguía sin haber ningún movimiento por parte de los lacónicos. El estado de los yelmos que les había llevado Henri el Impreciso podría haber sido mejor, pero también podría haber sido peor, y los herreros se iban acercando al objetivo mínimo marcado por Cale de dos mil yelmos fortalecidos.

—¿Ahora me pondréis al tanto de vuestras tácticas? —Cale se quedó un poco desconcertado por el tono utilizado por Bosco, que era frío aunque respetuoso. Consideró la posibilidad de callarse, no porque sus tácticas no estuvieran listas, sino simplemente por fastidiar. Por otro lado, pese a todo lo que odiaba a Bosco, se trataba, junto con Henri, de la única persona que podía apreciar correctamente su inteligencia. Además, quería someter sus planes a prueba con su viejo maestro y con Princeps. Aun cuando la campaña hubiera sido planeada por Cale, había sido Princeps el que había logrado en el monte Silbury aquella victoria de barro y sangre. Estaba seguro de que sus planes para destruirle en Silbury habrían funcionado, pero después de la cagada de los Materazzi, ¿cómo podría estar seguro? Desde luego que había cometido errores en el Veld, pero nadie es perfecto, y ya había aprendido de ellos, y ahora los folcolares estaban hechos polvo en sus miserables praderas, y no se les había oído ni rechistar en dos meses. Aun así, no podía permitirse cometer un error contra los lacónicos. Necesitaba poner a prueba sus ideas, pero sólo con la gente a la que respetaba. Y con la excepción de Henri, la gente a la que respetaba era también gente a la que odiaba.

Así que con ese ánimo muy susceptible, pero también satisfe cho consigo mismo, fue como Cale desplegó el mapa de sus planes para derrotar al ejército más poderoso que los lacónicos hubieran puesto nunca en el campo en una sola vez, y cuyas derrotas en tales circunstancias estaban sin listar, presumiblemente porque nunca habían sido derrotados.

—Los lacónicos se desplazan más fácil y rápidamente que ningún otro ejército del que tenga noticia directa ni a través de lecturas. Desde el risco pude ver que fortalecían su ala derecha tan sólo dos minutos antes del encontronazo. Así es como empiezan a tomar ventaja sobre sus oponentes. Tienen a sus mejores hombres colocados a la derecha, y en un momento los trasladan al medio, y donde ya eran fuertes son repentinamente el doble de fuertes.

—¿Y...? —preguntó Bosco.

—Tenernos que doblar la fuerza en la derecha.

—¿Así de sencillo? —preguntó Princeps.

Ésta era una buena pregunta cuya respuesta Cale tenía preparada:

—No tiene nada de sencillo. Si hacernos tal cosa sin preparación, se convertirán en una multitud que empezará a empujar y a caer unos sobre otros. Les he hecho practicar doce horas al día para hacerlo bien. Cuanto más se demoren en atacar los lacónicos, mejor para nosotros.

—Y están los yelmos.

—Sólo hay suficientes para cuatro filas a la derecha y dos en el resto.

—¿No hay posibilidad de conseguir más?

—No. La mayoría se han oxidado a la intemperie. Los que han traído estaban enterrados en lo hondo del montón. Fue un tremendo desperdicio dejarlos allí.

Hubo un silencio que Cale disfrutó, pero no Bosco ni Princeps, aunque no era culpa de ninguno de los dos.

—En cualquier caso, si los lacónicos quiebran más de cuatro filas en la derecha, no creo que tengamos muchas probabilidades. En los Ocho Mártires perdimos tan rotundamente porque el difunto Van Owen, que Dios tenga en su Gloria, era lo bastante bondadoso para hacer planes a beneficio de los enemigos.

¿Y vos no? —preguntó Princeps.

—No. Si avanzan directamente hacia el Vado del imbécil y evitan atacar las Cumbres, entonces hay un lugar donde intentaré luchar —dijo colocando un dedo en el mapa.

—Parece tan llano corno los Ocho Mártires —dijo Princeps.

