Las cuatro postrimerías (40 page)

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Authors: Paul Hoffman

Tags: #Fantástico, Aventuras

BOOK: Las cuatro postrimerías
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Pero Moseby disfrutaba del aumento de su poder, que ahora empezaba a experimentar en su forma más pura. Arrestaba y amenazaba a redentores que Bosco no quería que fueran arrestados ni amenazados. Comenzaba a discutir con Bosco sus propias ideas respecto a la renovada fe redentora. Más aún: discutía no ya en privado, sino en reuniones en las que podía hacer alarde de su impor tancia en comparación con Bosco, y mostrar que no era ningún segundón de la nueva fe dispuesto a oficiar de siervo obediente. Y lo que era aún peor: había llegado a oídos de Bosco que cuestionaba los orígenes divinos de Cale. Tan sólo se había tratado de un chiste, referente a que, aunque él fuera la ira de Dios hecha carne, no lo parecía. Un desdén tan insignificante como aquél hizo un gran efecto en Bosco, pues los desdenes suelen producir en la vida tanto o más daño que los argumentos concienzudamente razonados. A partir de ese momento, podía decirse que se había decidido el destino de Moseby y el de sus familiares. Sin embargo, distaba mucho de ser caso cerrado. Bosco estaba a punto de enfrentarse a dos poderosas facciones al mismo tiempo, a ninguna de las cuales estaría seguro de poder destruir rápidamente por separado, ya no digamos a las dos a la vez. Pero tenía una gran ventaja: que lo que estaba a punto de intentar hacer era algo completamente inesperado y espantosamente original.

Hay pocas batallas que resulten realmente decisivas. Incluso la entablada en las Cumbres del Golán, que parecía ser el perfecto ejemplo de lo que se entendía por batalla decisiva, no cobró su importancia a largo plazo sino en los eventos que tuvieron lugar en Chartres inmediatamente después de la victoria. Al principio Bosco convocó un Congreso de las Sodalidades de la Adoración Perpetua con la intención, según decía, de rezar por que los lacónicos entregaran a los redentores capturados. Aunque si Cale resultaba derrotado, ya podrían deshacerse en rezos, que no les serviría de nada. Si vencía, lo que ocurriría sería lo opuesto a las plegarias.

En cuanto Bosco oyó la noticia de la derrota de los lacónicos, comprendió que le había llegado el momento de librar su propia batalla. Los miembros del congreso, que incluían a la mayoría de los que apoyaban a Bosco, fueran de fiar o no, habían sido encerrados en la casa de reuniones por su centinela religioso, el padre Francis Haldera. Antiguo miembro de las Sodalidades, había resultado de considerable utilidad durante los años en que Bosco trataba de establecer apoyos en Chartres desde su lejana sede del Santuario. Era un amañador y facilitador de las cosas infinitamente dócil, suave como la mantequilla con aquellos que necesitaban halagos y despiadado con aquellos con los que el chantaje era la manera más sencilla de lograr algo. Se acercaba el momento, fuera como fuera, en que esas cualidades ya no serían necesarias, y su radical ausencia de creencias y de valor iba a constituir una pieza central en el delicado equilibrio de los planes de Bosco. Haldera había sido apartado y aislado en una estancia privada antes del comienzo de las plegarias, y tranquilizado mediante mentiras. En cuanto se recibieron las noticias de la victoria de Cale, él tuvo que hacer frente a las pruebas de que había amedrentado a cuatro acólitos y robado a otro, lo cual era cierto, además de conspirado con la herejía antagonista junto con muchos otros, lo que no lo era. Estaba claro para él que sería asado vivo lentamente por los crímenes cometidos, ya fueran reales o falsos, pero se le aseguró que si confesaba y cooperaba tan sólo sufriría exilio. No era nada sorprendente, por tanto, que accediera a denunciarse tanto a sí mismo como a todo aquel que le dijeran. Se le dio un documento para que lo leyera en alto, y veinte minutos para ensayarlo, mientras las Sodalidades, que no recelaban nada, rezaban por una victoria que ya había tenido lugar.

Al mismo tiempo que Bosco se vengaba de sus amigos, un grupo que podía ser fácilmente reunido en un lugar, tenía también que empezar a eliminar a sus enemigos, dispersos como estaban por toda la ciudad, y hacerlo todo más o menos al mismo tiempo. Era vital conseguir que la noticia de la victoria de Cale se demorara en llegar a la ciudad lo más posible. Las noticias de una gran victoria conducirían al caos de las celebraciones, y toda posibilidad de eliminar a sus enemigos dependía de que éstos estuvieran donde tenían que estar.

