Las esferas de sueños (43 page)

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Authors: Elaine Cunningham

BOOK: Las esferas de sueños
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—¿Sucede algo malo, Munson? —le preguntó Danilo.

—Vos lo habéis dicho, señor.

Pero antes de que el mayordomo pudiera explicarse, se oyó el sonido de briosos pasos que anunciaban la llegada de su amo.

—¡Dan! Bienvenido. ¿Cuánto tiempo hacía que no pasabas por mi casa? Se me ha hecho más largo que la barba de un enano, te lo aseguro.

Aunque las palabras de Regnet eran un fiel reflejo de los hechos, ni en su rostro ni en su tono de voz se detectaba el reproche. Danilo le estrechó la mano que le ofrecía y le devolvió la sonrisa con una sincera calidez mezclada con profundo pesar. Regnet era un tipo afable y apuesto, con pelo castaño rizado y alegres ojos color avellana, y en

general aspecto de pillo. También tenía sus defectos —era bastante temperamental y perdía los estribos fácilmente—, pero Danilo se negaba a creer que pudiera haberse implicado en algo tan vil e innecesario como el asesinato de Lilly.

Su necesidad de saber se intensificó y reforzó su determinación.

—¿Me puedes dedicar unos minutos? Quiero hablarte de un asunto —preguntó.

—Puedo dedicarte todo el día, si quieres. Ven, tomaremos algo. Munson, ¿queda zzar en la casa?

—Naturalmente, milord, pero...

—Magnífico, espléndido. Tráenos un poco a la habitación de juegos. Dan, aún no has visto mi último trofeo.

Regnet pasó un brazo alrededor de los hombros de su amigo, y ambos comenzaron a alejarse.

Al halfling se le desorbitaron los ojos, lo cual le dio un aspecto de una trucha aterrorizada.

—Milord, debo deciros algo.

—Después —dijo Regnet con firmeza.

Dan escuchaba a medias a su amigo, que le explicaba su última aventura, algo acerca de túneles helados y cavernas que brillaban tanto por efecto de los cristales y el hielo que una simple antorcha bastaba para transformarlas en salones de espejos.

No obstante, lo que de verdad interesaba a Danilo era saber qué habría causado la consternación del mayordomo. Munson los siguió unos pasos; su pequeña cara redonda era todo un poema de indecisión. Danilo lo comprendió: pese a su buen humor, Regnet tenía un temperamento explosivo. Él mismo había sufrido sus efectos en dos o tres ocasiones. Como tantos otros hombres de su clase, Regnet apenas prestaba atención a sus servidores, siempre y cuando obedecieran sus órdenes sin preguntas ni vacilaciones.

Era una combinación que seguramente daba que pensar incluso al halfling más firme.

Munson no tardó en arrojar la toalla, suspiró y viró hacia un pasillo lateral, sin duda en busca del licor.

Llegaron frente a una puerta doble, que Regnet abrió de par en par con gesto dramático.

—¿Qué te parece? —preguntó muy ufano.

Danilo se asomó. Vio butacas cómodas y de calidad esparcidas por la habitación, así como mesas de madera pulida con tableros de juegos y pulcras barajas de cartas. Se habían colocado a mano pequeños cuencos con piedras semipreciosas o cristales muy brillantes para las apuestas. Pero lo más destacable de la habitación era la colección de trofeos. Por encima de la repisa de la chimenea, se había colgado una espléndida cabeza de ciervo, con una enorme cornamenta que proyectaba sombras contra el titilante resplandor de la luz del fuego en el suelo, frente al hogar. Un jabalí sonreía siniestramente desde encima de la diana; sus peligrosos colmillos, tan grandes y afilados como dagas, revestían a la bestia de una dignidad que ni siquiera el par de dardos clavados en su hocico lograba mermar. Asimismo, podía admirarse un narval montado en un enorme tablero de madera. Durante mucho tiempo, el gran pez había sido el orgullo de Regnet, pues debido a su tamaño y al largo cuerno semejante a una espada aserrada que le brotaba de la cabeza, la pesca del narval era la más difícil y peligrosa.

