Si huir del Santuario hubiera sido fácil, hace ya tiempo que Cale lo habría hecho. Es verdad que, como proclaman las bobadas escritas en la
Balada de Thomas Cale,
escapó por medio de una soga. Pero no lo es que hubiera ningún plan para asesinar al Papa, otra invención de Bosco para tapar la huida de un acólito al que tenía es peciales ganas de recuperar, por razones que no tenían nada que ver con ninguno de los turbios y desagradables asuntos en que andaba envuelto Picarbo. Lo que el poema no menciona es que Cale escapó acompañado por otros tres: la chica a la que había salvado; Henri el Impreciso, que era el único acólito de todo el Santuario con el que se llevaba ligeramente bien; y Kleist, que, como el resto del Santuario, lo miraba con recelo y desagrado.
Aunque la inteligencia de Cale, adiestrada en la prolongada instrucción que había recibido, le había servido para evadir a los redentores que trataban de volver a capturarlo, su habitual mala suerte llevó a los cuatro a darse de bruces contra una patrulla de la caballería Materazzi a las afueras de la gran ciudad de Menfis, ciudad esta más rica y variada que ningún París, Babilonia o Sodoma, otra de las escasas referencias de la
Balada
que contienen una pizca de verdad. En Menfis los cuatro evadidos concitaron la atención del gran Canciller, Vipond, y de su hermano, un hombre poco fiable llamado IdrisPukke, quien por razones poco claras para nadie, incluido él mismo, se interesó por Cale y le mostró algo que Cale no había experimentado hasta entonces: un poco de bondad.
Pero hacía falta mucho más que un toque de bondad para ganarse la confianza de Cale, cuya suspicacia y hostilidad le granjeaban rápidamente la enemistad de casi todo aquel con el que se encontraba, desde Conn, el niño mimado del clan Materazzi, a la exquisita Arbell Materazzi. Normalmente conocida como Cuello de Cisne (y no es mera coincidencia que el sueño asesino con el que comienza nuestra historia incluya un cisne como objeto de odio), Arbell era hija del hombre que gobernaba un imperio Materazzi de tan vastas proporciones que el sol no se ponía en él.
Bosco, sin embargo, había invertido demasiado en la belicosidad de Cale, y no tenía intención de dejar que éste la malgastara en una ciudad en la que resultaba muy probable que lo terminaran matando. No es nada sorprendente que, pese al desagrado que provocaba en ella, un muchacho como Cale terminara enamorándose de la distante belleza de Arbell Materazzi. Ella siguió considerándolo un matón incluso (o tal vez especialmente) después de que él le salvara la vida en un acto de violencia atroz (al que sus enemigos después restaron toda importancia haciéndolo pasar por una ostentosa escaramuza). Mucha gente empezó a comprender entonces lo que solía decir Kleist: que allí donde iba Cale no tardaban en celebrarse funerales. Y el que mejor lo comprendió fue IdrisPukke, que había sido testigo del frío y truculento rescate de Arbell.
Sin embargo, lo ajeno y lo extraño pueden atraer poderosamente a una joven, y de aquí la referencia que hace la
Balada
al intento de seducción de Cale por parte de la adorable Arbell. Sólo que no hubo seducción, si por seducción se entiende la persuasión de alguien reacio, ni hubo ningún momento en que por los labios de Cale cruzara la palabra «no» ni ninguna de ese estilo. Desde luego, Arbell nunca pagó a nadie para que lo asesinara, ni, como comentó Kleist cuando leyó el poema, hubiera hecho falta pagarle a nadie por eso, con tanta gente como había con ganas de hacer ese trabajo gratuitamente.
Igual de falso es lo que cuenta el poema de que el padre de Arbell hubiera albergado la más leve intención de atacar a los redentores. Todo aquel ataque ficticio había sido inventado por Bosco con el único propósito de tener ante sus superiores una disculpa para lanzar una guerra que de hecho fue diseñada con un solo propósito: recuperar a Cale para el Santuario. De acuerdo con la ley de las consecuencias imprevistas, el ejército de Bosco, al mando del padre Princeps, que se hallaba terriblemente debilitado por la enfermedad, se encontró atrapado en el monte Silbury frente a un ejército Materazzi diez veces mayor. Cale (que, por razones que sería arduo explicar aquí, había diseñado el plan de ataque de ambos ejércitos) observó, sin poder creerse lo que le mostraban sus ojos, la batalla que siguió, en la que una combinación de mala suerte, confusión, barro, locura y falta de comprensión de la psicología de las multitudes causaba uno de los reveses de la fortuna más serios de toda la Historia militar.