Cuando el aterrado y perplejo Haldera ascendió en el congreso a uno de los dos grandes atriles que se elevaban sobre unos peldaños de piedra, observado por el atento Bosco, que ya lo esperaba en el otro, a treinta metros de distancia, los primeros magnicidios estaban a punto de tener lugar en el Beguinaje. El padre Low y dos de sus cofrades, que simplemente tuvieron la mala suerte de hallarse en su compañía, fueron asaltados mientras rezaban por la victoria por cuatro sicarios de Gil. Les asestaron seis o siete puñaladas a cada uno. A otros no resultaba tan fácil acercarse. El Gonfaloniero de Hasselt recibió una saeta lanzada desde una ventana próxima cuando salía a la calle después de guardar treinta minutos de silencio, una saeta lanzada con tal fuerza que dicen que le atravesó el cuerpo e hirió a un monje que estaba de guardia tras él. Este relato increíble era, en realidad, cierto, pues el arma de preferencia de los sicarios de Gil era la ballesta Ensartadora Maligna, llamada así porque casi siempre resultaba fatal para sus víctimas. Tenía la desventaja, como sugiere su nombre, de que un aparato tensado con tantísima fuerza a veces saltaba por los aires simplemente al accionar el gatillo, tal como si estuviera lleno de Salitre Infame. Así fue como sobrevivió el padre Breda, jefe de la guardia papal, los begardos. Más habituado al asesinato político que la mayoría de las otras víctimas, Breda comprendió el significado del espantoso estrépito con el que volaba por los aires la ballesta al ser disparada por el que pretendía asesinarlo, y al instante huyó corriendo por la salida más cercana. Allí, su suerte y buen juicio lo abandonaron. La salida más cercana se llamaba Impasse Jean Roux, y su ignorancia del dialecto local le costó la vida. En cuanto comprendió que se trataba de un callejón sin salida, se apresuró a volver hacia la vía principal, pero encontró el paso cortado por su asesino, que sangraba copiosamente por una profunda herida que tenía en la frente, causada por la ballesta al desintegrarse. El asesino se sentía tan mortificado por su fracaso que estaba dispuesto a sacrificar la vida con tal de terminar la tarea. El sacrificio se consumó cuando los guardias de Breda, que habían reaccionado muy lentamente, llegaron por fin para intentar rescatarlo, pero no antes de que el asesino le hubiera cortado de un tajo la mano y después atravesado el pulmón.

Otros asesinatos mediante ballesta tuvieron más éxito: Pirenne murió en la Rue de Cháteaudun, junto con Hardy y Nash; el padre Pete en el Auditorio; el redentor Cariñoso Oliver, así llamado a causa de su inusual ternura, en su hogar de la Rue de Reverdy, a causa de un disparo especialmente certero: lo hicieron desde bastante atrás de una ventana, a cincuenta metros de distancia, y la saeta penetró en la casa del sacerdote a través de otra ventana para ir a clavarse en su pecho cuando él pasaba por delante por primera vez en todo aquel día. Sin embargo, son contados los asesinos de gran categoría, igual que lo son los buenos tallistas de madera o los fontaneros. Tan grande era la demanda, que Gil se había visto obligado a confiar primero en los que eran muy buenos, después en los que eran simplemente competentes, y por último en los imprevisibles. Ordenó que estos últimos hicieran el trabajo más de cerca, y con armas que requirieran menor pericia. Hubo un número satisfactorio de éxitos con el cuchillo, con la espada corta y con pica pequeña, pero también inevitables fracasos, si bien menos de los que él esperaba. Dos veces resultó apuñalado el redentor equivocado, o los guardias se mostraron más alerta de lo esperado, o el asesino más incompetente. Pero para sus dos objetivos principales, Gant y Parsi, Gil había, por supuesto, reservado a sus mejores hombres, que eran Jonathon Brigade y él mismo. Cuál de ellos hizo mejor trabajo depende de la preferencia de cada cual por la inventiva y rapidez de ingenio, o por la enorme habilidad en el manejo de armas y la pericia en no dejar nada al azar.

El problema al asesinar a Gant y Parsi no era que recelaran y se protegieran de la calle (pues al fin y al cabo, el plan asesino de Bosco era impensable), sino que su grandeza e importancia los aislaban completamente de cualquier contacto casual. Iban del Palacio Santo a la basílica para consagrar y después de vuelta al Palacio, y solamente en carruajes de los que entraban y salían ante la mirada de la gente ordinaria y los redentores comunes como un modo consciente de elevar su estatus. Pero el hecho de que resultaran inaccesibles a causa de la vanidad y no del temor, daba igual cuando uno trataba de matarlos.