Ese narval estaba disecado con la cola en arco por debajo, y el cuerpo, curvado y listo para atacar. Parecía un espadachín para siempre congelado en guardia.

Pero había una nueva adición aún más espectacular: en el fondo de la habitación, entre las sombras, se alzaba una criatura enorme semejante a un oso. Era más alta que una persona, tenía una cabeza extrañamente puntiaguda y el pelaje del color de la nieve sucia. Sus carnosos labios estaban retraídos en un gruñido eterno, dejando al descubierto

unos temibles colmillos amarillos. Las zarpas, alzadas en gesto amenazador, tenían dedos largos como los de una persona, aunque las palmas mostraban almohadillas como las de un oso de las cavernas.

—Un yeti —anunció Regnet, orgulloso—. Lo cacé en las cuevas de hielo la primavera pasada.

La caza de trofeos era práctica común, aunque a Dan no le atraía.

—¡Hmmm! Una colección impresionante —dijo sin demasiado entusiasmo.

Regnet sonrió de oreja a oreja y propinó un codazo a su amigo.

—No tanto como mi otra colección de trofeos que he cazado y montado, ¿eh?

Teniendo en cuenta el asunto que llevaba a Danilo a casa de Regnet, esa broma obscena fue tan dolorosa como un puñetazo. No obstante, le dio pie para ir directamente al grano.

—Lamento ser portador de malas noticias —comenzó.

La sonrisa de Regnet vaciló, se dejó caer en la silla más cercana y se inclinó hacia delante con los codos apoyados en las rodillas y el mentón en las manos. Una vez que Dan hubo tomado asiento, Regnet lo invitó a seguir con un gesto de asentimiento.

—Se trata de una muchacha llamada Lilly. Sé que la conocías; estaba en el Baile de la Gema y hablaste con ella. Aunque en esa ocasión no me dijiste que ya la conocías, alguien me ha informado de que erais buenos amigos.

Regnet abrió mucho los ojos en un acceso de pánico masculino.

—¡Que Tymora me lleve! ¡Otro bastardo no!

No era la respuesta que Danilo esperaba.

—¿Tienes otros? —inquirió.

—¡Supongo que no irás a decirme que tú no! —resopló el noble—. Recuerda nuestra disipada juventud y las largas noches que pasamos bebiendo y putañeando. Uno tendría que ser el ojito derecho de la diosa de la suerte, o estar más seco que un enano, para librarse de algún que otro desliz de ese tipo. Pero esto sucede en un momento especialmente inoportuno: tenía previsto anunciar mi compromiso en la fiesta de invierno.

Una llamarada de ira se apoderó de Danilo y lo dejó sin respiración y casi ciego de tan intensa que era. Por el rabillo del ojo, vislumbró al yeti disecado, que parecía temblar con la misma indignación que él. Aguardó un momento hasta que su visión se aclaró y pudo aventurarse a hablar de manera controlada.

—Y no obstante, flirteaste con esa chica.

—Sin duda, no fui yo el único. ¡Por lo que sabemos, el mocoso podría muy bien ser tuyo!

Danilo se levantó bruscamente y apoyó con violencia ambas manos sobre la mesa situada entre ellos. Se inclinó hacia Regnet.

—Lilly no estaba embarazada, y cuidado cómo hablas de ella —le informó con voz fría y mesurada—. Era mi hermana.

—No tenía ni idea —repuso Regnet, sobresaltado.

—Ni yo, hasta hace pocos días. —Esa realidad lo inundó con una abrumadora sensación de pérdida que hizo que se desplomara en la butaca—. Ha muerto, Regnet.

—Por los dioses. Dan, lo siento.