Para su propia sorpresa, Bosco se vio a sí mismo encumbrado a conquistador de Menfis y dueño de todo aquello que el mundo pudiera ofrecer, excepto de lo que él andaba precisamente buscando: de Thomas Cale. Pero hacía tiempo que Bosco había metido el dedo en el pastel más repugnante de Menfis: un terrible negocian te, ladrón y proxeneta llamado Kitty la Liebre. Kitty sabía que Cale había entregado su inexperto corazón a la hermosa Arbell, y descubrió también a su debido tiempo que en ella empezaba a encenderse una intensa pasión por aquel joven tan peculiar. «Extraño fruto —comentó Kitty bromeando—, para aquella flor de invernadero». Eso fue un golpe de suerte para Bosco, cuyos hombres la habían hecho prisionera. Nada más llegar a Menfis, Bosco empleó sus conocimientos de la naturaleza humana, demasiado avanzados para una hermosa princesita por inteligente que pudiera ser, para amenazarla de modo muy convincente con devastar la ciudad si no renunciaba a su amor, al mismo tiempo que le aseguraba, esto sí con total sinceridad, que no tenía intención alguna de hacerle daño a Cale. De ese modo consiguió que ella aceptara traicionarlo, si es que eso era traicionarlo, aunque sería difícil explicar en qué estado de ánimo lo hizo. Y entonces Cale se rindió, con la condición de que pusieran en libertad a Kleist y a Henri el Impreciso, para enterarse de que había sido entregado al hombre que odiaba por encima de todas las cosas por la mujer a la que amaba por encima también de todo. Esto nos lleva al final de los embusteros versos de la
Balada de Thomas Cale
, que nos muestran a Cale abocado a la locura en medio de dos grandes odios que le roían el corazón: uno hacia la mujer que había amado; y otro, al que estaba más acostumbrado, hacia el hombre que acababa de decirle sobre sí mismo algo a lo que no paraba de dar vueltas en el cerebro. No tenía mucho que ver con herejes antagonistas y nada en absoluto con rezarle al Papa: lo que le había dicho Bosco era que dejara de apenarse por sí mismo, porque él no era una persona, no era nadie que pudiera ser amado o traicionado sino que, como nos asegura la Balada, era nada más y nada menos que el Ángel de la Muerte. Y que había llegado el momento de ponerse en serio con aquel asunto divino.
A partir de ahora, todo lo que sigue es la verdad.
Hay montañas más altas que el monte del Tigre, montañas mucho más peligrosas de escalar, montañas cuya cumbre escarpada y cuyos espantosos barrancos harían estremecerse a cualquier ser vivo. Pero no hay ninguna tan impresionante como el monte del Tigre, ninguna que pueda como él elevar el espíritu y provocar un estremecimiento ante su solitario esplendor. Su gran forma cónica se eleva desde la llanura tamética que lo rodea por casi todos los lados y expande su planicie en la distancia de tal modo que, viéndola a ochenta kilómetros de distancia, su majestuosa simetría parece obra del ser humano. Pero no ha habido jamás un hombre, ni siquiera el más ególatra, niAkenatón ni
Ozymandias
[1]
, que haya sido capaz de construir una cumbre tan gigantesca como ésta. Al llegar más cerca, el visitante comprende lo inhumano de sus dimensiones, que superan cien mil veces las de la gran pirámide de Lincoln. No es difícil comprender por qué muchos tipos de fe diferentes han sostenido que ése es el punto del planeta desde el que Dios hablará directamente a la humanidad. Fue en lo alto del monte del Tigre donde Moisés recibió las tablas de piedra en que figuraban escritos los seiscientos treinta mandamientos. Ahí fue donde, en pago de su victoria sobre los amonitas, Jefté el de
Galaad
[2]
(muy a su pesar, todo hay que decirlo) le rebanó la garganta a su única hija sobre el altar después de prometerle al Señor que sacrificaría a la primera persona que lo saludara en su regreso al hogar. Ella acudió allí de buen grado, y hasta el último instante el desolado Jefté estuvo esperando un compasivo indulto: una voz, un mensajero angelical, una indicación severa pero clemente de que aquello no era más que una prueba. Pero Jefté volvió del monte del Tigre solo. Y fue ahí, en el Gran Promontorio que se halla por debajo de la línea de las nieves, donde el demonio mismo, por instigación del Señor, mostró al Ahorcado Redentor todo el mundo que yacía debajo, y se lo ofreció.
Por otro lado los Montañeses, una tribu que no concedía en su vida mucho espacio a la religión y que había controlado el monte del Tigre durante ochenta y tantos años, se referían a él llamándolo el Gran Compañón. Cale se iba preguntando el porqué de ese nombre mientras empezaba a ascender la base de la montaña en compañía del padre Militante, Bosco, y de una treintena de guardias.