Brigade había ejecutado su plan, pero como un gran artista que ha creado una obra buena pero no genial, él sabía que no era gran cosa. Brigade adoraba la simplicidad, la parquedad, el movimiento mínimo, más que nada porque de ese modo había menos cosas que pudieran ir mal, pero también porque eso encajaba con su gusto por la sencillez. Un simpatizante de Bosco en el palacio de Gant, el Sagrado Peculiar, aseguraba que él había encontrado el pasillo que recorría Gant para ir a orar en su capilla al mediodía, durante la sexta hora canónica. La entrada en el pasillo tenía una puerta de tan sólo metro y medio de alto, que había sido una irritante ocurrencia de cierto predecesor más bajo, diseñada a propósito para obligar a todos los que entraban a inclinarse mansamente antes de acceder a la capilla. En cuanto Gant estuviera dentro, Brigade pensaba cerrar la puerta, atrancarla, matar a Gant, y huir. Parecía sencillo pero no lo era. Gant no siempre acudía allí a la sexta, pues siendo proclive a tener dolores de cabeza a primera hora de la tarde, a veces, aunque no de modo frecuente, se retiraba a la penumbra de sus aposentos para recuperarse. No era difícil suponer que en un día de gran tensión como aquél, sería probable que sucumbiera a las migrañas. Además estaba la dificultad de huir, pues la capilla se encontraba justo en medio del gigantesco complejo que constituía el Sagrado Peculiar. El último punto débil era que Brigade tendría que confiar en la sangre fría y el sentido de la responsabilidad de un traidor para que le franqueara la entrada y la salida. Tanto le preocupaba todo esto que se había decidido por la estrategia no menos peligrosa de recorrer el Palacio buscando otra oportunidad. Cambiar de planes en el último momento era algo que nunca había aceptado, pero no se podía quitar de encima aquel desasosiego. Su plan original era factible, pero se olía el desastre. Cuando llevaba diez años como santo sicario, Brigade había aprendido a no hacer caso del instinto. Pero ahora, después de veinticinco, empezaba a tenerlo de nuevo en consideración. Tal vez, pensaba, simplemente se estuviera haciendo viejo.

Mientras tanto, en la reunión del Congreso de las Sodalidades, los reunidos se sentían, si no incómodos, al menos ciertamente desconcertados ante el tamaño de la asamblea. Bosco había trabajado duramente a lo largo de los años para formar aquel grupo, pero también para mantener en secreto su tamaño, así como a muchos de sus integrantes. Había muchos presentes que no podían ser ni mucho menos aliados naturales, o que creían que formaban parte de una conspiración completamente diferente, o de ninguna en ab soluto. Había que reconciliar todas aquellas diferencias, pero no mediante el acuerdo. Habría que tratar, y tratar aquella misma tarde, con reformistas moderados que se habrían espantado ante el gran proyecto de Bosco, y con desagradables zelotes que albergaban otras ambiciones de salvación.

De pie ante uno de los grandes atriles del congreso, Haldera miraba a Bosco como un niño que hubiera enfadado terriblemente a su madre. Aunque no temblaba, parecía que lo estuviera haciendo, de tan pálido y espantado como estaba su rostro. Y como una madre terrible e inclemente que ya no amara ni protegiera al niño que tenía ante ella, Bosco hizo seña a Haldera de que empezara. Una horrible inquietud se extendió de inmediato por toda la asamblea del mismo modo que se extiende la risa entre una audiencia que se ha reunido para entretenerse con un prestidigitador y su gracioso perro. Haldera confesó sus terribles pecados a favor de la herejía antagonista, con palabras que parecían surgir tan descoloridas como estaba su rostro, y que él había, para desgarradora vergüenza suya, conspirado con otros. («No mencionéis números —le había ordenado Bosco—. Quiero que todos se alarmen, quiero que sientan por encima de su cabeza el aire batido por las alas del Ángel de la Muerte. O no»).

Haldera fue pasando a trompicones por la lista de nombres de aquellos que ya tenían contadas las horas que les quedaban de vida; y uno a uno, profundamente tristes, traicionados y hasta llorosos, le dirigían a Bosco miradas de temor: Vert, Stone, Debau, Harwood, Dones, Porter, Masson, Finistaire. Cada vez que nombraba a alguien, se le helaba la sangre en el rostro. La mayoría se levantaban sin protestar, y salían de su asiento como si la obediente mansedumbre pudiera aplacar la terrible sentencia. Los afortunados observadores que tenían a su lado se encogían en el asiento para evitar su contacto cuando pasaban por delante, como si su destino fuera contagioso. En los pasillos, la severa policía religiosa se los llevaba hacia atrás para sacarlos de la sala. Antes de que saliera cada uno, se pronunciaba el siguiente nombre. Y así siguió la cosa, la horrorizada docilidad, la ocasional confusión:

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