Eran palabras sinceras, aunque dictadas por la simpatía que le inspiraba su amigo, ya que al mismo tiempo parecía haberse quitado un peso de encima.

Lo que expresaba era alivio, no culpabilidad. Danilo se fijó muy atentamente y decidió que, en definitiva, era la mejor reacción que podría haber esperado. Ambos amigos guardaron silencio.

—¿A qué dama has decidido cortejar? —preguntó Dan sólo por decir algo.

—Creo que te va a sorprender, pero es una mujer espléndida y se encargará admirablemente de mis negocios y mi vida social.

«A diferencia de lo que podría hacer una simple moza de taberna», pensó Danilo amargamente. Se preguntó si Lilly se hubiese sentido aliviada de haber oído la descripción fría y práctica que Regnet había hecho de su rival.

—¿Negocios y vida social? Así habla un enamorado.

Danilo no estaba de humor para bromear, pero al menos logró que su voz no reflejara la amargura que le provocaba pensar en Lilly.

Regnet sonrió, en modo alguno ofendido.

—La dama en cuestión posee abundantes encantos, aunque cuando su nombre se pronuncia uno piensa enseguida en sus otras habilidades. Es una anfitriona temible.

—Ya entiendo —replicó Danilo sin mucho interés—. Si Galinda Raventree no tuviera la costumbre de dar calabazas a todos sus pretendientes, pensaría que estabas hablando de ella.

—Justamente es ella —declaró Regnet en un tono no exento de orgullo.

En ese instante, un salvaje chillido estalló en el extremo más alejado de la habitación. El yeti se balanceó adelante y atrás, como una criatura que tratara de liberarse de una tumba de hielo, y entonces arremetió.

Ambos hombres se pusieron en pie de un salto. Inmediatamente, Danilo buscó su bolsa de hechizos, y Regnet, la daga.

El yeti se desplomó con estruendo, llevándose por delante una mesa y lanzando por los aires piezas de ajedrez de marfil como si fuesen esquirlas de hielo. La bestia disecada rodó a un lado y se quedó inmóvil. Entonces, se vio el verdadero peligro.

Myrna Cassalanter apretaba los puños a los costados, y su rostro se retorcía en una mueca. Estaba más furiosa que una arpía. Se había vestido para seducir: la melena teñida con alheña había sido cuidadosamente despeinada, como si acabara de darse un revolcón o esperara hacerlo. El vestido era escarlata, muy ceñido y con un escote de vértigo. Gran parte de su lechoso pecho estaba expuesto y en esos momentos temblaba de indignación.

—¡Tú, tres veces maldito troll! ¡Hijo de puta sifilítica! —chilló.

Flexionó las manos para convertirlas en peligrosas garras y atacó con la furia de un colérico dragón.

Regnet arrojó a un lado la daga, saltó por encima de la butaca que acababa de desocupar y la giró para colocar una barrera entre él y la virago de pelo encendido que se lanzaba contra él.

Tal era el desespero de la mujer por arrancar los ojos al hombre que la había desdeñado, que saltó sobre la butaca. Regnet se salvó por un pelo de las afiladas uñas de la mujer, echándose a un lado. La butaca no aguantó más y cayó al suelo. Myrna se tambaleó y acabó también por caer.

La mujer rodó hacia la chimenea, pero al momento volvió a ponerse en pie con una agilidad que un juglar itinerante hubiese envidiado, blandiendo con determinación un atizador de hierro con ambas manos.

Regnet retrocedió y tropezó con la butaca tumbada.

—¡Munson! —bramó.

El mayordomo halfling apareció en el umbral, retorciéndose las manos.

—Traté de advertiros, señor —dijo.

Sus siguientes palabras quedaron ahogadas por el grito que Myrna lanzó al mismo tiempo que barría el aire con el atizador. Regnet esquivó el golpe, aunque la punta trazó en la pechera de su camisa una línea de hollín. Al hacer retroceder la improvisada arma, Myrna le dio de refilón en la cabeza. Animada por el éxito, volvió a la carga, chillando

como una banshee y agitando el atizador con el brío de un rapsoda de la espada elfo, si bien con mucha menos habilidad.