—Pero no lo es. Me di cuenta cuando recorrí estos parajes, y desde entonces he vuelto por ahí media docena de veces. La elevación que hay aquí, en el medio de la llanura, es realmente gradual, pero engaña. Tiene de colina más de lo que parece, y corta en dos la llanura. Por aquí no podría avanzar un frente de soldados como en los Ocho Mártires, sino que tendría que pasar o por un lado o por el otro. Estoy levantando una empalizada para los arqueros en esa elevación: los lacónicos no conseguirán chocar con nosotros sin tener el doble de bajas de las que tuvieron en la anterior batalla. Y me parece que puedo ponerles peor las cosas. Por aquí está la cuesta del Golán, que es demasiado empinada y está demasiado alejada para los arqueros. Tengo que mostrároslo.

Eso fue media hora después, cuando la luz empezaba a apagarse en la llanura que se extendía enfrente del campamento. Naturalmente, Hooke echaba de menos su espantosa barba roja, y llevaba la cabeza completamente afeitada, pero Bosco lo reconoció de inmediato.

—Éste es Chesney Fancher —explicó Cale.

—Maestro Fancher. —Bosco inclinó levemente la cabeza, y también lo hizo Princeps, sin decir palabra.

El problema de intentar introducir ideas nuevas a un redentor (¿y qué es una buena arma, más que una buena idea convertida en máquina asesina?) era que los redentores desaprobaban las ideas nuevas. Las ideas salían del pensamiento, y pensar era algo que los seres humanos hacían extremadamente mal. Pues, como dijo una vez san Agustín de Hipona, que era lo más cercano que tenían los redentores a un filósofo: «La mente humana está mal formada para el pensamiento. Como la amputación, sólo los muy entrenados en él deberían llevarlo a cabo, y aun eso raramente». Ni siquiera Bosco y Princeps, que a su modo eran pensadores peligrosamente independientes, iban a resultar fáciles de convencer.

Con juvenil crueldad, Cale había querido usar cerdos vivos en su demostración del uso de los morteros adaptados de Hooke. Pero Hooke le había persuadido de que, aparte de sus propias aprensiones, intentar colocar aquellas armaduras diseñadas para hombres en el cuerpo de recalcitrantes cerdos sería buscarse muchos problemas. A regañadientes, Cale desistió. Pero no para la segunda demostración, para la cual Cale insistió en emplear animales vivos. Al menos, Hooke se consoló pensando que, por muy espantosa que pudiera ser la segunda demostración, sería rápida.

Cale ofreció a los dos redentores un recorrido por los dos emplazamientos, para recelo y desconcierto de ambos. El primer emplazamiento consistía en una doble fila de dieciséis cerdos muertos, con trozos de armadura Materazzi sujeta a los cuerpos allí donde se habían podido encajar. El segundo, a cincuenta metros de distancia, era un redil con una docena de cerdos vivos que gruñían de contento junto a tres grandes cajas de madera fuertemente atadas con una cuerda.

Se retiraron tras un muro de gruesos troncos de metro y medio de alto, a unos cien metros de los cerdos muertos. Hooke sostenía una gran bandera roja que ondeaba en el extremo de un asta. Los redentores vieron que Cale le hacía señas para que empezara. Hooke agitó enérgicamente en el aire la gran bandera. Nada sucedió durante treinta segundos, pero entonces los dos expectantes redentores observaron una densa nube que aparecía en el aire elevándose enseguida por encima de los cerdos y de la tierra, con una serie de destellos y ruidos como de fuertes golpes. Cale condujo entonces a los dos sacerdotes de nuevo ante la fila de cerdos, y los invitó a inspeccionar los daños. En una zona de treinta y tres metros cuadrados, el campo estaba espesamente cubierto por saetas de veinte centímetros de largo, que habían salido de las dos docenas de morteros colocados en el Golán, a unos setecientos metros de distancia. De aquellas saetas que habían impactado en los cerdos, no mucho más de dos dedos sobresalían de la carne. Incluso las saetas que habían perforado las armaduras habían penetrado después la carne hasta una profundidad de ocho o diez centímetros.

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