Llamar horrendo al estado de ánimo en que se hallaba Cale no sería hacerle justicia. No hay palabra en lengua alguna capaz de describir el bullicio de su corazón, la aversión que le inspiraba su regreso al Santuario y la amarga cólera ante la traición de Arbell Materazzi, conocida como Cuello de Cisne, y sobre la que no es necesario decir nada más relativo al resto de sus encantos: nada sobre la agilidad y suavidad de sus largas piernas, sobre la belleza sobrecogedora de su estrecha cintura, sobre la curva de sus pechos, que no es que fueran orgullosos, sino arrogantes hasta lo indecible: Arbell era un cisne en forma humana. En su mente Cale imaginaba insistentemente que le retorcía el cuello, y después que el cisne revivía milagrosamente, y que él la volvía a estrangular una y otra vez, en una ocasión con un violento chasquido, a la siguiente mediante un lento retorcimiento, y después tal vez arrancándole y quemándole el corazón, para revolver después las cenizas y de ese modo asegurarse completamente.
Durante las dos semanas después de dejar Menfis Cale no habló ni una sola vez, ni siquiera para preguntar por qué en medio del Malpaís habían cambiado de dirección y habían empezado a alejarse del Santuario. Bosco juzgó que sería mejor dejar a su antiguo acólito sufriendo con sus propios pensamientos. Pero había infravalorado las dotes de Cale para la ira silenciosa, y finalmente decidió romper el silencio.
—Vamos al monte del Tigre —comentó el padre Bosco con voz suave, incluso bondadosa—, porque hay algo que quiero enseñaros.
Podría pensarse que alguien cuyo corazón ardía en un odio infinito contra una persona en concreto podría no tener la suficiente fuerza para sentir el mismo odio contra otra. En parte era así, pero el corazón de Cale, cuando se ponía a odiar, tenía mucho sitio: lo único que había sucedido era que el odio hacia Bosco se había desplazado desde el centro de la hoguera hacia las cenizas de los bordes, donde se conservaba caliente antes de volverlo a meter al fuego. Sin embargo, y pese al actual desbordamiento de odio, Cale no pudo evitar desconcertarse por el gran cambio de la actitud que Bosco exhibía ante él de manera ostentosa. Desde que era un niño muy pequeño, Bosco se había mostrado con él como se muestra una tormenta con un barco: incesante, despiadado, cruel, sin dejarlo nunca en paz, sin darle nunca la posibilidad de descansar. Día tras día, año tras año, le había pegado brutalmente, enseñándole y castigándolo, castigándolo y enseñándole hasta que Cale se había puesto a su nivel. Sin embargo, de repente Bosco no mostraba más que compostura, suavidad, algo que parecía acercarse al cariño. ¿Qué sentido tenía aquello? No había modo de responder a esta pregunta, aun cuando su cerebro ahorrara las suficientes energías para planteárselo después de tanto asesinato de Arbell Materazzi, a la que mataba a golpes de palo, torturaba en una rueda, y ahogaba en un lago de alta montaña entre aplausos de imaginarios espectadores.
Pero, pese a los mazos que batían estruendosamente en su alma, una parte de Cale prestaba atención al terreno por el que se movían. Ese terreno lo distraía de sus pensamientos aunque sin llegar a aliviarlo, pues se hallaba en un lugar demasiado sombrío para tal cosa. Ya podía ver por qué se llamaba el Gran Compañón: ahora, empezando a subir la pendiente e internándose en ella, la suavidad de las líneas que se apreciaban a cincuenta kilómetros de distancia había dejado paso a un paisaje profundamente surcado por resaltos rocosos que seguían la dirección del agua que los tallaba, aunque a veces los dibujos aparecían también transversalmente, curvando la roca y volviéndola contra sí misma allí donde resultaba más dura. De tan cerca, la experiencia le hacía sentirse a uno como la más diminuta de las pulgas que intentara atravesar los testículos del mayor de los gigantes. Pese al hecho de no ser especialmente empinado, moverse por aquel laberinto difícil de comprender habría resultado inmensamente difícil de no ser por la ayuda que proporcionaba la estrecha senda trazada por los Montañeses, que serpenteaba entre rocas y sobre los numerosos barrancos y desfiladeros que habían rellenado parcialmente para hacerlos practicables. Esto se había hecho no con la intención de cometer un sacrilegio, sino para conseguir un acceso a las vetas de sal que trazaban su presencia en las pendientes medias de la montaña. Durante los ochenta años en que ellos habían dominado el lugar más sagrado de los redentores, los Montañeses habían creado una enorme red de túneles. Aunque no se tratara de un sacrilegio intencionado, cuando los redentores recuperaron su poder tras haber quedado debilitados en largas guerras civiles religiosas, les hicieron pagar su blasfemia matando hasta al último montañés, incluidos mujeres y niños.