Danilo plantó los pies en el suelo, se cruzó de brazos y estudió el dilema en el que se hallaba Regnet. Si Myrna fuese un hombre —o al menos, una mujer entrenada en las artes de la lucha—, su amigo habría puesto fin al ataque con un breve enfrentamiento.

Pero la educación que había recibido le prohibía maltratar a una dama. Ni siquiera podía hacer un uso excesivo de la fuerza para dominarla. Todo indicaba que no le resultaría nada fácil calmarla. Myrna le dio la razón al golpear a Regnet en el vientre con la suficiente fuerza como para obligarlo a doblarse sobre sí mismo.

Danilo suponía que debía ayudar a su amigo, y eso pensaba hacer. No obstante, por el momento, se limitaba a disfrutar del espectáculo. Además, era innegable que en cierto modo se lo tenía merecido. Dan dudaba de que al mismo Tyr se le hubiese ocurrido un castigo más apropiado para un hombre que había jugado con los sentimientos de una muchacha que sufrir las iras de una mujer desdeñada. ¿Quién era él, humilde mortal, para interferir en los designios divinos?

Justo entonces, Myrna descargó otro contundente porrazo, blandiendo el atizador hacia arriba con ambas manos; era un golpe digno de un campeón de polo. El hurgón dio de lleno a Regnet bajo el mentón, y su cabeza se inclinó dolorosamente hacia atrás.

Cayó y rodó sobre sí mismo para esquivar otro feroz ataque del atizador, que golpeó el suelo.

El mayordomo halfling corrió hacia la mujer y le agarró un brazo, pero Myrna le propinó un codazo en la cara. Munson retrocedió, tambaleándose, y se llevó la mano a un ojo que ya se le empezaba a hinchar y oscurecer.

—Haz algo —imploró Regnet a su amigo.

Danilo se ablandó y rápidamente ejecutó los pases de un ensalmo; un hechizo menor para calentar el metal. La punta del atizador que sostenía Myrna comenzó a ponerse al rojo, y el calor se desplazó por el mango hacia los nudillos de la mujer, que estaban blancos por la fuerza con la que lo asía. Sin prestar atención, Myrna persiguió a su presa, que retrocedía tan rápidamente como le era posible, caminando hacia atrás como un cangrejo. Pero llegó un momento en que todo el atizador resplandecía.

Emitiendo un gañido de dolor, Myrna soltó el arma, que cayó sobre la alfombra y comenzó a quemarla.

Los momentos que siguieron fueron un auténtico caos. Munson corrió a apagar el fuego con el primer líquido que encontró a mano, y que por desgracia resultó ser el botellón de zzar que había servido a su amo. El potente licor avivó las llamas.

Rápidamente, el halfling agarró una trucha disecada colocada sobre un pedestal para apagar a golpes el fuego.

Por fin, todo quedó en una relativa calma, excepto por Myrna, que parecía dispuesta a comenzar el segundo asalto.

—¡Cómo has sido capaz de enredarte con esa mujerzuela! —exclamó.

—Cuidado con lo que dices —le advirtió Danilo.

—No me refería a la camarera —repuso Myrna, fulminándolo con la mirada—.

Eso fue un lío sin la menor importancia. ¡Pero Galinda Raventree! ¿Cómo te atreves a insultarme de esta manera?

Myrna se recogió la falda y salió hecha una furia. En el umbral, giró sobre sí misma para lanzar la última andanada.

—Lo lamentarás. Y tú también, Danilo.

Inmediatamente se marchó seguida de forma sigilosa por el halfling, de pronto menos preocupado por la ira de la visitante que por la que le esperaba por parte del patrón.

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